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Guadalajara al momento de la Independencia

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Guadalajara, capital del reino de la Nueva Galicia, en la época en que se proclamó la independencia de México, era una ciudad de 45,000 habitantes, modesta y bien hallada con el gobierno colonial porque el atraso intelectual en que se encontraba, y la falta de comunicación con poblaciones más cultas, hacían que fuese bien cortas sus aspiraciones.

Sus casas, con muy reducidas excepciones, eran todas de un solo piso, con grandes salones, numerosos patios y enormes corrales; atendiendo sus constructores a la solidez del edificio, descuidaban por completo la simetría y adorno exterior, de suerte que mientras sus paredes medían uno y dos metros de espesor, rara vez tenían dos puertas de la misma altura. Las calles anchas y bien orientadas carecían de empedrados y aun de aceras, y la irregularidad de las altas ventanas casi todas desiguales y con rejas de madera, les daban un aire triste y desagradable. La plaza rodeada de corpulentos fresnos, las numerosas plazuelas cubiertas de zacate y las calles escuetas, imprimían a la ciudad un aspecto melancólico que revelaba el poco movimiento que reinaba en ella.

En el interior de las casas, mientras abundaban las vajillas de plata y era raro el que, perteneciendo a la clase medianamente acomodada, carecía de ellas y de su tabaquera de oro, faltaban los objetos más preciosos para la comodidad y que aun siquiera se conocían. No se usaban las alfombras, viéndose apenas en los estratos de la mejor sociedad, tiras angostas de gruesas esteras que en pequeños espacios cubrían los polvorosos y cacarizos ladrillos; incómodos canapés forrados de seda de color rojo o amarillo subido, cubiertos por blanquísimos forros de lienzo de algodón, que se mudaban dos veces por semana, unas mesas rinconeras y unas sillas de bejuco con alambre amarillo incrustado, formaban el menaje de las salas, en las cuales se veían por adornos algún mal cuadro de la Virgen de Dolores o de Guadalupe, tres o cuatro estampas iluminadas de María Estuardo y algún espejo de cortas dimensiones con ancho marco de pino pintado, con columnitas delgadas con capiteles dorados. En el comedor veíanse espaciosísimas mesas de finas maderas sin pintar, a las que se sentaban por los dos lados en bancas de pino con anchos y lucientes clavos y en equipales a la cabecera, sirviéndose comidas frugales, como valiosas eran las vajillas en que se presentaban; y si se recorrían las piezas de habitación, se encontraban amuebladas por camas de madera y enormes roperos de pino pintado, con estampas en las puertas que representaban en grandes dimensiones el Ojo de la Providencia, con motes muy legibles que decían “Dios me ve”. Entraba la luz a las recámaras al través de los postigos de las puertas, cubiertos con papel de estraza, viéndose en una que otra casa, azulados cristales…

Una de las primeras noticias que se recibieron en Guadalajara del levantamiento de Dolores, fue la que comunicó el 21 de septiembre D. José Simeón de Uría que iba de diputado a las Cortes de Cádiz, por un propio enviado desde Arroyo Zarco, avisando al Ayuntamiento que D. Domingo Allende ha atacado varios pueblos, según se expresaba el brevete.

Fragmento tomado de: Velasco, Sara. Escritores jaliscienses. Tomo I (1546-1899). México, Universidad de Guadalajara, 1982, pp. 211-216.

Jalisco 1810-1910

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