Читать книгу Juan Genovés - Mariano Navarro - Страница 8
Оглавлениеi
Los Genovés
“Guardo una impresión de mucho humo, y cosas blancas, que serían las enfermeras, y mucho jaleo. Mucho humo blanco, y no sé si túnicas. Tenía solo cuatro años. Recuerdo que íbamos a una fiesta o algo así. Luego mi hermano me lo aclaró, no íbamos a ninguna fiesta. Íbamos a la estación. Íbamos a ser niños de la guerra”.1
El hermano pequeño de Juan Genovés, Eduard, apenas conserva recuerdos de aquellos momentos angustiosos. Poco más definidos son los de Juan: “Gracias a mi madre. Mi padre la convenció de que el futuro estaba en la Unión Soviética. Mi padre lo creía de verdad. Mi padre era socialista, pero creía de verdad que el futuro estaba en la Unión Soviética. Y dijo: ‘allí se harán hombres’. […] Y estuvimos en el tren. Y, en el último momento, cuando ya iba a salir, mi madre subió [al vagón], nos cogió a los dos, nos bajó no sé cómo y dijo: ‘Lo que tenga que ser, que sea de todos’”.2
“¡Lo que nos pase que nos pase a todos juntos!”, corrige Eduard, “y nos quedamos”.
“Fíjate”, concluye Juan, con humor, “yo podía haber sido Genovisti, arquitecto o aeronáutico”.3
El miedo durante la Guerra Civil y la interminable dictadura marcó, según confesión propia, la vida y la obra de Juan Genovés. La solidaridad, un inquebrantable nudo familiar y un admirable sentido de la dignidad y del derecho a la libertad distinguieron, y distinguen, a quienes conformaron las familias de los Genovés Candel y conforman hoy la de los Genovés Parrondo.
De la primera conservamos únicamente los recuerdos personales de Juan y Eduard y algunas notas de familiares próximos, como su primo el escritor Paco Candel. De la segunda, el testimonio vivo de sus integrantes: Adela Parrondo y, lógicamente, Juan y sus tres hijos, Pablo, Silvia y Ana; aunados los cinco por varios denominadores comunes: su dedicación al arte, su independencia personal, lo cosmopolita de su espacio vital –Pablo conjuga estancias en España y Berlín; Silvia desarrolla su carrera desde su residencia en Barcelona, y Ana vive y trabaja desde hace años en Londres– y una conciencia política que, proveniente del padre de Juan, han heredado él mismo y quienes le rodean.
Pablo Genovés tiene actualmente cincuenta y ocho años y es el más conocido como artista de los tres hermanos. Con una larga trayectoria, primero como fotógrafo profesional y, desde finales de los años ochenta, como artista que se sirve principalmente del soporte fotográfico, mantiene un diálogo constante con la pintura. En su obra de los últimos años superpone dos o más imágenes de distinta procedencia y naturaleza, extraídas todas de viejas postales y fotografías en blanco y negro y, excepcionalmente, algo coloreadas. Lo que construye en cada imagen es una metáfora de la destrucción de la cultura, de sus signos y señas de poder e identidad.
Un juicio este del quebrantamiento, o la destrucción de la cultura, bien desde el ejercicio político, bien desde el desentendimiento social, que forma parte del ideario perpetuo de Juan Genovés.
Dos años menor que Pablo, Silvia es la más ecléctica en sus actividades artísticas, pues conjuga el teatro con la performance, la plástica, el vídeo, la joyería –un arte que, como veremos más adelante, practicó su padre– y la producción televisiva. Junto a su marido, Ramón Colomina –conocido como Tornasol en sus colaboraciones en la revista El Víbora–, su hija Lu Colomina, Paloma Unzueta y el hijo de esta, Nahuí Domínguez, integran el grupo teatral El Gusano Impasible.
Ana, la hermana más pequeña, nacida en 1969, es actualmente una reconocida escultora, aunque practica también la pintura y la fotografía, que ha desarrollado toda su carrera en Gran Bretaña. Licenciada en el Chelsea College of Art and Design y con un posgrado en la Slade School, en 2015 fue finalista del prestigioso premio de arte Max Mara para mujeres.
Reunidos en casa de Juan Genovés, conversamos con Adela Parrondo, Pablo, Silvia y Ana. “Mi familia no era nada artística”, comienza Adela. “Mis padres eran comerciantes, y lo del arte era más bien una rareza. Mi padre tenía negocios y quería gente para los negocios. Yo era hija única. En realidad, no tuve una infancia feliz. Fui bastante infeliz. Me influyeron en que me gustara el arte las profesoras del colegio. Muy buenas en dibujo, en filosofía, en arte… Yo, aunque me he dedicado a ella, lanzo un piropo a la enseñanza, porque mis profesoras hicieron mucho por mí. Decían: ‘Pues no se te da mal dibujar, podrías hacer Filosofía y Letras o arte’. Me decidí por la Escuela de Bellas Artes, animada por ellas. Me concedieron una beca y me matriculé en una escuela. La gente se preparaba allí, en un taller; no fui a Bellas Artes hasta después. Para mis padres, una rareza; me dejaban hacer lo que quería y confiaban en mí porque había sido muy estudiosa y había tenido muy buenas notas en bachillerato. Eran personas sin ninguna preparación intelectual, pero eran inteligentes”.
“Te dejaron hacer”, apostilla su hija Ana, “porque eras chica, que si hubieses sido hombre…”.
“Yo tenía facultades para el arte”, prosigue Adela, “pero no tenía el carácter necesario; esa fuerza de voluntad, esa decisión, ese sacrificarlo todo por una idea del trabajo. Mi afición al arte era muy fuerte: fue, y es, una de las cosas importantes de mi vida, pero no tenía esa vocación profesional. Hubiera podido seguir, y si te encuentras con una persona tan poderosa como Juan, con esa vocación, que tú entiendes y compartes, pues te metes en ello. Él, sin embargo, lo tenía muy claro”.
“Un artista es el espacio que tienes para ser artista”, explica Ana. “La vida no te da ese espacio; la vida la tiene que llevar otro, la mujer o… esa es la lucha continua que tenemos mis hermanos y yo. La vida te quita de tu espacio mental, que es una burbuja en la que te tienes que meter. Siempre tiene que haber otro que te ordene la vida, que se ocupe de la logística, de que haya comida, de que no tengas que ocuparte de esas cosas, porque esa es la manera en que puedes crear bien, y eso es muy difícil, esa es la batalla de todo artista. Juan tiene suerte, porque encontró a Adela, y Adela hizo eso. Son como un ying y un yang, al que no se le llama ying y yang, sino solo yang: Juan. Se llama a uno solo. Sobre todo, es esa ayuda; ella se la da y a nosotros también”.
“Mi vida con Juan tiene sus etapas”, afirma Adela. “Una primera de amor, sexo y entrega total por mi parte; luego, enseguida, llegaron los hijos, un poco por influencia de mis padres, que esperaban una hija reproductora. Los tuve porque quise, no me habrían podido obligar; siempre me han gustado los hijos, y a Juan también, pero estaba condicionada. Con la dedicación a ellos, Juan ya vivía un poco a su aire. Hacía viajes solo, exposiciones fuera; a veces estaba todo un mes fuera, y tuvimos una época de separación física por el trabajo.
”Hemos atravesado también situaciones económicas terribles, porque lo de la pintura es una aventura. Tan pronto se vendía toda una exposición como solo uno o dos cuadros, y luego nada, un año o dos sin vender. Cuando los hijos eran ya un poco mayorcitos, me planteé hacer una oposición para enseñanza. Regresábamos de Londres y en el barco viajaba también una amiga, con la que había estudiado Bellas Artes, y sus hermanas, que la intentaban convencer de que hiciera oposiciones porque había plazas de dibujo. Yo lo oí y me animé. Al volver, nos organizamos: cogimos a una chica para ayudar en la casa, yo hice las oposiciones a Instituto de Enseñanza Media, las saqué y estuve trece años trabajando. Cuando todos los meses me llegaba el sueldo, nos quedábamos admirados; eran sueldos bajos, pero era una maravilla. Yo trabajaba mucho y estábamos distanciados porque estaba volcada del todo en la enseñanza, que me gustaba muchísimo. Empecé en el instituto de Villacañas, en la provincia de Toledo, y pasaba días sin estar en casa. A Juan no le interesaba mi trabajo, incluso yo le daba la tabarra con mis problemas. Pedí traslado a un instituto más cercano, en Madrid, por el paseo de Extremadura, un barrio muy popular, con chavales de clase humilde. El último trabajo fue en el instituto de Pozuelo de Alarcón, de clase media. Fui pasando de clase social… En el instituto estábamos divididos los de derechas y los de izquierdas, con CCOO, que ayudaban mucho, porque si querías protestar por algo lo hacían los de Comisiones. Te haces amiga de los tres o cuatro de izquierdas, y los demás, enemigos, aunque convivíamos. Al final estaba quemadísima, volvía rendida, me lo tomaba muy en serio; son muchos alumnos y corregir en casa es muy complicado. Estaba harta”.
Adela cambia de tercio: “Hubo otra época, en la que nos unió mucho la política, la lucha contra la dictadura. Juan venía hecho políticamente de su familia, de tradición socialista. Yo no, mi familia nada”. Y continúa: “No trabajé nunca directamente en el Partido Comunista. Fui al Club de Amigos de la UNESCO, en Tirso de Molina. Tuve mucha actividad. Llevaba la biblioteca, daba charlas y defendíamos los derechos humanos. Repartíamos prospectos en la calle; eran nuestro catecismo. Me detuvieron por repartir, pero me soltaron enseguida. Me detuvieron en un sitio en la calle Arenal, adonde iban los profesores a realizar alguna gestión burocrática. Y allí los repartíamos, y en los tranvías y autobuses, y en el metro. Como me dijo un amigo: ‘Vais como catequistas de Acción Católica’. Lo debía hacer, por lo visto, con mucha formalidad. Juan trabajaba a otros niveles”.
Pablo toma la palabra: “Tengo una anécdota que nos pasaba a Silvia y a mí; a Ana, menos. En casa el teléfono estaba sonando siempre, y mis padres nos decían que teníamos que contestar: ‘No, no, mis padres están de viaje’. Siempre nos repetían: ‘Decid que estamos de viaje y que no sabéis cuándo volveremos’, lo hicimos así años y años”.
“Recuerdo las reuniones, las fiestas del partido, el dogmatismo”, evoca Ana. “No había nadie, yo era la más pequeña, estaba sola. Tenía unos ocho años, Adela se iba a trabajar y Juan, en el estudio, y yo sola en casa; y mis hermanos ya mayores: Pablo, con dieciocho, y Silvia, con dieciséis, iban por su cuenta… Estaba sola. Recuerdo la utopía y el dogmatismo del comunismo. La pared de la cocina, llena de eslóganes escritos a mano; cuando se te ocurría un eslogan, lo apuntabas. O, por ejemplo, nos decían: ‘aprende la palabra solidaridad’. Todo era así. Para mí fueron los años de la explosión de una ilusión. Se podían decir cosas. Eso sí, no podía decir en el colegio que era comunista. Una euforia que, si lo piensas, es otro tipo de dogma. Porque había también cosas que no podías hacer o que tenías que hacer de una manera; es otra forma de marcar límites”.
“Yo he perdido esa fe en la política”, afirma Adela. “Me he vuelto muy escéptica. Sigo sosteniendo los principios de los derechos humanos, sigo creyendo en la lucha de clases, pero soy escéptica”.
“En nuestra familia siempre late esa idea de la utopía”, explica Ana. “Aunque ya no seamos comunistas, no sabemos qué somos… Veo que se mantiene esa ilusión de que hay otra manera de hacer, otro sitio que levantar, y eso está siempre subyacente a todos nosotros. No sabes muy bien cómo llegar a esa manera, parece un poco lejana, y acabas no haciendo nada porque ¿qué haces en el día a día? No soy activista, pero tengo esa preocupación política, ese acoger la utopía; incluso aunque no quiera, lo noto. Pero, como Adela, yo también estoy un poco desilusionada, incluso con el arte. ¿Qué significa el arte para la sociedad? ¿Qué función cumple? Me preocupa que parezca que el arte pone aceite en el engranaje capitalista. Soy escéptica ante los partidos organizados, aunque no quisiera serlo; quisiera tener una dirección por la que luchar, pero no la encuentro ni en el arte ni en mis ideas políticas. Estoy en un momento difícil, como todos, creo. La democracia se ha convertido en algo que no se reconoce, y estamos todos como preguntándonos ¿qué hacemos?”.
Silvia coincide con su hermana: “Tiene razón Ana, es así. Tenemos en nuestra mente el chip ‘utopía’, quizá por eso somos tan críticos; siempre podemos imaginar un mundo más justo y mejor”.
“Juan, por un lado, tiene una gran seguridad en sí mismo, aplastante, pero, inconscientemente, tiene una sensación de que ese mundo…”. Pablo no concluye la frase, pero continúa: “Se ve con la responsabilidad de cumplir su utopía. Ha sido muy utópico. Recuerdo, por ejemplo, que éramos una familia muy democrática en la que se votaba todo. Cuando yo era pequeño, teníamos una prima que nos ayudaba en casa, pero las cosas de la casa las hacíamos por turnos, votábamos a ver quién va a hacer esto… Todo era democracia, desde los cinco años. ‘Estos niños tienen que aprender democracia’, repetía Juan. Esa utopía de la democracia, de creer en un ser humano diferente, que mis padres tenían como ideal, era lo que les movía en la vida. Casi puedo decir que mi madre estaba más desaparecida que mi padre. Empezó a militar en el Club de Amigos de la UNESCO y se iba allí todas las tardes. Yo venía del cole y mi madre nunca estaba en casa. Esa fue una época dorada: había dinero, mi padre estaba siempre trabajando, siempre con la idea de ‘voy a poner mi arte al servicio de esa utopía’”.
“La triste realidad es que el artista, si quiere sobrevivir, tiene que aceptar la monarquía, la Iglesia y el capital, porque ¿de qué sobrevive, si los pobres no pueden pagar lo que vale el arte? Ahí está el conflicto del artista, lo más que puede conseguir es hacer algo que les ponga en cuestión”, concluye Adela.
“Toda la familia hemos sido muy peculiares”, tercia Pablo, que regresa a sus recuerdos: “Siempre me he sentido muy rarito: vestía diferente, hacía cosas diferentes, mis amigos en el cole eran todos de derechas y yo no encajaba ahí. La sensación de ser extraño la he tenido siempre. La Aravaca de los años sesenta no tenía nada que ver con la de ahora; era todo campo, no había vallas. La pusieron de moda los artistas: Mompó se vino a vivir aquí, Molezún, José Luis Sánchez… Hasta los diecisiete años no viví en Madrid. Antes, nos fuimos más de un año a Londres. La gente venía a casa y era como ir a un lugar en libertad. Todos los niños del barrio, muy reprimidos por familias clásicas, venían aquí a jugar…. El recuerdo que tengo de Juan es el de alguien trabajando siempre en el estudio. Un sitio prohibido, en el que a veces nos colábamos. Pero él bajaba continuamente y jugaba con nosotros; era un padre muy presente”.
Silvia certifica las palabras de Pablo: “Sí, lo de raritos es completamente así. Teníamos que callar ciertas cosas en el colegio, porque así nos lo habían advertido Juan y Adela, pero lo que más raritos nos hacía era no tener normas autoritarias en casa. Podíamos volver a la hora que quisiéramos e ir adonde nos diera la gana. Mis padres se fiaban de nosotros, tenían confianza en que sabríamos vivir y nos dejaban vivir, nos decían sus ideas y discutían si no estaban de acuerdo, pero nunca nos las imponían. Éramos muy libres, mucho.
”Recuerdo que decidíamos la organización de la casa en reuniones, lo que cada uno tenía que hacer para mantener la casa limpia, las reglas de respeto y de comportamiento y esas cosas… Pero era la teoría, luego, en la práctica se empezaba a disolver lo decidido y todo se iba hacia quién sabe dónde. Recuerdo mi niñez muy libre. Mis padres siempre nos respetaron, siempre estuvieron interesados en nuestras ideas y en nuestro punto de vista. Hubo épocas distintas, lo que recuerda Ana de que se quedaba sola fue porque nos hicimos Pablo y yo mayores, yo me fui a estudiar a Barcelona, mi hermano trabajaba, mi madre también y, entonces, ella notó mucho el vacío porque aún era pequeñita… Antes habíamos estado todos muy unidos. Fueron épocas, pero, en general, hubo muchísima confianza entre todos; éramos como amigos”.
“Mi padre era, y es, muy extrovertido. Un poco incómodo, un poco gritón, con mucha personalidad, muy seductor, también con los niños; siempre tenía algo que contar”, comenta Pablo, y añade: “Era expansivo, agotador, de esas personas que no paran, siempre trabajando, siempre haciendo algo. Pero, a la vez, tenía un mundo interior muy intenso, muy cerrado. Era muy contradictorio. Por un lado, era el padre estrella, era culto; no diría que posee una cultura académica, sino más bien leída y vivida. Después, había otro Juan: el del dramatismo; era un Juan que nunca se mostraba, pero que yo siempre tuve la sensación de que existía de puertas para adentro. No en la relación con mi madre; ellos han sido casi la misma persona, siempre, siempre juntos. Eso nos daba a los hijos mucha seguridad. Aunque ser hijo de alguien tan grande es duro, has de buscar tu sitio. Tuve desde muy niño consciencia de la importancia de mi padre, porque mi infancia coincide con su época dorada. Recuerdo ir al cole, con seis años; los compañeros hablaban de tu padre y te sentías raro”.
“Sí, mi padre es el sol”, añade Silvia. “Está lleno de vida, de ilusión y de marcha, tiene un camino y va contento por él. […] Mi padre disfruta de su tiempo y está dedicado solo al trabajo, es lo principal de su existencia. Quizá sí hubo un tiempo en que tuvimos que alejarnos unos de otros para encontrarnos a nosotros mismos; puede ser. Ahora las cosas las ve una de distinto modo, te empiezan a necesitar más”.
“Siempre me he posicionado como la pequeña”, sostiene Ana, “porque tenía por encima a cuatro portentos. Adela, parece que no, pero, de manera distinta a Juan, es una persona muy fuerte. Juan es ‘soy el más grande’, y Pablo es muy fuerte, más calladito, pero fuerte. Silvia es como Juan. Yo a los diecisiete tenía un agobio que no podía ni respirar. Gracias a mi madre, me fui a Londres a estudiar arte, porque mi padre decía: ‘No sabemos si se le da bien…’. Mi padre solo se ve a él. Eso sí, siempre nos anima a dar nuestra opinión, siempre nos da voz, nos da el poder de decir. Pero siempre está muy ensimismado. Irme fue maravilloso, porque me liberé de estos cuatro, que me pesaban, sobre todo, Juan, porque si quieres ser artista, tenerle a él ahí…”.
“Yo nunca he sentido el peso de ninguna losa, esa presión de la que habla Ana. Quizá es más la responsabilidad de sentirse uno pleno. Quizá, ahí sí está mi padre como comparación. Ser feliz como él, quizá sea esa la mayor presión”.
“A medida que he visto que mis hijos eran tan capaces, artistas, todos con mucho sentido y amor al arte, y que le apoyaban tanto, yo me he ido retirando”, confiesa Adela. “Ha supuesto un gran cambio, incluso en nuestra relación, porque al hacerme mayor me he ido apartando bastante del trabajo diario de Juan y han ido tomando mi espacio los hijos. Ahora lo que sostiene intelectualmente a la familia son los hijos. Conmigo solo no creo que Juan hubiese podido trabajar tanto, y exponer tanto, y hacer tanta cosa. Tampoco me ha gustado mucho ir por el mundo de mujer del artista, de ir siempre de florero. Hubo una época, cuando empezó a trabajar con la galería Marlborough, en la que le acompañaba a ver al director de la galería y a las exposiciones”.
“Conservo una foto muy bonita de mi madre, en la inauguración de una exposición en Nueva York, creo que en los años setenta. Está sentada sola en un silloncito, vestida muy moderna, con los cuadros de Juan detrás, y está como esperando. Es una foto preciosa”, comenta Ana.
“Nosotros nos empezamos a interesar por el arte desde niños”, sigue Pablo. “Recuerdo un viaje a la Documenta de Kassel de 1972, la Documenta 5, la de Beuys, que era entonces, y ahora, el certamen que marcaba la hora del arte contemporáneo. Juan dijo: ‘Tengo este cheque’, que no era mucho, no daba para hoteles ni lujos. Fuimos en tienda de campaña los cuatro: mi padre, mi madre, Silvia y yo, y dimos una vuelta a Europa. Recuerdo un día que dormimos al borde de la autopista, como gitanos del arte. Cada cuatro días cogíamos un hotel y los restantes dormíamos donde podíamos”.
“Los tres hermanos salimos habilidosos con el lenguaje visual”, afirma Silvia. “No hacemos pintura en concreto ninguno de los tres, pero hoy en día el arte ya no tiene una especialización tan determinada, puedes hacer pintura en un show teatral e inventar las palabras que dice un personaje disfrazado con un traje escultura. Yo me disfrazo mucho, siempre me ha gustado y trabajo en teatro o vídeo, pero siempre en lo visual. Me interesa lo que se expresa con las imágenes. También hago joyería… Mis padres quizá no estaban interesados en que fuéramos artistas, pero hicieron todo lo posible para que no supiéramos ser otra cosa”, concluye, y rompe a reír.
Ana coincide con las palabras de Silvia: “Yo, desde el principio, solo he sabido hacer arte porque estudiar no se me daba bien. El colegio no me gustaba nada; no soy académica. Volvía a casa y Juan decía: ‘Pero ¿por qué te mandan hacer eso? Eso es una tontería’. Adela, en cambio: ‘Hay que estudiar’, e insistía: ‘Hay que sacarse el título’. Pero no había manera… Yo veía las dos posibilidades, y pensaba: ‘Lo que hace mi padre es más divertido’. En su estudio aprendí técnicas y cosas, aprendí mucho. Me encantaba, pero cuando era mayorcita. De pequeña no, porque armabas líos. Lo normal para nosotros era lo del arte, lo raro para mí era el colegio. Luego, mis amigos no eran del mundo del arte y te das cuenta de que el raro eres tú”.
Es Ana, quien, casi al término de la charla, brinda otra afirmación definitoria de las relaciones internas de la familia: “Llega un momento en que la fama es ridícula. Hay personas que son mitómanas. A veces producen una sensación rara. La misión de mi hermana y mía, más que de Adela y Pablo, es bajar a Juan del pedestal donde le pone la gente. Somos las críticas. A veces vuelve de cualquier evento a los que asiste demasiado crecido, y tiene la capacidad de escucharnos y de darse cuenta; lo sabe, pero hay que recordárselo”.
“Sí, siempre hemos hecho eso: criticar”, coincide Silvia. “Es la especialidad de la familia Genovés, pero han de ser críticas para mejorar lo que tenemos delante y, a la vez, ¡hay que ser fuerte para resistirlas y que no te tumben, eh!”. Y vuelve a sus risas.
“Juan piensa que es una suerte tener estos hijos, porque le hablan con honestidad, no como otras personas. Son muy críticos, y le ayudan en eso”, concluye Adela.
Para llegar a este punto, para que las cosas sean como son en los días en que redactamos estas páginas, hubieron de pasar muchos sucesos, muchos dolores y fatigas, que se iniciaron hace más de ochenta años. Vayamos, pues, al principio.
Juan Genovés Candel nació el 30 de mayo de 1930 en Valencia, en una muy modesta casa en la calle Finlandia, n.º 17,4 en un barrio a las afueras, próximo a la desaparecida estación ferroviaria de Aragón, a algunos cuarteles militares, al Estadio de Mestalla, a la Huerta y al mar.
Vino al mundo en los momentos más duros de la Gran Depresión norteamericana y la crisis económica europea, semillero de los totalitarismos que arrasaron el continente. En España, esos años de 1930 y 1931 fueron los de la “dictablanda” del general Dámaso Berenguer, que sucedía a la dictadura de otro general, Primo de Rivera –fallecido en marzo de 1930–, y también los últimos del reinado de Alfonso XIII. Como curiosidad, sabiendo la afición del artista por el fútbol, aquel fue también el año en que se disputó el primer Mundial, celebrado en Uruguay, que ganó la selección de ese país.
Su padre, Juan Genovés Cubells, era un artesano, grabador de metales y pintor decorador de muebles; su madre, María Candel Muñoz. La familia paterna era una familia obrera: el padre trabajaba en una fábrica de muebles y su abuelo, Vicente, en un aserradero; los ocho hermanos del padre trabajaban todos en la madera y tenían una muy definida posición política, en la izquierda y, más concretamente, en el PSOE. La familia materna es de origen campesino. Su madre era la más pequeña de seis hermanos, trabajadora en el servicio doméstico hasta que se casó y, paradoja entonces común, de fuertes convicciones religiosas que ocultaba a la familia de su marido.
Al proclamarse la República, Juan Genovés padre, en su júbilo, quiso sacar a la calle a su pequeño de apenas un año, para que, en sus propias palabras, “viese la alegría de los trabajadores”. La madre, horrorizada ante la amenaza de la quema de iglesias, se lo impidió. No pudo convencerlo, sin embargo, de que no diese clases en la Casa del Pueblo, a la que acudía casi todos los días tras el trabajo a impartir a los obreros clases gratuitas de cultura general y de dibujo. No le arredraron siquiera las primeras dificultades económicas que empezó a sufrir la familia, ni las quejas de María, que no entendía por qué trabajaba gratis.
El matrimonio tuvo otros dos hijos: Eduard, nacido en 1933, con ciertos problemas de salud –el propio Juan padece de sonambulismo desde la niñez–, y Palmira, nacida en 1938, en plena Guerra Civil.
Entre sus primeros recuerdos, Genovés escribió en un cuaderno de notas: “el álbum ‘precioso’ de colores, los cromos de chocolate Nestlé, el osito amarillo con funcionamiento de cierta música al apretar la tripa. Riñas de perros observadas desde el balcón. Multitud, apreturas observadas desde dentro y arriba de los hombros de su padre (¿entierro del escritor Blasco Ibáñez?). Grecas de colores en las baldosas del suelo, a través de un pasillo larguísimo, interminable (cinco metros en realidad)”.
En un manuscrito relativamente reciente, Genovés ha recogido algunas notas autobiográficas, que tienen, a nuestro modo de ver, mucho interés tanto por lo que suponen de indagación en la memoria propia y de revelador de ciertos momentos cruciales de su infancia como por su indudable calidad literaria.
Así, apunta un primer recuerdo infantil en el que se revela su germinal mirada de pintor:
La luz resbalando por los azulejos, muy brillantes, del suelo producía un contraluz deslumbrador desde el fondo del pasillo, largo y obscuro. En la penumbra de aquel corredor el reflejo brillaba por contraste muy potente. La claridad reflejada venía a mí como un primer término, dejando el resto del espacio en su lobreguez y su misterio.
Quizá sea este uno de los primeros recuerdos que me vienen a la cabeza, aquello lo observaba y razonaba (quizá gateando por el suelo) con mente de pintor. ¿Es posible que entonces fuera así o quizá la memoria lo enmascara y lo traduce con mi pensamiento actual? (¿o tal vez fuese como lo recuerdo ahora?). Quizá los niños no sean tan simples como creemos los adultos, el hecho de no poder expresarse con palabras no quiere decir que no reflexionen con mucha mayor profundidad de la que nos imaginamos.
Mi hermano Eduardo nació tres años después que yo y en estos recuerdos que estoy intentando reflejar aquí, aún no había nacido, luego yo tenía menos de esa edad. Distingo muy bien, en mi memoria, cuando estaba solo en ese mundo de niños y cuando vino la compañía de mi hermano. Es una sensación especial que no puedo describir pero que tengo presente. No sé hasta dónde se podrían describir con palabras estas sensaciones tan sutiles. Siento mi limitación para expresarme. Los recuerdos están envueltos en aromas y en sonidos dentro de otra dimensión y soy incapaz de llegar hasta ahí con la palabra escrita, no soy un escritor y me he metido en este lío laberíntico literario. Todo es tan subjetivo. Creo que las palabras estarían a un 50% del pensamiento ideal del escritor, la otra mitad le corresponde al lector que puede leer entre líneas lo que su imaginación pueda sugerirle sobre lo que está escrito. Me consuela que como lector puedo también percibir estas limitaciones hasta en los grandes profesionales de la escritura. […]
Aquel pasillo está unido a mis primeras sensaciones. A un lado una larga pared, sin puertas, al otro todo eran puertas, tres o cuatro, entre las que estaba el terror del ‘cuarto obscuro’ en el que no me acuerdo que me hubiesen encerrado nunca, pero al menos sí me debieron de amenazar más de una vez con hacerlo, estaba más tranquilo cuando lo veía con la puerta cerrada. De arriba abajo de aquel corredor debí organizar mis incursiones con pasos vacilantes o a gatas, con mis trastos, juguetes y pelotas todo el día. Al fondo del mismo clareaban los cristales translúcidos de la puerta del dormitorio de mis padres y al otro lado, de espaldas adonde me estoy situando con la memoria, estaba el comedor. Recuerdo la sólida mesa grande, vista corrientemente (para mí entonces) desde el suelo y debajo de ella, los remaches de madera pegados toscamente como piezas agregadas y fijadas con enormes tornillos, la calidad de la madera desnuda con las cabezas de los tornillos. La mesa, vista por fuera, brillante de pulimento o lacado y, mirada desde abajo, la de los toscos tornillos. La chapuza interior. El revés del mundo, lo que se supone que nadie ve. A mí me impresiona esto. ¿Es posible a los tres años? Es como lo recuerdo, debajo de esta mesa también me hacía pensar mi osito amarillo, lo recuerdo de aspecto peculiar sobre todo con la característica de su tripa verdaderamente inquietante, allí se hacía notar como un óvalo rígido que no correspondía con su anatomía ni por su forma, ni su tacto, pues se trataba de un cuerpo duro, posiblemente de madera, con el borde ancho, cubierto por el peluche. Cuando se apretaba aquella protuberancia, sonaba una musiquilla, pero se debía seguir todo el tiempo con apretoncitos sucesivos para que el suceso tuviera continuación y poder oírla entonces hasta el final, lo cual era un fastidio. Mi obsesión por escrudiñar de una vez el mecanismo interior no tenía límites, pero era cobarde, no me atrevía a romperlo. Me contaron que al fin lo hice, pero es curioso, de esto no me acuerdo, a pesar de que debió de ser un hecho transcendente de una felicidad maravillosa, ¡qué ingrata memoria!
Deslumbrante, literaria y emocionalmente, es el retrato que traza de su padre:
Un auténtico reto tratar de desentrañar el recuerdo de un ser tan entrañable que conocí y pude desconocer durante tantos años. Que he visto envejecer hasta su desaparición, en tantos y tantos momentos diferentes; en ocasiones tan diversas, íntimas, cotidianas y también extraordinarias. Dudo. Quizá el sistema de ‘representación’ sería narrar momentos que se repetían como calcos. Describir su monotonía, costumbres rutinarias. Silencioso y contenido, aunque de tiempo en tiempo tenía sus catarsis e intentaba romper y cambiar su pequeño y limitado mundo. Como un canario poniendo orden en su jaula. De pronto cambiaba la posición de todas las cosas de la pequeña habitación llamada ‘sala’ (su jaula), que le pertenecía solo en parte. Disponía de una mesa llamada escribanía con dos amplios cajones cerrados con llave y un flexo con la luz, la silla de madera cuadrada en forma de cuatro, la librería y encima de ella la radio. Arriba de esta librería (una simple estantería), en lo alto sobre la pared: el reloj con su fuerte tictac y sus horas sonoras de campanadas rotundas las veinticuatro horas que oía toda la vecindad. A este reloj le daba cuerda dando vueltas con una llave como una ceremonia religiosa todos los sábados por la mañana. Se subía a su silla después de poner un paño para no ensuciarla y empinado de pie: rac, rac…, crujía la llave a cada vuelta. ‘Está el papá dando cuerda al reloj’. Sobre la pared había, además, tres cuadros, dos alargados en tonos azules, de temas griegos clásicos y la ‘mora’. En el suelo una papelera de alambre. De la misma habitación no le pertenecían la mesa camilla, tres sillas más y las macetas del balconcillo, que eran propiedad materna, así como el resto de la casa. Nunca se cambiaba nada de sitio, salvo cuando a mi padre le entraba ‘la catarsis’ (cada dos o tres meses). Nos levantábamos por la mañana, una revolución total, todas las cosas cambiadas de sitio, excepto el reloj, que era inmutable. Me maravillaba su derroche de imaginación para colocar de otra manera sus cuatro cosas. Él se sentía orgulloso y nosotros asombrados con cierta admiración. Se ponía a silbar música de zarzuela (silbaba muy bien) o a canturrear (también lo hacía muy bien) piezas de operetas decimonónicas que entonaba a media voz. Sin molestar, sin imponer, mantenía sus rutinas imperturbables, sorteaba las puyas de mi madre, siempre provocativas hasta cierto punto, cuidadosa de no pasarse, él seguía la vida como un barco de vela con discreción pero con su rumbo.
Era un aristócrata de izquierdas hasta la médula en su pensamiento y elitista en sus hechos. Su pequeño y solitario mundo le separaba del entorno social en que vivíamos. Nunca le vi tratar con la gente del barrio, se escurría siempre con algún comentario gracioso de todos con lo que se encontraba, tenía mucho ingenio para el humor zumbón valenciano. No le vi jamás entrar en el bar y alternar con nadie. En el taller se llevaba bien con todos, pero aislado, solitario, sin drama, con elegancia. Diplomático, con enorme sentido común esquivaba las ocasiones que pudieran comprometerle con algo que pudiera estorbarle en sus rutinas que le ocupaban todas las horas de día.
Claro está que no le conocí en su juventud, ‘sus años de gloria’, solo por referencias. Él contaba sus aventuras de joven de tal manera que no me creía nada. Me daba cuenta de sus exageraciones, era como si hablara de otra persona. Quizá la persona que le hubiera gustado ser. Todo eran éxitos y felicidad en sus relatos. Eso sí, no le cogí en ninguna mentira, las anécdotas las contaba siempre igual a través de los años, siempre fiel a sus mitos. Su juventud era su mito, y Valencia y sus grandes hombres: Sorolla, Benlliure y Blasco Ibáñez, su trinidad. Aparte de ellos, Pablo Iglesias y Charles Darwin (La selección de las especies, su biblia). Estaba también Víctor Hugo, que tenía que haber sido valenciano. Qué pena, una desgraciada mutación de la naturaleza.
Con la religión parece que no tuvo ningún problema. Simplemente, no era. No criticaba, no opinaba. A mi pregunta de niño: ‘¿Existe Dios?’, respondía: ‘Unos dicen que sí, otros que no. Tú verás, piénsatelo’. ‘Pero ¿y tú crees?’, insistía yo. ‘Por ahora creo que no’, respondía con su calma habitual.
En otro momento de nuestras entrevistas, el pintor evoca sus primeros contactos con lo que denomina “la pintura viva”: “Mi padre trabajaba en el taller de su hermano Vicente. Era un taller mediano, con unos diez o doce operarios. Eran como una familia, y estaba a dos pasos de mi casa. Fabricaban muebles infantiles plegables, desmontables, cunitas que se plegaban y se podían guardar cuando no se usaban, parquecitos, mesitas, sillitas, todo de madera y algunos artilugios metálicos, que también fabricaban ellos. Mi padre era el decorador y sobre los muebles, esmaltados de azul o rosa, claro está, inventaba personajes de Walt Disney, sobre todo, y también animalitos y cositas para niños y niñas. Tenían mucha demanda de toda España y el taller funcionó con éxito hasta la llegada de los plásticos y las técnicas en serie de los años sesenta. Desde muy pequeño, a veces ayudaba a mi padre. Allí aprendí a manejar la pintura viva. Los esmaltes brillantes y los trucos técnicos de los que se valía eran originales y me divertían”.
Le pedimos a Juan que trace un retrato de su madre semejante al de su padre, y escribe:
Mi madre se bajó de su pueblo, Casas Altas, en plena sierra de Ademuz, a Valencia cuando tenía solo trece años con la intención de conseguir un trabajo de sirvienta, igual que tantas niñas lo hacían en su pequeño pueblo, donde todo el mundo emigraba hacia las ciudades.
Consiguió el trabajo con tanto afán que fue durante toda su vida ‘sirvienta de vocación’. Mi madre era una sirvienta.
De su pueblo se trajo una fe católica, apostólica y romana a prueba de bombas. Una fe sencilla y luminosa. Creía convencida en la liturgia íntegra, excepto en curas y en obispos; a excepción del papa de Roma, todos los demás eran vagos y malas personas, de lo peor.
En su empleo de Valencia conectó con lo más rancio y selecto de la burguesía valenciana. A sus señoras, señores, señoritos y señoritas los adoró toda su vida, como a sus santos y vírgenes. Y, claro, cuando se encontró con mi padre lo elevó a un nivel supremo. Era su ídolo. A pesar de que nunca pudo convertirlo a su fe.
Tenía mi madre un sentido común fuera de lo corriente. Conectaba con todo el mundo con naturalidad, sencillez y dulzura, intentando servir, ayudar, acompañar. La señora María, mi madre, era famosa en todo el barrio. ‘¡Señora María!’, se oía gritar por cualquier sitio. Alguien le consultaba o le pedía algo, allá iba ella a servir.
Si mi madre hubiese sido rica, se hubiera arruinado de seguro. Porque sí, por conexión social e incluso física, por igualación de los vasos comunicantes.
Pero al fin el sentido común venció a su fe inquebrantable (cuando estos dos sentidos se funden, mala cosa para la religión romana). Unos años antes de su muerte tuvo un ataque cerebral que la dejó maltrecha, paralizándole parte de su cuerpo. Cierto día me llamó a Madrid y me dijo que necesitaba que viniese a Valencia para algo importante.
–Tengo que aclararme con la Virgen y quiero que vengas tú de testigo y me des valor.
Así lo hice y la llevé a la iglesia de la Virgen de los Desamparados. Ante la imagen nos arrodillamos y estuvo a mi lado largo rato concentrada. Al fin se levantó decidida, llena de coraje y me dijo:
–Ya está, ya le he dicho lo que le tenía que decir, vámonos. Se lo he razonado con buenas palabras, que no es justo lo que ha hecho conmigo, yo que le he obedecido, he sido su esclava toda la vida y al fin, así me lo paga. Ya está, ya se lo dije y tú lo has visto.
‘Qué raro’, pensé. Sentí un pequeño desconcierto, pero le dije que había sido muy valiente, y así lo sigo pensando ahora.
Mi madre era suavísima, pero muy fuerte de carácter, y desde mi recuerdo la admiro.
Pablo Genovés evoca, también él, algunos de sus recuerdos familiares: “Cuando íbamos a Valencia, íbamos a casa de mis abuelos. Ya no existe. Era una casita en la que Juan vivió muchísimos años. La recuerdo como un sitio maravilloso. Mi abuela era una mujer totalmente amable, cálida, mediterránea; era toda paz y amor; y mi abuelo coleccionaba cosas; todas esas cosas que mi padre pone en los cuadros,5 en el fondo, vienen de las colecciones de mi abuelo. Él recolectaba cosas por la playa, por todas partes, lo hizo toda la vida. A sus nietos nos decía que eligiésemos una de sus ‘joyas’, abría una especie de mesa grande y aparecía un sinfín de objetos. Era un hogar de amor, esa solidez de nuestra familia viene de ahí.
”Ahí Juan se hizo pintor, en ese piso tranquilo donde entraba la luz; abajo estaba el mercado, y una placita; tiene cuadros de ese lugar. Te levantabas por la mañana y oías el bullicio de la gente; era la comida valenciana, las verduras, todo eso, los guisos de mi abuela; era una cultura que tenía esa sutileza. Todo eso viene de esa vida, eso no viene de Castilla. Toda esa sutileza yo creo que viene de esa casa. Recuerdo el reloj de péndulo, ese tictac… Era pequeñita, pero allí todo era amor, armonía. Aunque eran pobres, eran felices. A mi abuelo le decían ‘el marqués de la campaneta’. Era una especie de marqués, siempre con su cervecita, sus cositas como de artista; él también pintaba, pero se había encontrado en la playa un corchito, con no sé qué cosa. Tenía una sensibilidad… Te decía: ‘Mira lo que he encontrado’, y sacaba una cosilla… Y Juan pone esas cosas en sus cuadros.
”Una anécdota de mi abuelo: vino de visita a Madrid, yo debía de tener como diecisiete años, y habíamos comprado la enciclopedia Salvat. Él se puso a leerla, por la letra a, y decía: ‘Pues no sé cuándo me voy a ir. No me voy hasta que no me lea la enciclopedia’. Estuvo en casa como un mes y, cuando llegó a la uve doble y a la zeta, se piró. ‘Me’n vaig’, decía en catalán. Se la leyó entera; era un personaje que leía con avidez. De ahí viene Juan”.
Tocamos un aspecto más delicado al recordarle a Pablo un comentario de su padre surgido en una charla anterior, en la que afirmaba que sí, que su padre, que también pintaba, había tenido una gran influencia en él, pero que, a la vez, se decía a sí mismo: “No voy a ser un fracasado como él, yo voy a salir de aquí”. El comentario nos extrañó, porque todos los demás que había hecho eran tiernos y cariñosos. Pablo nos responde que lo que ocurría es que, por la generosidad de la familia para con él, como veremos en el capítulo siguiente, encarnada en actuaciones de su madre y su hermano pequeño, “Juan no podía defraudarles”.
Adela interviene: “Quiero hacer hincapié en que Juan, desde la infancia, soporta encima un peso de responsabilidad enorme, porque procede de una familia pobre, amante del arte sin embargo, que puso todas sus ilusiones, como ocurría con los toreros entonces, y ocurre ahora con los futbolistas, en un chico con facultades, inteligente, decidido a dedicarse a la profesión de artista, y le animaron y le ayudaron, y le protegieron mucho su madre y sus hermanos; su padre no tanto, era más egoísta y lo que quería era que hubiese traído un sueldo a la casa.
”Esa carga la lleva siempre encima, la llevó durante toda su juventud y la lleva todavía ahora respecto a la familia. Su hermano Eduard se habría tenido que poner a trabajar igual, porque el destino de todos era el trabajo, pero a lo mejor hubiera podido hacer algún estudio, porque a Eduard también le gustaba dibujar y habría podido, a lo mejor, hacerse delineante. Pero era una familia necesitada del sueldo de los hijos. Eduard daba la mayor parte de su sueldo a sus padres, para él se quedaba muy poco. Juan se sentía siempre muy responsable. Vino a Madrid, lo que fue muy bueno para él, porque si no hubiera acabado haciendo un trabajo remunerado. Se le daba muy bien pintar abanicos o fallas o lo que fuera… Tiene esa responsabilidad de alcanzar el éxito en el trabajo, porque los demás habían puesto mucho en él”.
Siendo Juan muy pequeño, la familia se trasladó a vivir a la calle Naturalista Rafael Cisternes, n.º 10, mucho más próxima a Mestalla. En aquella casa, un cuarto piso, desde el balcón se podían ver los partidos que se jugaban en el estadio. Los domingos acudían los amigos del padre y Juan los veía con ellos. Allí nació su afición y su fidelidad al Valencia Club de Fútbol. El campo de Mestalla se había levantado en 1923 e inaugurado en mayo de aquel año, y el club ascendió a la primera división en marzo de 1931. Curiosamente, uno de sus primeros ídolos llevaba el apellido Cubells, el segundo apellido de su padre. Aún hoy, transcurridos tres cuartos de siglo, Juan sigue acudiendo cada quince días a Mestalla, viaja desde Madrid hasta Valencia y en el estadio se reúne con su hermano Eduard, igual de aficionado que él.
Sin embargo, en sus apuntes autobiográficos, Genovés ofrece una versión de aquella casa más agónica que feliz:
El comedor daba su salida a la galería, que era como se llamaba entonces el balcón de la parte de atrás de las casas: una gran balconada abierta al exterior donde se solían poner los trastos, tender la ropa, etcétera. Su barandilla era de hierro fundido con barrotes cuadrados, a ellos me agarraba yo como un preso añorando su espacio de libertad, mirando a la calle desde mis alturas (de un cuarto piso) debía de pasar allí las horas muertas mirando los espacios, para mí infinitos. Mi vista más inmediata, y debajo tenía el campo de fútbol de Mestalla. El graderío entonces era mínimo, dos o tres gradas de madera, y se podía contemplar casi toda la superficie del césped y el corretear de los jugadores en sus entrenamientos diarios. Cuando había partido, mi casa se llenaba de gente. Aquello me daba mucho apuro, acostumbrado a la soledad y la calma habitual. Mi recuerdo es confuso, tenía la sensación de no entender nada y ganas de desaparecer; creo que me escondía por cualquier rincón. Según me contaron, acudían a mi casa los días de partido los amigos de mi padre y la numerosa familia para ver gratis el fútbol. Aquellos ‘llenos’ me cohibían y mi confuso recuerdo es desagradable. Más allá del campo de fútbol, recuerdo los campos de la huerta y al final de todo el azul y el brillo del mar lejano, inalcanzable.
Eduard, por su parte, dice que Juan era más futbolista que él y que incluso jugó mientras hizo el servicio militar. Y recuerda cómo, sirviéndose de una barra de hielo cargada al hombro, se colaban en el estadio, o cómo jugaban cerca para coger los balones que saltaban por encima de la grada. Ahora prefiere ir al estadio del Levante antes que al del Valencia. En el primero encuentra “gente sencilla”, dice. “Cuando vamos al Valencia, como vamos al palco, todo es muy serio”.
En su tesis doctoral sobre el artista, Juan Genovés Candel: Arte y Sociedad (1930-1999), María Jesús Rodríguez Gallego da más detalles biográficos acerca de estos años:
La familia se traslada en 1935 a casa de los abuelos paternos, en la calle General Pando, n.º 1, en el desaparecido ‘Barrio Obrero’, también junto al campo del Mestalla y al club de tenis, con viviendas construidas al estilo inglés, unifamiliar, de una sola planta. Su abuelo paterno Vicente, serrador de oficio, era de tendencia progresista de izquierdas y en su juventud fue amigo personal de Pablo Iglesias, tenía el número cinco del carnet del Partido Socialista y también era compañero de la lucha política junto a Josep Renau. Sus opiniones sociales y políticas influyeron en su nieto, al estar siempre juntos y muy unidos. En muchas ocasiones el abuelo intentaba explicarle los porqués de las cosas y le contaba historias que le apasionaban; también escuchaban el aparato de radio que tenía en su casa. La familia de los Genovés o genoveses –como indica en muchas ocasiones el pintor– formaban un clan, viviendo, no obstante, en continuo contacto con la gente, pues siempre la sociedad ha sido importante en su vida.
El porqué de “los genoveses” se lo explica el pintor a María Jesús Rodríguez Gallego: “Un historiador valenciano amigo mío me ha contado la historia del apellido Genovés, relacionado con Valencia. Él me dijo que el apellido proviene de una familia de picapedreros, que debía ser, casi seguro, de origen judío y que fue la que hizo una fuente que hay en Valencia y que data del siglo xviii. Esta gente pasó por allí y decidió quedarse, y se estableció en un lugar muy preciso de la huerta valenciana, donde se concentraron y de donde son todos los que llevan este apellido que yo llevo. Que yo conozca, personas que se llamen Genovés no hay demasiadas”.6
En sus apuntes, Genovés dedica un extenso fragmento al primer colegio en el que estudió y a la vida del barrio meses antes del inicio de la Guerra Civil:
Mis recuerdos de aquel entonces son muy difusos, salvo ráfagas o flashes clarísimos, como las letras del alfabeto que veo con nitidez: caligráficas y con orla, agrandadas, ocupaban la totalidad de las dos páginas enfrentadas de un libro; la primera página, de la ‘a’ a la ‘ll’, y en la otra, de la ‘m’ a la ‘z’. Esta división del alfabeto en dos partes quedó tan grabada en mi mente que ha sido un recuerdo permanente en mi vida: las letras como dos familias separadas, las de primera y las de segunda. Unas son importantes y las otras menos. […] Me acuerdo también del edificio que había enfrente de la Fábrica de Tabacos y me acuerdo perfectamente de las operarias, con sus largas faldas, que salían por la puerta en tropel y se quedaban quietas, con las piernas separadas, en aquel solar, orinando de pie. Bajo las faldas se notaba el chorrito señalando la tierra con un pequeño charco. Los niños las observábamos.
–¿Qué mireu xiquets? ¡Aneusen d’aci! –nos decían.
Eran muy descaradas y se reían a grandes voces. Se convirtió en un espectáculo habitual, ya que el colegio estaba casi enfrente de la puerta de la Tabacalera. Quizá esto no corresponda a la época del primer colegio, sino que sea algo más posterior. El recreo de aquel colegio –todos los colegios tienen un nombre que no recuerdo– tenía el piso firme, muy compacto y áspero, lo menos indicado para jugar los niños. Era un romperodillas, una pesadilla; siempre con las rodillas hechas polvo. Primero la herida, luego la costra, luego se infectaba y después caía la costra; era una pesadilla continua.
¿Quiénes fueron mis maestros? Me gustaría saberlo, pero no tengo medio de enterarme: mis padres no existen y ya no queda nadie vivo de aquella época, al menos que yo conozca. Recuerdo que para entrar a mi clase había que subir una pequeña escalerilla, de unos ocho o diez escalones, con barandilla de hierro de forja con dibujos, demasiado lujoso, pienso, para un colegio de pobres. Todo aquel conjunto de edificios correspondía a lo que fue la Exposición Internacional de principios del pasado siglo, incorporados con posterioridad a diferentes servicios, como la misma Tabacalera. La Exposición le pilló a mi padre de niño y siempre me contaba aquellos fastos que para mí eran maravillas, donde él vio a los reyes y no sé qué lujos extraordinarios. Para mí era el parque de bomberos, con sus cascos y mangueras, y en la puerta, siempre uno de guardia con su brillante casco metálico. Los niños pasábamos delante de él y le hacíamos preguntas y según estaba de humor nos contestaba o nos enviaba a fer la mà.
A disgusto debía hacer aquellos interminables ejercicios con mi pizarra y mi pizarrín, un artilugio antipático que consistía en una placa de pizarra negra enmarcada con unas varillas de madera, y se escribía con un trocito también de pizarra que siempre se rompía. Se escribían los ejercicios y a menudo se borraban con saliva; aquel chisme negro que pesaba un montón para mis escasas fuerzas, encharcado de saliva y mis dedos que frotaban para borrar mis desastres caligráficos. Fer redolins, o más bien desfer redolins, que era lo que más me gustaba: borrar los odiosos ejercicios y empezar mis dibujos. Aquella sensación tan agradable de dibujar en blanco sobre el negro de la pequeña pizarra –tan odiosa cuando tenía que escribir aquellos redondeles iguales, sin fin, y los palotes todos con la misma inclinación y el miedo a equivocarme de un momento a otro y la consiguiente reprimenda de alguien abstracto de quien soy incapaz de acordarme–; la pequeña pizarra que se volvía como el universo entero cuando dibujaba sobre ella.
Solo guardo el recuerdo casi fantasmal de este único colegio. Salir para ir a mi casa a comer y luego de este rito de mayores, irme a la calle a jugar con mis amigos y aquella salida era, ¡por fin!, la libertad. Una tarde que duraba una eternidad y unos juegos y aventuras con mis compañeros absolutamente desinhibidos. Pero tampoco tanto. El territorio estaba delimitado y en nuestras correrías no pasábamos de ciertos límites, de los cuales me acuerdo a la perfección. Había fronteras peligrosas, por ejemplo, la gran acequia de Mestalla, de aguas potentes, que corría rápida con sus terribles remolinos.
Agua turbia, amenazadora. Otro límite eran los niños de las tribus cercanas. Entre nosotros había un pacto no escrito de no agredirnos y, aunque nos mirábamos con respeto, no dejábamos de observarnos con tremenda curiosidad. Pienso ahora que era una actitud muy civilizada. Se dice que la animalidad de agredir al extraño, tomándolo por contrario, es algo primario que llevamos en los genes. No creo que sea cierto, más bien debe de ser aprendido. Aquel pequeño núcleo de familias era muy pacífico y no recuerdo nada dramático, creo que los pequeños éramos su espejo. Todo tenía lugar en la calle. A la sombra de las acacias había humor y risas, al menos en mi recuerdo. Cuando dirijo mis ‘antenas’ a estos tiempos de antes de la guerra y digo las acacias es porque delante de cada casa había un árbol y bajo él una tertulia de sillas bajitas, sobre todo a la tarde, y la gente recorría los distintos grupos. Todo lo que se oía eran chanzas y risas, por contraste acuden a mi cabeza dos grandes acontecimientos que recuerdo con traumatismo por mi parte.
Al fondo del patio vivía una familia que cuidaba galgos y todos los días pasaban grupos como de quince o veinte perros de esta raza, que el dueño llevaba al canódromo donde tomaban parte en las carreras. Los sujetaba con largas correas y estos animales, de una gran vitalidad, seguramente ansiosos de competir, aullaban y armaban un gran alboroto todos juntos caminando hacia su destino en busca de la liebre que no era tal; un fraude intolerable para el esfuerzo de estos nobles animales a los que yo admiraba, sobre todo, por sus formas tan elásticas y armoniosas. De pronto un día se organizó una bronca enorme. Un gato se cruzó en su camino y la escena se trasformó en algo terrible. En un segundo todo cambió, un vértigo electrizante. No solo descuartizaron al pobre gato ante mis ojos, sino que en medio del gran escándalo que hacían los perros se oían los gritos de las personas. Se desató una histeria colectiva en todo el barrio. No recuerdo la angustia que me produjo estar en el escenario de aquel drama. Pero lo más notable que quedó grabado en mi ánimo fue experimentar por primera vez lo que era el pánico, que transforma e invade todo en un segundo, un fenómeno muy distinto al miedo que se destila lentamente. Con el pánico, el ambiente se hace insoportable y todo es inesperado, lleno de ondas negativas. Supongo que alguien de mi familia me apartó de aquel horror. Mis lloros continuaron cuando vi la sangre en la calle y, aunque los mayores insistían en que no había pasado nada, las huellas eran evidentes, yo no lo había soñado. Con qué ingenuidad se cree que se puede engañar a un niño.
La otra ocasión fue con el carro de la hierba.
–¡Herba per als conills! –pregonaba el hombre cuando llegaba al barrio.
Entonces al caballo percherón se le llamaba el ‘aca’. Adornado de cintas y correajes colgantes, con todo su apero de cuero tiraba de un gran carro pintado de rojo y lleno de alfalfa hasta extremos inverosímiles. Con un arte admirable de la organización, ordenaba los manojos de hierba hasta el punto de que cabían tantos que casi desaparecía el carro; solo se veían las ruedas. El hombre subido arriba del montón de hierba repartía, tirándolos por el aire, los manojos que las mujeres recogían, al mismo tiempo que se gritaban risas, puyas y bromas. Aquellas casitas adosadas del Barrio Obrero tenían cada una su corralito y allí criaban conejos para el consumo familiar. Este hombre venía cada día, como el lechero, para traer su mercancía.
Cierto día el carro atropelló a un niño pequeño que apenas andaba, una rueda le pasó por encima. Y aunque yo no estaba presente cuando ocurrió, oí los gritos y el revuelo y la gran conmoción en el barrio y, por desgracia, pude ver, en brazos de un hombre que corría, al niño inerte, manchado de sangre y los bracitos colgando, imagen que se me quedó grabada; nada en comparación con lo que más tarde vería en la guerra, pero esa imagen pervive en mí.
El 18 de julio de 1936 se produjo el levantamiento militar contra el legítimo Gobierno de la República y, con su fracaso en muchas ciudades españolas, el inicio de la Guerra Civil. Valencia permaneció fiel a la República. El abuelo de Juan Genovés puso una bandera republicana en la puerta de su casa, a la que acudían los vecinos a oír la radio; era la única existente en el barrio. La casa de los Genovés quedó entre dos fuegos: los sublevados en el cuartel militar y los republicanos defensores en el campo de fútbol.
Las escenas que Juan contempló a lo largo de tres años terribles quedaron marcadas a fuego en su memoria: bombardeos, detenciones, fusilamientos, incendios, muertos y heridos en medio de la calle, etcétera. Los horrores de una contienda especialmente sangrienta, ensayo de la matanza aún más salvaje que supondría años después la Segunda Guerra Mundial.
Juan y Eduard reanudaron la enseñanza primaria en el Grupo Escolar La Pasionaria, en la Alameda de Valencia. Los maestros llevaban a los alumnos al cine Rialto, en el que proyectaban películas de cine soviético; entre ellas, varias de Eisenstein, cuyas imágenes tuvieron, como veremos más adelante, una poderosa influencia en la obra madura del pintor.
Como cuenta María Jesús Rodríguez Gallego, “la primera ‘manifestación’ a la que asiste es en la escuela, en 1938, donde gritaban contra el único profesor varón: ‘Los hombres a la guerra’. El maestro acabó yéndose del aula, lo que en este momento satisface a Juan al hacerse consciente de la fuerza colectiva junto a sus compañeros de clase. Las imágenes de la guerra siguen entrando en el niño: bombardeos, heridas, los muertos y especialmente la vendedora de naranjas a la que veía todos los días y el gran impacto que le causó ver su cadáver”.7
Ese mismo año de 1938 es cuando se produjo la escena que daba inicio a este capítulo, cuando sus padres pensaron enviar a sus hijos a Rusia, arrepintiéndose en el último minuto. Entonces la familia se trasladó durante unos meses a un pueblecito del interior, Villar de Arzobispo, donde encontraron algo de alimento y de paz.
En sus notas autobiográficas, Genovés habla de aquellos tiempos y describe cómo fueron las cosas en un primer momento para los valencianos:
Alguien se marchaba al frente de Teruel, no recuerdo quién, alguien próximo a la familia o quizá un vecino. Ahora no comprendo por qué tenían mis padres que llevar a un niño como yo a presenciar aquel acontecimiento. Un gran barullo, una gran tensión. Imponía.
Aquel entusiasmo, que iba en aumento a medida que acudía a la estación de Aragón (llamada por todos la estación Churra) gente y más gente, unos cantando, otros llorando, daban gritos exaltados de furia –‘¡No dejar ni uno!, ¡a por ellos!’– a los que se iban, serios y calmosos, ellos y ellas con su fusil, al que se agarraban como si fuese un salvavidas, con sus grandes correajes y voluminosas cartucheras que debían pesar mucho, pues los desequilibraban un poco al moverse. Era verano, llevaban camisas desabrochadas y pañuelos rojos –otros, rojos y negros– al cuello, mal atados, sudorosos. A la cabeza, un gorro cuartelero con su borla bailando y estorbándoles en la frente. Me llamaban mucho la atención aquellos gorros, sobre todo los rojos y negros, partidos en diagonal con una borla roja; yo quería uno igual. Se me debió notar porque de pronto cayó uno sobre mi cabeza. ¡Qué emoción! Todos se reían de mí, no sabía por qué había caído sobre mis ojos y no me dejaba ver. Se reían con ganas, haciendo corro a mi alrededor. Creo que levanté el puño y dije algo. UHP o CNT o FAI, estas siglas me obsesionaban entonces. Era como si con ellas entrase en un laberinto. No acababa de digerir por qué unas letras sin sentido tenían esa fuerza de movilización, aquella importancia. Las iniciales de mi padre, J. G., que también son las mías, me atraían por lo mismo, como si tuviesen un sentido especial, algo mágico y oculto. A veces las escribía en rincones, a modo de sortilegio, para conseguir o detener algo. Me llenaba de orgullo que fuesen las mismas que las de mi padre, incluso la C. del segundo apellido que también coincidía. Ya era algo extraordinario J. G. C., y lo reservaba para las grandes ocasiones.
Esta manía de las siglas quizá venía de uno de los trabajos de mi padre, que grababa sobre los cubiertos y utensilios que le traían a casa las iniciales de los clientes que él convertía en armoniosos anagramas. Las siglas políticas de entonces no tenían nada de armónico, estaban escritas con un desparpajo chapucero que a mí me irritaba; para mi estética de entonces, esto me desagradaba tanto que incluso me acuerdo de mis intentos de armonizar UHP o CNT con torpes maniobras dibujísticas.
La gente acudía a los andenes, sonaba la música de las bandas que iban llegando y que eran recibidas con aplausos. Banderas republicanas y rojas. Pancartas y gritos nerviosos e inquietos. Los que marchaban se asomaban por las ventanillas de los vagones del tren, hacían señales, levantaban los puños. Ellas, vestidas con los monos que les quedaban anchos, tiraban con esfuerzo del fusil y las cartucheras; bajo sus gorros las permanentes rizadas de entonces. Grupos de milicianos aún permanecían en el andén, yo observaba atento todos sus gestos. ¡Me habría gustado tanto ser uno de ellos! Se miraban unos a otros con aquella curiosidad del primer día, incluso copiaban los gestos resueltos de los más osados. Yo me daba cuenta de la gran diferencia entre la actitud de los que se iban y los que se quedaban. Y también, sobre todo, las lágrimas escondidas entre silencio de pañuelos de los mayores. Allí se fue el tren entre los resoplidos de la máquina, las músicas, los gritos y el agitar de pancartas y banderas.
–Pobrecitos, carne de cañón, pobres madres, traerles al mundo para esto –mascullaba la mía camino a casa, lejos ya del alboroto.
–Calla, María, calla –decía mi padre.
Iba yo de su mano por la senda aquella de las huertas próximas a nuestra casa y él cuidaba de que no cayera a la acequia, por cuyos bordes hacía mis malabarismos acostumbrados.
Una figura que resultó fundamental en la toma de conciencia política de Genovés fue su primo Ramón Tortajada, hijo de una hermana de su madre, nacida como ella en Casas Altas y casada con un cantero. La familia emigró a Barcelona para trabajar en las canteras de Montjuic; eran todos de tendencia anarquista.
Desde el inicio de la contienda, Ramón se alistó en la columna Durruti, en la que llegó al grado de comandante. En 1938 fue herido en un hombro y pasó una primera temporada en casa de los Genovés. Tanto Juan como Eduard tienen grabado un recuerdo infantil estremecedor. “Me impresionaba cuando se curaba el brazo. Se metía un algodón por un sitio, el agujero de la herida, y se lo sacaba por el otro lado”, recuerda Eduard, y se lleva la mano al hombro izquierdo, como hace Juan también cuando evoca ese momento. “Había venido de la batalla del Ebro, y le tenían mucha consideración en el barrio porque había estado allí dando el pecho”.
Eduard recuerda también la decisiva actuación de Ramón en una situación más que delicada: “Me salvó la vida, y se salvó también él, claro. Íbamos por el paseo de la Alameda, que siempre ha estado asfaltada, cruzábamos el río hacia el Barrio Obrero, donde vivíamos, y me llevaba de la mano. Estábamos ya cerca del barrio: dos filas de casas bajas corridas, un poco estilo inglés, un lugar ya desaparecido. Debió de oír el ruido de los aviones y me cogió de un brazo, y corriendo nos metimos en un portal y me protegió, parapetándonos detrás de la gruesa puerta de madera, que dejó abierta. Oí un ruido fortísimo; lo recuerdo perfectamente. Y dos jarrones que había en el portal se rompieron por la metralla, porque las bombas cayeron en el asfalto y saltó todo por los aires. Recuerdo el ruido y el silbido de la metralla. Nos salvó la vida”.
Valencia fue, por haberse instalado allí el Gobierno de la República, una de las ciudades más castigadas por los bombardeos del bando nacional. El primero tuvo lugar el 13 de enero de 1937. Un mes después, el 14 de febrero, no un bombardeo aéreo, sino naval, desde el buque Duque de Aosta, castigó duramente las instalaciones y viviendas próximas al puerto y causó numerosas víctimas, quedando en la memoria de los vecinos como “el San Valentín sangriento”. En octubre de ese año Bruno Mussolini, un hijo del Duce, participó en los terribles bombardeos de la Aviazione Legionaria Italiana, o “la pava”, como dieron en llamarla los valencianos, que arrojó en solo unos días 5.250 kilos de bombas. Las incursiones, igualmente brutales, se sucedieron durante el año siguiente y siguieron hasta la caída de la ciudad, el 30 de marzo de 1939.
En sus escritos, Genovés describe con detalle, y también con la incorporación de alguna anécdota divertida, cómo eran aquellos peligrosos y terribles momentos:
Las sirenas de alarma. Anunciaban con su estridencia los bombardeos, tenían un chirrido muy particular, nunca había oído nada igual: sonaban por todos lados, comenzando muy suave iban en aumento y pronto su rechinar era un clamor que lo llenaba todo. Primero era un breve silencio expectante, todo se trasformaba al momento en una algarabía tremenda, gritos y movimientos incoherentes arriba y abajo, ires y venires contradictorios, carreras en direcciones absurdas, hasta que al final todo el mundo iba enfilándose hacia una sola dirección: el refugio. A veces, al momento mismo de sonar las sirenas ya se oían las descargas sordas de las bombas, el terror se adueñaba de todo, la gente se echaba al suelo, donde primero le pillaba; debajo de la cama nos metían los padres a los niños. Con aquel nerviosismo todo el mundo opinaba a gritos. Allí acurrucado me sentía un poco más seguro, con miedo inocente. Ya las sirenas callaban y empezaba como un espectáculo que tenía su liturgia dentro de un silencio total. El estruendo de las bombas sonaba a veces más próximo; otras veces, con alivio, más lejos. ‘Ya se alejan’, se oía susurrar. Al cabo de un rato volvían a sonar las sirenas que indicaban el fin del peligro, aquella tensión se relajaba y era una alegría, venían los comentarios, los chistes y las bromas. En la tierra de un solar cercano, todo el mundo de mi barrio colaboró con entusiasmo en cavar con todo tipo de instrumentos unas zanjas largas que llamábamos ‘trincheras’. A mí me parecían muy hondas, pero en realidad no debían de tener más allá de un metro de profundidad. Allí nos íbamos metiendo todo el mundo cuando sonaba la alarma, si nos daba tiempo de llegar. Por la noche, a veces, era un espectáculo durante la alarma mirar al cielo, que se llenaba de ráfagas de luz de los reflectores de la llamada ‘defensa aérea’, buscando al avión enemigo para enfocarlo, pero era un desastre, nunca acertaban y los impactos de los cañones antiaéreos, en forma de pequeñas nubecillas, iban de un lado y el avión por otro. El bimotor, lento y tranquilo (le llamaban ‘la pava’), seguía su curso. A veces eran dos. En cierta ocasión, ya enfocaron al enemigo y se vio un caza muy cerca, persiguiendo al bombardero; pudimos ver caer sin rumbo a un avión en picado. Los gritos de júbilo salieron de todos los lados con entusiasmo: ‘¡Le han dado!’.
Luego se supo que era uno de los nuestros, un ‘chato’, como les llamaban a aquellos ridículos avioncitos, del que incluso pude ver sus restos en el campo donde cayó. Allí acudía todo el mundo para ver ‘el éxito’ de nuestra defensa aérea tumbando a uno de los nuestros. Luego se supo que la tal defensa estaba infectada de fascistas: la gente lo decía a veces indignada. Aquello fue una desilusión enorme, una de tantas, pues cada día se perdía algo de entusiasmo. En otras ocasiones la cosa iba aún peor, como aquella en la que bombardearon la estación (vivíamos a poco más de quinientos metros de ella). El estruendo fue fenomenal: tres descargas, una seguida de otra; el suelo parecía que había saltado cada vez más alto. Gritos y desastre total. Luego todo era una ruina, polvo, cascotes, incendios, gritos… Como aquello sucedió algunas veces más, mi padre dijo que vivir allí era un peligro y nos fuimos toda la familia a vivir al centro de la ciudad, a una tienda de muebles que tenía mi tío Vicent en la calle de Colón. Allí los bombardeos eran otra cosa más rutinaria, teníamos un refugio subterráneo cerca y todo estaba más ordenado. No puedo recordar con precisión, pero creo que a mí me daban instrucciones de llevar siempre una pequeña mochila que tenía no sé qué cosas, una botellita de agua y algo más para llevar al refugio, pero yo tenía la manía tremenda de llevarme mi abultada cartera del colegio, siempre la tenía a mano. Y, desoyendo el reglamento, lo primero que agarraba era mi cartera y olvidaba la mochila. Al final, todos se reían de mí por llevar mi tesoro al refugio; yo no entendía nada, lo encontraba de lo más natural.
Unos recuerdos sobre este escenario, el de los bombardeos, que comparte Eduard: “No quiero que se me olvide contar una cosa: mi hermano, llevándome de la mano al colegio, en la guerra o recién acabada. Con nuestros baberitos azul y blanco, y de rayas, por la Alameda, entre las palmeras… El colegio era, en realidad, un convento de monjas, pero de paisano, porque era durante la República. No sé si se llamaba La Pasionaria, y sonaban las sirenas. Íbamos por un sótano andando y andando, y al salir ya había terminado el bombardeo. Y cuando sonaban las sirenas, nos metíamos en un agujero que habíamos hecho en el corral, pero mi primo Ramón se quedaba arriba a ver si eran los italianos, que venían con los ‘moscas’, más pequeñitos, o los alemanes, con aquellos tan grandes. Vimos dos avioncitos y uno cayó. Fuimos corriendo a verlo. Cayó lejísimos, en Arrancapinos. Y fuimos hasta allí y vimos el avión clavado en el suelo. Era republicano. Nos metimos en una acequia y, cuando se quemaron los depósitos de la Campsa, se veían las llamas y el humo negro a lo lejos. Siempre me cogía de la mano, muy majete, mi hermano”.
Genovés vuelve al recuerdo de su primo Ramón. “Se acabó la guerra y estuvo dos o tres años escondido en mi casa. No podía volver a Barcelona. Fue como mi maestro. Yo tenía nueve o diez años y ya me había leído hasta cosas de Marx. Me hizo ver lo que era la sociedad, lo que era la política, lo que era la injusticia y tantas cosas. Fue mi maestro”.
“Con la edad que tenía entonces, ahí le cambió la vida”, afirma, categórico, Eduard. “Ahí es cuando Juan entró conscientemente en lo que ha sido toda su vida. […] Cómo le viene a él esa idea de pensar en el prójimo, en la idea de las libertades, el no soportar la autoridad que le venga impuesta por cualquier clase de organización o de gobierno. Y ese rechazo viene de la profundidad con la que le hablaba mi primo Ramón”.
“Hay una escena con este hombre que me marcó mucho” prosigue Juan. “El último día de la guerra, cuando las tropas pasaban por Valencia para huir, vinieron sus compañeros, los que eran mandos de la columna Durruti, a despedirse de Ramón. Ellos estaban dispuestos a salir en un barco adonde fuera, porque los fascistas venían detrás. Se reunieron con él y yo estuve presente porque él lo quiso. ‘Que venga Juanito’. Me llamaban Juanito. Estuve viendo a estas personas, todos vestidos de cuero, sudados, manchados y tal. Sacaron todas las medallas que habían ganado en la guerra, las pusieron en la mesa. Y estos hombres tan tremendos, fuertes y así, llorando todos a la vez, abrazados, porque todas sus ilusiones se habían quedado ahí. Y, entonces le decían: ‘¡Ramón, vente con nosotros!’. ‘Pero ¿no veis que estoy herido?’ [Juan se echa la mano al hombro, recordando el lugar de la herida]. ‘No puedo, tengo que quedarme’, ‘Ramón, vente, que te curarán. ¡Vente, vente!’. Y él no quiso. Estos se marcharon al puerto. A punta de pistola, cogieron un pesquero, subieron al barco, levaron ancla y, cuando ya estaban allí, ninguno sabía nada de barcos. ¡Y llegaron a Argelia! Le pusieron una tarjeta [a Ramón]: ‘¡Orán es preciosa!’ ¡Cómo si fueran turistas!”.8
“Era anarquista y, muchos años después, se llevó una gran desilusión cuando supo que yo estaba en el PC. Dejé de verle una temporada muy larga y ya muy mayor, en los años ochenta, vivía en Barcelona y teníamos muy pocas ocasiones para vernos. La última vez que lo vi me dijo: ‘Tú ves a los Beatles, pues los Beatles son anarquistas. Todo movimiento que rompa con lo establecido es anarquismo’”.
Y concluye contándonos: “[Ramón] murió en 2003, a los ciento dos años de edad. Con motivo del entierro de Paco Candel, mi primo escritor, me trasladé a Barcelona y tuve ocasión de ver allí reunida a toda mi familia catalana, de la que llevaba tiempo alejado. Saludé a Palmira, hermana de Ramón. Ella me contó el fin de la vida de su hermano. A medida que envejecía, la obsesión por el anarquismo fue creciendo hasta llevarlo a la locura. Sus dos hijos lo acogieron sucesivamente en sus casas y, al final, no lo podían aguantar. Los acusaba de burgueses. Los insultaba a ellos y a sus hijos, torturaba a sus nietos con sus teorías. Le buscaron una residencia de ancianos y los acusaba de encarcelarlo, decía que lo habían metido en una cárcel encubierta del capitalismo para encerrar a los rebeldes como él.
”Finalmente, Palmira se lo llevó a su casa. Estuvo diez años con él. Una pesadilla. ‘Créete Juan’, me decía, ‘que me alegré cuando me quedé sola. Estaba alucinado con su anarquismo, me contaba cien veces al día su propia historia y se enfadaba. Me llamaba de todo: burguesa, reaccionaria, de todo, y quería arreglarme la vida; en fin, un loco insoportable, mi pobre Ramón. Tan confiado estaba con que la anarquía estaba tan próxima que no se podía morir. Miraba por la ventana a la calle y gritaba: ¡No ha llegado! ¡No ha llegado la liberación, el Estado libre y libertario, aún no, pero pronto, ya verás, el anarcosindicalismo, la libertad, están ahí, a la vuelta de la esquina…”.
El 30 de marzo de 1939 cayó Valencia en manos del bando nacional y muy poco después cayó también Madrid. El 1 de abril un comunicado del general Franco declaraba el fin de la contienda y la victoria del bando nacional: “En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado”.
Se inició entonces la terrible posguerra, y Juan y Eduard fueron plenamente conscientes de que sus padres, su familia y muchos de sus amigos y conocidos estaban en el bando de los vencidos y represaliados. Lo recoge María Jesús Rodríguez Gallego en su tesis: “La pérdida republicana afecta a la familia y al propio pintor. Supone un nuevo y profundo trauma en la infancia de Genovés: nuevo colegio, prohibición de hablar valenciano, nueva sociedad, curas, militares, ambiente de miedo, de silencio, quema de libros, de papeles y revistas en el corral de la casa”.9
El mismo Genovés nos ha dejado un vivo apunte de lo que fue su experiencia, en esta descripción de los comedores de Auxilio Social, en los que se combatía la espantosa hambre que asolaba a la población española:
Unas señoritas muy simpáticas, de amplia sonrisa, con la voz agradable, atiplada y serena –hablaban un castellano muy especial que no era de aquí, de mi barrio–, servían en grandes cazos la comida. A mí me parecían seres de otro mundo, maravillosas. No las podía identificar con ‘los malos’. Cuando al fin se llegaba a aquel mostrador ventana, era un placer encontrarse allí, tan bien situado. Se veía el ir y venir de los cocineros con sus calderas relucientes. Olía la comida a limpio, y ellas, las señoritas, con sus bromas, su felicidad, como blancas palomas revoloteando y repartiendo sus manjares. Llegado a esta meta, con mi lechera en la mano, quedaba paralizado y creo que con la boca abierta, prendido, sin perder detalle de aquel paraíso. Lo malo, lo angustioso, era lo que se pasaba antes de llegar allí. Aunque mi recuerdo es confuso en los detalles concretos, en forma de retazos aislados y en general, aún ahora puedo sentir con qué intensidad se vivía en aquel tumulto el sentimiento de la rabia y el odio. El enfrentamiento entre nosotros atados a aquella cola diaria, cada uno con su cacharro metálico, de diversa especie, en la mano. Entrechocando unos contra otros, apretados y empujados como enemigos. Protestando de todo y de nada. Discusiones violentas por no sé qué, cualquier cosa. […]
Todos los líos y problemas duraban hasta que aparecían los guardias. Terminaban las voces, los gritos, se hacía un silencio absoluto; se podía cortar el silencio. Nos ordenaban, serios, con su cara malhumorada, mandaban y nos ponían de a uno. Había que retroceder, la cola se hacía larguísima hacía atrás. Era extraño, nadie comentaba nada, nadie osaba pronunciar palabra alguna. Cuando se marchaban los guardias con su fusil al hombro calle arriba, venía otra vez el lío, los gritos y los insultos, se renovaba con fuerza el odio y el tumulto. La espera se hacía interminable. Era un tiempo infinito el que teníamos que esperar allí. A mí se me hacía interminable hasta conseguir el triunfo que significaba obtener la lechera llena de comida caliente, humeante, y el saquito de tela amarilla preparado por mi madre para ese uso, abultado de cosas maravillosas para comer. Y llegar a casa y desplegarlo todo, como si se tratase de un trofeo de victoria. Pronto desaparecía. Algo quedaba y se guardaba ‘para luego’.
No sé cómo pensaría la gente mayor que había vivido otras experiencias, pero para un niño como yo entonces, que abría los ojos a la vida, el mundo que me ofrecían ‘los malos’ no me parecía tan malo.
‘Ellos y nosotros’. Siempre tuve la impresión de que los humanos estábamos repartidos en dos bandos. ‘Ellos’ eran los inaccesibles, los que veía de lejos, los que mandaban y eran dueños; estos eran ‘los malos’. ‘Nosotros’, ‘los buenos’, llenos de líos y problemas, de no tener casi nada; mis amigos y también las risas y las discusiones y las alpargatas y los remiendos éramos ‘los buenos’. Me había tocado la peor parte. De mi bando quedaba lo peor. La suciedad, el desorden, el inconformismo, los lloros, los colores grises, los ocres sucios, la pobreza y tantos tormentos que adivinaba por venir.
Lo bonito, lo armonioso, lo limpio, las buenas maneras, la distinción, la abundancia y el lujo, los colores pastel, la ropa elegante y tantas, tantísimas cosas más, eran de ellos, quizá para siempre.
Notaba la injusticia, pero no podía comprender entonces la resignación de los perdedores. El ambiente que percibía en mi gente era de agachar la cabeza resignada. Aquello me extrañaba y me confundía tanto…, todo era derrota. Mi extrañeza venía de no comprender entonces, con toda su dimensión exacta, lo que significaban el desastre y la desolación de una guerra de tres años que se acababa de perder.
No podía ni imaginar entonces la humillación que significaba para la gente adulta, tragar a la fuerza, forzados por el hambre, aquellos alimentos regalados por el enemigo vencedor.
Durante los durísimos primeros años de la posguerra, los Genovés atravesaron, como otros muchos españoles, días terribles de escasez, miseria y miedo a las represalias de los inclementes vencedores. Una situación económica del país agravada por el hecho de que el 1 de septiembre de 1939 las tropas alemanas invadiesen Polonia y diera comienzo la Segunda Guerra Mundial, lo que redujo aún más las relaciones comerciales internacionales de España. Vieron cómo las calles cambiaban sus nombres; así, por ejemplo, la avenida 4 de Abril pasó a llamarse avenida José Antonio, y la plaza Castelar, plaza del Caudillo. En 1940 se prohibieron las celebraciones del Carnaval y de la Nochevieja. Al año siguiente, pese a las penurias de la población, la Virgen de los Desamparados, mutilada durante la contienda, recibía el regalo, costeado por los valencianos, de una nueva corona de oro y pedrería, según informaba el diario Las Provincias, en la que se habían utilizado más de dos kilos de oro y 2.670 piedras de 250 quilates.
“No he tenido estudios, no hice el bachillerato”, explica Genovés. “De la escuela, a los doce años, me fui a preparar Bellas Artes; hacían un examen de ingreso que equivalía a tres años de bachiller. Me preparé con don Santiago, mi maestro de siempre, y entré en la Escuela sin bachiller. En mi barrio no lo hacía ninguno, éramos muy, muy pobres, vivíamos al lado de la estación, casi todos hijos de ferroviarios; pasábamos mucha hambre. Recuerdo a mi madre llorar, y decirle yo: ‘tengo hambre’, y ella se echaba a llorar porque no tenía nada que ofrecerme. Hoy toca no comer, y no comíamos”.
Entre las poquísimas alegrías que quizá tuvo el niño Genovés, al que por su menudo tamaño sus profesores y amigos denominaban “el Xiquet”, estuvo el que el Valencia Club de Fútbol ganase por primera vez el Campeonato Nacional de Liga la temporada 1940-1941, galardón que recibiría igualmente en 1944, en fechas próximas al Desembarco de Normandía, que marcó el principio del fin de la guerra.
Mayor importancia tuvo para su vida y su posterior carrera la relación con su primo Francisco Candel Tortajada, nacido en 1925, más conocido como Paco Candel, quien llegaría a ser un renombrado escritor y parlamentario en democracia. Candel recordaba en un artículo:
Debía de tener yo diecinueve años cuando fui a Valencia por primera vez después de haber estado siendo muy niño. Tenía yo entonces, lo que son las cosas, aficiones pictóricas. Mi ilusión –lo he contado infinidad de veces– era ser pintor. Si me hubieran profetizado que acabaría siendo escritor, no me lo hubiese creído. Genovés, calculo, debía de tener catorce o quince años. Yo me había llevado un bloc de dibujo y una caja de acuarelas, y algunos días salía a pintar al huerto y los viveros acompañado por él, que quiero creer hacía sus primeros pinitos en esa especialidad. Aunque para Genovés la pintura resultaba un arte cotidiano, puesto que su padre pintaba, y a nuestros ojos extraordinariamente, no dejé de deslumbrarle un poquillo con mi aventajada traza sobre él. Creo –tal vez no sea solo una ilusoria ilusión mía– que a Genovés se le despertó entonces lo que se ha dado en llamar vocación, y a veces me complazco –vuelvo a repetir que seguramente es un espejismo mío– en imaginar que tuve mi pequeña participación en ello.10
“Paco era como mi hermano más que mi primo”, nos dice Genovés. “Era familia por parte de madre, él venía más a Valencia de lo que yo iba a Barcelona. Desde los catorce años él quería ser pintor. Su literatura era muy de verdad, no creo que fuera un genio, pero era muy bueno y muy efectivo. Nosaltres els catalans fue un libro del que se habló mucho y bien. Admiraba al president Pujol. Si hubiera vivido y viese en lo que han caído él y su familia por acusaciones de corrupción… ¡Madre mía!”.
1 Declaraciones de Eduard Genovés en el documental Juan y la guerra, realizado con material no incluido en el programa Imprescindibles - Juan Genovés: 100 x 120 encendido, de TVE, emitido el 31 de octubre de 2014. Dirección: Ana Morente. Guion: Cristina Delgado y Miguel Berbén.
2 Ibíd.
3 Ibíd.
4 Los datos sobre Juan Genovés proceden de las conversaciones mantenidas con el artista por los autores y de algunas de las aportaciones y datos contenidos en la tesis doctoral de RODRÍGUEZ GALLEGO, María Jesús (2005): Juan Genovés Candel: Arte y Sociedad (1930-1999), Madrid.
5 En las obras realizadas desde finales de la década de 2000, como veremos en el capítulo correspondiente, Genovés ha introducido una tercera dimensión en sus cuadros, valiéndose tanto de acumulaciones de pigmentos como de objetos diminutos que contribuyen a la construcción de la “figura” de los personajes de sus cuadros.
6 RODRÍGUEZ GALLEGO, María Jesús, op. cit., p. 46.
7 Ibíd., p. 47. De la tesis de Rodríguez Gallego proceden también algunos de los datos expuestos en páginas anteriores y en páginas siguientes.
8 Esta y la anterior declaración de Eduard Genovés han sido extraídas del programa de TVE anteriormente citado.
9 RODRÍGUEZ GALLEGO, María Jesús, op. cit., p. 48.
10 CANDEL, Francisco (1966): “Juan Genovés”, Canigó, n.º 145, Figueras, Barcelona, marzo.