Читать книгу La leyenda de Laridia - Marcos Vázquez - Страница 12

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7. El Cuarto Dorado

Carlos les hizo señas para que lo siguieran. Se mantuvo a la misma profundidad y nadó hacia una de las paredes de la montaña. Gracias a la luz que emitía el calamar, en la roca se divisaba una mancha redonda y oscura.

Ellos nadaron tras él. Cuando llegaron descubrieron que la mancha era la entrada a un oscuro túnel que descendía abruptamente. El hombre ingresó por el orificio sin aminorar la marcha.

Martín no estaba muy convencido de que esa fuera la opción correcta. No sabía a qué profundidad se encontraban y no parecía que el túnel los llevara hacia la superficie, sino todo lo contrario. Dejó de nadar y se puso enfrente de Maite para evitar que avanzara. Quería examinar el resto de la cueva antes de tomar una decisión. Ella lo esquivó; temía perder de vista a Carlos.

Martín se molestó. Al parecer, a la muchacha no le gustaba que le dijeran lo que tenía que hacer. No le había hecho caso cuando le pidió que se quedara en la superficie, y ahora lo había ignorado por completo. Esa actitud irresponsable podría causarles problemas, pensó. Sin embargo, cuando se decidió a detenerla, fue demasiado tarde. Maite había desaparecido en la oscuridad. Se resignó y la siguió. Unos segundos más tarde, los tres nadaban dentro del túnel.

Carlos alumbró el camino con una linterna a prueba de agua que guardaba en un bolso atado a la espalda. Luego de un rato y debido a la gran profundidad, a Martín le empezaron a zumbar los oídos y le dolía la cabeza. Tenía la sensación de que cada vez se alejaban más de la cima de la montaña y se internaban en una gruta sin retorno.

Los tres sentían un gran cansancio. Llevaban más de media hora nadando debajo del agua. A pesar de que respiraban casi con normalidad, el oxígeno no parecía ser suficiente como para tolerar el desgaste físico al que se sometían.

En un momento dado, la luz de la linterna comenzó a hacerse difusa y una extraña luminosidad apareció frente a ellos. Maite les llamó la atención y señaló hacia arriba. Había un orificio que comunicaba con el exterior, o al menos eso parecía.

Los tres nadaron en esa dirección.

Martín se sintió aliviado al comprobar que, efectivamente, se trataba de una salida. Sin embargo, no se explicaba cómo podía ser que la superficie estuviera a tan corta distancia. Tenía la impresión de que, en la recorrida a través el túnel, habían descendido varios metros.

Una vez afuera, pasaron un buen rato expulsando el agua de los pulmones. No paraban de toser y de hacer arcadas.

Ya recuperada, Maite se dejó caer boca arriba en el suelo y quedó maravillada con lo que vio: no estaban en el exterior; habían ingresado a una pequeña habitación rodeada de paredes de color dorado, cuya intensidad subía y bajaba todo el tiempo, como si el cuarto palpitara a través de la luminosidad de los muros.

—¿Qué diablos es este maldito lugar? –rezongó Carlos.

Maite se incorporó y se dirigió al orificio por el que habían salido.

—Tenemos que continuar por el camino que veníamos –dijo.

Ellos la miraron desconcertados.

—¿Por qué? –la increpó Martín.

—Esta no es la salida, ni tampoco veo a mi padre.

Una vez que terminó la frase, sumergió la mitad del cuerpo y esperó a que los otros se le unieran.

Martín se abalanzó sobre ella y la sujetó por ambos brazos.

—¿Estás loca?

—¿Ves a tu abuelo aquí? –le respondió Maite con ironía–. ¿No? Yo tampoco.

—De acuerdo –trató de tranquilizarla–. Entiendo tu punto de vista, pero creo que llegó el momento de que nos sentemos a pensar un poco y planificar nuestro siguiente paso.

—¿Pensar en qué? Mi padre puede estar en peligro y tengo que ayudarlo, o quizás... –los ojos se le llenaron de lágrimas y no pudo terminar.

—¿No te parece extraño que los dos tengamos libretas que se complementan? –le preguntó Martín.

Carlos decidió que era tiempo de tomar partido en la discusión.

—Estoy de acuerdo con él. Creo que deberíamos intercambiar ideas. Si tenemos que retomar nuestro camino, lo haremos, pero razonar durante diez minutos no va a hacernos daño.

Hubo un silencio prolongado.

Maite sabía que Martín tenía razón respecto a las libretas. ¿Sería esa la clave para encontrar a su padre?

Carlos se le acercó y le extendió una mano para ayudarla a salir del agua. Maite lo ignoró. Salió por sus propios medios y se sentó en el suelo.

—Bien. Diez minutos. Ni uno más –miró a Martín y añadió–: Te escucho.

Él se ubicó junto a ella y sacó la libreta que guardaba en el bolsillo trasero del empapado pantalón.

—¿Puedo ver la tuya? –extendió una mano hacia ella.

—Aquí está –se la entregó–. Igual, no creo que sirva de nada –se encogió de hombros–. Supongo que el agua la estropeó.

Martín temió que Maite tuviera razón, pero al abrirlas, comprobó que las hojas estaban en perfecto estado y que el texto se leía con claridad. Cuando palpó con cuidado la consistencia de las hojas, descubrió por qué se habían conservado tan bien.

—¡Están plastificadas! –la voz le temblaba de la emoción–. ¡Tu padre y mi abuelo sabían que se mojarían!

Maite no supo qué decir. Le costaba asimilar lo que decía Martín.

Carlos estiró una mano en dirección a las libretas.

—¿Puedo verlas un momento?

A Martín le desagradaba la idea. Sin embargo, no encontró una forma amable de negarse. Después de todo, aquel hombre les había salvado la vida y estaba tan atrapado como ellos en esa loca aventura, así que accedió a entregarle una de las libretas.

—Gracias. Aprecio tu confianza.

Revisó todas las hojas.

—No entiendo una sola palabra de estos jeroglíficos –protestó.

—Es que para hacerlo, necesitas esta otra –el muchacho agitó la libreta que aún conservaba.

Carlos cerró el pequeño cuaderno y se lo devolvió.

—Haz lo tuyo. No te detengas, por favor –le pidió con tono amable.

Martín comparó hoja por hoja. Todas tenían garabatos incomprensibles a simple vista. Arrancó la segunda hoja de ambas, las unió una encima de la otra y las miró a trasluz. Enseguida apareció un texto que se leía con claridad:

Al caer dentro de la montaña, hay que nadar hacia el agujero que se encuentra en la pared oeste de la cueva. El agua es especial, posee el oxígeno suficiente como para respirar con normalidad.

¡CUIDADO!

¡No acercarse a ninguna luz! Son calamares gigantes. Seguir el túnel hasta encontrar la entrada al cuarto dorado.

Por allí se accede al bosque de Galas; solo ella puede abrir el camino hacia la gran ciudad escondida. Aquellos que demuestren ser dignos de su confianza lo lograrán.

Para ingresar al bosque habrá que descifrar la siguiente clave:

¿Cuál es la primera frase que el Sol le dice al mar, cuando se sumerge en su lecho al llegar el fin de cada día?

Ninguno de los tres habló al finalizar la lectura.

Martín bajó el papel y lo apoyó sobre las piernas. Estaba muy confundido. Parecía que Abu tenía todo preparado, pero no se lo había mostrado hasta la noche de la tormenta. ¿Cómo podía ser? ¿Por qué? ¿Para qué? Un torbellino de ideas lo torturaba. A Maite le sucedía algo similar. Cada uno poseía una libreta que se complementaba a la perfección con la del otro, pero hasta ese día ni siquiera se conocían. ¿Por qué nunca les habían contado nada? Era demasiado complicado como para adivinar las respuestas.

—¿Y bien? ¿Cuál es la clave? –Carlos rompió el silencio.

Maite y Martín se miraron. Ella fue la primera en responder.

—¿Qué te hace pensar que conocemos la respuesta?

—¡Vamos, compañeros! –el hombre sonrió con cierta ironía–. No hay que ser demasiado inteligente para darse cuenta de que, de alguna manera, ustedes son parte de todo esto. ¿O me equivoco? –esperó un par de segundos antes de continuar–. ¿Cuál es la primera frase que el Sol le dice al mar cuando se sumerge en su lecho al llegar el fin de cada día?

Martín no reaccionaba. Tenía la mirada perdida en los papeles que acababa de leer, pero su mente se encontraba muy lejos de ahí. ¿Sería posible que aquel juego que Abu y él repitieron tarde tras tarde, durante años, fuera la respuesta?

Cada verano, al llegar la hora de la puesta del sol, Abu lo llamaba para que se sentara junto a él y le contaba la misma historia.

—Ahí viene, Tin, ahí viene –le hablaba con ternura. Todo ocurría en el balcón de un pequeño departamento frente al mar–. ¿Puedes oírlo? –le preguntaba.

Al principio él contestaba que no, pero, con el paso del tiempo, se había convencido de que en verdad lo escuchaba.

—AMIN MON RAL –Abu lo repetía una y otra vez como si fuera una ceremonia religiosa–. Significa: “Permiso para entrar en tus dominios, Gran Señora” –le explicaba.

Sin darse cuenta, mientras recordaba, Martín comenzó a decir la frase en voz alta.

—AMIN MON...

No pudo terminarla, porque Maite lo hizo por él:

—...RAL –agregó.

Ambos se miraron sorprendidos.

—Permiso para entrar... –balbuceó ella.

—... en tus dominios, Gran Señora –terminó Martín.

Maite no daba crédito a lo que sucedía. Su padre y el abuelo del muchacho habían planificado hasta el último detalle. ¿Cuál sería el final del camino?

Martín miró las manos de Maite. Estaba temblando.Un fuerte grito los sobresaltó:

—¡AMIN MON RAL!

Era Carlos quien pronunciaba las palabras con fuerza, de un modo parecido al que en un ritual se invoca a los dioses.

—¡AMIN MON RAL! –una vez más.

La reacción del cuarto no se hizo esperar. Como si estuviese construido de hielo y un soplete gigantesco lo calentara sin piedad, las paredes empezaron a derretirse. La habitación desaparecía a una velocidad asombrosa.

El instinto de protección de Martín lo impulsó a abrazar a la muchacha.

Todo terminó más rápido de lo que esperaban. El dorado brillante que los rodeaba dio lugar a distintas tonalidades de verde. Frente a ellos, un tupido e interminable bosque apareció de la nada.


La leyenda de Laridia

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