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Capítulo I.

Cine, imaginarios y realidad

El cine tiene el poder de reflejar, proyectar y moldear imaginarios colectivos (es decir, conjuntos de creencias, representaciones e imágenes significativas del mundo), con un alcance, profundidad y velocidad que no ha tenido ninguna otra expresión creativa o artística en la historia de la cultura. Sin duda, es el vehículo por excelencia para llevar a las grandes masas sociales el fruto inigualable que surge de la singular comunión entre artes visuales y escénicas, música y literatura.

Su relevancia, por otra parte, obedece al hecho de que el mundo contemporáneo habría transitado de “la civilización del texto leído a la civilización del texto visto”, o lo que es lo mismo “de la inteligencia alfabética a la inteligencia visual”, como sostiene Miguel Rojas Mix (2006). Para abundar y parafraseando a Marshall McLuhan, diríase que la civilización contemporánea sobrepasó la “Galaxia Gutenberg”, y después de transitar por la “Constelación de Marconi” (McLuhan, 1969), se adentró de lleno a lo que podría denominarse la Galaxia Lumière.

Ahora, respecto a lo que afirma Rojas Mix, cabe matizar diciendo que en el fondo se trata de una cuestión de énfasis, ya que, de acuerdo con Hiernaux y Lindon, las palabras y las imágenes son indisociables, pues ambas “se unen en el pensamiento”. Reafirmando esta aseveración, ambos autores citan los siguientes conceptos de Bernard Debardieux: “la función figurativa y emblemática de la imagen, se acopla perfectamente con la función narrativa y argumentativa del discurso, que establece la justificación” (Hiernaux y Lindon, 2012: 9). La imagen, con todo, ha tomado la delantera, por así decirlo.

Se trata, en el cine, de un imaginario distintivo configurado bajo el influjo de un discurso, la diégesis típica de la cinematografía, que se va tejiendo mediante la combinación excepcional e inigualable de imágenes visuales primordialmente, creadas en un nivel de realidad que se asemeja, se traslapa o incluso sobrepasa la realidad “material” del mundo. Es un nivel de realidad que no mengua su poder evocativo y performativo por la ausencia de sensaciones olfativas, táctiles o gustativas, mismas que, si no se experimentan sinestésicamente, al menos no se extrañan en la fruición con que se consumen las creaciones cinematográficas.

Ciertamente, el cine hace eco de las creencias, símbolos y significados sociales y colectivos, de las mentalidades en suma (imágenes y dis­curso), pero su principal rasgo es el de la creación, a partir de ese dato, de una narración que regresa, bajo nuevos códigos de construcción discursiva y renovado, con el aura de algo desconocido, extraordinario y fantástico. Así crea percepciones e imágenes distintas y novedosas para el espectador, que las decodifica con el bagaje cognitivo y apreciativo que ha acumulado en su ciclo vital, pero, sobre todo, que las vive y experimenta como lo hace con las novedades que le acontecen en su vida cotidiana.

Y es que, para empezar, por el hecho mismo de que el espectador sólo ve lo que se encuadra en la pantalla, esta última “difumina los límites entre realidad y ficción, entre realidad y verdad. La imagen fática, que fuerza la mirada y retiene la atención, sólo se centra en zonas específicas, mientras el contexto desaparece en la indeterminación de una experiencia espacio-temporal desanclada. De esta forma, el cine puede alterar lo percibido y llevar a cabo no una representación, sino más bien la recreación de lo que existe” (Martínez Puche, 2010: 156).

A diferencia del resto de las disciplinas artísticas, con la excepción quizás limitada del teatro, en el cine las cosas (narradas) suceden “realmente” en el momento mismo del consumo de una obra. En palabras de John Huston: “sobre el papel puedes contar que algo ha pasado y, si lo dices bastante bien, los lectores te creen. En el cine, si lo haces bien, ocurre realmente ahí, en la pantalla” (Agee, 2001: 249, 250).

Esa fuerza cultural propia del cine se origina en la peculiar naturaleza de la experiencia cinematográfica, desde el punto de vista del espectador: la composición artificial de imágenes, sonidos y palabras produce sensaciones y emociones reales, experiencias propias de la vida normal, las más de las veces acentuadas. De aquí la capacidad que tiene el cine de conmover al espectador, y llevarlo a experimentar fuertes emociones, desde una carcajada hasta las lágrimas. “El cine, decía Apollinaire, es creador de una vida” (Morin, 2001: 15).

Lo esencial de esa experiencia fue inicialmente sugerida por el concepto “Train effect”, con el que Yuri Tzivian (Mennel, 2008: 2) se refería a la reacción de azoro, estupefacción y susto que provocó entre los primeros espectadores el corto proyectado por los hermanos Lumière, du­rante la mítica función en el café del Boulevard des Capuchines, donde se registraban las imágenes (bastante rudimentarias, por cierto) de un tren arribando a una estación. Y aún en el supuesto de que, como afirma Mennel, se trata de una anécdota exagerada, el concepto “Train effect” alude correctamente a la experiencia distintiva que se suscita al ver una película determinada.

Se trata, en términos generales, y para abundar sobre el punto, de lo que también se ha denominado, más recientemente, un “efecto de realidad” (Martínez Puche, 2010: 158), es decir, la sensación resultante del acto de ver cine, en la que el espectador, si bien distingue los distintos niveles de realidad involucrados en el disfrute de una película, al final termina sobreponiéndolos en la experiencia vivida en ese momento particular. “Por su verosimilitud, la información suministrada a lo largo del espectáculo, se integra en el flujo experiencial, confundiéndose con el resto de vivencias y, en ocasiones, propiciando una indiscriminación efectiva entre realidad y ficción…” (Gómez Tarín, 2002: 3).

El cine es capaz de conmover al espectador, gracias a su capacidad para movilizar emociones reales mediante historias, las más de las veces, ficticias. Ocurre algo parecido a la experiencia sinestésica: la sucesión de imágenes visuales y auditivas (ya en el caso del cine sonoro), en una secuencia narrativa que ocurre en la pantalla, el espectador las experimenta tan vívidamente como las experiencias de su vida diaria. Y no se trata de una evocación de tales sensaciones y emociones, sino de una vivencia actual.

Las neurociencias han logrado explicar este fenómeno gracias al descubrimiento de las llamadas neuronas espejo. Se ha dicho que “con la teoría de las neuronas espejo, se abrieron nuevos horizontes a la explicación del aprendizaje vicario o por imitación y a la empatía emocional. Según esta teoría, en el momento en que reconocemos emociones en otra persona, se activarían las neuronas espejo, debido a que nosotros, por ser de la misma especie, tenemos la posibilidad de experimentarlas, y de algún modo, cuando la observamos, la experimentamos, de forma que entran en juego las emociones sociales y los estados del ‘como si’”. (Perogil Acedo, 2018).

También cuando vemos una película, las neuronas espejo “comportan una implicación en primera persona por parte del observador, que le permite tener una experiencia inmediata (de un) acontecimiento, como si fuera él mismo quien lo realiza, y captar así, plenamente su significado” (Rizzolati y Sinigaglia, 2006, citado en Aertsen, 2017: 251). Pero incluso a diferencia de la observación de acciones reales “contempladas en directo, el cine aporta la ventaja añadida de la movilidad de la mirada del espectador: mediante el montaje y el movimiento de la cámara, el observador cinematográfico puede observar la acción desde perspectivas privilegiadas”. (Aertsen, 2017: 251).

Podría decirse que entre el concreto “Train effect” y el más abstracto y general “Efecto de realidad” media un proceso de aprendizaje cultural de décadas, en el que los espectadores han aprendido a ver cine. Los primeros espectadores —pensemos en los azorados asistentes a la función de los hermanos Lumière—, todavía “tenían que enseñarse a negociar cognitivamente con el nuevo medio, hasta encontrar el balance entre creer o no en su nivel de realidad, lo que constituye la precondición para disfrutar el cine” (Mennel, 2008: 2). Este balance se logra en la ontogénesis y la filogénesis, es decir, en los planos colectivo e individual a través de los relevos generacionales y el ciclo de vida.

Lo sobresaliente es que el “Efecto de realidad” no mengua, ni mucho menos desaparece, por el desarrollo de las capacidades cognitivas y perceptivas requeridas para entender la experiencia cinematográfica, es decir, las vivencias que le van asociadas permanentemente, dadas sus bases neurológicas: se trata de experiencias cercanas a las vivencias cotidianas, pero, hay que reiterarlo, la mayoría de las veces diferente en intensidad e impacto emocional, por la posición privilegiada del espectador. Y esto no cambia con la habituación progresiva de las generaciones al disfrute de las obras cinematográficas, en razón de que siempre entran en funcionamiento las “neuronas espejo”, produciendo una experiencia siempre novedosa, conforme se observan y disfrutan nuevas producciones, y por lo tanto, nuevas tramas e historias.

En ello radica una explicación de fondo que permite entender mejor el porqué el historiador del cine mexicano, de origen español, Emilio García Riera, llegó a afirmar, en varias ocasiones, que “El cine es mejor que la vida”. En el mismo tenor, el periodista mexicano Catón escribió, más recientemente, que el cine “es un retrato de la vida tan cabal que se diría —al modo de Oscar Wilde— que no es el cine el que copia la vida, sino la vida la que copia al cine… en el cine hay más vida que en la vida, y más interesante” (Catón, 2014).

Un influyente teórico del cine, de origen alemán, autor de un libro con un título más que sugerente, Teoría del cine: la redención de la realidad física, describe la experiencia de ver cine recurriendo a sus propias vivencias experimentadas a una edad temprana:

Yo era aún un niño cuando vi mi primera película. Tuvo que causarme una impresión embriagadora, porque de inmediato resolví poner la experiencia por escrito. Por lo que puedo recordar fue ése mi primer proyecto literario. No sé si alguna vez llegó a materializarse, pero lo que no he olvidado es su pomposo título, que apunté en una hoja tan pronto volví a casa: El cine como descubrimiento de las maravillas de la vida cotidiana. Y tengo todavía presentes, como si fuera hoy, esas maravillas. Lo que tan profundamente me había emocionado era una vulgar calle de suburbio, llena de luces y sombras que la transfiguraban. Había varios árboles, y, en primer término, un charco en el que se reflejaban las fachadas invisibles de las casas y un trozo de cielo. De pronto, una brisa agitaba las sombras, y las fachadas y el cielo, allí abajo, empezaban a oscilar. El tembloroso mundo de arriba en el charco turbio: esta imagen jamás me ha abandonado (Sigfried Krakauer, citado en Espinosa Mijares, 2011).

Sin duda, el manejo libre del tiempo, la libertad respecto de las leyes de la física, como de las ataduras emocionales, de los códigos estéticos rígidos y estrechos, y respecto de la ley y de la moral que es dable experimentar en la fruición cinematográfica, constituyen características inseparables del cine y abundan en la explicación de la particular naturaleza de la experiencia vivida en el disfrute de las películas.

Por ello, ya en los albores del siglo XX, un afamado escritor ruso, Andrei Bely, después de ver el filme inglés The fatal sneeze (1907), de Lewin Fitzhamon, emitió una sentencia que se adelantaba en el tiempo y resultaba premonitoria: “El cinematógrafo (afirmó convencido Bely), reina en la ciudad, reina sobre la tierra. En Moscú, París, Nueva York, Bombay, el mismo día quizás a la misma hora, miles de personas acuden a ver a un hombre que estornuda —que estornuda y explota. El cinematógrafo ha cruzado las fronteras de la realidad. Más que los sermones de hombres sabios, el cinematógrafo ha demostrado a todos qué es la realidad” (Andrei Bely, 1908, citado en Mennel, 2008: 1).

Se puede afirmar, por lo tanto, que los imaginarios modernos, los que permiten percibir, pensar y significar distintos aspectos, asuntos y acontecimientos de la vida personal y social, del mundo y la naturaleza, no serían los mismos sin la presencia avasalladora del cine en la cultura contemporánea.

Para empezar por la particularidad ya señalada de las vivencias que se producen en el consumo de las obras cinematográficas, pero también porque el cine es el arte adecuado, y expresa la sensibilidad propia del mundo en los siglos XX y XXI. Alguien ha dicho que el cine es el arte que mejor expresa “el modo perceptual de la modernidad y su manera de abrirse al mundo” (Pezzella, 2004: 14).

Walter Benjamin sostuvo que las trasformaciones culturales ocurridas a lo largo de la historia han configurado nuestro sentido de la percepción: “dentro de largos periodos históricos, escribió, junto con el modo de existencia de los colectivos humanos, se transforma también la manera de su percepción sensorial. El modo en que se organiza la percepción humana —el medio en que ella tiene lugar— está condicionado no sólo de manera natural, sino también histórica” (2003: 47). Es decir, los sentidos y la percepción no son capacidades físicas abstractas. Marx ya entendía que son facultades social e históricamente determinadas y que evolucionan junto con la sociedad y la cultura: la sensibilidad y la capacidad perceptiva del hombre de la antigüedad es distinta a la del medioevo, y ésta al de la sociedad moderna. El ojo que miraba una pintura rupestre no es igual al que miraba una obra pictórica del Renacimiento, o al que mira una del impresionismo (hablando de observadores viviendo en cada una de esas épocas).

Cada época, entonces, tiene un modo de la sensibilidad humana que le es propio y característico. El sensorium de la modernidad es el que surge de la nueva forma de experimentar el mundo, donde la discontinuidad y la fragmentación (causadas por la división técnica y social del trabajo, por la abstracción de las categorías del espacio y el tiempo), deben ser superadas recomponiéndolas de manera distinta a formas sociales pasadas —donde ello sucedía de un modo natural y espontáneo—, ahora mediante un acto intencional y premeditado como ocurre en el producto material de la producción, o en el producto experiencial de la existencia personal. Los cursos de sentido fijados por la tradición se rompen, y el significado debe ser recompuesto reflexivamente por los individuos de manera continua a lo largo de su existencia.

El sentido de la vida, antes coherente, fijo y heredado, ahora debe ser reconstruido constantemente —y ab initio con alguna frecuencia como ocurre con la sicosis—, junto con las escalas de valor que lo permiten. Baudrillard decía que “la experiencia en la modernidad se equipara a lo ‘transitorio, fugaz y contingente’”, y las categorías de espacio y tiempo, antes enraizadas en las realidades concretas, se vuelven abstractas, “desancladas”.

Se trata de un cambio profundo que también ha sido descrito por un influyente estudioso del fenómeno urbano. Henri Lefebvre afirma que

mientras que el espacio social y psicológico de la sociedad premoderna formaban una totalidad vivida, íntimamente relacionada, la modernidad ocasionó su completa colonización por un espacio abstracto, asegurando su disyunción y fragmentación. El mundo antes percibido como una ‘totalidad vivida’, por así decirlo, ya no puede ser experimentado de manera completa y coherente. El sello distintivo del extraño, por ejemplo, es que él o ella es inmediatamente próximo en el espacio físico, pero distante en el espacio social; que los mundos social y físico ya no fueran limítrofes dio origen a una nueva clase de presencia virtual o espectral… del extraño. La ambivalencia del extraño representa la ambivalencia del mundo moderno. Tiempo y espacio ya no son estables, sólidos, fundacionales (Lefebvre, 1991. Cursivas mías).

A diferencia del teatro, donde la trama sigue la continuidad narrativa de las obras dramáticas, con un principio, desarrollo y desenlace sucesivos en el tiempo que dura la representación, en el cine las escenas finales pueden filmarse antes que las del inicio o el desarrollo: el orden no importa, sino la necesidad de racionalizar y optimizar los recursos técnicos, financieros, materiales y logísticos, disponibles para la realización de una película. Los fotogramas son instantáneas que unidas dan la impresión de movimiento, igual que la sucesión de planos y escenas, las que, engarzadas por las técnicas del montaje y la edición, se presentan al final como una narración que se teje con la misma solución de continuidad y coherencia que la obra dramática, aunque no sea el caso (Pezzella, 2004).

Así como la cámara es una reproducción mecánica del ojo humano, se puede leer en otra parte, el lenguaje cinematográfico imitó los procedimientos mentales mediante los cuales percibimos y aprehendemos la realidad en su dimensión espacial y temporal. Es decir, por medio de fragmentos o tomas. En un recorrido captamos hechos y detalles que la mente selecciona y que la memoria conserva. De la misma manera el lenguaje cinematográfico —basado en la fragmentación del tiempo y del espacio— reconstruye la realidad. Así, una película es una especie de realidad condensada en 90 minutos. Por eso se suele decir que el cine es mejor que la vida, ya que nos presenta los mejores momentos y recurre a las emociones más intensas (Quiroz Rothe, s/f).

Por otra parte, desde que el mundo no es aprehensible directamente, sino que pasa por el tamiz de los sentidos y las categorías del pensamiento que construyen la experiencia, la percepción de la realidad tiene un rasgo de virtualidad inevitable. Ese rasgo es magnificado por el cine a través de la diégesis cinematográfica, produciendo un traslape de imaginarios, de niveles de realidad y de experiencias vividas.

Los videojuegos fueron los dispositivos encargados de llevar ese traslape a niveles antes inconcebibles, gracias a los vertiginosos avances en las modernas técnicas informáticas digitales; y éstas han sido trasladadas al cine, originando la era digital del cinematógrafo, con una magnificación y ampliación sin precedentes de la experiencia vivida por las audiencias frente a la pantalla.

Se entiende pues que los filtros cognitivos, apreciativos y evaluativos (morales), las mentalidades de las audiencias, también son afectados por el cine. Las películas son fuentes de información acerca de una infinidad de asuntos relacionados de manera íntima con la vida de las personas. Gracias al cine podemos conocer costumbres, formas de vida, historias, personajes y acontecimientos de todas las culturas en las distintas épocas de la historia de la humanidad. En especial, muchos países y ciudades son familiares para la gente que no las ha visitado nunca, gracias a que el cine disemina globalmente imágenes e historias situadas entre sus paisajes y calles.

Por otra parte, para entender cómo influye el cine socialmente habría que establecer algunas distinciones ad hoc entre grupos sociales: primero, una divisoria entre quienes acostumbran ver cine con alguna frecuencia y quienes no lo hacen; entre las audiencias de los distintos géneros cinematográficos, y otra vez entre todos ellos y el resto de la población no aficionada al cine. Eventualmente, las audiencias varían en volumen con frecuencia, dependiendo de varios factores: recursos económicos; uso del tiempo libre, estilos de vida, edad, gustos; salas de cine existentes, tipo y diversidad de la oferta cinematográfica; atractivo, carisma y fama de los protagonistas de los filmes, entre otros.

La diversidad de imaginarios que se producen desde el cine, permea en la sociedad de diversas maneras: directamente a través de las audiencias cinematográficas (es decir, los espectadores habituales), e indirectamente por medio de la información que acerca de la industria cinematográfica se difunde en los medios de comunicación de masas. Los pormenores de la producción de películas se abordan cotidianamente en estas plataformas, junto con las vicisitudes y acontecimientos que tienen a los actores, actrices, directores, productores y otros actores de la industria como sus principales protagonistas. Normalmente, el público recibe una cantidad prolífica de noticias, comentarios y críticas que abordan, además de información convencional, chismes, sucesos escandalosos, indiscreciones o secretos, que la maquinaria mediática resalta con efusividad.

Este mundo que se construye alrededor del cine redondea el imaginario construido en la interacción de las audiencias con las películas mismas, en la fruición cinematográfica, y lo expande hacia el resto de la sociedad, por medio de lo que podría denominarse la “conversación social”.

Un caso particular es el impacto que genera la filmación de una película en una localidad determinada, que procura la atención de sus habitantes sobre los acontecimientos y vicisitudes del rodaje y conmociona su vida cotidiana. Por eso, como veremos para el caso de Puerto Vallarta, una película puede tener un impacto social excepcional aun si no ha sido vista por la totalidad, o la mayoría al menos, de los miembros de una comunidad. Las audiencias directas y los medios de comunicación diseminan los imaginarios en la interacción social, y ella retroalimenta los contenidos de las producciones cinematográficas ampliando su impacto e influencia.

Por otra parte, esos imaginarios se difunden bien sea conservando sus rasgos intrínsecos en el proceso de difusión y diseminación en la colectividad, o bien sumando los rasgos (o sesgos) que se adicionan en el proceso de interpretación en un contexto dado, del que reciben agregados, modificaciones y adaptaciones según la circunstancia social e histórica prevalecientes. El imaginario se ve reprocesado, incorporando elementos idiosincrásicos, valorativos, apreciativos, morales o ideológicos, como también por el ciclo de vida o los cambios generacionales.

Los mensajes implícitos en toda obra cinematográfica, por otra parte, modifican las mentalidades sociales, especialmente cuando está ocurriendo ya un proceso de crisis, disposición al cambio o bien modificación en curso de algunas dimensiones de ellas (es decir, si existe ya una movilización psicológica en ciernes como sostenía el sociólogo argentino Gino Germani (1963). Y lo hacen si ese es el potencial de los mensajes, construido en la confluencia del discurso fílmico y el contexto de su recepción. Hay muchos contenidos que refuerzan las creencias existentes o promueven un regreso a tradiciones olvidadas o perdidas.

Hiernaux ha precisado el término imaginario de la siguiente manera: “en la formación del imaginario se ubica nuestra percepción transformada en representaciones a través de la imaginación, proceso por el cual la representación sufre una transformación simbólica. El imaginario es justamente la capacidad que tenemos, de llevar esta transformación a buen término”. En este sentido, la importancia del imaginario así entendido es que opera fundamentalmente como “guía de acción”; es decir, el imaginario orienta la acción social, y en esto radica su especial “fuerza creativa” (Hiernaux, 2007: 20).

De ahí también la capacidad del cine para, justamente, incidir en los cursos de la interacción social y orientar su trayectoria. Valga la pena un ejemplo de la influencia transformadora en los imaginarios sociales que pueden tener el cine y las películas. Se trata del documental rumano Chuck Norris contra el comunismo (2014), obra dirigida por Ilinca Calugereanu, que consigna el surgimiento de una red ilegal de traducción, reproducción y distribución (en la segunda mitad de la década de los 80) de películas occidentales videograbadas en formato VHS, principalmente cine de Hollywood, y cuya exhibición estaba prohibida en Rumania. Lo sobresaliente es que, si bien la rudimentaria elaboración de copias de películas en formato VHS degradaba la calidad de la imagen, y además de que la voz de una sola mujer traducía los diálogos de todos los personajes en cada cinta, el entusiasmo y la experiencia excepcional vivida por los espectadores rumanos no se veía menguado. De hecho, la traductora, Irina Nistor, se volvió una leyenda en su país, pues su voz omniabarcante llegó a los oídos de millones de rumanos.

Se trató de un fenómeno extendido que originó un amplio público clandestino en este país, audiencias que utilizaron al cine como una ventana por la cual asomarse para ver, juzgar y valorar una realidad distinta a la suya: un sistema de costumbres, actitudes y valores que, vehiculadas por la fascinación del cinematógrafo, terminaron ejerciendo un influjo poderoso en el proceso de deslegitimación del orden socialista (el régimen opresor de Ceaucescu) y que además alimentaron la disposición a “rebelarse” y “derrocarlo” (como finalmente ocurrió en 1989). Un lúcido testimonio recogido en el documental resume el asunto con pocas palabras: “Durante la Revolución de 1989 todos salieron a la calle porque sabían que podían tener una vida mejor. ¿Cómo lo supieron? A través de las películas”.

Y es que como anota Rojas Mix, “Sabemos muchas cosas simplemente por haberlas visto. En la civilización de la imagen el recuerdo de los acontecimientos aparece cada vez más ligado al panorama visual” (2006: 30).

Ahora bien, el “sentido de realidad” propio del cine da lugar a experiencias vividas, pero no implica ya sea aceptación, o bien rechazo automáticos de los contenidos de una narración: es, de hecho, independiente de esto. El mismo ocurre dentro de un contrato espectador-producción, en el que el primero juzga la veracidad de lo que ve al tiempo que suspende su evaluación moral de acontecimientos cuestionables. Un espectador acude a ver un filme que va contra todas sus convicciones personales, por ejemplo, gracias a ese contrato implícito. Pero aún así, se trata de una experiencia viva y actual que activa los sentidos, pero también la conciencia moral, los conocimientos, emociones, valores, hábitos y estilos de vida de las audiencias. Es precisamente esa incorporación amplia de dimensiones lo que la hace que se experimente como vivencias reales, y la evaluación que el individuo hace de una película supone el ejercicio de su facultad de juicio mediante un proceso que involucra elementos morales y cognitivos, pero, sobre todo, estéticos.

Cualquier influjo del cine sobre la sociedad presupone, pues, un paso complejo por filtros culturales de distinta índole, pero es seguro, de cualquier manera, que el cine tiene la influencia, variable en amplitud y profundidad, que se le atribuye desde muchos puntos de vista. En fin, el cine es una forma de entretenimiento, entre otros, y busca divertir, en el sentido amplio del término. La “evasión de la realidad” puede ocurrir, pero lo peculiar es que aún entonces, o precisamente por ello, produce experiencias reales y puede impactar en la realidad de las personas y las colectividades.

Puerto Vallarta de película

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