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Intro caso Pereda:

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Según parece, Francisco Pereda cruzó la calle y caminó doscientos metros hasta la cochera en busca de su Audi.

A las ocho y cuarto de la noche la ciudad era un caos de tránsito: los coches casi tocándose, como si todos fueran un eterno gusano interminable. Oficinistas corriendo para llegar a la vereda sin mojarse, protegiéndose de la lluvia, bocinazos insoportables, y los vehículos avanzando lentos a esa hora, en aquel oscuro lugar de la ciudad. Y la lluvia que no paraba de caer. Hacía tres días que caían soretes de punta, y todos apuraban el paso para no mojarse, o tal vez para mojarse menos.

Según el playero del estacionamiento, el médico llegó a la cochera cuando el ringtone de un teléfono antiguo activó el celular. Nancy, su secretaria, lo llamaba de la clínica. Eso lo corroboramos más tarde. Ella habría dicho algo como:

“Doctor, la operación de córneas del señor Zamora está confirmada para mañana a las dieciocho”

Pereda le agradeció la información y colgó.

El doctor Francisco Pereda se había peleado con su colega y amigo, Marcelo Correa. Los dos son oftalmólogos. Competían sin desearlo, pero lo hacían. Tal vez, inconscientemente, también lo deseaban. A veces se iban de boca, o no se hablaban por una semana, y luego volvían a hacer las pases, se tomaban unas Wasteiner en el bar de la esquina, y todo quedaba en la nada. Pero dicen las malas lenguas que se echaban en cara asuntos privados. Francisco se quejaba de ciertos excesos nocturnos por parte de Marcelo —para decirlo más claro, alcohol y putas compartidas—.

Correa, sin embargo, no se daba por aludido y le recriminaba a su colega la poca seriedad en ciertos asuntos médicos que requerían una supervisión o consulta por parte de otro médico, pero Francisco menoscababa o simplemente rechazaba las quejas de su amigo, sin más preámbulos.

Pero esta vez había sido diferente.

Esa tarde, y según algunos practicantes, Pereda y Correa habían discutido en voz alta, casi a los gritos. Los practicantes, que oían de lejos la discusión, vieron cómo los dos oftalmólogos se empujaban, casi a punto de irse a las manos. Miguel Suárez, uno de los custodios de la clínica, los tuvo que separar.

Por eso Francisco llegó a la cochera, subió a su auto y, quizá intentando olvidarse del mal día y del trabajo, se instaló en la butaca de su Audi cero kilómetro, se colocó el cinturón de seguridad, seguramente encendió el mp4, y Sebastián Bach hizo lo suyo. Lo sabemos porque el pen drive estaba cargado con tres gigas de música de ese autor. Lo cierto es que Francisco tal vez se acomodó en la butaca, cerró por unos segundos los ojos, y jamás volvió a abrirlos.

El árbol de los gatos

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