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Introducción

Mi nombre es María Victoria Baratta. Soy historiadora, investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (conicet) y docente. Tengo una hija de 4 años, que se llama Amelia. Vivo con ella y con mi marido, Federico, en Acassuso, un arbolado barrio del partido de San Isidro, donde nací. Antes de que empezara la pandemia del covid-19, dedicaba mis días a investigar sobre el siglo xix rioplatense, dar clases en la universidad y difundir la publicación de mi primer libro, basado en el tema de mi tesis doctoral: la guerra del Paraguay o guerra de la Triple Alianza, un conflicto armado que enfrentó a Argentina, Brasil y Uruguay con Paraguay entre 1865 y 1870 y terminó con una derrota muy fuerte para este último. Al menos la mitad de la población de ese país falleció durante la contienda, y la economía quedó diezmada. Niños, fundamentalmente paraguayos, fueron también grandes víctimas de esa guerra: o por quedar huérfanos, o por ser vendidos como sirvientes, o por morir de hambre, o por perder la vida en batalla. Mi tatarabuela fue una de esas niñas vendidas como sirvientas a familias de la elite porteña. Llegó a Buenos Aires con 7 años, sola, huérfana y sin saber leer ni escribir en español. Su suerte fue cambiando, y pudo formar su propia familia, dejar de ser sirvienta y mudarse a una pintoresca casa con dos habitaciones enormes conectadas por un pasillo, pisos de pinotea, una galería que la circundaba y un patio lleno de árboles de distintos frutos. La casa quedaba, queda, en San Fernando, al norte del conurbano, y yo la conocí como la casa de mis abuelos, la casa en donde nació y se crio mi papá.

Por fortuna, hoy sería impensable una guerra de esa magnitud entre los países que conformaron el mercosur en los años noventa. Las disputas territoriales ya han sido saldadas. Durante el siglo xx, y a fuerza de otras dos enormes guerras, se establecieron convenciones mundiales sobre derechos humanos. Con respecto a los niños, en las últimas décadas del siglo xix su rol en primera línea de batalla ya era cuestionable. Hoy sería directamente inaceptable. Partimos desde otro piso de derechos para niños y adolescentes. Vivimos en otra realidad histórica, de avances en la ciencia, de cambios en las formas de hacer las guerras, bajo gobiernos imperfectos, pero mucho más democráticos. Los historiadores, a diferencia de otras ciencias sociales, nos focalizamos más en las diferencias que en las similitudes. En definitiva, pensar que todo es lo mismo, que lo que pasó hace 150 años es análogo a lo que sucede en el presente, sería negar el curso, la existencia de la propia historia, el camino de avances (y a veces retrocesos) que nos trajo hasta aquí. Los acontecimientos no son inocuos. Van transformando las sociedades, aunque sin un fin predeterminado y sin que esa acumulación de experiencia necesariamente redunde siempre en mejorías y etapas superadas. La historia nunca se repite de la misma manera. Si lo hiciera, no habría historia y podríamos predecir lo que sucederá.

Un activismo inesperado

Una pandemia es un acontecimiento histórico en el sentido pleno del concepto. El tiempo parece suspenderse, y a su vez cambia el ritmo interno. Algunas cosas ya no volverán a ser iguales. La ciencia puede estimar que cada tanto tiempo quizá tenga lugar una pandemia, pero es imposible predecir el momento exacto y la magnitud. La pandemia del covid-19 es un ejemplo perfecto para entender cómo la contingencia es la que finalmente dicta el ritmo de la historia. La práctica de comer ciertos animales y en condiciones no propicias puede ser común, y el riesgo está latente. Que en un momento ese riesgo se convierta en realidad y, sobre todo, que esa realidad tome la magnitud de lo que estamos viviendo es obra de esa contingencia, de una sucesión de hechos que no pueden preverse ni modificarse, de mala suerte y también de malas decisiones. Un murciélago mal cocido provoca un tendal de enfermos y muertos, cambios de hábitos notorios y el derrumbe de la economía mundial. Se trata de un virus que pasa del animal a los humanos, que además tiene un alto grado de contagio, que se propaga con rapidez en una zona donde el gobierno demora en entregar la información; los organismos de salud y diferentes países se ven sorprendidos o reaccionan tarde; el virus es especialmente letal con un grupo de la población, demanda sobre todo camas de terapia intensiva, tubos de oxígeno y personal muy capacitado y pone en riesgo de colapso los sistemas de salud. Estamos ante prácticas de base riesgosas, bastante mala suerte y malas decisiones.

La pandemia nos modificó la vida a todos, en general para mal. La gestión de la pandemia en Argentina empezó a hacernos ruido a algunas personas semanas después del anuncio del aislamiento preventivo y obligatorio decretado el 20 de marzo. Algunos ya habían marcado un mal manejo de quienes arribaban al aeropuerto internacional. Otros comenzaron a notar que la política más exitosa de control de transmisión del virus, el testeo, rastreo y aislamiento, se estaba haciendo de forma deficiente en el país. Otros, que se estaban violando derechos fundamentales en nombre de la pandemia y sin sustento científico. El nivel de afectación que la cuarentena tenía en nuestros derechos, nuestra esfera privada, nuestras vidas íntimas y nuestra propia salud empezaba a inquietarnos. Fui una de las que inició el cuestionamiento de esa gestión.

Además de estudiar profesionalmente una guerra que ocurrió hace 150 años, comencé a dedicar mi poco tiempo libre a estudiar una pandemia en curso. Entre una pandemia y una guerra, hay similitudes que me ayudaron a comprender lo que vivía: lo excepcional, la sensación de que se paraliza el mundo, los cambios económicos, el enemigo que nos acecha. Pero hay cosas muy diferentes, como bien me ayudó a pensar uno de mis maestros en cuestiones de historia y guerra, Alejandro Rabinovich. En efecto, una pandemia no es una guerra. La guerra es violencia, y la pandemia apela a la solidaridad. El virus no es un enemigo que podremos derrotar de manera definitiva, sino que se quedará entre nosotros. Solo debemos lograr que nos permita retomar nuestras vidas, con una inmunidad masiva. Y, por último, la guerra moviliza mientras que la pandemia parece desmovilizar.

Vuelvo a hablar por mí. El confinamiento desmoviliza a la sociedad, pero en Argentina, además, parecía anestesiarla. Pocos éramos los que en aquellas primeras semanas nos animábamos a dudar de las decisiones oficiales, a buscar información científica de otros lugares del mundo, a alzar la voz por la violación de derechos. Empezó a molestarme personalmente la situación de los niños confinados. Mi hija asistía al jardín de infantes. Por fortuna, yo no perdí mi trabajo, como le sucedió a miles de personas, pero mi hija perdió el ir a su jardín, como millones de chicos a sus jardines y escuelas. Ella tuvo el “privilegio” de conectarse con sus maestras y compañeros media hora todos los días a través de una pantalla, pero algo quedó trunco.

Su adaptación quedó interrumpida; su cuaderno, colgado en el perchero de la puerta de entrada. El consorcio del edificio en el que vivimos decidió cerrar la terraza, y ella también perdió ese espacio para correr. Tuve la sensación de que la suspensión de clases presenciales no duraría solo unas semanas, pero supuse que luego de las vacaciones de invierno se retomarían. Comencé a dar mis clases para la universidad de manera virtual, pero ya fue quedando poco tiempo para la investigación. Mi hija estaba en casa y necesitaba jugar.

A principios de abril, las escuelas de más de 190 países habían cerrado, pero una situación poco común se daba en Argentina: los niños no podían tener salidas recreativas, debían estar encerrados o, a lo sumo, salir a acompañar a su papá o mamá a hacer las compras. Y entonces de golpe me convertí, primero en silencio y después usando las redes sociales, en una desobediente civil que puso la salud y los derechos de su hija como prioridad, al saber que no ponía en riesgo la salud de nadie más al hacerlo. Mi cuenta de Twitter, en general dedicada a hablar de historia, coyuntura y trivialidades, se convirtió, sin darme cuenta, en el medio para llevar otro tipo de mensaje. Los niños no eran grupo de riesgo ni supercontagiadores, y no había lugar más seguro para evitar la transmisión del virus que el aire libre. Esa información científica ya estaba disponible en el mundo. La inexplicable tozudez del gobierno y el aval social casi general llevaron a que, en mis pocos ratos libres, me convirtiera en comunicadora, en redes sociales, de la locura que se estaba viviendo. Animaba a otros padres a que sacasen a sus hijos de ese encierro, porque no pondrían en riesgo la salud de nadie si mantenían la distancia. Los chicos no podían estar tanto tiempo confinados por una enfermedad que no era especialmente letal con ellos. Por el contrario, no salir de la casa podía afectar su salud. Intenté además proporcionar información científica, en vez de pánico. Recomendé que jamás expusieran a los niños a las noticias sobre el virus y, mucho menos, debían hacerles creer que podían morir por esa causa. Mientras tanto, otros derechos se violaban en nombre de la pandemia y derivaban en consecuencias más graves: gente detenida por salir a trabajar, que en ocasiones terminó asesinada o presuntamente asesinada por las fuerzas de seguridad.

A mitad de año, mi sensación de que las escuelas abrirían pronto se desvaneció. Y la causa de los derechos de los niños a jugar, que ya se había generalizado en salidas permitidas o todavía clandestinas, se convirtió en la causa del derecho a la educación. En redes sociales encontré más gente preocupada, que estaba destinando también parte de su tiempo libre a investigar lo que los científicos militantes ignoraban o falseaban. Nos juntamos, y así nació Padres Organizados.

Mi formación y trabajo como académica en historia me llevó a querer cumplir el rol en el grupo de recopilar toda la evidencia posible sobre apertura de escuelas en un mundo que ya había notado que el costo de tenerlas cerradas era mayor que los beneficios. Dediqué el poco tiempo libre a armar una base de datos y a usar mi cuenta de Twitter para difundirlos.

Hoy, en este libro, quiero compartir todo lo que tuve que aprender a la fuerza este año. Porque la pandemia relegó los derechos de los niños y adolescentes en todo el mundo en un principio, pero rápidamente se tomó nota del daño que eso implicaba y se empezaron a implementar políticas para revertirlo. Porque hablar de eso en Argentina hace unos meses era querer sacarse a los hijos de encima. Porque cuando nos organizamos estábamos muy solos. Porque las autoridades educativas repetían falsedades. Porque quienes tenían que defender los derechos y la salud de niños y adolescentes estaban en silencio cómplice. La virtualidad no garantiza la educación, por más esfuerzos docentes que existan. No todos los chicos tienen acceso a conectividad, y los que lo tienen no aprenden de la misma forma. Muchos otros problemas se desprenden de las escuelas cerradas. Son también los que abordaré en esta oportunidad.

Estar saludable no es solo no tener covid-19. La ausencia de un criterio más amplio que el infectológico para abordar la pandemia provocó otros problemas de salud. Cerrar las escuelas afecta la de los chicos. Los adultos les fallamos, y debemos remediar eso. Mientras vamos a restaurantes, shoppings, casinos, reuniones sociales, de vacaciones, todos espacios más riesgosos, e incluso los llevamos a colonias de verano, les negamos su derecho a la educación. Este libro puede servirles a padres, pero está dedicado a los chicos. Sobre todo, a los que no pueden expresarse, a los más pobres, a quienes su futuro ha quedado todavía más comprometido y a los niños con discapacidades. Hace meses que todos ellos deberían estar en la escuela y en sus terapias.

Comenzaré con un relato de todo lo que sucedió este año respecto de niños y adolescentes y sus derechos. Cómo la gestión de la pandemia los dejó de lado y, sobre todo, cómo el debate acerca de la reapertura de escuelas se vio demorado, improvisado y repleto de deshonestidad. Luego contaré cómo se formó Padres Organizados y se multiplicó por todo el país. Hoy hay un consenso público más amplio sobre el regreso a las aulas, pero los datos científicos y las consideraciones bioéticas estaban ahí desde hacía meses. Sin ser este un libro de historia, el relato dejará claro que no se trató de una protesta anacrónica. Enseguida explicaré todos los enormes costos de tener las escuelas cerradas. En el siguiente capítulo, expondré la evidencia sobre la muy baja letalidad del covid en niños, su menor capacidad de contagio y de diseminar el virus y la experiencia de apertura de escuelas en todo el mundo. Y, por último, me dedicaré a la primera infancia, una edad crucial para el futuro de un país, que fue totalmente desestimada.

Este libro resume los argumentos por los que abrir escuelas en pandemia debería ser la absoluta prioridad. Aunque hay bastante evidencia científica que respalda esta postura, la decisión es política. El debate sobre cómo responder a la pandemia muchas veces se enmarca como un problema exclusivamente científico. Sin embargo, es ante todo moral y ético. Este es el planteo, por ejemplo, de Graham Medley —especialista en enfermedades infecciosas— y Francois Balloux —biólogo y genetista—. La razón principal es que no hay solución total para enfrentar la pandemia, sino solo compensaciones. Se trata de implementar estrategias científicamente fundamentadas de mitigación de pandemias, pero sobre todo de ponernos de acuerdo como sociedad en qué maximizar o minimizar. Todas estas estrategias requieren preguntas incómodas sobre qué es lo que se debe priorizar.1 Según Graham y Balloux, las opiniones sobre el mejor curso de acción no parecen depender de la calificación. Los auténticos expertos en mitigación de pandemias y salud mundial parecen estar igualmente divididos en sus puntos de vista que el público en general. Las opiniones tampoco caen en líneas políticas obvias. Las diferencias están en el peso que ponen en objetivos mutuamente excluyentes. Garantizar los derechos de niños y adolescentes como una prioridad a pesar de la pandemia es una de las opciones que muchos países tomaron. Saben que de ellos depende el futuro, que su salud física y emocional se resiente con las escuelas cerradas, que hay pérdidas de aprendizaje que no se recuperan y que es difícil sostener la economía con los niños en casa.

El riesgo cero ante el virus lamentablemente no existe en ningún espacio, pero el beneficio epidemiológico de tener las escuelas cerradas es bastante modesto al lado de los enormes costos sociales, emocionales, económicos y de salud que se generan. La educación es un derecho humano y una actividad esencial y prioritaria. La pandemia es una realidad, pero hay distintos modelos y formas de volver a la escuela que ya se han puesto en marcha en todo el mundo. En la Argentina de 2020, no hubo voluntad firme ni creatividad para buscar soluciones.

Muchas escuelas reabrirán en Argentina en 2021. Sin embargo, se ha perdido tiempo valioso, y los establecimientos educativos parecen estar sometidos a protocolos que no se les exigen a otras actividades habilitadas hace meses. Se trata de actividades que son menos esenciales que la educación, que funcionan en espacios más riesgosos que la escuela y que involucran a personas que son pacientes de riesgo ante el virus. Este libro es un documento de lo que se pudo hacer el año anterior y no se hizo y de los costos y el daño que esa decisión trajo y traerá consigo. Pero sobre todo es un llamado de atención para mantenernos en alerta de aquí al futuro. Para entender que no se les puede exigir a los niños lo que los adultos no hacemos. Para comprender que debe aspirarse a la máxima presencialidad. Para estar atentos a que, ante una eventual suba de contagios comunitarios, las escuelas sean lo último en cerrarse, ni lo primero ni lo único. Para que nunca más una enfermedad que no es especialmente letal con los niños sea la razón para tener cerradas las escuelas durante un año. Para darles herramientas a los padres que tengan que enfrentarse a situaciones en las que no se quiera reabrir las escuelas. Y para que los padres de los chicos que regresan cambien el pánico por la información. Se lo debemos a nuestros hijos. Se lo debemos como ciudadanos y adultos a los millones de chicos que hoy viven bajo la pobreza y la indigencia en nuestro país.

Escribo estas líneas en una habitación de un sanatorio. Estoy acompañando a mi papá. No tiene covid-19. El encierro prolongado y el pánico agravaron sus condiciones de salud preexistentes, aunque por fortuna no corre peligro su vida. No es el único al que el encierro le perjudicó la salud por un motivo diferente al virus. Tampoco se trata de negar la gravedad del covid-19. Miles de personas enfermaron, murieron y perdieron a sus seres queridos por esa causa este año. Pero también miles enfermaron, murieron y perdieron a sus seres queridos por otras razones. Solo se trata de evaluar riesgos y beneficios y de entender que no es viable que una sociedad se encierre durante dos años o más, por razones biológicas, sociológicas, económicas, emocionales y sanitarias. Y que esa sociedad les debe a los menores de edad la garantía de sus derechos, aun en situaciones de emergencia.

San Isidro, provincia de Buenos Aires

1° de marzo de 2021

1 Graham Medley, “Scientists Shouldn’t Have the Final Word on covid-19 Plans”, en The Times, 1° de octubre de 2020, disponible en línea: <https://n9.cl/0asbc>. También, en Twitter: <https://twitter.com/BallouxFrancois/status/1311608755122044928>.

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