Читать книгу La condición femenina - Marcelo Barros - Страница 6
ОглавлениеPrólogo para hombres
Porque finalmente una mujer es algo que cuenta. Hay cierta manera de atraparla de la buena manera, aferrarla de cierto modo, y ella no se equivoca al respecto. Ella es capaz de decirles –No me sostienes como se sostiene a una mujer.
J. Lacan, De un otro al Otro
Freud sostiene que la vida se empobrece cuando la puesta máxima que puede tener lugar en su juego, la vida misma, no es arriesgada. Se convierte entonces, de acuerdo con él, en un “flirt” del cual se sabe de entrada que no habrá de conducir a nada interesante, en algo “soso y vacío”. Quizás un flirt en sí mismo no sea algo soso y vacío, porque ese demérito no reside en su carácter de flirt, ni tampoco en aquello a lo que conduzca, sino en que ya se sepa –o se crea saber– lo que va a pasar. Por algo Lacan afirmó que saber lo que el otro va a hacer no es un signo de amor. ¿Cómo es posible que lleguemos a perder así la alteridad del Otro, a ignorar su recóndita imprevisibilidad? Es algo que, sin embargo, ocurre. Que la vida pierda interés. Y no solamente lo pierde como objeto deseable, sino que esencialmente lo pierde como objeto deseante. Ella deja de interesarse en nosotros. Qué difícil es entender que el objeto, en psicoanálisis, es también un objeto que desea. Y es sobre todo el deseo de una mujer el que pierde interés si no se da cierta condición, condición que es el tema de este libro. “Apostar la vida” suena heroico, también pretensioso y un tanto absurdo. Pero no se trata de esos vicios masculinos, de gestos o de gestas. Apostar la vida no es otra cosa que ceder o dar algo que no tenemos. Porque al fin y al cabo no somos dueños de nuestra vida, aunque así lo creamos por detentar el trivial poder de destruirla.
Antes de hablar sobre la feminidad, debo recordarme que Lacan dijo que los hombres no dejan de “meter la pata” al abordar a cualquier mujer. Es verdad más allá del paso de los días y de los siglos. Se piensa de buena fe que el igualitarismo y el ideal del buen marido han llevado a un progreso en las relaciones entre hombres y mujeres. Algunos opinan también que los hombres están desorientados y hasta se habla de la desaparición de lo viril. Sin negar esas irrefutables creencias que consuelan a nuestro tiempo, cabe preguntarse si son los ideales vigentes –en cualquier época– los que orientan a un hombre a la hora de sostener a una mujer. Esa hora llega tarde o temprano. ¿Cómo se sostiene a una mujer, descartando el loco designio de tenerla allí donde la vanidad y el temor la esperan? ¿Cuál es “la buena manera”, si se trata de la que no se deja aferrar por ningún saber? El amor, claro. Pero los hombres no entendemos nada de eso –Lacan dixit. Nunca me gustó esa idea, y nunca pude refutarla. Pero hay cosas que suceden a pesar de uno, que son de linaje de milagro. A veces el Otro balbucea en el hombre. Aferrar a una mujer es algo que, aunque más no sea por azar, alguna vez acontece, como la poesía. Eso siempre será un asunto de cuerpo, aunque lo que la tome sean las palabras. ¿Cómo hacerlo, cuando ella, cada una de ellas, es varias? Porque cuando Lacan dice que una mujer es no-toda, eso significa que ella es no-una, que es, por lo menos, dos. Cabe advertir que si expresiones como “ser tomada”, o “ser poseída”, tienen una connotación sexual-fálica más o menos directa, no podríamos dejar de lado tampoco su sesgo místico. Lacan no lo hizo.
También está implícito el soportar. “¿Te peso?” Conviene a los varones preguntarse por el estatuto de la fuerza que una mujer espera de ellos. Lacan nos avisó acerca de cuán errada estaba nuestra época al confundir esa virtud –la fuerza– con las especies de la agresividad. Los escolásticos la concibieron como la capacidad para soportar una herida. ¿Cuál? ¿La de la castración? ¿La de ella, la propia? En todo caso, el verbo “soportar” no debería hacernos pensar en una depreciación de lo que se soporta. Porque la vida, al fin y al cabo, es algo que Freud siempre dijo que debíamos soportar. La vida como tal, la pura vida, no es algo invariablemente agradable, sobre todo cuando no viste las ropas de la ilusión y del sentido. T. Fontane decía que ella no se puede sobrellevar sin “construcciones auxiliares”, sin medios de consolación o de alivio. Y así también los hombres no pueden sobrellevar la feminidad sin vestirla con las ropas de la ilusión fálica. ¿Es posible sostener un deseo que no retroceda frente a lo que está más allá de nuestras ilusiones? Un lugar común postula que a una mujer hay que insistirle, lo cual puede a menudo constituir una torpeza inmejorable. Pero una cosa es insistir, y otra muy diferente es no renunciar.
Las ilusiones no eran por completo desestimadas por Freud. Lo eran únicamente cuando se interponían entre nosotros y la vida, cuando estorbaban nuestro encuentro con lo real, en vez de guiarnos hasta el umbral. Una mujer puede ser la causa de que un hombre descubra en sí mismo cosas que nunca había imaginado. Si bien es un clisé de la vulgata lacaniana decir que el hombre que ama lo hace como mujer, la clínica muestra sobradamente que hay hombres que empiezan a ser hombres por el amor a una mujer. Pero en ese juego, la apuesta de la mujer no es la misma que la del hombre, incluso si para ambos es verdadero decir que allí tienen que dar lo que no tienen.
Punta del Diablo, República Oriental del Uruguay,
febrero de 2011