Читать книгу Jalisco 1810-1910 - Marco Aurelio Larios López - Страница 9

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Mi nombre es María Sayavedra. Soy esclava de nacimiento. Nací en un pueblo de pocos caseríos llamado Tepatitlán. Mis padres eran Antonio Martín del Campo y Fernanda Martín del Campo. Llevaban los mismos apellidos porque así lo dispuso el amo de ellos, don Ignacio Martín del Campo. De ese modo cualquiera podía identificarlos como objetos suyos. Yo también fui dada en su propiedad. Siendo niña me marcaron una M en la mejilla con un fierro ardiente y luego me llevaron con mis padres al molino de maíz, donde me puse a trabajar.

La vida entera se me fue en aquel molino, aunque a veces, junto con otras niñas de la hacienda, me daba mis escapadas y nos íbamos a jugar a los campos de frijol y sorgo. Desde ahí mirábamos asustadas las grandes extensiones de tierra colorada y los pequeños ejércitos de caballos, burros y otros animales que entraban y salían por la puerta grande. Crecí pelando mazorcas, removiendo aperos de labranza y cortando rábanos en flor de lis para los pozoles de la peonada. Una mulata nos despertaba en la madrugada y nos mandaba primero a recoger huevos de gallina. Después nos ponía a ordeñar una vaca de patas ligeras. Yo, hasta eso, me divertía con la espuma copeteada en la tinaja. Por las tardes, la misma mulata nos llevaba a la cocina con la encomienda de batir las ollas de cajeta. Llenábamos muchos frascos y los poníamos en alforjas de cuero. Cuando ya se hacía de noche, llegaba el joven Valerio montado en su mula y se llevaba las cajetas para venderlas al día siguiente en el mercado de Tepa. Él era muy bromista y no le daba vergüenza enseñarnos las dos marcas de propiedad que traía en cada brazo.

Pero lo más difícil de ser esclavo no era la pobreza, pues de algún modo teníamos comida y un rincón para dormir. Lo verdaderamente difícil era la falta de libertad y la desposesión que íbamos padeciendo al paso de los años. Todo nuestro cuerpo, nuestra persona entera estaba a disposición de los amos. Para ellos sólo teníamos valor de objetos mercantiles. Si alguno de nosotros padecía enfermedad, quedaba tuerto o renqueaba de una pierna, inmediatamente nos ponían a la par de cucharas de plata, jarrones, o en el mejor de los casos, podíamos llegar a valer lo mismo que un caballo viejo.

A mí nunca me tasaron de niña, pero muchas veces vi cómo llegaban los mercaderes de esclavos en sus carretas troncudas. Los ponían de pie con pocas ropas sobre una tarima giratoria. Ahí los escudriñaban como si fueran objetos preciosos. Les miraban las muelas y les palpaban las carnes en busca de enfermedades, cicatrices o tullimientos. Todo se iba anotando en papel. A las mujeres les preguntaban si habían tenido hijos o, según el caso, cuántos podían tener, porque en caso de ser doncella, el precio subía considerablemente. También, ya sea con hombres o mujeres, mucho les interesaba saber si habían tenido uno o varios propietarios. Algunos no podían ser vendidos porque ya les tenían prometida carta de libertad. Ése era el caso de Valerio, a quien el amo le tenía buen aprecio porque decía que ninguno como él para vender cajetas, quesos y natas en el mercado.

Así, escondida tras un malvón o un arrayán de la hacienda, yo misma vi cómo, unas veces compraban, otras veces vendían o se llevaban racimos de muchachos en calidad de préstamo. Los mandaban a la mina de Bolaños. Ahí, pronto se hacían viejos o se caían a los tiroles sin que nadie se acordara de ellos. También los llevaban a las calderas del trapiche, en la Hacienda de Jesús María. Muchos morían a los pocos meses, a causa de piquetes de alacrán o mordeduras de víboras. A veces quedaban inútiles o derrengados porque un brazo, una pierna, o de plano todo el espinazo se les echaba a perder. A cada rato se cortaban con los aparejos de las yuntas. También corrían el riesgo de caer a pozos profundos cuando se rompían los tablones. A otros con mejor suerte, se los llevaban a Guadalajara, donde los ponían a trabajar en panaderías, peleterías, herrerías, parroquias y casonas de gente rica.

El último pasaje triste de mi esclavitud ocurrió este mismo año de 1810, allá por el mes de febrero. Un buen día llegó a la hacienda una carreta con dos mercantes que hacían mucho alboroto con su perro ladrador y con sus botellas de mezcal ardiente. Yo estaba deshojando mazorcas en el molino. Desde ahí escuché sus risas y bravatas. Mi ama Luisa Martín del Campo mandó traerme con la mulata de siempre. Me llevaron al patio más grande de la hacienda. “Nos interesa esta muchacha”, dijo uno de los señores a mi ama. Y aunque ella se había encariñado conmigo, yo noté que no se hizo del rogar. “Revísenla, pues”. Entonces me subieron al tablón giratorio. Se asomaron a verme las muelas y palparon mis carnes. Sacaron un cartapacio y en un papel anotaron mis señas de identidad: doncella de color corcho, dieciocho años de edad, libre de enfermedades conocidas, sin hipoteca, sin vicios, buena para tener criaturas y sujeta a perpetua servidumbre. Cien pesos pagaron por mí. En esos momentos yo no sabía que mi comprador era un señor importante y muy respetado, el doctor don Francisco Severo Maldonado. Me despedí con mucha tristeza de mis padres, sin saber que en realidad aquella venta era el principio de mi libertad.

Me pusieron en la cajonera de atrás, junto con el perro ladrador. Había una gran tremolina de polvo colorado. Yo estaba muerta de miedo. Todo parecía incierto y confuso. Me sentía la mujer más andrajosa y miserable del mundo. Sin embargo, a medida que íbamos avanzando por el camino cubierto de nopaleras, me empecé a sentir un poco mejor. Aquellos hombres no eran tan brutos como parecían. Me ofrecieron un canasto de fiambres y quesos, nada más para mí. Tampoco el perro era bravo. Yo no me había dado cuenta, pero en realidad era una hembra con sus crías de cachorros metidos debajo de una manta. Le di de comer y me movió la cola como si ya me conociera de toda la vida. Entonces, al ver las nubes pardas, el atardecer en los montes pelados y las enormes huizacheras que se perdían a lo lejos, caí en la cuenta de que nunca antes había salido de la hacienda.

El doctor Severo Maldonado me trató con suma diligencia. Nada semejante a los gritos y regaños de doña Luisa, mi ama. Vivía en la calle Carreta, muy cerca del Palacio de Gobierno. Era una casa grande con su zaguán rematado en patio de arcadas, bodega, sala de recibimiento, cocina, cuarto de mozas, dos recámaras para visitas y una principal. En la parte de atrás había caballeriza con árboles de guamúchil y arrayán. Pero el lugar más impresionante para mí, era un cuarto grande con las paredes repletas de libros hasta el techo. Al centro había un escritorio con un enorme globo terráqueo de madera. A ese cuarto, el señor le llamaba biblioteca. Yo nunca había visto un libro ni cosa parecida. Fue ahí donde aprendí a leer y escribir.

Desde el primer día en casa del doctor Maldonado, me sentí mucho más a gusto que en la hacienda. Andaba de un lado para otro a mi completo parecer, pues aunque el señor era de recio carácter y bien conocido por sus ocurrencias, pasaba muchas horas fuera de casa haciendo diligencias políticas, enseñando a los bachilleres y preparando sus discursos. Un día de mucho calor, se le ocurrió ponerse en la cabeza una sandía partida. Así salió al balcón para gusto y algarabía de los niños que pasaban por ahí.

En la casa del doctor Maldonado había otras dos domésticas como yo. Una era mulata de color coyote. Se llamaba María Josefa y la otra era su hija, de nombre Damiana San Miguel. Ella era un poco más bermeja que yo. Pronto nos hicimos buenas amigas. A las seis de la mañana ya teníamos preparado el desayuno. Le servíamos chocolate acompañado de atole blanco amelcochado y bizcochos en canasta. A las diez de la mañana, después de sus primeras agencias, ya le teníamos preparado un asado de carnero o pollo con verduras frescas y un plato de frijoles fritos. Antes de irse otra vez, no dejaba pasar un jarrito de pulque bien serenado.

Nunca fue mi vida tan alegre, como en aquellos meses. Josefa, Damiana y yo salíamos al mercado municipal con nuestros canastos pajuelones. Había mucha vendimia por entonces. Comprábamos pollo destazado, carne seca, trigo, manteca, plátanos, codornices, cebollas, ajos, jitomates, limones, papas, tórtolas y a veces hasta cargábamos con un par de conejos. Por todos lados había tamaleras, vendedores de semitas y dulces de muchos colores. Una india atolera nos dejaba a buen precio el queso fresco y la leche de cabra. También comprábamos membrillos y canela para preparar codoñate. A Damiana le encantaban los probetes de jalea y fruta en almíbar. Nuestra felicidad se hizo más grande aún, cuando le pedimos permiso al señor Maldonado para asistir a los festejos, con motivo de la llegada a la ciudad, del señor Hidalgo. Además de darnos permiso nos dio monedas troqueladas para que fuéramos a comprarnos ropas nuevas. Ese beneplácito era muy raro para una esclava como yo. Ciertamente, algunos esclavos llegaban a heredar no sólo ropas, sino muebles, solares y hasta joyas de sus amos.

Llegó el día esperado. Era un 26 de noviembre. Nos levantamos muy temprano a prender los fogones para el desayuno. Yo misma preparé dos jarras de chocolate, tortillas y trozos de carnero con chile. El doctor Maldonado andaba muy carrereado y a la vez emocionado. Nos dijo que la llegada del señor Hidalgo a Guadalajara era crucial para los derroteros que habría de tomar la lucha insurgente. De las prisas, a Josefa se le cayó un perol de cobre y a mí casi se me olvidó apagar los fogones y bajar las bateas del pretil. Antes de ponernos las crinolinas, el doctor Maldonado nos apremió para que dejáramos preparado el horno con leña, los metates, las sartenes y varias botas de vino. “Hoy por la tarde vendrán a casa invitados de mucha prosapia”, nos dijo.

Nunca me imaginé que iba a vivir para presenciar una fiesta tan grande. Toda la ciudad estaba paralizada. Desde la azotea de la casa se miraba como un tapete de circulitos blancos alrededor de Catedral. Eran miles de sombreros apeñuscados. A medida que nos acercábamos, podíamos oír más clarito el griterío de la gente con sus niños en brazos. Las calles estaban adornadas con colgaduras de colores. Había trompeteros, vendedores de pulque, coheteros y muchas indias tiradas en la tierra con sus montañas de tamales y semitas dulces.

Eran como las cinco de la tarde cuando se abrieron dos enormes alas de gente para dar paso al famoso batallón de José Antonio Torres, que venía llegando desde Analco. Más atrás venía el Generalísimo montado a caballo con un estandarte que decía “Viva Ma. Sma. de Guadalupe”. A su paso, todo el mundo los aclamaba. Era cosa de ver la impresión que causaba cuando una lo miraba de cerca. Iba todo vestido de azul con sus botas de campaña, un sable cruzado en la cintura y los cabellos blancos arremolinados contra el viento. Parecía un león del desierto. Junto al general Hidalgo venían los señores Ignacio Aldama y Mariano Abasolo con sus viseras cuadradas y trajes color granate. Más atrás venía una comitiva de cien coches, más o menos, con un gran número de lanceros y guardias a caballo. Muchos de ellos andaban andrajosos y se veían de mal vivir. La gente, de todos modos, los vitoreaba y les ofrecía bastimentos para comer. Al señor Hidalgo ya lo esperaban en la puerta de la iglesia con un altar colocado a propósito. Ahí, el dean le dio agua bendita. Ya en el presbiterio se cantó el Te Deum y después salió de Catedral en procesión hasta el Palacio de Gobierno.

Esa noche no pude dormir. Presentía que algo muy importante estaba a punto de ocurrir en mi vida. Y así fue. Diez días más tarde, el doctor Severo Maldonado entró precipitadamente a la casa. Me dijo que buscara a María y a Damiana, pues tenía algo de suma importancia que decirnos. Así lo hice. Fui por ellas a la caballeriza y nos sentamos en la mesa grande del comedor. Esto nos dijo el doctor Maldonado: “María Josefa, Damiana San Miguel y María Sayavedra. Desde hoy son libres. La condición de esclavitud ha sido abolida para siempre.”

Nos quedamos mudas. Podíamos oír hasta el zumbido de las moscas verdes. En esos momentos no éramos capaces de comprender que estábamos escuchando y presenciando nuestro proceso de manumisión. “Mis palabras son del todo ciertas”, nos dijo el doctor Maldonado. “Hoy mismo, don Miguel Hidalgo y Costilla leyó un bando en Palacio, donde asienta puntualmente que todos los dueños de esclavos deberán darles libertad dentro del término de diez días so pena de muerte.” Las tres nos echamos a llorar como chiquillas. Yo tuve en mi mente a mis padres, a mis abuelos y a tanta gente que desde siglos atrás había nacido y muerto en el renacer de azotes y en la proliferación de miserias. Don Severo también estaba emocionado. Nos dijo que además de incidir en su propia casa, ese decreto era decisivo para toda la Nueva Galicia, ya que aún había muchos indios, negros y mulatos en espera de ser liberados.

Aún en posesión de sus cartas de libertad, María Josefa y su hija decidieron quedarse a seguir trabajando como domésticas en casa del doctor Maldonado. Yo esperaba hacer lo mismo, pero a la semana siguiente recibí otra sorpresa. Vino a Buscarme Valerio. Traía permiso de mis padres para desposarme. Entre los dos pusimos una pulpería junto al río San Juan de Dios. De vez en cuando alguien me pregunta por la M que aún traigo marcada en la cara. Yo nada más sonrío. “Es una letra muy vieja”, les digo, “no sé si algún día la historia me la va a borrar para siempre. No sé.”

Pedro Moreno

HÉROE DE LA INDEPENDENCIA

Nació en la hacienda de La Daga, municipalidad de Lagos, el 18 de enero de 1775. Hizo estudios en la capital de Jalisco. Cuando estalló la guerra en contra de la soberanía española, Moreno comenzó a relacionarse con los caudillos insurgentes. Mostró un alto espíritu de valentía. Con los campesinos que trabajaban sus tierras formó guerrilleros. Construyó su cuartel en el Fuerte de El Sombrero, en la sierra de Comanjá en Guanajuato. Se unió al esfuerzo de Francisco Javier Mina, quien siendo español estaba contra la forma de gobernar de los españoles. Ambos pelearon con furor contra ellos. Tuvieron victorias y derrotas. Al final, Pedro Moreno, lugarteniente de Mina, intentando que éste lograra escapar, le costó la vida un 27 de octubre de 1817. Mina fue capturado y fusilado el 11 de noviembre.


Luis Pérez Verdía

HISTORIADOR


Nació en Guadalajara el 13 de abril de 1857. Abogado por la Escuela de Jurisprudencia de Guadalajara, se especializó en la historia de México y el derecho internacional. Fue miembro de la Alianza Literaria de Jalisco, de la Academia Mexicana de Legislación y Jurisprudencia, entre muchas otras asociaciones. Además, fue rector del Liceo de Varones en Guadalajara, magistrado del Supremo Tribunal de Justicia del Estado y diputado del Congreso de la Unión. Murió el 15 de agosto de 1914 en Guatemala siendo entonces ministro plenipotenciario de México. De su obra sobresalen excelentes investigaciones como Apuntes históricos sobre la guerra de Independencia en Jalisco (1876), el Compendio de la historia de México desde los primeros tiempos hasta la caída del Segundo Imperio (1883) y la Historia particular del estado de Jalisco, desde los primeros tiempos de que hay noticia hasta nuestros días (1910-1911).

Jalisco 1810-1910

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