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ОглавлениеCAPÍTULO 1 LA BÚSQUEDA DE IDENTIDAD DE LOS ESTUDIOS EN COMUNICACIÓN
Dr. Edison Otero Bello
Universidad del Desarrollo
millercamus@gmail.com
RESUMEN
En expresa coherencia con dos artículos anteriores sobre el mismo tema (Otero, 2006; Otero, 2010), el presente trabajo reitera y profundiza en la hipótesis de la condición intelectual fragmentaria y anémica de los estudios en comunicación. Analizando artículos publicados en revistas especializadas en los períodos 1983-2004 y 2005-2010, se halló suficiente respaldo a favor del diagnóstico formulado. Con el propósito de desarrollar una explicación posible de la menesterosa condición de los estudios en comunicación se recurrió, de una parte, a la distinción entre tipos de ciencia bosquejada en las publicaciones de Thomas S. Kuhn y sus exégetas y, de otra parte, a la distinción entre entidad institucional administrativa y entidad intelectual, formulada por el investigador estadounidense John D. Peters, En este tercer artículo se desarrolla el ejercicio de someter los estudios en comunicación a la distinción entre ciencia, erudición y conexión relevante, tal como ha sido planteada por el antropólogo francés Pascal Boyer.
I
David Lurie es el personaje central de la novela Desgracia, del escritor sudafricano y Premio Nobel de Literatura, J.M. Coetzee. Más allá de las peculiares vicisitudes a las que este personaje se ve enfrentado y, ciertamente, de las habilidades narrativas que le son universalmente reconocidas al autor de esta obra de ficción, no puede sino llamarnos la atención que David Lurie sea un profesor y que dicte clases de Fundamentos de Comunicación y de Conocimientos Avanzados de Comunicación, en la Universidad Técnica de Ciudad del Cabo (1).
Se trata de un signo. Hace unos 60 o 70 años, y de haber escrito Coetzee esta novela por esa época, seguramente no habría caracterizado a su personaje, entre otros rasgos posibles, como un profesor de comunicación. Entre otras cosas porque, probablemente, ningún programa de estudios incluía una asignatura que recibiera el nombre genérico de ‘comunicación’, así como difícilmente había profesores dedicados a la docencia en ese tópico. De haber habido alguno, seguramente provendría de la lingüística, la sociología, la literatura o el periodismo. En el medio siglo y tanto que ha transcurrido, la comunicación se ha instalado como tema, como un área de estudios con arrestos de conversión en disciplina, como una carrera universitaria en la que se obtienen títulos profesionales y grados académicos, como una industria y una red de plataformas tecnológicas planetarias de interacción. Eso explica que a nadie deba extrañarle ni resultarle exótica la elección de Coetzee, construyendo un personaje que se dedica, entre otras cosas, a enseñar temas de comunicación. Está en el paisaje y ya nos resulta familiar. Pero si esto es directamente verificable, es menos claro si este eventual éxito debiera ser proclamado como un visible logro institucional, o como un resultado intelectualmente reconocible, o ambas cosas, puesto que no tienen por qué ser excluyentes en principio.
De manera indesmentible, los diagnósticos apuntan en la dirección de un éxito institucional no acompañado de resultados intelectuales a la altura de las circunstancias (Peters 1986, Rosengren 1993, DeFleur 1998, Fink and Gantz 1999, Chaffee and Metzger 2001, Donsbach 2006, Nordenstreng 2007, Pfau 2008, Schudson 2009). Al tiempo que se otorgan títulos profesionales –periodismo, publicidad, relaciones públicas, etc.- bajo el rótulo institucional identificador de ‘comunicación’ y decenas de miles de grados académicos en el mundo entero, los estudios y la investigación en comunicación exhiben un fuerte grado de fragmentación teórica –usando este adjetivo de manera generosa. Cientos de autores y marcos categoriales coexisten en la más completa auto-referencia y un ostensible aislamiento, sobreviviendo en compartimentos estancos, en una sopa conceptual deslavada e insípida, con ingredientes que comparten el recipiente pero que no se integran. Como agua y aceite coexisten Seaussure y Lazarsfeld, Adorno y Castells, Williams y Katz, Shannon y J. L. Austin, Chomsky y Watzlawick, Habermas y Derrida, Peirce y Lyotard, McLuhan y Lacan, Baudrillard y Edward Hall, Jakobson y Bandura, Barthes y George Gerbner, Foucault y Bourdieu, con sus respectivas singularidades temáticas.
En lo sustantivo, ‘comunicación’ designa una ‘password’ todo terreno que permite el ingreso a la formación de profesionales para la cual la investigación y la teorización fundada no importan como no sea en tanto terminología gatopardesca, que a todos agrada y a nadie disgusta (2). El resultado es un área de estudios que carece de legitimidad intelectual y que se disgrega en una suerte de Big Bang retórico. Algunas estrategias reactivas recurrentes consisten en proclamar porfiadamente la existencia de una disciplina ya constituida –más que una mera área- o en pretender una peculiaridad metodológica y epistemológica proporcionada a sus objetos de estudio. Ambas estrategias persiguen finalidades ilusorias. Una tercera vía se formula en torno a lo que algunos autores llaman la ‘centralidad’ de la comunicación. Así, Larry Gross argumenta que, dado el enorme impacto de las tecnologías de comunicación desde el cine hasta Internet, los estudiosos de la comunicación están teniendo una oportunidad única para contribuir a comprender nuestra época. De hecho, el fenómeno en su conjunto, afirma Gross, da el necesario respaldo para considerar que la comunicación debe ser el tema central del universo académico liberal y humanista, el foco de su misión fundamental. Ello permitiría superar la condición periférica que los estudios en comunicación exhiben actualmente en los programas educativos.
Plausible en abstracto, el razonamiento de Gross carece de sustento en los hechos. No existe área alguna o disciplina reconocible bajo el rótulo de ‘comunicación’ que tengan la prestancia, consistencia e integración conceptual que la tarea referida exigiría. De la postulada centralidad de las realidades comunicacionales en las sociedades recientes y actuales, no se sigue, en modo alguno, la centralidad de los estudios en comunicación. En el deber-ser, tal vez. En los hechos, claramente no. La tesis de Gross está formulada en su presentación al encuentro 2011 de la International Communication Association. Este y otros textos aparecen incluidos en una sección especial del Volumen 5 de la revista International Journal of Communication, bajo el título de “Comunicación como la Disciplina del siglo XXI”. Los otros textos de la sección proporcionan, precisamente, los antecedentes que cuestionan la tesis de Gross. Si se trata de entornos institucionales, como afirma Pooley, la tendencia siempre presente valoriza exclusivamente la formación profesional con vistas a la inserción en la industria medial y desalienta explícitamente la profundización académica y el perfil intelectual de los estudios (Pooley 2011, 1443). La adopción del rótulo ‘comunicación’ expresa el oportunismo de las escuelas profesionales necesitadas de alcanzar legitimidad social con ropajes de apariencia científica. Con todo, Pooley las caracteriza como entidades ricas en presupuesto y pobres en legitimidad. Wang, por otra parte, identifica una paradoja en el estudio de la comunicación: mientras las tecnologías mediales experimentan cambios revolucionarios, la investigación sobre estos cambios se mantiene en la inercia (2011, 1453). En franca divergencia con el título de la sección y la tesis de Gross que la inspira, John D. Peters sostiene: “No veo escenario alguno en el que los estudios en comunicación pudieran ser la disciplina académica de este siglo” (2011, 1467).
Por su parte, Craig Calhoun abunda en caracterizaciones que, aunque puedan aparecer como algo muy redundante a estas alturas, refuerza el diagnóstico de un área fragmentada, dispersa y de problemático nivel intelectual: lealtades de sub-grupos, incapacidad para la integración de los diversos enfoques que existen sin vasos comunicantes, divisiones internas en las facultades y escuelas, débiles líneas de investigación, ausencia de reflexión crítica, insignificancia de muchos estudios, actitud conformista de vivir y dejar vivir la heterogeneidad sin ligazón. En suma, Calhoun sintetiza: “Falta de coherencia interna e incapacidad para mantener altos estándares en el trabajo intelectual” (2011, 1495).
Sólo con el propósito de reforzar la evidencia a favor de la hipótesis que defendemos, viene al caso referir algunos antecedentes complementarios como, por ejemplo, la conclusión a la que arriba la investigadora cubana Yelina Piedra como resultado de examinar el campo de los estudios en comunicación, aplicando un análisis de co-citación de autores a investigaciones publicadas entre 2000 y 2007 en las revistas internacionales más relevantes de la Web de la Ciencia: “A través del examen de la estructura intelectual se corrobora que la Comunicación es un espacio de conocimiento interdisciplinar caracterizado por una aún insuficiente legitimidad epistemológica, con una marcada ausencia de reflexiones y propuestas teóricas propias del campo, además de manifestar una división de la base intelectual disciplinaria en dos sub-disciplinas bien definidas: Comunicación Interpersonal y Comunicación Masiva, atravesadas transversalmente por las Nuevas Tecnologías” (2010, 213).
Por su parte, el investigador alemán Michael Meyen, junto con reconocer que la comunicación como tema es la más tardía de las apariciones en el campo de las ciencias sociales, afirma: “En resumidas cuentas: en términos de capital científico, la recién llegada comunicación parece estar todavía en la parte inferior de la lista, no en la parte de arriba” (Meyen 2012, 1453). Tenemos, pues, una generalización razonablemente respaldada, la que permite sostener que no existen antecedentes suficientes para cuestionar la conclusión de que los estudios en comunicación no logran calificar como un área consistente e integrada ni como una disciplina formal y teóricamente constituida. Se nos impone, en consecuencia, la interrogante sobre los caminos o las estrategias para superar esta situación epistemológica carencial, lo cual supone, igualmente, manejar una explicación convincente del por qué del estado deficitario que ha sido ya descrito.
II
En los artículos precedentes de los que éste es una continuación (Otero 2006, 2010), se ensayó explicar la situación intelectualmente carencial de los estudios en comunicación a través de la distinción entre ciencias maduras y ciencias inmaduras formulada por Thomas S. Kuhn, y la distinción entre entidad institucional y entidad intelectual desarrollada por John D. Peters. En el marco kuhniano de referencia, la condición actual de los estudios en comunicación calza perfectamente con la caracterización de las disciplinas inmaduras, subdesarrolladas o pre-paradigmáticas. Por cierto, en tal marco el concepto de disciplina es usado en un sentido blando y se refiere, más bien, a las potencialidades de un ámbito de estudios que a su condición de hecho. Por su parte, el planteamiento de Peters sitúa la condición intelectual carencial de los estudios en comunicación como correlato de una expansión exitosa de la formación profesional direccionada hacia las necesidades de la industria de los medios de comunicación, los gobiernos, las instituciones estatales y las empresas en general; en tales circunstancias, la apelación a la comunicación no consiste en una vocación auténtica orientada al desarrollo de la investigación en el ámbito académico sino, más bien, a una adopción retórica que facilita la legitimidad institucional. Así, la denominación es utilizada en términos funcionales y utilitarios (3).
El análisis cuidadoso de ambos abordajes revela que son perfectamente integrables, generando un enriquecimiento neto del diagnóstico. Con todo, no agotan todo lo que se puede decir. Con el propósito de profundizar aún más y de avanzar en sucesivas aproximaciones al asunto, examinamos ahora las tesis formuladas recientemente por el antropólogo Pascal Boyer. Sostenemos que, aunque están planteadas a partir de otro ámbito de estudios, las conclusiones son consistentemente generalizables para el caso específico de los estudios en comunicación.
Boyer sostiene que la mayor parte de la antropología cultural se ha vuelto irrelevante. Como manifestaciones de su afirmación, considera que sus cultores no figuran entre los intelectuales públicos más importantes y reconocidos, que sus voces resultan prácticamente inaudibles y que no aparecen en los debates públicos precisamente en los temas en que se supone tendrían algo que decir. Entre las expresiones de esta menoscabada condición, Boyer identifica las siguientes: la mayor parte de los antropólogos parecen sucesivamente preocupados de oscuras modas académicas –por ejemplo, un bullicioso relativismo, la consideración de las culturas como textos; han reducido sus intereses a investigaciones muy circunscritas y geográficamente limitadas; se han atrincherado en un estilo que ellos mismos podrían admitir como típicamente etnocentrista y que se complace en ignorar los avances ocurridos en otros ámbitos de investigación, desde la lingüística a la ciencia cognitiva.
¿Cuál es la causa de la situación que Boyer atribuye al grueso de la antropología cultural de las últimas décadas? Con el propósito de responder a esta pregunta central, el autor elabora la distinción entre tipos de estudio o modos de abordar un objeto, o estilos intelectuales o estilos de investigación. Es precisamente esta distinción la que resulta de particular interés para ser aplicada a los estudios en comunicación, en la búsqueda de una explicación de su condición menesterosa. De una parte, Boyer identifica el estilo científico de estudio o investigación. Entre sus características más señaladas, indica las siguientes:
•Posee un cuerpo consensuado de conocimiento. El “corpus común incluye también un conjunto de métodos reconocidos y una lista de cuestiones pendientes y puzzles a resolver. Las personas tienden también a estar de acuerdo acerca de cuáles de esas cuestiones son importantes y cuáles sólo requieren alguna resolución de un problema y algún reordenamiento del panorama teórico”. (2013, 13)
•Los fundamentos y los resultados de la disciplina están explicados en los libros de texto y los manuales, los que exhiben una notoria similitud.
•Los practicantes del ámbito no están particularmente interesados en la historia de sus disciplinas. Las figuras del pasado son fuentes de inspiración más que fuentes de verdad.
•Las contribuciones que se publican son habitualmente de corta extensión. Boyer afirma que “no necesitan establecer por qué el problema abordado es un problema o por qué los métodos son los apropiados, puesto que todo eso forma parte del background acordado”. (2013, 13)
•La trayectoria típica de un aspirante a miembro de la disciplina pasa por un temprano e intenso entrenamiento y se espera que sus contribuciones importantes ocurran pocos años después de recibir su entrenamiento.
•Hay acuerdos fundamentales sobre quienes califican en los requisitos establecidos para convertirse en un especialista en un campo particular, ser reconocidos como tales y sobre la importancia de cada contribución.
Como podrá advertirse, esta descripción somera de Boyer no tiene como objetivo suyo agotar la caracterización de una disciplina científica sino posibilitar un contraste con otros estilos de estudio o de investigación. Con todo, resulta claro que los énfasis no están puestos en cuestiones epistemológicas (la elaboración de teorías, la confirmación empírica de hipótesis, o los problemas de respaldo y evidencia, por ejemplo) sino en cuestiones asociadas con los estándares que se establecen y los procesos de legitimación de la producción intelectual y de quienes la elaboran. A continuación, Boyer caracteriza el modo de estudio conocido como erudición, “entendida como el requerimiento de que los especialistas de la disciplina debieran tener conocimientos detallados sobre un dominio particular de hechos; por ejemplo, la numismática bizantina o la pintura del Renacimiento tardío” (2013, 14). Entre este estilo de estudio y el estilo científico hay similitudes parciales pero, también diferencias notorias.
1.En el modo erudito hay un conjunto consensuado de conocimientos y acuerdos sobre lo que falta conocer: “Por ejemplo, sólo ha sido descifrada una pequeña parte del total existente de tablillas mesopotámicas. Falta por descifrar un gran número de lenguas”. (2013, 14).
2.El conocimiento consensuado no aparece explícito en los manuales. Se aprende bajo la tutela de quienes llevan más tiempo en el campo y se requiere un largo tiempo de dedicación a un tema.
3.La historia del campo es muy importante y es conocida y manejada por los especialistas. En esa historia figuran grandes maestros que constituyen referencias obligadas, aunque no como autores infalibles.
4.La edad es una variable respetada, dado que el tiempo permite el desarrollo de una experticia basada en la acumulación de muchos conocimientos sobre hechos específicos, y hace posible la intuición que sólo surge por una prolongada familiaridad con esos hechos.
5.En un dominio específico dado, sus practicantes comparten criterios comunes sobre quienes son competentes en la materia y quienes no.
Boyer admite que, con frecuencia, los estilos científico y erudito se combinan y superponen; ejemplifica con la biología y la lingüística, y no sólo en ciertos temas sino igualmente en una misma persona. Lo cual no debe conducir a la conclusión falaz de semejanzas más sustantivas: “Cuando están haciendo ciencia, los biólogos y los lingüistas se enfocan en el respaldo empírico que puede proporcionarse a una hipótesis en particular…La erudición no es hipótesis, no se basa en explicaciones sino en descripciones” (2013, 17). Por otra parte, Boyer está interesado en precisar que la distinción entre ciencia y erudición no calza exactamente con aquella otra que separa ciencias y humanidades. El tercer estilo de estudio es identificado por Boyer como el de las conexiones relevantes. Admite, de entrada, que en este caso se trata de algo escurridizo, más difícil de describir. Con todo, estas son las características más resaltantes:
1.No hay un conjunto consensuado de conocimientos. Lo que hay es “una yuxtaposición de diferentes visiones sobre diferentes tópicos” (2013, 19).
2.Como consecuencia de lo anterior, no hay manuales o textos que recojan conocimientos aceptados por todos, como tampoco incluyen coincidencias sustantivas en materia metodológica. Dice Boyer, “en verdad, cada contribución constituye un nuevo paradigma o un nuevo método, y cada autor es una isla” (2013, 19).
3.La historia del ámbito es crucial, ante todo porque en ella constan los diversos maestros, aquellos autores que se han convertido en referencias, en criterios para distinguir entre lo significativo y lo que no lo es, entre lo importante y lo irrelevante, entre lo que tiene valor analítico y lo que no lo tiene, entre la interpretación apropiada y la que no lo es. Una dificultad imposible de soslayar radica en que tales maestros no constituyen un conjunto referencial integrado –o, cuando menos, complementario- un círculo virtuoso, por así decir. Por el contrario, con frecuencia se contraponen y no resulta fácil establecer vasos comunicantes aceptables. Así, un maestro excluye a otro, y sus seguidores, más que sentirse parte de una disciplina de contornos nítidos, experimentan la pertenencia a una cofradía, a una minoría selecta. A través de ellos no habla un área, un ámbito o una disciplina, sino un autor, cuyas ideas se propagan en todas direcciones haciendo las veces de una teoría social, una teoría de la mente, una abarcadora teoría de la cultura, una teoría de la historia, una teoría política; y todo ello con frecuente independencia –o, incluso, ignorancia- de los practicantes concretos de una cualquiera de esas áreas temáticas.
4.Los libros superan en importancia a los artículos. Dado que cada contribución consiste habitualmente en una redefinición del ámbito temático entero –con las debidas consecuencias metodológicas- no hay modo que esto pueda exponerse en textos cortos.
5.A excepción de los maestros, no hay criterios o estándares compartidos para determinar cuales practicantes son competentes y cuales no lo son, y qué aportes pueden ser calificados como tales. Concluye Boyer: “Una consecuencia es que hay camarillas fuertemente coalicionadas y enemistades excesivamente enconadas sobre quién debiera obtener un cargo, a quien se debiera publicar y dónde, etc...” (2013, 20)
III
Vistos en términos de la distinción propuesta por Boyer, los estudios en comunicación calzan casi perfectamente con el formato de las conexiones relevantes. Así, los hitos importantes hasta finales del siglo pasado, no son los resultados de una investigación empírica longitudinal o transcultural, o de un conjunto de experimentos de laboratorio o de campo replicados una y otra vez por parte de diferentes grupos de investigación, o la contrastación de ciertas hipótesis en diferentes circunstancias, o los esfuerzos resultantes de generalizaciones a partir de data acumulada en el tiempo sino, principalmente, la publicación de un libro cuyos contenidos no refieren, habitualmente, ninguna instancia de corroboración neutral y estandarizada. Más bien, se trata de largas cadenas argumentales o latas consideraciones que se mueven en el ámbito de las abstracciones y las bibliografías, asociadas siempre a un maestro iniciador de cierta línea interpretativa.
Para reiterarlo, la prueba no radica en una instancia suficientemente organizada de comprobación y evidencia sino en lo que afirma un autor –master dixit- y el grado de verosimilitud y plausibilidad que se le atribuye con absoluta independencia de las pruebas. Planteémoslo de este modo: ¿qué formulación teórica articula e integra la semiótica de Peirce y la teoría crítica de la sociedad, la hipótesis de la agenda-setting y los actos de habla de Austin y Searle, el aprendizaje social de Bandura y el concepto de audiencia activa, la teoría de la información y la pragmática de la comunicación, las teorías de la persuasión a lo Lasswell y Hovland y el adoptacionismo tecnológico de Basalla, Nye o Castells, la lingüística de Seaussure y la deconstrucción de Derrida, el posmodernismo de Lyotard y los acontecimiento mediales de Dayan y Katz, por aludir sólo a algunos ejemplos?
La respuesta es: nada. Cada propuesta se refugia en el vocabulario de la interpretación camaleónica y la singularidad, en una Babel conceptual de tal envergadura que vuelve inútil cualquier esfuerzo de traducción. El eslogan es éste: cada uno en lo suyo, sin inmiscuirse en lo ajeno. Bajo la apariencia de un pluralismo generoso e inclusivo, lo que persiste es el conjunto de monólogos auto-referentes. Se trata, pues, de una condición paralizante que en vez de generar conocimiento produce autismo en diversos grados de intensidad. Más de lo mismo no es, ciertamente, el camino para alcanzar seriedad intelectual e integración teórica. Por lo mismo, las estrategias asociadas, destinadas a argumentar la singularidad psicológica y social irreductible e inabordable de los fenómenos de la comunicación, sólo agravan la condición descrita. Sumarse a un indiscriminado alegato contra lo cuantitativo, lo reduccionista y lo objetivo, tampoco ayuda porque intensifica la carencia de fundamento de la búsqueda de una peculiaridad tan peculiar que resulta indescifrable y, por tanto, inasible. Es como construir reglas únicas para un juego en el que el jugador es uno solo y es también su propio árbitro; o, como afirma el poeta estadounidense Robert Frost, equivale a jugar un partido de tenis sin red (4).
El diagnóstico hasta aquí formulado puede ser enriquecido con una consideración complementaria. Podría hablarse de una ambigüedad o de un doble estándar de los estudios en comunicación. De una parte, se manifiestan significativamente porosos y permeables a las modas intelectuales; de la otra, exhiben una franca impermeabilidad a las disciplinas científicas más desarrolladas. En lo que a porosidad se refiere, los estudios en comunicación muestran una alta vulnerabilidad a autores y temáticas que pueden reunirse bajo la descripción provisional de posmodernismo, incluyendo las muchas variedades de constructivismo, marxismo, post estructuralismo, fenomenología, teoría crítica, feminismo, relativismo epistemológico y ético, estudios culturales, etc... La experiencia revela que tales influencias, en vez de aportar una columna vertebral temática y teórica, han cooperado eficientemente en la fragmentación y dispersión de los esfuerzos conceptuales, de la mano de un explícito e indiscriminado discurso anti-ciencia en general. La vulnerabilidad a las modas intelectuales a que aludimos, fue identificada tempranamente en el debate epistemológico como un rasgo de inmadurez disciplinaria (5).
En lo que a impermeabilidad se refiere, los estudios en comunicación muestran una fuerte lejanía respecto a los desarrollos en la psicología cognitiva, las neurociencias y la teoría de la evolución en general. Podría preguntarse, por cierto, cuán pertinentes resultan ser tales desarrollos y si esa lejanía no deja de tener algún fundamento. En rigor, y a nuestro juicio, la pregunta misma manifiesta un inquietante grado de desconocimiento, cuando no de subestimación. Una hipótesis razonable sobre el origen de este desconocimiento lo asocia a la pertinaz divisoria entre las ciencias naturales y las humanidades/ciencias sociales, que copó el escenario epistemológico durante el siglo veinte y continúa haciéndolo en muchas áreas temáticas. Los estudios en comunicación han sido tributarios del sesgo histórico-social-cultural de esta brecha. En lo fundamental, la divisoria respalda la convicción de que los ámbitos divididos constituyen dominios independientes que no tienen nada que aportar el uno al otro; en suma, el supuesto es que las partes poseen su propia epistemología –objetos y métodos exclusivos- y no necesitan buscarla en otros territorios intelectuales.
Sin embargo, es un hecho que la brecha en cuestión está experimentando evidentes cuestionamientos. Fundada en un escenario epistemológico que hunde sus raíces teóricas en el pasado (6), la exigencia de tender puentes -y eventualmente declararla obsoleta- se hace cada vez más notoria. La lenta pero irremediable transformación puede ser representada adecuadamente por el concepto de consiliencia –unidad del conocimiento-, defendido por Edward O. Wilson en 1998, en el contexto de una profusa e indiscriminada reivindicación de la inter-disciplina durante la segunda mitad del siglo veinte. Un signo reciente de los vientos de integración que corren en el escenario global lo constituye el taller denominado Integración de la Ciencia y las Humanidades, celebrado en la universidad canadiense de British Columbia en septiembre de 2008 (7).
Sin duda alguna, sería sumamente pretencioso intentar en estas líneas una síntesis de los desarrollos que han venido ocurriendo en áreas como las neurociencias y las ciencias cognitivas; sería igualmente pretencioso para el caso de las teorías, hipótesis y conceptos que, eventualmente, tienen atingencia para los estudios en comunicación. No obstante, pueden señalarse algunas formulaciones que resultan ostensiblemente pertinentes; por ejemplo, la hipótesis del procesamiento dual de la cognición en el cerebro tiene fuertes implicaciones para una comprensión del modo cómo los usuarios de medios de comunicación y de las redes sociales se hacen cargo de los mensajes (de Sousa 2007, Mercier y Sperber 2009, McCauley 2011, Kahneman 2012, Thagard 2013). Del mismo modo, toda la investigación relacionada con el concepto de ‘teorías de la mente’ sugiere múltiples aplicaciones conceptuales y experimentales (Tooby y Cosmides 2005, Wolpert 2006, Dennett 2007, Bering 2011). Por otra parte, las indagaciones sobre el origen y la evolución de la comunicación, del lenguaje y la música conforman un monto de producción científica que resulta temerario ignorar en los estudios en comunicación (Boyer 1990, Pinker 2002, 1995, Sperber y Wilson 1995, Hauser 1996, Mithen 2006, Levitin 2016). En fin, las convergencias posibles pueden construirse con la debida apertura intelectual, dejando atrás el etnocentrismo y la endogamia académica. (8)
De manera que, reiterémoslo, la solución no consiste en desplazarse hacia lo peculiarísimo en el rango de las posturas epistemológicas sino en aproximarse, precisamente, a las prácticas metodológicas y teóricas de las disciplinas más exitosas. Por cierto, no se trata de exitismo epistemológico. Simplemente, las ciencias convencionalmente entendidas exhiben progresos reales en materia de conocimiento y, efectivamente, tales resultados no provienen principalmente de la eventual peculiaridad de los objetos de estudio sino de acuerdos fundamentales en el modo de abordarlos y de allegar evidencia para respaldar unas hipótesis u otras. Los criterios no tienen que ver con maestros sino con recursos y estándares de contrastación y corroboración que están por encima de la influencia de ésta o aquella autoridad intelectual individual. Se atribuye a Aristóteles esta declaración: “Soy amigo de Platón, pero soy más amigo de la verdad”.
Con el propósito de realizar un simple ejercicio de comparación de los autores considerados para la elaboración del diagnóstico formulado en este trabajo, como en los anteriores, los planteamientos de Thomas S. Kuhn, John D. Peters y Pascal Boyer, no se contradicen en absoluto. Por el contrario, permiten integraciones analíticas virtuosas. La situación de un área que experimenta sucesivos éxitos aportando profesionales a las industrias de la comunicación y que, al mismo tiempo, exhibe una pobreza teórica crónica, no sólo no choca con el concepto de estudios subdesarrollados sino que calza perfectamente con la falta de consenso que ese concepto incluye como uno de sus determinaciones. Igualmente, engarza armónicamente con la idea de conexión relevante de Boyer: la inexistencia de estándares centrados en criterios comunes para la definición de la calidad de la producción intelectual, y la reducción de las referencias al acuerdo o desacuerdo con un maestro. Esta trama conceptual nos parece suficiente para respaldar el diagnóstico de un área que busca una identidad teórica consistente y que, hasta aquí, no logra alcanzarla. Los estudios en comunicación tienen por delante desafíos intelectuales e institucionales que no puede eludir, so pena de mantenerse prolongadamente en la carencia de legitimidad.
NOTAS
1.La novela de Coetzee data de 1999. La versión al español es de 2000, Barcelona: Mondadori.
2.La expresión, por cierto, proviene de la novela El Gatopardo, del escritor italiano Guiseppe Tomasi di Lampedusa y que se sintetiza en la afirmación de que hay que cambiarlo todo para que todo quede igual, condición en que cualquier cosa puede aparentar ser lo que se desee, no siéndolo.
3.Peters ha insistido recientemente en su diagnóstico, con su colaboración a una publicación colectiva (Hannan 2012). Así, persiste en su tesis de que los estudios en comunicación siguen enfrentados a una crisis de legitimación disciplinaria, al tiempo que las facultades universitarias centradas en la comunicación, experimentan gran éxito corporativo y de mercado. Dice Peters: “Esa palabra (comunicación) pertenece ahora a los expertos en marketing, al coaching, a los psicoterapeutas, tanto como a los estudiosos”. (2012, 506).
4.La analogía del tenis sin red ha sido entusiastamente utilizada por el filósofo Daniel Dennett en sus planteamientos sobre evolución y religión (Dennett 1999, 2007). El agudo ensayista estadounidense Joseph Epstein sugiere, a propósito de los devaneos críticos postmodernistas, que tal vez sea mejor hablar de jugar ping-pong sin pelota (2014, 301).
5.La caracterización del posmodernismo y su influencia en las humanidades y las ciencias sociales ha sido formulada por una variedad de autores. En términos críticos, entre los más agudos están Karl R. Popper, John Searle, Alan Sokal, Noretta Koertge, Ian Hacking, Susan Haack, Carlos Reynoso, entre muchos otros.
6.Un hito en la reflexión sobre las consecuencias segregadoras de la brecha entre humanidades y ciencias es el libro clásico de Charles P. Snow, Las Dos Culturas y la Revolución Científica, que data de 1959.
7.En la ocasión se dieron cita filósofos, antropólogos, historiadores, psicólogos, neurólogos, biólogos, economistas, y especialistas en una diversidad de áreas y estudios. Los aportes desarrollados en el encuentro han sido reunidos en un volumen editado por Edward Slingerland y Mark Collard (2011). Los mismos autores son los redactores de la introducción, en la que se asocia la divisoria ciencias/humanidades con las dicotomías cuerpo/mente, explicación/interpretación, cuantitativo/cualitativo, biología/cultura, entre otras.
8.Con todo, es inevitable afirmar que, incluso sin hacerse cargo de la carencia de vasos comunicantes con desarrollos generados fuera del ámbito de los estudios en comunicación –como los ya referidos-, el ámbito mismo exhibe manifestaciones de abordajes teóricos pendientes en temas cruciales pertinentes como la historia y la teoría de la tecnología o los fenómenos asociados a los Norris e Inglehart caracterizan como comunicación cosmopolita.