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Cepos y encepados

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Felipe Guamán Poma de Ayala no solo fue el primer cronista indígena, sino uno muy particular. Hacia 1580 resuelve escribirle al rey Felipe III, el monarca más poderoso del mundo de aquel entonces. Escribe y escribe durante casi treinta años. Aquello que empezó como una carta termina transformándose en el extenso manuscrito Nueva Crónica y Buen Gobierno,con 1180 páginas y 397 dibujos realizados con increíble economía de trazos que los tornan aún más pregnantes. Este inusual historiador había servido como lengua, es decir, intérprete del dominico Cristóbal de Albornoz cuando encabezó la represión del movimiento de restauración andina del Taky Onkoy. Pese a ser un colaboracionista, quizás no del todo convencido, años más tarde emprende ese relato único, original, una denuncia descarnada. Dada su posición junto al extirpador Albornoz, había sido testigo de crueldades de toda clase perpetradas por funcionarios reales y eclesiásticos contra los indígenas. Al volcarlas en cientos de folios, desliza mucho más del propósito inicial que era advertirle a Felipe III lo que acontecía en estos reynos con sus desgraciados vasallos para que pusiera fin al suplicio. “Escribir es nunca acabar”, dice y las palabras lo llevan cada vez más lejos. Escribe y escribe hasta terminar amonestando al monarca más poderoso de Europa “porque sin los indios, vuestra Majestad no vale gran cosa porque se acuerde [que] Castilla es Castilla por los indios” (Guamán Poma, 1613: 1060).


Para comenzar me voy a detener en una página en la que se explaya sobre una serie de severos castigos corporales ordenados por un corregidor. Guamán Poma hace alusión a las minas de Huancavelica de donde se extrae el tóxico azogue (mercurio) indispensable para amalgamar la plata del Cerro Rico de Potosí. Acusa a los funcionarios “que tienen poco temor de la justicia” y martirizan “de todas formas posibles a los pobres indios”. Los tormentos, como se aprecia en la imagen de la página siguiente vienen acompañados de un largo párrafo donde se explaya sobre las torturas que son bien variadas: colgar al desgraciado por los pies, trasquilarlo, es decir, cortarle el pelo, una grave afrenta a la virilidad, además de no abonarle dinero alguno por el trabajo. Describe a los corregidores como individuos que carecen de “misericordia por Dios”, se aprovechan de sus cargos para “forzar a las mujeres indígenas y desvirgar a sus hijas”. De todo el conjunto de castigos, me interesa detenerme en el cepo que se muestra en el extremo inferior derecho del dibujo realizado “para ilustrar a su majestad”. Sobre el particular, el cronista explica que se mantenía allí al reo durante días “sin darle de comer ni agua” (Guamán Poma, 1613: 540).

Ahora bien, el manuscrito, del que describí apenas unas líneas, data de fines del siglo XVI y muestra un cepo que pese al transcurso de los siglos reaparece una y otra vez para seguir aprisionando a los invisibles de siempre. Por ejemplo, en la araucanía, hacia 1860, el fotógrafo Enrique Herrmann lo capta en toda su cruel dimensión. La imagen se encuentra en el repositorio del Museo Mapuche Juan Antonio Ríos (Chile) que reproduce el texto Mapuche. Fotografías siglos XIX y XX (2001: 179). Este alemán, que tenía su estudio en Santiago y firmaba sus trabajos como B. Herrmann, muestra a un indígena encepado. Se encuentra al costado de una especie de cobertizo, está descalzo, trasquilado y viste un poncho tejido. Lo interesante es que en un último gesto de resistencia logra quitar su rostro al lente de la cámara que únicamente alcanza a captarlo de perfil. Al parecer es un detalle mínimo. Pero es el único movimiento que tiene a su alcance. Y voltea la cara y huye con su rostro para no ser capturado por esa máquina que va a reproducir el castigo y su entereza a través del tiempo.

Para aquel entonces, José Hernández habla de los castigos que le imponen al soldado que en más de una ocasión se trata de un “indio amigo”, ya que los prisioneros eran enrolados a la fuerza en el Ejército. Por ejemplo, Rosas en su campaña utiliza un tercio de indios amigos, y cuando Roca avanza al sur, un sexto de sus tropas tiene esa procedencia. El Martín Fierro cuenta que “aunque no hicieran nada les daban cepiada”, es decir, le imponían el castigo del cepo. En el Museo Udaondo de Luján, existe una habitación que exhibe los maderos de un cepo original en el que aparecen los orificios para tobillos y manos, incluso uno central para el cuello, como observamos en la imagen de la página siguiente.

Casi un siglo después, a comienzos de la década del 40 volvemos a encontrar el mismo castigo y a los mismos prisioneros tal como lo había dibujado Guamán Poma para Felipe III. La fotografía tomada en el noroeste argentino (NOA) pone en evidencia cómo los dueños de inmensos ingenios azucareros imponen el orden a su antojo con sus propias leyes y policías. A principios del siglo XX, el Ingenio La Esperanza de los hermanos Roger y Walter Leach era el establecimiento más importante de la región con 190.000 hectáreas, seguido por Ledesma con 72.279 y La Mendieta con 19.043 (Constant, 2014: 16).


Es necesario detenerse en esta imagen. Además de los comuneros “revoltosos” encepados, vemos al capataz o capanga que luce satisfecho con un cigarrillo en la boca. Exhibe un largo facón a la cintura y un rebenque que junto al winchester era el trío que imponía el statu quo del ingenio y el obraje. A su lado, de traje claro, a tono con su cutis, el amo y señor tiene las manos en los bolsillos y da la impresión de encontrarse un tanto incómodo con un espectáculo que, sin embargo, es la base de su riqueza. No se aprecia el rostro de los prisioneros que expían su condena a la intemperie, a la vista de todos los peones inculcando la pedagogía de la impunidad, en definitiva el terrorismo simbólico que destaco en Cazadores de Poder. Al pie de la foto, alguien escribió con ironía: “Después de las últimas elecciones. En una comisaría de campaña. Bel paese l’América”. Como es sabido, “comisaría de campaña” no es más que un eufemismo que encubre el aparato represivo de cada establecimiento que la imagen ilustra en forma contundente. Los indios que eran llevados a los ingenios u obrajes por las buenas o por las malas carecían de toda clase de derechos y en general, finalizada la cosecha, salían tan pobres como habían entrado. La causa es simple como lo explicita el siniestro Lehmann-Nitsche: “El indígena proporciona la mano de obra barata y fácil de manejar de que se sirve uno cuando la necesita, y que en la época cuando no se trabaja, no ocasiona gastos ni de casa ni de comida” (1907: 54).


En definitiva, vemos al mismo cepo atravesar el tiempo emergiendo una y otra vez. Un desencantado León Felipe advirtió en su propio contexto el espanto de esa espiral laberíntica en unos versos certeros: “¿Quién lee diez siglos en la Historia y no la cierra / al ver las mismas cosas siempre con distinta fecha?”. Se trata de lo mismo. No son hechos aislados, forman parte de un continuum. Rodolfo Walsh comprendió como pocos que los avances sociales no son relatos separados como nos adoctrinan quienes “han procurado siempre que los trabajadores no tengan historia, no tengan doctrina, no tengan héroes y mártires. Cada lucha debe empezar de nuevo, separada de las luchas anteriores: la experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan. La historia parece así como propiedad privada cuyos dueños son los dueños de todas las otras cosas”. La historia no es esquizoide, no es una sucesión de compartimentos estancos. La reiteración cíclica de una problemática que viene de lejos, donde los mismos de siempre se mantienen erguidos en pedestales sin prontuarios en tanto los invisibles no logran abandonar los cadalsos ni las posiciones subalternas, es el tema de este libro.

Pedestales y prontuarios

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