Читать книгу Diez principios para ciudades que funcionen - Marcelo Corti - Страница 10

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INSTRUCCIONES DE USO

Hay muchas razones por las cuales usted puede estar leyendo este libro. La más probable es que tenga o crea o desee tener alguna responsabilidad en el futuro de su ciudad, sea su área de trabajo, estudio o interés la gestión pública, los negocios privados o la militancia política o social.

Es muy posible, es casi seguro que usted encuentre en su ciudad algunas virtudes u oportunidades que lo entusiasman sobre el futuro, pero también muchos problemas que parecen de difícil resolución. En particular, si su ciudad está ubicada en América Latina encontrará enormes desigualdades entre barrios ricos y barrios pobres, o centros comerciales y administrativos en decadencia, o grandes congestiones de tránsito, o dificultades del estado municipal para prestar los servicios esenciales, o insatisfacción de vastos sectores de la población con el estado de las cosas urbanas, o una crisis de las actividades que sostienen la economía y el empleo en la ciudad, o una transformación urbana que arrasa con la calidad patrimonial, o amenazas ambientales que en ocasiones se materializan en desastres, o una enorme dificultad para muchos sectores en acceder a la vivienda que necesitan, o una notoria carencia de espacios verdes y públicos. O incluso una mezcla explosiva de todas estas cuestiones.

Esos problemas indican que algo en su ciudad no funciona. No en los términos del urbanismo funcionalista que en algún momento se llamó a sí mismo “moderno”. No, usted no cree que la ciudad puede ser una maquina compuesta por partes que en sí mismas funcionan correctamente y cuya articulación asegura resultados al menos aceptables. Usted no cree que se pueda repartir por el territorio de su ciudad unas áreas de residencia, otras de trabajo, otras de servicio, unos espacios verdes que las separen y unos sistemas de transporte que las vinculen, y que todo eso configure una ciudad que funciona. (*)

Lo que no funciona, lo que quisiéramos corregir para que funcione, puede explicarse a partir de la definición que proponemos para la ciudad: una configuración territorial que permite distintas alternativas de encuentro, relación, conflicto y aislamiento entre un grupo muy amplio y diverso de personas. Una ciudad que funciona permite esas distintas alternativas y las permite para ese grupo muy amplio y diverso. Si esto no es así, la ciudad no funciona o funciona mal. Los sistemas de transporte, las normativas urbanísticas, la oferta de viviendas, servicios y espacios públicos o las condiciones del medio ambiente –o todos ellos…– dificultan el encuentro y la relación, exacerban o invisibilizan los conflictos, impiden (o por el contrario, obligan a) el aislamiento de las personas, reducen la diversidad de la experiencia humana y dejan a mucha, demasiada gente afuera del uso y disfrute de los atributos urbanos.

La idea que fundamenta este libro es que las ciudades no funcionan, pero pueden funcionar.

¿Y cómo es una ciudad que funciona? En un libro anterior, La ciudad posible, la hemos descripto a partir de doce características concurrentes:

1. Es legible: las personas entienden el orden de los lugares y los componentes de la ciudad, y los valores compartidos de sus habitantes.

2. Está adaptada a su entorno: la ciudad respeta y valoriza la base geográfica natural y los ciclos climáticos y biológicos.

3. Está integrada a su territorio y al mundo: produce riquezas y oportunidades que son aprovechadas por todos/as sus habitantes.

4. Es diversa: las personas pueden elegir el modo y el entorno en el que viven.

5. Es estimulante: las personas pueden disfrutar y elegir distintos paisajes, entornos, situaciones y vinculaciones para todos los aspectos de su vida.

6. Es educativa: permite y valoriza la transmisión, generación y adquisición de conocimientos de manera formal e informal.

7. Es abierta: las personas la recorren a través de espacios continuos y variados que vinculan la totalidad de sus partes.

8. Es accesible: nadie está impedido de disfrutar de sus espacios, servicios y oportunidades por razones de distancia o del tiempo empleado en salvarla. La experiencia del viaje es confortable y estimulante.

9. Es segura: las personas pueden usarla en cualquier momento del día, se sienten cuidadas por quienes las rodean y a su vez ayudan a cuidar al conjunto.

10. Es bella: sus espacios y edificios tienen intencionalidad estética y procuran la satisfacción de sus usuarios y visitantes aun en sus sitios más humildes.

11. Es eficiente: sus habitantes y empresas utilizan racionalmente los recursos naturales y energéticos, minimizan el uso de materiales y la generación de residuos y emisiones.

12. Es justa: asegura a sus ciudadanos/as algunos atributos indispensables y contribuye a reducir y superar la pobreza, la explotación y las inequidades.

Esta concepción tiene como condiciones necesarias la democracia política, la justicia social y la economía mixta.

La democracia política implica un sistema de gobierno basado en el ejercicio de la voluntad ciudadana, la vigencia de los derechos personales, la posibilidad del disenso social y político, y el respeto a las minorías sociales, políticas, religiosas y/o étnicas.

La justicia social (que podría equipararse al concepto, más aséptico, de “inclusión”) puede ser definida como el acceso de todos los sectores de la población, incluso los más pobres o pertenecientes a algún tipo de minorías, a los derechos, atributos y beneficios que brinda esa sociedad, en condiciones razonables de ejercicio y continuidad. En términos territoriales, la justicia social abarca el acceso a la vivienda, los equipamientos, infraestructuras y servicios, la movilidad, la centralidad, y los atributos de amenidad y seguridad urbanas.

La economía mixta implica la coexistencia de mecanismos de mercado y de control o intervención estatal en la producción, consumo y distribución de bienes. Esta postura puede ser considerada reformista, pero no aceptaremos que se la considere “a mitad de camino” o de compromiso o “tibia alternativa” entre las pesadillas de un capitalismo “libertario” y descontrolado o una maquinaria estatal totalizadora e ineficiente. No está en el medio: es mejor. En todo caso, adelantamos una premisa: el desarrollo urbano requiere del control y el liderazgo público para que la ciudad funcione y para no distorsionar el resto de la economía.

Estos principios que vamos a desarrollar pueden aplicarse a muchas ciudades y, en particular, creemos que son muy adecuados a las ciudades latinoamericanas. En este punto, conviene hacer algunas aclaraciones respecto a la escala y el tamaño de las ciudades, a sus perspectivas de futuro (y el período de tiempo en que se consideran posible implementar los cambios que se propongan en una política urbana) y a los aspectos sobre los cuales pueden aplicarse los principios que proponemos.

Respecto al tamaño y escala de las ciudades, una aclaración necesaria es que la ciudad no es fractal, o al menos no lo es necesariamente. Se denomina fractal a un objeto cuya estructura se repite a diferentes escalas (algunas plantas, los corales, la nieve). La estructura de una ciudad pequeña puede derivar con el tiempo en una ciudad mediana o intermedia, en una gran ciudad o área metropolitana e incluso en una megaciudad, pero en cada una de esas instancias la estructura urbana o regional devendrá, casi con seguridad, muy distinta a su fase anterior, incluso aunque la centralidad del sistema y sus principales ejes de conexión continúen siendo los mismos. En otras palabras, una ciudad no es un barrio compuesto por barrios y una metrópolis no es (como se la ha llamado en alguna literatura) una ciudad de ciudades. No obstante, el grado de generalidad de los principios que vamos a desarrollar permite que puedan ser aplicados, con los ajustes y diferencias del caso, a ciudades de muy distinta escala.

Respecto al futuro de las ciudades y sus horizontes de planeamiento o proyecto, es importante aclarar que en su mayor parte la ciudad del futuro es la que ya tenemos.

Las ciudades crecen hacia su periferia o se renuevan en su interior, ya sea a través de grandes proyectos urbanos o megaemprendimientos en polígonos de gran superficie, o por la densificación o cambio de uso o morfología que se produce parcela a parcela a partir de la acción separada pero concurrente de pequeños y medianos operadores.

El crecimiento suele ser intenso en las ciudades contemporáneas pero, ¿cuánto tiempo tarda una ciudad en renovarse hacia su interior? Los estudios del Plan Regulador de Buenos Aires 1958-61 (citados por Odilia Suárez en su libro de 1986 sobre planes y códigos) concluyeron que toda la ciudad podía renovarse en 70 años; hoy ese ritmo es más intenso y puede estimarse que se haya reducido a 50 años. Vale decir que las ciudades pueden renovarse hacia su interior entre un 1 y un 2 % por año, y hacia su exterior expandirse a tasas similares. Baudelaire lamentaba que “la forma de una ciudad cambia más rápidamente que el corazón de un mortal”; sin embargo, las permanencias de la forma física suelen ser más relevantes que los cambios. La ubicua Springfield de Los Simpson parece en ese sentido muy apropiada como ejemplo: su forma se mantiene a través de las décadas, acompañando la atemporalidad de Homero, Marge, Bart, Lisa y sus amigos y vecinos.

En ocasiones puede haber zonas de la ciudad donde la renovación o la expansión es más intensa y supera esos promedios, pero generalmente otras áreas se mantienen estancas o con bajos porcentajes de crecimiento y expansión. La excepción puede encontrarse en las ciudades de periferia metropolitana o en aquellas donde una actividad económica se desarrolla muy rápidamente (detección de petróleo, actividad minera, radicación de una gran industria, irrupción del turismo masivo, etc.).

Entre otras implicancias, esto significa que:

- Los trazados catastrales y urbanos tienden a la permanencia a través de los siglos. Es muy raro y difícil su modificación. Por tanto, se deben evitar los errores en su diseño. Nos costará mucho, por ejemplo, reparar las consecuencias de los trazados cerrados de las privatopías antiurbanas.

- Es muy difícil predecir el futuro de las prestaciones, las infraestructuras, los servicios, etc. Es mejor considerar a la ciudad como una trama abierta que permite su adaptación.

La pesadilla de precarización en que derivó el sueño del fin del trabajo, la esquizofrenia de las tendencias simultáneas a la concentración y la dispersión, las apocalípticas amenazas ambientales… Cuando la realidad las sobrepasa, ¿las ciudades se adaptan o mueren? El caso de Detroit, que prácticamente perdió la mitad de su población en menos de un cuarto de siglo, nos muestra que las ciudades pueden atravesar enormes dificultades y exponerse a graves fracasos. La inercia urbana, por otra parte, nos alerta que no se puede operar por prueba y error, al menos para las grandes operaciones (aquellas que no pueden ser retrotraídas o superadas en el corto plazo). Una ciudad no es un programa o aplicación informática, que en pocas semanas puede ser sacado de circulación y remplazada por una versión corregida. Operar en la ciudad requiere tomar cuidadosas decisiones sobre sus transformaciones. Un liderazgo urbano adecuado es el que puede discernir y consensuar qué conservar, qué modificar, qué remplazar, que incorporar.

Los procesos sociales, económicos y culturales en curso nos presentan un cambio de paradigmas de movilidad, de producción y de comercialización. En sentido estricto, la globalización es una etapa de la producción mundial de bienes y servicios definida por la gran capacidad de movilidad y flexibilidad de los componentes, que pueden producirse y ensamblarse en cualquier lugar del mundo. Cada etapa productiva se realiza en el lugar que mayores ventajas comparativas y competitivas ofrece: mano de obra barata y no sindicalizada para la fabricación de bienes, concentración de talento para la generación de servicios avanzados. Un ejemplo típico es el de las zapatillas fabricadas por mujeres jóvenes de procedencia rural en países del sudeste asiático o de Centroamérica, con estrategias de marca y publicidad diseñadas en entornos “cool” de ciudades europeas o norteamericanas. La máxima ironía, como señaló Naomí Klein, es cuando estos servicios avanzados o la residencia de quienes los producen se localizan en espacios reciclados de antiguas fábricas o galpones abandonados.

La globalización se basa entonces en la deslocalización y la fragmentación, más que en una hipotética unidad global a la que podría aludir su nombre. Más que unidad planetaria, lo que promueve la globalización es una cierta homogeneidad funcional y estética del consumo, cuyo paradigma es la franquicia (Starbucks, McDonald, IKEA), en un contexto de marcada fragmentación social, segmentación de las estrategias de mercado y focalización de las políticas sociales que obran como paliativo para los excluidos del proceso.

Históricamente la ciudad es un espacio que permite tanto la individuación como la socialización. Un logro de la ciudad es permitir la soledad, la diferencia, el anonimato como proyecto personal; la clandestinidad, lo furtivo, la diferencia, los paseos sin objeto preciso de Baudelaire o las mesas de “sabihondos y suicidas” de Discepolo. Pero también es el espacio de lo colectivo voluntario, las “afinidades electivas”, masivas o tribales. La configuración física histórica de la ciudad permite una ajustada relación entre aquellas dos instancias, la individual y la social, ya que la fricción entre espacios de residencia, de trabajo, de ocio y de recreación potencia las interacciones personales.

Por el contrario, la segmentación en distritos con una sola función atenta contra esa relación; es el caso de los “distritos de arte”, “de la innovación” o “del conocimiento”, las casas de gobierno o centros cívicos alejados de los centros ciudadanos tradicionales y reconocidos, los campus universitarios aislados, los centros comerciales cerrados y alejados, etc. El problema se potencia y se agrava con la creciente dispersión de la ciudad en el territorio, la llamada “ciudad difusa”, que además es insostenible en lo ambiental por hacer imprescindible el uso del automóvil privado (con la consiguiente emisión de gases y consumo de combustible). Fragmentación y segmentación erosionan las bases sociales y espaciales de la ciudad como proyecto humano. La deformación de la vida social urbana en la ciudad del siglo XX se manifestaba en la despersonalización y la masa, en la anomia. En nuestra época, el factor que disgrega la socialidad es la segmentación por capacidades de consumo, por “targets”. Un signo de época es el algoritmo de Facebook como disciplinador de relaciones y contactos personales.

Vamos entonces a (y en buena parte ya estamos en) una sociedad de minorías entremezcladas, asimétricas, de reclamos parciales y cruzados, muy distinta de la ciudad de clases que conocimos en el siglo XX. En ese contexto la ciudad será objeto de tensiones y pujas de distinto tipo; algunas se manifestarán como continuidad o resurgimiento de conflictos históricos (de clase, de etnia, de distribución, de género, de valores religiosos, culturales o morales) y otras aportarán distintos grados de novedad.

No será la menor de esas tensiones la que enfrente la necesidad personal de restablecer una unidad entre lo individual y lo social con las aspiraciones de fragmentación y segmentación que impulsa el mundo corporativo. Esto genera la necesidad de un nuevo proyecto colectivo de reconstitución para la ciudad, siempre como espacio de mediación entre lo individual y lo colectivo, como el campo de fricción entre lo público y lo privado.

De los muchos aspectos que definen a la ciudad, aquellos sobre los que tratan los principios aquí expuestos son básicamente los componentes físicos y construidos de la ciudad, pero en estrecha relación con aquellos que se vinculan a lo social, cultural, político y económico. Sin esa relación fina, que no es meramente de causa y efecto y mucho menos sujeta a determinismos de una u otra especie, la ciudad no es ciudad sino mera escenografía o una abstracción conceptual.

En ocasión de cumplir 80 años, Jorge Luis Borges ironizó en una entrevista televisiva sobre las supersticiones implícitas en el prestigio del sistema decimal. Es muy probable que esa superstición nos haya llevado a comprimir y desagregar alternativamente nuestros principios. Son 10, podrían haber sido 9, podrían ser 11 o 12, 7 o 15. Como veremos en su desarrollo, usted mismo y su ciudad pueden reconvertir este decálogo de acuerdo a sus necesidades. Las ciudades tienen el derecho (y la obligación) de tener sus propios objetivos, su propio modelo, su propia agenda. Y de eso se trata el primer principio.

*- Puede suceder también que en realidad usted lo crea. En ese caso, no se asuste; este libro puede también servirle para reflexionar sobre esa idea y (esperamos) corregirla.

Diez principios para ciudades que funcionen

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