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Prólogo a la segunda edición

Este libro es fruto de un proyecto iniciado varios años atrás y, por lo tanto, no está referido a la “causa de los cuadernos”, estallada hace poco más de un año. No obstante, es imposible abstraerse del contexto en el que aparece y, aún casual, es más que oportuna su edición, porque nos ofrece muchos y certeros puntos de vista para reflexionar y actuar en las carencias de la integridad, a lo largo y a lo ancho de nuestra sociedad. En la Justicia Federal de la Argentina está tratándose la causa más importante de corrupción de nuestra historia, tanto por la cantidad de personas sospechadas o ya procesadas, principalmente empresarios y ex funcionarios públicos, como por su alto rango. Créase o no, hay quienes se preguntan si no será peor el remedio —o sea la justicia— que la enfermedad de la corrupción.

El libro no es “de coyuntura”, sino de fondo, y está directamente vinculado a las malas prácticas, de corrupción o análogas. Así lo dejan muy en claro los autores, ya en la introducción, cuando escriben que el libro trata —amén de otros enfoques y cuestiones— sobre la “integridad como opuesta a la corrupción”.

¿Será cierto que nuestra familiaridad con las prácticas corruptas nos viene de muy lejos, desde la época colonial y desde la naturaleza misma de Buenos Aires, con el puerto origen del gentilicio de sus habitantes (porteños) y su aduana, siempre sospechada de corrupción? No lo sabemos con certeza, porque la historia de la corrupción en la Argentina todavía no se escribió; aunque hay algunos pantallazos que merecen ser tenidos en cuenta, como en

https://es.wikipedia.org/wiki/Corrupci%C3%B3n_en_Argentina

Tirando de estos hilos encontraríamos nuestra cercanía con las prácticas corruptas. También hallaríamos las escasas oportunidades en las que ella fue sancionada, pese a estar prolijamente condenada por las leyes y con igual prolijidad omitidas, salvo en algunos casos en que las condenas se usaron con criterios político-partidarios, para castigar al adversario más que para penar su conducta.

La corrupción ha estado presente en los más variados niveles y circunstancias, desde pedir entradas “de las buenas” en la boletería del cine a cambio de un módico billete o coimear en la Aduana —a la que nunca se logró transformar éticamente- hasta hacer lo mismo en grandes licitaciones del Estado o de sus empresas o, quizás lo más preocupante hoy, torciendo desde el narcotráfico el comportamiento debido de fuerzas de seguridad o del Poder Judicial.

En ese marco, la evasión tributaria no suele ser considerada como “corrupción”, pese al enorme daño que causa a los cumplidores, a la equidad y a las finanzas públicas en general. Quienes lo hacen, parecen ignorar que la evasión de los impuestos normales, como el IVA o ganancias, conduce a que se voten nuevos impuestos, distorsivos, que obstaculizan el crecimiento. En 1990, todavía en hiperinflación, el Congreso votó, con gran pompa, la ley penal tributaria. Pareció que había llegado el momento de dejar de considerar a la evasión impositiva como una “piolada”. Así lo viví a los 23 años, en 1967, cuando, necesitando inscribirme en la Dirección General Impositiva —todavía no existía la AFIP- fui a ver un contador, graduado en una universidad del estado, que me dijo: “No Llach, no se inscriba, una vez que lo agarra la DGI no lo suelta más”. La ley votada con pompa en el Congreso tuvo escasísima aplicación y hubo “moratorias” impositivas que permitían a quienes se anotaran y cumplieran, ser eximidos de toda causa penal tributaria, cualquiera fuera su estado de avance, mientras pagara las cuotas de la moratoria. Recién en los últimos años se están sustanciando en la justicia causas importantes de evasión que, es de esperar, reciban las sanciones previstas en la ley.

Lo brevemente narrado evidencia que la corrupción, fuera de ocasionales charlas de sobremesa, tiene muy escasas sanciones en la vida argentina. Más aún, estamos habituados a la impunidad y al incumplimiento de la ley. Sin dudas, corregir esto es un elemento crucial para caminar hacia una sociedad más ética, más íntegra.

Pero el libro Integridad, de Marcelo Paladino, Patricia Debeljuh y Paola Delbosco, apuesta a otra vía, la del cambio cultural, no para reemplazar a la justicia o negar su necesidad, sino para lograr que sea menos necesaria por la mejora de los comportamientos de la sociedad toda. En ese marco, el concepto de integridad pasa a ser la nave insignia del cambio cultural de la sociedad. Y ese cambio debe empezar de arriba hacia abajo. En el “arriba” el libro se concentra en los empresarios porque los autores, lógicamente, no pueden dejar de lado el hecho de ser profesores del IAE Business School. Y también es muy bueno que el libro cierre problematizando hasta qué punto es posible enseñar la integridad, y cómo. Pero aquí y allá, en otras partes del libro, pueden encontrarse muchos y diversos textos que amplían el conjunto de los actores que habitan el “arriba” de la sociedad. Y también incursionan en la “insoslayable integración de la actividad empresaria en la vida social y política de la comunidad, de la cual representa sin duda un decisivo factor de desarrollo”.

Calando más hondo, los autores plantean que “la integridad está íntimamente ligada a una concepción del ser humano centrada en la libertad y la dignidad, puesto que pone el acento en la interioridad”. No hay ingenuidad en estas afirmaciones, porque los autores confrontan esta necesidad con las dificultades que plantea, por un lado, la “mentalidad moderna”, con su énfasis en el relativismo propio de una sociedad plural o multicultural. Por otro lado, no pocas teorías del management y de la propia economía, con su énfasis habitualmente unilateral en la maximización de los beneficios, dejan —o quizás mejor, parecen dejar— poco espacio a una cultura de la integridad y a su enseñanza. Este punto es, quizás, el nudo central de las controversias socioeconómicas nacidas con el capitalismo y todavía hay mucha tela para cortar en ellas, porque cada día es más evidente la incidencia de la cultura, la sociedad y la política en los comportamientos “económicos”. Está así muy bien que los autores lo problematicen y lo discutan porque, es cierto, no son pocos los ambientes empresarios, políticos o sociales donde el concepto de integridad puede ser tomado con escepticismo, y hasta con sorna. Por eso destaco, en este punto, la mención de los autores a la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, un documento único, tanto por las circunstancias en que se escribió —después de la guerra más cruel de la historia humana— como por ser el más significativo acordado por dirigentes políticos de buena parte del mundo.

Nunca hay que perder la paciencia porque, como dicen los autores “la integridad no se consigue por la imposición o declamación de un código de ética” y porque “es necesaria una reflexión comprometida acerca de la naturaleza humana y sobre lo que constituye el bien para el hombre. Este es el mayor desafío para las personas, las empresas y las escuelas de negocios”.

No puedo terminar este breve prólogo sin felicitar a Marcelo Paladino, Patricia Debeljuh y Paola Delbosco, los tres autores de este libro, ya que han hecho un aporte rico y significativo a un tema de extraordinaria importancia para nuestra calidad de vida y, sobre todo, la de las futuras generaciones. Solo hay que lamentar que sea tan oportuno por las circunstancias que nos toca vivir.

JUAN J. LLACH

Integridad

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