Читать книгу La emancipación de los cuerpos - Marco Sanz - Страница 8

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PREFACIO

No hay lugar para los cuerpos enfermos ahí donde la salud ha suplantado a la virtud. Sin embargo, es complicado mantenerse a salvo: en un mundo donde el interés económico mueve las piezas del tablero, todo lo relativo a nuestro bienestar acaba constituyendo un punto de apoyo para el mercado basado en el miedo y en la manipulación. Así, que la enfermedad se convirtió en un instrumento más de dominio lo prueba el hecho de que vivimos bajo la tiranía de este culto a la salud. Y nadie parece exento, pues una vez que los flujos capitalistas comenzaron a interactuar con la biotecnología y que, parasitando semejante espiral de lucro, los medios decidieran tomar parte en el negocio, no hubo marcha atrás: desembocando en una serie de dispositivos biopolíticos destinados a regular nuestras rutinas según un modelo de racionalidad marcado por la medicina, el proceso terminó reivindicando el estar sano como un capital social antes asociado a la esfera de lo moralmente respetable.

Por esa razón, lo peor y más grave del asunto quizás no sea tanto la insistencia con la que se nos ha querido «concientizar», cuanto el hecho de que nos han vendido la idea de que estar sano, llevar un estilo de vida sano, en permanente alerta ante los riesgos, desempeña un papel importante en la percepción de nuestro estatus social. A estas alturas, caer enfermo, además de que puede costarte el empleo o llevarte a la ruina, a menudo te convierte en objeto de señalizaciones e incluso rechazo. Y esto es algo que la reciente pandemia de COVID-19 sacó tristemente a relucir: entre las medidas sanitarias y el alarmismo mediático, rebrotó otro virus no menos brutal y contagioso: el de la discriminación y la actitud prejuiciosa hacia el enfermo. No se necesita, pues, ser ningún experto para ver cómo la enfermedad se confunde con fracaso ni para advertir que el clímax de la sinonimia se produce cuando esta es incurable. Por ello, volviendo sobre un tema de Simmel, me parece que cuando la salud rebasa nuestras posibilidades de asimilación, esta termina transformándose en una entidad objetiva que se yergue ante nosotros para darnos la medida exacta de nuestra impotencia: estando enfermos nos volvemos incapaces de sintonizar con las modas, decepcionamos las expectativas de una sociedad que idolatra la actitud enérgica del jovenzuelo y el buen aspecto del deportista. Así, completamente enajenados por una noción fetichizada de la salud, desgarrados entre el esfuerzo por evitar caer enfermos y la exigencia de una armonía plena, nos aferramos a la esperanza de forjar, en medio de las calamidades, un estilo de vida a la altura de una época que ya ha decidido cómo habrá de percibirse el cuerpo propio.

El diagnóstico, pues, se antoja inevitable: la enfermedad define para nosotros un espacio de tensión fundamental. Y lo es por lo menos desde los albores del siglo XX; y hoy en día, por mucho que la tecnología juegue con la posibilidad de manipular átomo por átomo la materia para romper nuestras limitaciones biológicas; hoy, que una nueva pandemia ha cimbrado la infraestructura institucional de varios países; hoy todo indica que nunca en la vida conseguiremos estar definitivamente sanos. Cuesta aceptarlo, pero en nosotros la enfermedad es algo siempre latente.

Ahora bien, son numerosos los trabajos que han demostrado que la nuestra es una época dominada por el discurso médico: desde Michel Foucault a Lucien Sfez, pasando por Ivan Illich y Susan Sontag, diversos autores señalaron las rutas por las que salud y enfermedad terminaron troquelando muchas de nuestras representaciones de la realidad. Aunque me inspiro en tales aportaciones, querría esforzarme por hacer algo distinto. Intentaré penetrar, a través de un procedimiento de desmontaje crítico, en las entrañas de los conceptos para indagar en qué medida sirven de base para la implementación de dispositivos de dominación. Porque ceñirse sólo a la historia nos llevaría a amoldar la verdad en las hormas del relato, mientras que lo que aquí me propongo nos mostrará hasta qué punto los hechos están condicionados por factores que guardan con el tiempo una relación contradictoria; así como, por otra parte, nos ayudará a comprender que la aversión hacia la enfermedad –y, por extensión, hacia el dolor y la muerte– se explica y justifica en franco interés de la dehiscencia histórica que ha querido concebir al sujeto a imagen y semejanza de un modelo que, obsesionado con el crecimiento desregulado y la aceleración, enmascara la finitud y la vulnerabilidad humana para vender una versión más consumible de nosotros mismos. Sólo de esta forma se antoja posible revertir el agobiante efecto de moralizar la enfermedad y, en un golpe de suerte, quizás hasta podamos quebrar el hechizo de la alienación que ha sobrecargado la experiencia de nuestros cuerpos con una noción castrada de la temporalidad humana, en la medida en que pretende disimular su destino orgánico.

Dada, entonces, la naturaleza del problema, será necesario compaginar ciertas estrategias metodológicas, tales como la fenomenología y la teoría crítica, si bien en el fondo intento recoger el estímulo de las investigaciones de un autor quizás injustamente olvidado; me refiero a José de Letamendi y Manjarrés (Barcelona, 1828-Madrid, 1897), un galeno y académico catalán cuya trayectoria intelectual desentonó un poco en el contexto de la medicina española del siglo XIX, ya que, según Ángel Ganivet, solía escribir como un filósofo hipocrático, cuando de su profesión se esperaba entonces la pompa de la prosa científica. Concretamente, busco recuperar y redimensionar una idea suya relativa a lo que podría tomarse como emblema de una fenomenología de la experiencia patológica, para vincularla a una crítica de la concepción moderna de la enfermedad.

Aludiendo evidentemente al problema, Letamendi escribió: «Existe un modo de vivir que ya no es salud y aún no es la muerte, y que por lo que influye […] no deja de tener nombre en toda lengua definida»[1], con lo cual llamaba la atención sobre la noción abstracta de enfermedad. Tal noción no contempla las enfermedades como especies reales, ni menos aún como hechos naturales efectivos, sino que busca captar aquello que las abarca virtualmente a todas en lo que poseen de común. Así, Letamendi quería saber no qué es la enfermedad, sino cómo se manifiesta al margen de cualquier convencionalismo sociocultural. Ello implica remitirse a la experiencia, término bajo el cual no caben las dicotomías al uso –se apagan en él los ecos de antiguos dualismos del tipo alma-cuerpo–, permitiéndonos así situarnos en un nivel fenomenológico de reflexión. Letamendi examina la prenoción vulgar de la ciencia, respecto de la cual son contingentes y progresivas cuantas definiciones haya del concepto de enfermedad. Por tanto, hay que apretar esa noción vulgar si lo que buscamos es mostrar cómo lo que primeramente comprendemos bajo el término de enfermedad no es en sí lo que pensamos o creemos que nos pasa, sino su forma, es decir, el orden impremeditado de su vivencia material.

La enfermedad es la nueva angustia, y como tal nos habla de un temor ancestral a estar solos. Porque nadie mejor que un enfermo sabe en qué consiste librar a solas una batalla contra la voluntad del cuerpo. Un cuerpo, dicho sea de paso, cuyos apetitos y cuidados han sido mercantilizados en un grado sin parangón histórico, lo que confirma que los sujetos tardomodernos lo reifican y perciben como un objeto configurable, como una superficie central de proyección de fantasías de inmunidad total[2]. Si la salud pública figuraba, pues, entre las bondades del proyecto de la modernidad, es evidente que los resultados no han sido sino objeto de una reelaboración neurótica, por cuanto la enfermedad ahora es rehén de una racionalidad piadosa que, cuando no la banaliza por efecto de sus beaterías, la demoniza bajo una moral fundada en criterios biopolíticos. Considero necesario arrancar a la enfermedad del pensamiento ingenuo, para evitar así que continúe siendo ensordecida por los ruidos del mundo. Tal vez por esa vía revaloraríamos aquellas palabras de Rodó según las cuales «un alma humana podría dar de sí misma más de lo que su conciencia cree y percibe, y mucho más de lo que su voluntad convierte en obra»[3]. Así, la enfermedad servirá para desempolvar ciertas convicciones acerca del potencial emancipatorio de la mitología, que, por ejemplo, nos invitarían a mirar la conditio humana en analogía con la de Proteo, dios de las múltiples metamorfosis, para quien incluso el colmillo que roe en lo hondo de su ser constituye un motivo más para luchar por otra figura.

[1] Utilizo la reproducción digital de la obra Plan de reforma de la Patología general y su clínica (1878), disponible en el sitio web de la Biblioteca Nacional de España.

[2] Véase H. Rosa, Resonancia. Una sociología de la relación con el mundo, Buenos Aires, Katz, 2019, p. 161.

[3] J. E. Rodó, Motivos de Proteo, Caracas, Fundación Biblioteca Ayacucho, 1993, p. 89.

La emancipación de los cuerpos

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