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INTRODUCCIÓN


“Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el labrador. Todo pámpano que en mí no lleva fruto, lo quitará; y todo aquel que lleva fruto, lo limpiará, para que lleve más fruto. Ustedes ya están limpios, por la palabra que les he hablado. Permanezcan en mí, y yo en ustedes. Así como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco ustedes, si no permanecen en mí.” —Juan 15:1–4

EN DICIEMBRE DEL 2017, el obispo presidente de la Iglesia Episcopal, Michael Curry, invitó a un pequeño grupo de líderes de la iglesia para ayudarlo a pensar acerca de un asunto que lo estaba preocupando.

Nosotros en la Iglesia Episcopal hemos sido inspirados durante años por la predicación del Obispo Curry, incluso mucho antes de que su sermón en la boda real del Príncipe Harry y Meghan Markle catapultara su mensaje sobre el amor al escenario mundial. Desde su elección como nuestro obispo presidente en el 2015, él ha estado predicando y enseñando en todo el país, llamando a cada miembro de la Iglesia Episcopal a renovar nuestro compromiso con Jesús y con su mensaje de amor por el mundo. La energía alrededor del obispo presidente, tanto dentro como fuera de la Iglesia Episcopal, ha sido electrificante. El Obispo Presidente Curry solo quiere hablar de Jesús, el enviado de Dios, para mostrarnos a todos cómo vivir y amar. Él es, en esencia, un avivamiento en sí mismo. “La iglesia no es una institución”, nos recuerda cada vez que tiene una oportunidad, “la iglesia es un movimiento.” Cada vez que habla, nos sentimos animados en la Iglesia Episcopal. Pero, ¿qué significa esto exactamente?

En nuestro encuentro en diciembre del 2017, Michael Curry quiso hablar sobre una estrategia de evangelización. Aunque hay algunos ejemplos excelentes de vitalidad espiritual y crecimiento en algunas iglesias episcopales en el país, muchas de nuestras congregaciones están luchando simplemente por sobrevivir. Incluso cuando consideramos nuestras iglesias más fuertes, la tendencia al declive es clara. A pesar de la actual estatura pública del Obispo Curry, la mayoría del pueblo menor de cincuenta años en los Estados Unidos no tiene idea quiénes somos y cuáles son nuestras esperanzas más profundas con relación a nuestro mundo. Tristemente, para muchos el tesoro de la Iglesia Episcopal permanece escondido bajo las cestas de trigo del decaimiento institucional.

Por eso en aquella reunión oramos y nos preguntamos durante dos días cómo ser fieles a Jesús y a su movimiento de una mejor manera. ¿Qué más podría hacer el obispo presidente? ¿Qué podríamos hacer nosotros, no solo para asegurar la mera sobrevivencia de nuestras iglesias, sino para que estas puedan florecer como comunidades espirituales vibrantes y como testigos incansables del mensaje de amor de Jesús?

Parte del problema, nos decimos a nosotros mismos, es que los episcopales titubeamos a la hora de hablar sobre nuestra fe. Casi nunca invitamos a nuestros amigos y vecinos a que nos acompañen a la misa o a un pequeño encuentro grupal. Además, parece que estamos demasiado atados a nuestras preferencias en la adoración. Nos gusta pensar que las comunidades de fe son afectuosas, acogedoras, pero dado nuestro declive institucional, es poco probable que otros tengan esa experiencia de nosotros. En nuestro encuentro reconocimos que las tendencias de declive sugieren que la Iglesia Episcopal no es particularmente un testigo incansable del evangelio. Claramente necesitamos hacer más que intentarlo otra vez cuando se refiere a hacer que otros conozcan nuestra presencia y a ser más acogedores.

Después de horas de conversación, alguien en nuestro grupo le preguntó al obispo presidente qué le preocupaba más. “Me preocupa”, dijo tranquilamente el Obispo Presidente Curry, “que la mayoría de la gente en nuestras iglesias no conocen del amor incondicional de Dios. Sospecho que la razón por la que ellos dudan de hablar sobre Jesús es porque no lo conocen como su Señor y Salvador personal.” Él hizo una pausa. “¿Cómo podemos compartir lo que no tenemos?”

El salón se quedó en silencio. Me vi a mí misma pensando en algo que había leído poco tiempo antes sobre cómo los cristianos experimentaron al Espíritu Santo. El libro en el que lo leí, escrito por el pastor metodista Adam Hamilton, se trataba de los fundamentos de la fe cristiana:

Cuando hablamos del Espíritu Santo o del Espíritu de Dios, estamos hablando de la acción activa de Dios en nuestras vidas, de la forma en que Dios nos conduce, nos guía, nos forma; del poder y la presencia de Dios para consolarnos, darnos ánimo y hacernos el pueblo que Dios quiere que seamos. El Espíritu es la voz de Dios susurrando, buscándonos, llamándonos. Y al escuchar su voz y al ser formados por su poder, encontramos que nos convertimos auténticamente en seres humanos más llenos.1

Hamilton continúa:

Creo que muchos cristianos viven sus vidas deficientes del Espíritu, un poco como alguien que está privado de sueño, de alimentos o de oxígeno. A muchos cristianos no le han enseñado sobre el Espíritu y no han sido animados a encontrar la obra del Espíritu en sus vidas. Como resultado, nuestras vidas espirituales están un poco anémicas mientras intentamos vivir la vida cristiana con nuestro propio poder y sabiduría.2

Mientras escuchaba al obispo presidente hablar y al recordar las palabras de Adam Hamilton, fue como si Dios estuviera sosteniendo un espejo frente a mi rostro. Tuve entonces que reconocer personalmente y ante Dios que muchos días yo intento vivir y dirigir con mi propio poder y sabiduría. En alrededor de treinta años de liderazgo ordenado, mi posición más común es asumir que todo depende de mí. Intelectualmente, yo sé que eso no es el evangelio. Ni siquiera una sola vez Jesús dijo: “Todo depende de ti.” Por el contrario, él dijo cosas como: “Yo soy la vid y ustedes los pámpanos.” Él es la fuente de nuestra fortaleza. Nosotros somos las ramas, capaces solo de compartir lo que recibimos de él. Sin embargo, reconocerlo no es suficiente: como cristinos—y con seguridad como líder de otros cristianos—necesito recordatorios diarios y experiencias vívidas de una verdad fundamental: separada de Jesús no puedo hacer nada.

El obispo Curry nos dijo que él quería pasar los años que le quedaban como nuestro guía espiritual, ayudando a todas las personas a experimentar el amor de Dios revelado a nosotros en Jesús y a seguir a Jesús en ese camino del amor. Él quiere que la Iglesia Episcopal sea conocida por nuestro compromiso de seguir el camino del amor de Jesús. En ese momento fuimos unánimes en nuestro deseo sumarnos a esa tarea. Juntos soñamos lo que sería una regla de vida para la Iglesia Episcopal. Muy pronto, el círculo creció al incluir a los más dotados maestros, escritores y predicadores de la Iglesia Episcopal. De esta labor extraordinariamente rica y colaborativa nació el Camino del Amor: Prácticas para una vida centrada en Jesús.

Una regla espiritual de vida

El término “regla de vida” es simplemente un lenguaje religioso para algo que todos hacemos cuando decidimos dirigir intencionalmente nuestros esfuerzos hacia una meta mayor. El tipo de meta al que una regla de vida apunta no es un logro, sino una manera de ser en el mundo. Por ejemplo, en un espacio académico no es posible aprobar un examen estudiando furiosamente la noche antes, por lo que se entiende que para dominar una materia dada se requiere del estudio continuo en el tiempo. Una regla de vida significa seguir prácticas diarias que nos llevarán a ese dominio. En el campo de la salud física, aunque es posible perder peso con una dieta de inanición, una salud sostenida requiere hábitos diarios de salud y nutrición adecuada. Estos hábitos constituyen una regla de vida para nuestra salud. Similarmente, si queremos tener una relación saludable con el dinero, una regla financiera de vida implicaría adoptar un presupuesto y vivir ajustado a sus límites.

Una regla espiritual de vida abarca prácticas específicas que nos ayudan a prestar atención y a responder a la presencia de Dios. Es un esfuerzo consciente de nuestra parte de estar abiertos al amor de Dios en Jesús, de recibir ese amor y ofrecer amor a otros según hemos sido llamados. Si seguimos con el tiempo algunas prácticas espirituales fundamentales, ellas gradualmente formarán nuestro carácter y determinarán el curso de nuestras vidas.

El escritor Brian McLaren describe el poder de las prácticas espirituales de esta forma:

Las prácticas espirituales son aquellas acciones que dependen de nuestro poder, que nos ayudan a reducir la brecha entre el carácter que queremos tener y el carácter que realmente estamos desarrollando. Ellas tienen que ver con que podamos sobrevivir nuestros veintes, cuarentas u ochentas sin convertirnos en imbéciles en el proceso. Tienen que ver con no dejar que lo que nos sucede nos deforme o destruya. Tienen que ver con darnos cuenta que poseemos o acumulamos cosas que no tienen relación con quienes hemos llegado a ser o con quienes somos. Las practicas espirituales tienen que ver con la vida, con entrenarnos a nosotros mismos para convertirnos en el tipo de persona que tiene ojos y que verdaderamente ve, que tiene oídos y que verdaderamente escucha. Y por tanto, experimentamos no solo la sobrevivencia, sino la vida real y buena que vale la pena vivir.3

McLaren continúa diciendo que nuestro carácter—el tipo de persona que somos—determina cuánto de Dios podemos experimentar, e incluso, qué versión de Dios experimentamos. Por tanto, hay mucho en juego para nosotros aquí, ya que es a través de las prácticas espirituales que aprendemos a amar a Dios.4

La meta principal del Camino del Amor es que crezcamos en nuestro amor por Jesús mientras experimentamos su amor en nosotros. La segunda meta es crecer en nuestra capacidad para amar a otros como Jesús ama. El tipo de amor al que aspiramos no es un sentimiento que corre sobre nosotros, aun cuando ese sentimiento de amor pueda ser maravilloso. Por el contrario, ese amor es sostenido y a veces requiere un esfuerzo sacrificial. En palabras de Pablo, es un amor paciente y bondadoso; es un amor que no es arrogante, jactansioso y no se irrita; es un amor que todo lo cree, todo lo espera y todo lo soporta (1 Cor 13:1–13). Crecer en nuestra capacidad tanto de recibir como de ofrecer ese amor es un fruto de una vida conectada al amor de Jesús, como un pámpano a la vid. Las prácticas del Camino del Amor nos ayudan a estar conectados.

Si somos honestos, muchos de nosotros nos sentimos insuficientes con relación a las disciplinas de nuestra fe. Yo me siento así. Pero aquí hay algo para recordar sobre las prácticas espirituales: ellas no son labores trabajosas o ejercicios para mantenernos en forma espiritual. En palabras de la monja benedictina Joan Chittister: “Una relación con Dios no es algo que se logra.” Por el contrario, escribe ella: “Dios es una presencia a la cual podemos responder.” Tampoco es que la vida espiritual está separada del reto de nuestras vidas. Por el contrario, ella es “una forma de ser en el mundo que está abierta a Dios y a los demás.”5 Las prácticas espirituales nos ayudan a abrirnos a la presencia de Dios.

Las siete prácticas del Camino del Amor no son, en su mayor parte, gestos dramáticos, sino pasos pequeños que tomamos, cuyo impacto será sentido con el tiempo. Este tampoco es un programa diseñado explícitamente para arreglar los retos que enfrentamos como iglesia en declive institucional. No hay garantía de que podamos revertir la tendencia a la disminución de la membresía, ni siquiera si cada episcopal decide seguir el Camino del Amor. Pero por otra parte, si nunca nos relacionamos con estas prácticas o con otras como estas, quizás no tengamos una iglesia que valga la pena salvar. La iglesia no es un edificio, una institución o una pequeña comunidad desesperada por sobrevivir. La iglesia es, como al obispo presidente le gusta recordarnos, la reunión del pueblo que ha escuchado el llamado de seguir a Jesús en su camino de amor por el mundo, persona a persona, comunidad a comunidad.

Las siete prácticas

La primera práctica en una vida centrada en Jesús es cambiar—cambiar nuestra mirada, nuestra mente, nuestros pensamientos, nuestra atención hacia Jesús. Así de simple como suena, esta es la práctica fundacional ya que hace referencia a la primera decisión consciente que hacemos, o que debemos hacer, para ser un seguidor de Jesús. Cambiar también describe la decisión diaria de enfocar nuestra atención en Jesús, pidiendo por su guía y gracia.

La segunda práctica es aprender, comprometernos cada día a algún tipo de aprendizaje leyendo la Biblia o escuchando un material devocional enfocado en las enseñanzas de Jesús. Muchas veces el proceso de aprendizaje incluye un compromiso profundo a través de clases o estudio. Otras veces, es un encuentro pequeño y diario con fuentes de sabiduría e inspiración. Lo que más importa aquí no es la cantidad de lo que aprendemos, sino el compromiso constante de adquirir un poco de conocimiento cada día.

La tercera práctica es orar, la cual fluye naturalmente de la primera y segunda, aunque se sostiene por sí misma. Oramos todo el tiempo y en todo lugar. Yo me he dado cuenta que sentándome en el mismo lugar cada día, aunque sea por unos pocos minutos, tiene un impacto sencillo pero poderoso en mi vida. Este es un tiempo para ordenar y asentar mis pensamientos, así como el agua turbia se asienta en la tranquilidad y permite que emerja algo de claridad. Este es un tiempo para hablar a Dios con el corazón, frecuentemente con miradas y no con palabras. Y es también un tiempo para escuchar. Quizás no escuchamos nada en el silencio, pero podríamos. Y nunca escucharemos nada de Dios si no tomamos el tiempo para escuchar.

En términos de tiempo, podemos comprometernos a cambiar, a aprender y a orar cada día por al menos quince minutos cada día. Siempre podemos pasar más tiempo, pero el beneficio viene del hábito de separar un tiempo, no importa cuánto tiempo. Es mejor comenzar con poco.

La cuarta práctica, adorar, nos lleva de lo personal a lo colectivo. Seguir a Jesús es una tarea comunitaria y no podemos crecer en los caminos del amor por nosotros mismos. Somos alimentados en la fe a través de la adoración mientras oramos, cantamos juntos y nos abrimos a los misterios del sacramento. El teólogo Norman Wirzba escribió: “La iglesia es en su mejor momento como una escuela que entrena personas en el camino del amor, una escuela inusual que dura toda una vida y de la cual nunca nos graduamos realmente.”6 Somos aprendices unos de otros en la comunidad cristiana y juntos experimentamos la presencia de Cristo.

La quinta práctica, bendecir, nos hace salir de nosotros mismos y de la iglesia y nos coloca en el mundo que nos rodea. Bendecir, es decir, pronunciar palabras de bondad y afirmación, es la más amorosa y subestimada de las prácticas espirituales. El autor y poeta celta John O’Donohue describe el bendecir como una forma de arte perdida. “El mundo puede ser cruel y negativo”, escribe él, “pero si nos mantenemos siendo generosos y pacientes, la bondad se revelará inevitablemente. Algo profundo en el alma humana parece depender de la presencia de la bondad; algo instintivo en nosotros lo espera, y una vez que lo sentimos, somos capaces de confiar y abrirnos.”7 Cada día recibimos innumerables oportunidades para hablar con bondad en la vida de otra persona, de ofrecer una palabra de esperanza en tiempos de incertidumbre.

La sexta práctica, ir, es para muchos la práctica más desafiante. Esta es un llamado a cruzar las fronteras de nuestra familiaridad con vistas a comprender mejor la experiencia de los otros. El gran reformador de la justicia criminal de nuestro tiempo, Bryan Stevenson, habla de estar cerca del sufrimiento, de aproximarnos a aquellos que cargan la peor parte de las enfermedades de nuestra sociedad y de conocerlos como vecinos y amigos.8 Caminar el camino del amor requiere nuestra presencia en aquellos lugares donde el amor es más necesitado.

La práctica final, descansar, es otra con la que muchos tienen dificultades y puede ser la más contracultural en nuestro tiempo. Porque somos mortales, nuestras almas y cuerpos son restaurados a través del descanso. Descansar es recordar que no estamos solos y que todo no depende de nosotros. Podemos poner a un lado nuestras cargas y hacer espacio en nuestras vidas para la renovación y para cosas que nos dan gozo. Las escrituras nos enseñan que el sabbath no es algo que merecemos, sino más bien un derecho como hijos e hijas de Dios.

Siete parece ser un número desalentador de prácticas espirituales, y puede serlo si la meta es marcarlas como cumplidas cada día, como tareas de una lista espiritual de lo que nos falta por hacer. He encontrado útil reflexionar sobre las siete prácticas durante la semana, el mes, o incluso durante una temporada de mi vida. Podemos ser atraídos, por nuestro bien, a una temporada de aprendizaje ya que podemos sentir una fuerza interna que va más allá de nosotros de forma pequeña o significativa. Al principio, quizás te preguntes: ¿Cuáles de las siete prácticas son más fáciles para ti? ¿Con cuál de ellas pasas más trabajo? ¿Existe una que te habla con más urgencia, algo que tu vida necesita ahora mismo?

El propósito de estas prácticas intencionales es abrirnos a la experiencia de Jesús en nosotros. A menudo pensamos que la fe cristiana es una obligación o una lista de creencias que debemos cumplir. Existen obligaciones y creencias, pero si nos estancamos en ellas, podemos perder la visión o nunca experimentar lo que es más importante. La invitación de Jesús es a experimentar una relación amorosa y personal con Dios. No importa nuestras luchas y dudas, no importa nuestros pecados pasados o fallas constantes, siempre podemos confiar en nuestra relación con Dios. En Dios podemos encontrar refugio y tierra segura.

El Camino del Amor es un peregrinar de toda una vida. Es una forma de conocer a Dios mientras recibimos y compartimos el amor de Jesús siendo una bendición para el mundo. Deseo que experimentes algo de la luz de Dios y de su amor hacia ti al leer esta reflexión que sigue a continuación.


1. Adam, Hamilton, Creed: What Christians Believe and Why (Nashville: Abingdon Press, 2016), Kindle Edition, 965.

2. Ibid, 1066.

3. Brian McLaren, Finding our Way Again: The Return of the Ancient Practices (Nashville: Thomas Nelson, 2008), 14.

4. Ibid, 18.

5. Joan Chittister, O.S.B, The Rule of St. Benedict: Insights for the Ages (New York: Crossroad Publishing, 1992), 27.

6. Norman, Wirzba, Way of Love: Recovering the Heart of Christianity (New York: HarperCollins, 2016), 8.

7. John O’Donohue, To Bless the Space Between Us: A Book of Blessings (New York, Doubleday, 2008), 185.

8. Bryan Stevenson, Just Mercy: A Story of Justice and Redemption (New York: Spiegel & Grau, 2014), 14.

Recibiendo a Jesús

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