Читать книгу Jalisco 1810-1910 - Marco Aurelio Larios López - Страница 11

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Nuestros insurgentes ya andan rondando en el pueblo,

ya empezaron a susurrar en nuestros oídos:

Recuerden que son ustedes nuestros hijos,

griten que nuestra historia no ha terminado

Comuneros de Mezcala

-Estos indios se tienen que rendir —dijo el coronel Celestino Negrete a Fidencio, su asistente, mientras limpiaba su arma y miraba desde la embarcación la isla de Mezcala.

—Pos tá cabrón, coronel, ya van seis misiones que regresan jodidas desde que empezó este revoltijo hace un año, quién sabe cómo chingados se las gastan estos aborígenes —replicó Fidencio, quien tomó el arma limpia para enfundarla y guardó silencio ante la mirada amarga de su superior.

—Mira, Fidencio, mejor cállate el hocico. Conmigo se van a chingar, no pasa de mañana esa bola de mugrosos, van a salir de su islita pidiendo perdón y vomitando sangre —concluyó el coronel en tanto se desplomaba en la cama para dormir con la confianza a cuestas del arsenal a bordo y los más de 600 hombres a su mando.

Fidencio enmudeció. En sus adentros, el miedo y el coraje le recorrían de las vísceras a la piel. Porque, aun cuando se consideraba un soldado leal, también tenía mucho de indio; así le decían en el cuartel: “El Indio”. Las noticias de las derrotas del ejército realista ante los indígenas de Mezcala le hacían brincar más rápido el corazón. Un orgullo secreto le removía el pecho. No se sentía traidor al ejército, prueba de ello era su asignación como el hombre de confianza del coronel, pero el llamado de su raza se le arraigaba en el alma conforme se hacía viejo y se sentía más cerca de la muerte que, según él, lo esperaba siempre en la siguiente batalla.

Salió a cubierta y encendió su pipa. Observó, en la tranquilidad del lago de Chapala, el reflejo del cielo estrellado envuelto en la claridad de la luna llena. A lo lejos, la isla de Mezcala semejaba una bestia inmóvil en espera de su presa. Jaló aire, aventó el humo y miró al cielo pidiendo, una vez más, que los indios isleños libraran el ataque del día siguiente y con ello dejaran claro, de nueva cuenta, que eran dueños de su territorio.

Fidencio lo sabía tras los años de reclutamiento de muchos indígenas de la región que se agregaban al ejército para sobrevivir a los azotes españoles contra las comunidades ribereñas. Ahora, en la batalla que le aguardaba, la vida lo haría testigo de la lucha de un pueblo por su derecho legítimo.

Era la madrugada del 20 de junio de 1813. El lago del Chapala en calma y la extrema organización naval del capitán Felipe García —experto marino asignado a la misión— favorecían la estrategia militar de Celestino Negrete: atacar el noroeste de la isla por ser el lado más vulnerable. Fidencio se colocó entre ambos, al pendiente, como era su deber, de las instrucciones inmediatas de su coronel, quien mostraba un gesto de confianza por la ofensiva. El capitán García sentenció:

—Esta islita nos la llevaremos arrastrada entre las anclas de nuestros barcos —y miró a Negrete quien respondió con una sonrisa de tranquilidad.

Fidencio miró de costado las embarcaciones navegando en forma de flecha. Eran buques de guerra grandes, cabían en ellos, por lo menos, 50 soldados. Los habían construido en el puerto de San Blas con la consigna de acabar de una vez por todas con los rebeldes de la isla. La imaginación de Fidencio se afanaba comparando el armamento que cargaban los barcos, contra los escasos fusiles de los indios; el número de soldados bien alimentados, contra los hombres descalzos que esperaban el contingente; los planes de ofensiva naval del capitán Felipe García, contra la improvisada furia indígena. Fidencio, entonces, comenzó a vislumbrar lo que le esperaba al grupo de insurgentes. Sentía, ahora sí, lástima por ellos. Porque, luego de la derrota, seguirían los ahorcamientos de los cabecillas y sus familias, la quema de los pueblos, el arrebato de cosechas y ganado y, lo principal, el despojo de tierras. Para él, ese día era el final de esos indios. Los ojos de Fidencio se resistían a humedecerse para mantener la vista clara hacia el frente y proteger a Negrete ante cualquier peligro que parecía, en ese momento, imposible.

Después de dos horas de surcar el agua, los barcos se detuvieron frente a la isla y recibieron los primeros cañonazos sorpresivos por parte de los isleños. El capitán García propuso a Negrete replegarse, por lo menos, hasta que asomara la luz del día. Negrete ordenó el retroceso inmediato.

—Con que bravos los inditos, ya verán lo que les espera en cuanto amanezca —dijo el coronel Negrete al capitán García, quien respondió con un dejo de prepotencia.

—Esto no es nada a lo que estoy acostumbrado, les espera el exterminio, coronel, voy a acabar con ellos.

—Vamos, capitán, vamos, no se le olvide que en esto estamos juntos, mi gobernador José de la Cruz va estar muy contento con el resultado de esta misión. Es cosa de unas cuantas horas las que les quedan a estos alzados —concluyó al mismo tiempo que revisaba la cámara de su fusil recién lustrado.

—Muy bien, coronel, de acuerdo. El siguiente paso será cercar completamente la isla, así no habrá escapatoria por ningún frente, ¿le parece? —preguntó en tono más de mando que de negociación, pero Negrete aceptó porque coincidía con la estrategia militar que él mismo había planeado.

Fidencio escuchaba. La recepción de cañonazos como defensa de los rebeldes le hizo recuperar la fe en que los indígenas no saldrían tan mal librados de la batalla. Deseó en ese momento convertirse en viento que avisara de la emboscada a los isleños. Y de nuevo se atuvo al cielo y pidió que un milagro salvara a su raza.

Amaneció y se reanudó la orden de ataque, esta vez con instrucciones de mayor carga ofensiva: disparos continuos a mayor velocidad de las naves. Los insurgentes no respondieron. El ejército, entonces, avanzó firme hasta lograr el plan de cercar la isla; sin embargo, a pocos metros de su objetivo, las embarcaciones se atascaron en un muro de piedra submarino y se incrustaron en las estacas inclinadas que los rebeldes clavaron bajo el agua. Las embarcaciones naufragaron y el ejército fue recibido a cañonazos, disparos y pedradas.

Ante la masacre, Fidencio cubrió al coronel Negrete para que éste empuñara su fusil y se defendiera, pero en cuanto el coronel logró tomar el arma, una pedrada le reventó los dedos. Fidencio tuvo que hacerse cargo de él hasta que, por fin, después de todas las embarcaciones hundidas, más de 200 soldados muertos y la pérdida del capitán García en pleno combate, ordenó la retirada.

Con dos dedos menos y el honor apedreado, el coronel Negrete regresó al campamento. En el interior de su tienda, el coronel fue atendido por el médico.

—¿Es posible que con una pinche piedra me hayan chingado la mano estos indios? —dijo Celestino Negrete a Fidencio.

Fidencio, sin decir palabra, siguió lustrando las armas de su coronel.

La defensa de la isla de Mezcala se prolongó tres años más, hasta la rendición insurgente el 25 de noviembre de 1816.

Valentín Gómez Farías

PRECURSOR DEL LIBERALISMO Y PRESIDENTE DE MÉXICO

Nació en Guadalajara, Jalisco, el 14 de febrero de 1781. Estudió medicina y la practicó por breve tiempo; su espíritu patriótico lo llevó a concentrarse en la política. Formó parte del Congreso General Constituyente de la Nación. Fue cinco veces presidente de México, tres en el mismo año de 1833, siendo su periodo más corto de quince días. Predicó la separación del Estado y la Iglesia en el gobierno del país, y el derecho a la libre expresión. Y de alguna manera, siempre estuvo a la sombra de Antonio López de Santa Anna cuando a éste le gustaba más batallar que gobernar. Se opuso terminantemente al Tratado de Guadalupe-Hidalgo que cedía la mitad del territorio a los Estados Unidos. Murió en la ciudad de México el 5 de julio de 1858.


Esther Tapia de Castellanos

POETA


Nació en Morelia, Michoacán, el 9 de mayo de 1842. Residió en Guadalajara, lugar donde habría de relacionarse con jóvenes escritores y daría a conocer su obra poética en los periódicos de la época. También publicó Flores silvestres (1871) y Cánticos a los niños (1880). Falleció el 8 de enero de 1897 en la capital jalisciense.

Vuelve a mí

Vuelve a mi lado, arcángel de mi sueño,

visión hermosa que en infancia vi,

haz que yo escuche, mi adorado sueño,

la dulce voz que en otro tiempo oí.

Ven a batir tus alas en mi frente,

y calmarás su fuego abrazador:

ven, murmura en mi oído dulcemente,

gratas palabras de placer y amor.

Ven en la tarde, que te espero ansiosa,

quiero en tu frente tu pasión leer;

déjame en tu pupila cariñosa

la fe del alma con la paz beber.

Ven en la noche, cuando aislada lloro,

a enjugar mis mejillas con amor;

ven, dulce bien, a quien constante adoro,

di una palabra y morirá el dolor.

Tomado de: Velasco, Sara. Escritores jaliscienses. Tomo I (1546-1899).

México, Universidad de Guadalajara, 1982, p. 163.


Jalisco 1810-1910

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