Читать книгу El árbol de los gatos - Marcelo Motta - Страница 10
2.
ОглавлениеSiempre le gustaron los gatos.
De chico había querido tener uno como mascota. Y lo tuvo.
A los diez años, una mañana de invierno del 81, Rosalía decide no ir a limpiar la casa de los Álvarez y camina con su hijo hasta la tienda de animales. Gastaría lo poco de sus ahorros para darle el gusto a Eugenio.
—Ese, me gusta ese —dice el chico entusiasmado al ver esa bola de pelos.
—Deme el gris atigrado.
El veterinario lo saca de la jaula, y lo pone en brazos del chico.
El gato de ojos celestes mira un momento a Eugenio, como si le leyera la mente. Eugenio no le quita la vista de encima. Sonríe y, mientras lo acaricia, le dice:
—Romeo. Te vas a llamar Romeo.
Y los ojos del chico se convierten en lágrimas.
Una hora y media después, abandono la Residencia Geriátrica Los Aromos. Correa, efectivamente, había visitado a su madre, pero ella no se acordaba de haberlo visto.
La mujer sufre el Mal de Alzheimer y no recuerda siquiera lo que hizo un minuto antes.
Comprobé que, en la hora de visita, que por lo común era de siete a nueve de la noche, su hijo había estado ahí. Hay un libro de entradas, pero no de salidas. Pero la mujer ni lo registró en su mente.
Mi perspicacia de escritor me susurra que el médico pudo haber salido del geriátrico, haber matado a Pereda, y retornar a la casa de abuelos como si nada. Había dos horarios de entrada, uno a las 19:01 y el otro a las 20:50. El tipo pudo haber tenido tiempo para matar al médico y haber vuelto al geriátrico. Aunque no me cierra lo siguiente: se requiere mucho más tiempo para sacarle los ojos a una persona.
Romeo es todo para él. Su mascota preferida. Una tarde de agosto lo salvó de una hipotermia que casi lo lleva al otro lado. Le suministró tres días seguidos Gatorade en una jeringa, para evitar que el animal se deshidratara. Cuando se recuperó, Romeo y él se volvieron casi una misma entidad.
Como si los dos pensaran con un único cerebro.
Un año después, tuvo un sueño. En ese sueño, él era un gato.
Podía ver a través de los ojos de Romeo quien, parado cerca de él, contemplaba en ese momento sus piernas humanas. El animal —o él, no sabe bien— miraba sus piernas, sus propias piernas, sin quitarle los ojos de encima. Harto de esa mirada inquisidora, y molesto por verse a sí mismo, se acercó a Romeo y lo levantó en brazos. Luego lo ahorcó, hasta quitarle la vida.
Eugenio se despierta con el corazón galopándole en el pecho. No sabe que ese sueño, a los once años, resultará premonitorio por una razón: restaría un año para que perdiera la vista.
Sandra Morgana terminó de atender a su último paciente y se fue a cambiar de ropa. El turno había concluido.
Sale de la Clínica Santa María, llega a la cochera y desactiva la alarma del Gol.
Abre la puerta y sube al auto. Pone primera y sale en dirección a su dúplex. El cansancio le pesa luego de doce horas de trabajo. La ex instrumentista que se había recibido de oftalmóloga en 2006, ahora, por primera vez, tiene un consultorio propio en una clínica privada. No le gustan los chicos, ni los tiene. Le arruinarían su carrera, dice ella. En vez de hijos, prefiere a los gatos. Vive en su piso con tres gatos.
Dos hembritas y un macho: Faustina, Agustina y Mauro.
Sí, ella afirma que los gatos son como las personas, y, como tales, deben llevar nombres de personas, y no nombres tontos como Micifuz, Catita o Peludo. Pipo, un cuarto gato, había desaparecido una noche de lluvia.
Jamás volvió a verlo.
Pablo Montes la espera. Él lleva encima otro juego de llaves y entra al departamento cuando quiere. Una compañía con cama adentro. Un amigo con derecho a roce. Y una muy buena relación, según ella. Se conocen de la secundaria, del Colegio Normal de Quilmes. Los dos evitan compromisos y sólo quieren pasarla bien. Y la pasan más que bien. Practican toda clase de juegos eróticos y sexuales. Improvisan sobre la marcha, con cremas, mermeladas y hasta mayonesa. Mezclan el placer del sexo con el de la gastronomía. Para ellos, todo vale en estas cuestiones.
Pero a Pablo no le agradan los gatos.
No es amante de los animales, y menos de los felinos.
Cuando Sandra sale y él se queda en la casa, los espanta o amaga con patearlos. Los gatos, con ese sexto sentido particular, intuyen su fobia, y se ocultan de él porque lo consideran un sujeto peligroso.
—Hola, diosa. ¿Qué tal el laburo?
—Muerta, recansada. Y con un hambre bárbaro —responde Sandra, mientras se quita el saco.
—Hoy no cocinás. Voy a buscar una pizza y unas cervezas.
—Mientras, me voy duchando —dice Sandra—. Llevate el auto.
—Dale.
Pablo la besa, le menea los pezones, y luego agarra las llaves del Gol y sale del departamento.
Sandra deja el celular en la mesita de luz. Se desviste y se queda en ropa interior. Antes de entrar al baño, apaga algunas luces y enciende solo un velador rojo, intentando así crear un ambiente íntimo y placentero para cuando Pablo regrese. A pesar del cansancio, hoy tiene ganas de coger. Comerían la pizza, y porque no, encima de sus cuerpos desnudos.
La cerveza la excitaría.
Y un porro, más aún.
A los cuarenta y seis años Sandra se brinda ciertos placeres que antes no había considerado. La marihuana es uno de ellos. Ella afirma que fumar un porro antes de hacer el amor hace que todo lo que venga después sea algo parecido a tocar el cielo con las manos.
Deja las chinelas al lado del inodoro y se mete en la ducha. El agua caliente cae con fuerza, mientras canta Seminare.
Quiero ver, quiero entrar,
nena nadie te va a hacer mal,
excepto amarte...
Se enjabona el cuerpo y se toca la punta de los pezones un poco más que de costumbre. Luego se enjuaga y sale de la bañera.
No hay fuerza alrededor,
no hay pociones para el amor
¿dónde estás? ¿dónde voy?...
Se está secando con su gran toallón bordó, cuando se corta la luz.
—¡Puta madre, justo ahora!
Sale del baño tanteando los objetos. No ve absolutamente nada. Apenas puede llegar al pasillo que conduce a la habitación, cuando oye pasos.
—¡Pablo! ¿Llegaste?
Nada.
Silencio.
Otra vez los pasos, amortiguados.
—¿Sos vos, mi amor? ¡Se cortó la luz!
Siente algo entre las piernas, y un maullido. El de Agustina.
—Casi te piso, Agustina.
La gata maulla otra vez, y los maullidos de Mauro y Faustina se suman al primero. Maullidos raros, que nunca antes había escuchado.
Salvajes, ancestralmente guturales.
Y agresivos.
Cada vez más agudos.
Sandra siente la sangre helarse en sus arterias, y un escozor proveniente de la nuca le pone los pelos de punta.
Está asustada.
Más que asustada, aterrorizada.
De nuevo pregunta, en voz baja.
—¿Pablo?
Otra vez el silencio.
Adivina siluetas pequeñas en las sombras. Los gatos la miran.
Tres gatos que, como estatuas, no le quitan la vista de encima.
Como hipnotizados, ensimismados en la figura desnuda de la mujer.
La estudian como si no la conocieran, como si fuera la primera vez que la ven. Como si la atravesaran de lado a lado con la vista.
Como mirando a alguien detrás de ella.
Sandra siente el golpe.
Y ruido de huesos rotos.
Cae de rodillas y se arrastra por la pared del pasillo, con la cabeza abierta.
Lo último que ve es el piso, y a los gatos acercándose.
A los nueve años, Eugenio descubre una de sus capacidades extraordinarias: puede imitar a la perfección la letra y la firma de cualquier persona. Por eso un día, cuando le aplican un correctivo y una suspensión de tres días en la escuela, le escribe una carta a la directora.
La escribe como si fuera Rosalía. Con la letra y la firma de su bella y joven madre.
La carta relata que están viviendo una situación precaria, que comen pan mojado en leche todos los días, que su marido se quedó sin trabajo y que el chico llora todas las noches porque desea ir a la escuela, pero no puede. La directora, conmovida, le revoca la sanción y le pide disculpas a Eugenio. Todo esto sin que su madre se entere, por supuesto.
Años más tarde, imita la caligrafía de su padre, y hasta la del tío Julio, que es la firma que mejor le sale y, si se la compara con la original, resulta idéntica. Es así que Eugenio se dedica a falsificaciones cada vez más depuradas.