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CAPÍTULO 1

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La primera vez que me paralicé mientras dormía, fue el día en que cumplí siete años. Mientras mi abuela terminaba de leerme un cuento sentada en un mecedor de mimbre junto a mi cama, yo luchaba por moverme, e incluso, respirar, pues sentía que el aire que ingresaba a mis pulmones era áspero y escaso. Aún alcanzaba a percibir la voz de mi abuela, como un borrón en el silencio, cada vez más tenue. Podía ver mi habitación tal y como era, y a mi abuela sentada con el libro abierto en el regazo; solo notaba una diferencia: había una puerta negra en una de las paredes, inexistente en la realidad. De repente, apareció ante mis ojos una sucesión de sombras amorfas que revoloteaban por la alcoba.

Esas sombras se unificaron en una sola figura horrenda, que se aproximó hacia mí con lentitud. Al principio parecía una sombra incorpórea, pero a medida que se acercaba, se iban definiendo su piel violácea, de aspecto pútrido, su contextura escuálida, sus extremidades alargadas, su cabello blancuzco que se arrastraba por el piso, y sus dedos como ramas. No podía levantar la mirada hacia su rostro, debido a la parálisis, y solo alcanzaba a divisar aquel cuerpo deforme; un cuerpo descubierto que parecía una aberración de la anatomía femenina, muy distinto a cualquier cosa que hubiera visto antes.

Se acercó a mí y comenzó a retorcerme, uno a uno, los dedos de las manos, hasta sacarlos de su eje. Su piel era gélida y rugosa. De súbito, recuperé el movimiento y hui despavorido hacia la misteriosa puerta, sin estar seguro de lo que había al otro lado. Pero antes de halar el pestillo, escuché las voces de mis padres unificadas en un solo grito: “¡Nunca abras esta puerta, Fernando!”. En ese momento, ellos acababan de morir, pero yo no lo sabía.

Desperté y ya era de día. Tenía la sensación de no haber descansado en absoluto. Recogí del suelo un muñeco en forma de perro dálmata que me acompañaba en las noches; último regalo de mis padres antes de morir. Y de labios de mi abuela, me desayuné la devastadora noticia.

“Anoche no fui capaz de decírtelo, y te dejé durmiendo cuando salí al lugar de los hechos”, fue lo primero que me dijo. Sus ojos estaban hinchados, los párpados parecían burbujas a punto de estallar.

Hoy recuerdo aquel evento de hace ya veintiséis años, porque anoche volví a sufrir de parálisis del sueño, y sentí otra vez la presencia de aquella figura amenazante, a pesar de que estaba convencido de que nunca más iba a experimentar esos episodios. Estoy leyendo un libro llamado Buenos hábitos para dormir mejor, que salí a comprar a raíz de la experiencia de anoche. También tengo al lado mi tablet, para buscar toda la información posible sobre trastornos del sueño.

Me recuesto en el sofá grande de la biblioteca, que recién adquirí hace una semana, porque los muebles de mi abuela ya estaban demasiado viejos e incómodos. En esta biblioteca huele a libros guardados, polvo y alcanfor. Justo a mi lado, en el sofá pequeño, mi abuela duerme una siesta, abrazando un cojín con ambos brazos. Quisiera haber dormido así de apacible durante la noche, en vez de estar paralizado y viendo a un ser monstruoso.

Si me preguntaran qué es más horrible, si el monstruo o la sensación de estar despierto sin poder mover un solo músculo, con una respiración tan lenta que resulta incómoda y asfixiante, y con una sensación de claustrofobia que me hace querer escapar de mi propio cuerpo, no podría decidirme entre una de las dos opciones. Contestaría: lo más horrible es esa mezcla de parálisis y presencia extraña.

A veces no sé si estoy alucinando, o enloqueciendo. ¿Será que todo es falso y ese ser horrendo jamás ha existido? Me siento confundido, pero no estoy dispuesto a darme por vencido sin tener todo claro. Solo tengo algo cien por ciento seguro: ninguna de las imágenes que vi en los episodios de parálisis fueron parte de un sueño, pues yo estaba despierto y consciente de todo. Sin embargo, quiero investigar sobre los sueños también, ya que tampoco he sido ajeno a las pesadillas.

Me permito presentarme. Mi nombre es Fernando, y soy el nieto favorito de mi abuela Elena. Bueno, de hecho, soy su único nieto. Estoy a cargo de ella desde que terminé la universidad y comencé a trabajar con mi propio bufete de abogados Nova Real, conformado por mí y dos colegas, que terminaron la carrera universitaria conmigo.

Estoy intentando recordar cualquier otro detalle de la experiencia de anoche, pero un sonido me sobresalta e interrumpe mis cavilaciones. Es mi celular, que está recibiendo una llamada, y en la pantalla veo que es mi mejor amigo, Matías. Desvío la llamada, estoy concentrado ahora mismo y no quiero hablar.

Retomaré el tema contando todo desde el principio. Ayer, 1 de diciembre, cumplí treinta y tres años. No suelo celebrar mis cumpleaños, ya que ese mismo día es el aniversario de la muerte de mis padres y mi orden del día consiste en visitarlos en el cementerio y ver nuestras fotos y videos juntos.

Sin embargo, el hecho de haber ganado un caso que representó una cuantiosa suma para el bufete ameritaba una celebración, para mí y para todo el equipo de trabajo. Quise dedicarle ese triunfo a la memoria de mis seres queridos.

Casualmente, ayer cumplí la edad que tenían mis padres cuando murieron. Todo transcurría de manera normal, hasta que volví a paralizarme después de veintiún años de sueño tranquilo.

Luego de una cena con mi abuela, comenzó la noche de celebración con mis amigos y socios, que tuvo lugar en la amplia piscina que mandé a instalar en el patio trasero de la casa, hace un par de años. Había dispuesto un equipo de sonido sobre una mesa, con una playlist con las canciones más sonadas del momento, y al lado coloqué otra mesa, cargada de aperitivos.

Matías es el guitarrista de una banda de rock muy reconocida a nivel local, que tocó anoche junto a la piscina para agasajarnos. Antes de la presentación de la banda, el baterista me había presentado a Catalina, una amiga suya que acababa de llegar de viaje. Enseguida me sentí atraído por su armoniosa figura, envuelta en un bikini negro.

Al finalizar el espectáculo, Matías se dispuso a encargarse del barbecue. Sin decir palabra alguna, se recogió su cabello castaño y largo hasta los hombros con una liga, y con ínfulas de experto, comenzó a batir un viejo abanico de mano de la abuela sobre la carne, y al mismo tiempo bebía una cerveza. Yo me acerqué a la parrilla y puse un par de mazorcas a asar, mientras les untaba mantequilla con una pequeña brocha de adobar.

—Estoy preparando una mazorca para mí, y una para ti— le dije a Catalina. Ella se acostó en una asoleadora junto al asador, y me dijo que le encantaba el aroma de nuestra parrillada.

Después de comer, Catalina y sus amigas se subieron a los flotadores gigantes en forma de pizza, que había comprado para la ocasión, para que el vocalista de la banda les tomara una fotografía. Matías se acercó a ellos.

—Cuando estábamos en preescolar, Fer tiraba pizza por las alcantarillas para alimentar a las Tortugas Ninja —contó, señalando los flotadores —¡Hasta que un día se enteró de que estaban en Nueva York!

—¡Qué tierno! —exclamó Catalina, riendo, mientras me recibía un mojito que acababa de prepararle. En ese momento, le pedí su número telefónico.

Ya entrada la madrugada, los invitados partieron y yo subí para ir a la cama, pero al acostarme, me sentí bastante mareado. “¿Será que me tomé más mojitos de la cuenta?”, pensé, y me quedé dormido casi de inmediato. No sé cuánto tiempo pasó antes de que me percatara de que estaba petrificado, sin respuesta corporal alguna, pero con los ojos abiertos ante una figura abominable.

Mientras intentaba moverme con todas mis fuerzas, vi una decena de dedos cadavéricos que se aproximaba a mi rostro, como queriendo examinarme. Estaban tan cerca que pude ver en detalle la piel violácea y cuarteada que los cubría. Esas manos presionaron con fuerza mi nariz y mi boca. Justo cuando logré levantar la vista lo suficiente como para ascender por su cuello y aproximarme a su rostro, desperté. Me senté en la cama muy sobresaltado, y me percaté de que la presencia había desaparecido.

Mi recapitulación de los sucesos de ayer ha sido interrumpida; Matías me llama nuevamente, y decido contestarle.

—¡Oye, experto en sueños, te estoy escribiendo a WhatsApp desde hace horas y no contestas! ¿Acaso no piensas ir al concierto?

—Estoy ocupado investigando, te dije que lo de la parálisis no es mentira y estoy preocupado por eso. En un rato te llamo.

La verdad es que me encantaría ir al concierto, pero me siento agotado, como suele suceder cuando sufro una parálisis del sueño. Comienzo a recordar mi pasado, y me transporto al 1 de diciembre de 1992, día en que cumplí siete años, y evoco el instante triste y confuso en que mi madre y mi padre se despidieron de mí. Justo después de soplar las velas y compartir el pudín, decorado con superhéroes, mi padre me abrazó tan fuerte que pude sentir en mi mejilla la tibieza de sus lágrimas.

—Pórtate bien. Hoy pasarás la noche aquí en casa de tu abuela, pero mañana mamá vendrá por ti—, me dijo papá, entregándome el perro dálmata de peluche, envuelto en papel celofán transparente.

—Que tengas buenas noches, mi niño grande—, añadió mamá.

Ese día también noté a mi tío Miguel Ángel, hermano gemelo de mi padre, bastante silencioso, con la mirada perdida y un semblante muy serio. Solo lo escuché hablar cuando se despidió de mí y de la abuela, y recuerdo el tono apagado y preocupado de su voz. Mi tío era muy alegre, amante de la música y entusiasta de las reuniones familiares, pero ese día parecía una persona completamente distinta.

Sin haber pasado cinco minutos de la partida de mis padres, ya sentía la inmensa falta que me hacían, y a pesar de que me quedé un buen rato jugando con mis amigos, estaba embargado por una rara incertidumbre. Sentía que ellos nunca volverían.

Y en efecto, nunca volvieron. Fallecieron en un accidente de tránsito. Mi padre iba al volante, mi madre en el asiento de copiloto, y mi tío Miguel Ángel y su esposa Gabriela, en el asiento trasero. Los cuatro sufrieron el fatídico destino.

Observo los portarretratos que están en una repisa de la biblioteca, y veo muchas fotos mías de cuando era niño, en compañía de mis padres, mis tíos y mi abuela. Una de las fotos capta mi atención de forma especial: es mi abuela en la playa, cuando era joven, luciendo unos ojos claros que se alcanzan a percibir en la foto en blanco y negro, y un cabello rizado idéntico al mío. Aunque ya no me lo dejo crecer tanto como cuando era un estudiante, sino que lo mantengo un poco más corto, sin que se alcancen a formar los bucles, pero lo suficientemente largo para peinarme hacia atrás.

Cada vez que alguien ve esa foto y pregunta quién es esa hermosa mujer de figura impactante, mi abuela suele responder: “¿No estás viendo que soy yo, y que Fernando es tan lindo porque es mi réplica? Cabello rizado y rubio, y ojos azules, cada cosa en su medida; esa es la fórmula perfecta”.

Mi celular vuelve a sonar. Es Matías, de nuevo, recordándome por enésima vez que hoy tocará con su banda de rock en el prestigioso Club Nautic, a la orilla del mar. Él es el gerente de la empresa inmobiliaria de su familia, pero en su tiempo libre se dedica a su agrupación, y con frecuencia tiene presentaciones en distintos clubes y bares de la ciudad.

—¿Vas a ir o no? —exclama Matías, casi gritando en el teléfono.

—No te he dicho que no vaya a asistir, es solo que estaba estudiando lo del asunto que te comenté. ¿Por qué no buscas antes a las chicas, y luego nos encontramos en el club? Yo llego más tarde —le contesto.

—¡Ya las recogí a todas! ¿Cierto? — las chicas responden “¡sííí!” con un grito al unísono.

—Está bien, yo más tarde pido un taxi y los alcanzo. Adelántense mientras investigo otro rato...

—Ni se te ocurra pensar que nos vamos a ir sin ti. Y no te preocupes por pedir un taxi, porque aquí tengo a mi conductor elegido. En diez minutos estaremos en la puerta de tu casa.

Bueno, supongo que tendré que retomar mi investigación después.

***

La camioneta de Matías llega exactamente diez minutos después de nuestra conversación, y en total vamos siete personas a bordo: el conductor elegido, una pareja, Matías, una chica con la que salimos frecuentemente los fines de semana, Catalina y yo. Antes de llegar a nuestro destino, nos detenemos en una estación de gasolina, y Matías y yo nos bajamos para comprar refrescos, y snacks para el camino.

—Catalina está entusiasmada contigo, ¿crees que hoy sea su noche? —, me pregunta Matías, mientras hacemos fila para pagar en la caja.

—Eso no lo dudes —respondo.

Llegamos al Club Nautic, y mientras caminamos rumbo a la tarima, rodeo a Catalina con mi brazo, y ella se recarga contra mi cuerpo; el asunto marcha bien. Nos sentamos en una sala lounge justo en frente del escenario, y Matías se dirige hacia el backstage para encontrarse con el resto de los integrantes, y realizar las últimas pruebas de sonido.

Un mesero nos acaba de colocar una canasta de cervezas en la mitad de la mesa. Le extiendo una a Catalina, y ella la recibe, sonriendo con coquetería. Tiene el cabello rojizo, hasta la cintura, y su nariz y sus mejillas están cubiertas de adorables pecas. Tiene un tatuaje de mandala en la parte baja de la espalda, que hoy se aprecia por completo gracias a su blusa escotada.

—¿Con quién vives? —le pregunto para iniciar la conversación, aunque Matías ya me había contado que vive con otra de las chicas del grupo.

—Vivo con Vanessa en un apartamento cerca de la avenida del río, ¿y tú?

—Con mi abuela. Estoy a cargo de ella.

Justo en ese instante, la banda salta a escena. Todos llevan gorros de Navidad, y abren el show tocando Jingle Bells en versión rockera. El público aplaude con entusiasmo. Luego de la introducción, realizan el cover de dos temas clásicos de rock, y, por último ,proceden a tocar las canciones propias del grupo.

Veo a Matías ejecutando un solo de guitarra sorprendente. Creo que me he excedido un poco con la cerveza, pero ¿a quién le importa? Las chicas corean las canciones entusiasmadas, y todo el mundo se está divirtiendo. Por ser amigos de los miembros de la banda, podemos disfrutar de la barra libre y la hemos aprovechado muy bien.

En mitad del show, y ya entrada la noche, me siento a descansar un rato en uno de los sillones, mientras los demás siguen de pie ante la tarima. Tengo mucho sueño, la cerveza se me subió a la cabeza. Creo que tomaré una siesta breve, sin que nadie se dé cuenta. Caigo dormido, pero luego, al intentar levantarme, no puedo moverme. Aún percibo la música y reconozco la canción, pero no sé si tengo los ojos abiertos o no, porque solo detecto figuras difusas. Un instante después, puedo ver todo con claridad: a la banda en escena, a mis amigos frente a la tarima, e incluso alcanzo a divisar a lo lejos el faro viejo y desolado, que solía funcionar hace varias décadas. Aunque se encuentra a muchos metros de distancia, noto una silueta en la ventana.

Es ella, y está ahí asomada, contemplándome. Es la criatura que me atormentaba en mi infancia; ese esperpento que se me apareció anoche tras la celebración de mi cumpleaños…es la Mujer Comehuesos. Está aquí, ¡ha regresado después de tantos años! No alcanzo a verla en detalle, pero su silueta es inconfundible. El miedo me obliga a cerrar los ojos, no quiero verla…

—¡Fernando, Fernando, despierta! ¿Estás borracho o te desmayaste de la emoción por mi solo?

Matías me zarandea por los hombros, y vuelvo en mí. Está sudado y sus mejillas se ven ruborizadas por el calor. Veo que los miembros de la banda ya están recogiendo sus instrumentos

No sé qué responder. Una de las chicas me ofrece una botella de agua, yo le doy las gracias y la bebo pausadamente. Sacudo la cabeza, y me incorporo en el sillón. Los integrantes de la banda bajan de la tarima y se sientan con nosotros en la sala lounge, para disfrutar de la presentación de un Dj que subirá a escena en breve.

—Fue un concierto excelente, los felicito —les digo a los músicos, y ellos nos agradecen a nosotros por haber venido.

Nos quedamos un buen rato conversando y bebiendo cerveza, hasta que se hace tarde y el evento llega a su fin. El lugar va quedando en silencio, tanto que alcanzo a percibir el canto de las ranas.

Camino con todo el grupo rumbo a la puerta de salida, abriéndonos paso entre los demás asistentes al evento, que también se disponen a abordar sus vehículos o a tomar un taxi.

Matías se acerca a mí, y me habla disimuladamente.

—Fer, ¿qué demonios te pasa? Catalina estuvo toda la noche pendiente de ti, y tú te echaste a dormir.

—La noche aún no se ha acabado.

Me acerco a Catalina, y la abrazo por detrás. Ella se da la vuelta, y sin dejarla pronunciar una palabra, me animo a besarla. Ella me corresponde, y ahora, el dulce sabor de su brillo labial me acompañará durante todo el camino de regreso a casa.

Duermevela

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