Читать книгу Una casa llena de gente - Mariana Sández - Страница 15

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Las tapas del primer diario son de cartón grueso color beige. En el frente, un recuadro encierra la imagen de una mariposa con alas azules bordeadas de líneas marrones y salpicadas de puntos blancos. Al mover el cuaderno, se ven los efectos del tornasol y la hacen parecer real.

Con mi escritura de puño y letra, en tinta de birome negra, en los primeros dos cuadernos fui intercalando figuritas. Algunas despegadas todavía dan vuelta sueltas entre las páginas, con el adhesivo ya seco y ennegrecido. Muchas resistieron más de tres décadas. Otras dejaron la brillantina esparcida sobre la escritura como una arena. Hay cartas, fotos, entradas de espectáculos infantiles y tarjetas de conocidos celebrando tu nacimiento, tus cumpleaños, la aparición de los dientes, el gateo. Un mechón de pelo comprimido en un sobre. Dos en realidad: un sobre blanco chico con el primer mechón que te cortamos de bebé, y otro fucsia, más grande, que vos misma me encargaste guardar a los ocho años. Sabías que coleccionaba partículas de tu vida y quisiste hacer un aporte.

Doblado en cuatro está el póster de cartulina pintado a mano ―tu nombre levitando entre flores y corazones― que colgamos en la puerta de la clínica donde naciste. Hay pasajes de canciones o poemas para hacerte dormir; lo que medías, pesabas y calzabas en cada etapa; una enumeración de los dibujos animados que te gustaba ver; descripciones de tus juguetes con sus nombres; peluches que, de no leer mencionados, jamás recordarías. Te encontrarás frases que supuestamente inventabas o hasta te enterarás del modo en que deformabas algunas palabras: un tesauro de juguete. Listé los apodos que solía ponerte en las distintas épocas: contarás alrededor de una docena y ninguno perduró (una suerte, pensarás); las demás personas siguieron llamándote por tu nombre, a lo sumo por el diminutivo; solo yo era capaz de decirte Chalenca, Chaleta, Charola, Monita, Coleóptero, Memé.

—Mirá, tomá, para que sepas cómo eras de chiquita —diría cuando te lo diera a los doce o trece años, orgullosa por haber capturado, uno por uno, todos tus recuerdos.

Te veo en esa situación, sentada contra tu voluntad, con el cuerpo lánguido, la espalda englobada, la mano sosteniendo la cabeza, mordiéndote el labio, aburrida, queriendo hacerme entender que no te interesa seguir revolviendo en ese manojo inconexo de despedidas, efemérides, calendarios. El antídoto de mamá contra el olvido. No-te-in-te-re-sa. En plena abulia de pubertad, tratarías de complacerme pero estarías esperando el instante exacto de liberarte. Te leería fragmentos del cuaderno y volvería a contarte, minuciosa por infinitésima vez, cómo diste los primeros pasos en un cumpleaños atestado de chicos que corrían para abalanzarse sobre la piñata. Nadie te estaba observando, excepto, claro, yo, madre primeriza, sin poder dar crédito de lo que veía: por fin caminabas para llegar con la horda, en medio del griterío infantil, las muñecas regordetas en el aire, festejando, la cara rechoncha en una explosión de felicidad, aunque los pañales te impedían una carrera ágil, te habías parado sola… ¡Charo, Charola!

Hay una veintena de fotos y una ristra de videos.

¡Mamá…!

Mamá.

Otras veces lograría embelesarte con mi universo de imágenes, las verdaderas y las fabuladas. El pasado mitológico de tu mamá podía ser fascinante, tenía algo de ilógico, sensorial, que solo yo conseguía captar. Segura de retenerte con ese shock de añoranza, persistiría en contarte mis historias, porque momentos así no se dan todos los días.

Momentos así. Tenía razón.

Una casa llena de gente

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