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Harto de Sorolla

El Xiquet ingresó en la Escuela de Bellas Artes de San Carlos de Valencia en 1946, apenas cumplidos los dieciséis años y siendo el alumno más joven de su clase. Ese año vendió su primera obra; recuerda que por noventa pesetas. Un paisaje que le compró Antonio Carles en una exposición celebrada en el Ateneo de Valencia.

La difícil situación económica de la familia, de cuyas fatigas ya ha tenido el lector cumplida noticia, le empujaría también a un trabajo meramente alimenticio, pero que mantendría durante varios años, compaginándolo con los estudios: pintar decoraciones para cajas de bombones. Genovés lo recuerda con detalle y no poco sentido del humor: “El director de una casa que se dedicaba a fabricar cajas de bombones (olvidé su nombre) convocó un concurso entre los alumnos de Bellas Artes de San Carlos para pintar miniaturas que decoraran las cajas de lujo, forradas de seda de raso. El concurso lo gané yo. Se quedaba con todo lo que pintara, y estuve colaborando con él casi tres años. El tamaño era más o menos de 12 x 8 cm (similar al tamaño de un móvil de ahora). Preparaba unas tablitas de contrachapado, las untaba de ajo para quitarles el absorbente y pintaba al óleo. Mi ideal comercial era algo parecido a las miniaturas de Mariano Fortuny. Empezaba como una alfombra, pintaba por arriba y, dando toquecitos de pincel, iba cubriendo hasta llegar abajo, sin retocar. Tardaba como una hora y copiaba todo tipo de pinturas del siglo xix: bodegones, marinas, barcas, floreros (no sé cómo compaginaría el olor a ajo con la bombonería). Solo vi una vez en un escaparate de una confitería de lujo una de mis cajas. Me hizo ilusión. (No conservé ninguna, todas las vendí). Pero tenía presente que era un peligro; hacía las justas. Nunca me pasé, a pesar de que me pedían más. Empezó el año 1947 y terminó en 1950 o por ahí. Estaba harto del siglo xix”.

Desgraciadamente, nada se conserva de aquellas piezas. La primera obra que recoge su archivo es del año anterior al ingreso: un bodegón, un óleo sobre lienzo de pequeñas dimensiones, fechado el 25 de julio de 1945. Un cuadro de fondo tenebrista y compuesto por tomates, aceitunas y un vaso de vino, de clásica composición, y en el que destaca, más por la juventud del artista, el buen juego de rojos, verdes y granates, así como la delicadeza del vidrio.

La educación artística en los años duros de la autarquía y el aislamiento internacional respondía a la intención y voluntad del régimen de, por un lado, trazar las líneas para un arte nacional semejante al que había caracterizado al fascismo italiano y al nazismo alemán, que hundiese sus raíces en un imaginario imperio espiritual que se remontaba en la historia a la búsqueda de grandeza y la reconstrucción de un pasado inmediato, destruido durante la contienda.

En el libro La pintura valenciana de la posguerra, Manuel Muñoz Ibáñez, presidente de la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos, cuenta que “para intentar explicarnos con posterioridad el ámbito donde se desarrolla la personalidad y la preparación artística de los alumnos de la Escuela de Bellas Artes de San Carlos en los años inmediatos de la posguerra, es necesario destacar que durante los años 1939-1951, la enseñanza no solamente ocultó gran parte de los acontecimientos artísticos del siglo xx, sino que incluso se transmitió una ética dirigida contra los mismos, poniendo en duda su validez y su legitimidad, de tal suerte que los alumnos de Bellas Artes veían potenciar los aspectos más vinculados a la estética del xix y sus derivaciones académicas que otros propios del debate contemporáneo”.1

Aunque es más posible que nunca llegaran a los ojos u oídos de Genovés ni de sus compañeros de estudios, no por ello la ideología y el proyecto del régimen franquista, el triste Movimiento, les podría ser ajeno. Así lo proclamaron, desde el momento mismo de su victoria, los vencedores. Manuel Sánchez Camargo, en su artículo “Arte. La pintura de ayer, de hoy y de mañana”, publicado en el diario El Alcázar el 16 de noviembre de 1939, afirmaba la continuidad de un espíritu eterno en el arte:

Se ha hablado mucho de pintura de ayer y de hoy. La distinción no existe: solamente hay pintura –al igual que en todo en el campo artístico– que no conoce de tiempo, ni de espacio, y que si varía no es por la forma exterior reflejada, sino por el espíritu que la informa, espejismo de orden superior. La pintura encontrará siempre problemas que resolver; volúmenes, composición, color y toda la psicología del que quiere decir y no acierta hallar su pensamiento; pero en sí, es hierática, y su ámbito es igual desde los tiempos de los lobos polícromos de Dordo, hasta las obras de Roberto Delaunay. El artista anda, y según la posibilidad de los medios que su ingenio encuentra, construye, para seguir andando y coincidir, a lo mejor, en la pisada anterior.

En la pintura influye notoriamente un signo nacional, y es el arte quien mejor recoge la grandeza de un pueblo. El cenit político coincide, en la marcha histórica, con el apogeo artístico, o en su defecto viene después, a veces tarde, como consecuencia obligada y efecto de causa cierta. Únicamente el pueblo que empieza no encuentra el arte que afanoso busca, pero cuando su sentido universal se determine en sí, el arte saldrá del primitivo subsuelo. […]

Hemos sido los españoles el pueblo que ha llamado mejor a Dios, en la Pintura, que tiene sentido propio desde el divino Morales, hasta el formidable grito entre todas las voces pictóricas que es el Greco.

Nuestro curso imperial, interrumpido cuando faltó la esencia hispana de catolicismo integral, y los regímenes quebraron por corrientes contrarias al sentido misional español, hallará en este resurgir glorioso la forma artística perdida entre ribetes extranjerizantes, y los pintores españoles seguirán como siempre señalando a la Pintura ventanas por donde mejor ver.

El Movimiento salvador no ha terminado solamente con nefastos regímenes políticos, sino con el pequeño arte de visión incierta y esfumada, que tendrá que dar lugar a otro que irrumpirá con pinceles nuevos, mojados en óleos de nuestro ayer, para seguir formando nuestra trayectoria de abridores de las grandes puertas del mundo, en el Arte y en la Historia.

En fechas próximas a la publicación de este artículo, concretamente entre diciembre de 1939 y enero de 1940, Ernesto Giménez Caballero publicó nada menos que seis artículos seguidos en la primera página del diario Levante sobre el ideario falangista y el significado del arte: “La Falange Española tiene el deber de considerar el arte como una militancia, y la propaganda como un servicio”. Por su parte, el falangista Rafael Sánchez Mazas, en su artículo “Confesión a los pintores”, aparecido en el diario Arriba, el 17 de marzo de 1940, y reproducido después en las revistas Destino y Escorial, en abril de 1940 y octubre de 1942 respectivamente, relacionaba directamente el nuevo orden impuesto por la victoria con el desarrollo de un arte propio:

Una idea de orden nos ha sido dada, como una revelación de la victoria, después de la larga caída: una idea total del orden, que necesariamente es una idea de razón, de amor, de justicia, o, si queréis, una idea filosófica, religiosa, poética y política. Puestas así las cosas, solo quiero y solo puedo tener un objetivo con poetas y artistas, y es el de tender puentes entre aquella idea de orden total y las ideas del orden de la poesía, de la pintura, de las letras y de las artes.

Todos los órdenes se aman entre sí y se quieren tener amistad. Y se aman tanto más cuanto más ponen los ojos en las cosas divinas. […]

Las pinturas tienen cuerpo y alma: son obras sensoriales y mentales, están hechas a imagen y semejanza del hombre. Yo no puedo mirar sin estupor en la pintura ese pobre barro coloreado que –al igual de mi carne– pugna por teñirse de espiritualidad… Como la tierra amarga de la aurora pugna por empaparse de cielo. Un mismo patético drama hace a la pintura, como hija del hombre que es, demasiado semejante al hombre: pobre, débil y opaca como él, frente a su sueño; pero como él, capaz, en su pequeñez y miseria, de traer el barrunto de cosas extraordinarias y aun divinas, en la tiranía de las cuatro esquinas, en la tiranía de las dos dimensiones, en una increíble tortura frente al tiempo y frente al espacio y frente a cuanto está más allá del tiempo y del espacio. Pero la fuerza y la belleza vienen –lo mismo en biología que en historia– de resistir al medio, de vivir en climas difíciles y obtener la victoria. La Falange sabe también de esto. En ese duro clima geométrico, la pintura de Europa ha logrado sus grandes prodigios, porque en él ha vivido y ha combatido difícilmente, peligrosamente, sin darse por vencida, hasta vencer. Toda victoria en el espacio se reduce siempre a lo mismo: llámese victoria del Ebro o Venus del Giorgione. Ya decía Plutarco que el gemelo divino, hijo del Cisne, había inventado un paso militar que vencía a la masa contraria por el ritmo. En el fondo se vence siempre por el ritmo de las líneas, de los pasos o de los latidos del alma, sea en la tela de pintar o en el campo de guerra. Se vence por el modo de ser, y nuestro modo de ser es un ritmo indisoluble de cuerpo y alma.

Un nuevo sistema que habría de desarrollarse también legalmente. De este modo, hay órdenes de julio y agosto de 1939 que reorganizaban las escuelas superiores existentes de Valencia y Madrid. La Escuela de Bellas Artes de Valencia introdujo el arte sacro como estudio obligatorio, con materias como Liturgia y cultura cristiana, Restauración de pintura y escultura, que afectaban fundamentalmente a los bienes eclesiásticos destruidos o dañados durante la Guerra Civil. Al año siguiente, un decreto con fecha de 30 de julio reorganizaba los estudios de Bellas Artes y una Orden del Ministerio de Educación, del 11 de julio, emitida por la Sección 10, Fomento de las Bellas Artes, obligaba a inscribirse en un fichero de artistas –tanto a artistas practicantes de las artes plásticas, como a artesanos–, al que “debían aportar datos sobre su persona que debían incluir sus actividades políticas durante los últimos años”.

Más tarde, en 1942, se reorganizaron de nuevo todas las escuelas de acuerdo a un régimen común y orgánico. Entre los profesores de aquellos años destacan algunos nombres, que seguramente dieron clase a Genovés. Así, Ernesto Furió, que desde 1942 era catedrático de Grabado calcográfico y recibió el Premio Nacional de Grabado en 1947, y del que Genovés afirma rotundo que era “un artesano del grabado, un sabio. Fue una mina para mí, aprendí mucho de él, lo sabía todo sobre técnicas. El grabado al buril, el aguafuerte a la manera negra… Me ayudó a refinar mi sensibilidad”.

Del todo peyorativo es, sin embargo, su juicio sobre Alfons Roig, sacerdote, al que la historiografía ha situado en cierta posición de privilegio por el hecho de acercar a sus alumnos a modernistas como Van Gogh o a artistas vanguardistas como Matisse, Kandinsky o Klee, al que la Diputación de Valencia distinguió en 1981 con la convocatoria de los Premios de Artes Plásticas que llevan su nombre, como también lo lleva el auditorio de la Facultad de Bellas Artes. Cuenta Genovés que Roig era “el cura del barrio. Cuando me vio en San Carlos puso cara de horror. ‘Ahora contará este lo que sabe’, debió de pensar; y lo que yo sabía era lo que sabíamos todos en el barrio, que abusaba de todos los niños que podía a cambio de la comida que proporcionaba a sus padres. No, nunca conté nada, pero no le tenía ninguna simpatía, pero pruebas de lo que sabía sí que las tenía. Ahora, cualquiera contaba algo negativo de un cura en aquella época…”.

Y amplía su mal recuerdo hasta los años del colegio, cuando el cura del barrio se presentaba en el Colegio Hispano-Americano de don Santiago: “Mi maestro tenía que superar mil problemas, sobre todo con la Iglesia, y ahí viene otra noticia sobre el cura Roig, inédita y vivida por mí. De vez en cuando, en plena clase, se presentaba en el colegio el cura don Alfons. Le solía decir al maestro: ‘Bueno, don Santiago, déjeme a estos diablillos para ponerlos un poco más cerca del Señor, que a lo mejor lo tienen olvidado’. Don Santiago salía de clase disparado sin decir una palabra, y empezaba entonces un larguísimo rosario, con sus avemarías y demás dichirachos, y comenzaba también su sesión de magreos y toqueteos a nosotros. Tanto es así, se lo estaba pasando tan bien, que con sus entusiasmos, se olvidaba del rezo. Ante la atención de toda la clase, y muchas risas ocultas al ver al cura con la mano metida por el cuello del alumno en cuestión en plena oración mística olvidada. De pronto se daba cuenta y, asustado, anunciaba un padrenuestro que no venía a cuento. No visitaba, sin embargo, el colegio de al lado, el de las chicas, solo a los chavales nos quería salvar del infierno. Un cura de barrio en aquella época de dictadura tenía más poder que un gobernador civil; para todo se necesitaba el informe del cura, y un informe negativo sobre el colegio serviría para cerrarlo en un día y enviar a don Santiago a la Argentina o a la cárcel.

”En cualquier caso, nos dimos cuenta enseguida de que los tíos que estaban allí, los profesores, eran unos enchufados. Eran unos tíos que habían ganado la guerra, que estaban al lado de los vencedores, y nosotros sabíamos que la gente que importaba estaba fuera, en México y otros lugares.

”Eran nulos. Un ejemplo: un día me vino el profesor de estatua, estaba yo en primero, y para ‘enseñarme’ me coge el carboncillo y, a grandes voces, me dice: ‘Deje, deje. Esto se hace así y así’. Y para cuando llegó al borde inferior del papel, el dibujo no le cabía. Entonces exclamó: ‘¡Bueno, esto, pero bien hecho!’. ¡Y a mí, el papel Ingres me había costado dos pesetas y el cabrón aquel lo había desperdiciado! Unos beatos, católicos furibundos, que nos metían dos veces al año a ejercicios espirituales… Nos enviaban a un convento y allí lo pasábamos fenomenal, eso sí.

”Para ellos solo había dos pintores en el mundo: Sorolla y Velázquez. Insultaban a los impresionistas diciendo, por ejemplo: ‘Manet y Peguet’, que en catalán quiere decir ‘manita y piececito’, ¡esos franchutes, que no saben nada!”.

Para su sorpresa, Genovés suspendió la asignatura principal de primer curso, la de pintura de bodegón, que aprobó, sin embargo, en la convocatoria de septiembre. Todavía conserva algunos de los trabajos, tanto carboncillos sobre papel como pinturas de los trabajos para el curso preparatorio para el ingreso en la Escuela y varias pinturas al óleo realizadas al año siguiente de su ingreso y durante los años de estudio. Entre estas últimas destacan un retrato de perfil de su hermano Eduard (1947), un retrato del pintor Vicente Fillol (1948), artista del que tendremos noticia más adelante, muy rico de empastes, y un autorretrato, de ese mismo año, muy estilizado y con un buen uso de las luces, del que señalamos su cariñosa dedicatoria: “A mi querida madre, en prueba de cariño de su hijo Juan”.

La comprensión y dedicación de sus padres y hermanos resultó fundamental para que Juan Genovés pudiese estudiar, pese a las graves dificultades económicas que atravesaban. En ello jugó un papel tan generoso como protagonista su hermano pequeño Eduard, que aceptó ponerse a trabajar siendo todavía un niño para que aquella aportación económica supliese la que Juan dejaba de ingresar mientras estudiaba. El mismo Eduard nos recuerda cómo fueron los inicios artísticos de Juan y el porqué de aquella decisión: “En el año 1941 nos mudamos a la calle Santo Tello. En la que fue nuestra casa convergían dos calles y formaban una especie de plaza, en chaflán, y en esas aceras era donde jugábamos. Mi barrio estaba sin asfaltar. Juan cogía un trozo de tiza o de yeso y pintaba en el suelo, desde el ‘sambori’ (la rayuela) para que las niñas saltaran hasta los dibujos del tebeo, como El Guerrero del Antifaz.

”Siempre le he visto, desde muy joven, como un innovador. En el barrio era un crack. Jugábamos al fútbol con pelotas cosidas con papel y trapos, y de pronto dijo: ‘Vale de fútbol, hay que jugar al béisbol’. Nadie sabía qué era el béisbol, y él lo debía de haber visto en una revista o en un No-Do. Y desde entonces se organizaron los equipos de béisbol. En el taller de ebanista de mi tío nos hicieron un bate, e hicieron pelotas con cámaras de bicicleta, o usábamos pelotas de tenis que caían en la acequia detrás de Mestalla.

”Mi madre tenía una carbonería, y ambos la ayudábamos a repartir el carbón por las casas. Juan ya dibujaba, lo hacía en la pared de la trastienda con trozos de carbón, que a veces regábamos, no para que el carbón pesara más, sino para que no se levantara polvo. Había pintado un Coyote,2 con su sombrero mexicano y su antifaz, de dos metros de alto, que había visto y admirado todo el barrio. Un día mi madre le enseñó a una clienta, que era esposa de un profesor de la Escuela de Artes y Oficios, que estaba en el mismo barrio, los dibujos de Juan, y la mujer se lo dijo a su marido, que vino a verlos y le gustó lo que vio. Y cuando, unos días después, conoció a Juan le propuso que entrara en Artes y Oficios. Pero si Juan iba a estudiar, no había para pagar los estudios a los dos. Y se planteó el problema en casa, y yo dije que me parecía bien que estudiara él, porque yo no era buen estudiante, y que ya entre todos apretaríamos para que estudiara. Mi madre estaba muy contenta de que Juan estudiara, y mi padre dejaba que decidiéramos nosotros porque prefería no meterse. Mi padre era un hombre muy sencillo, pintor y decorador de muebles. Sobre su carácter, recuerdo que un día Juan y yo estábamos casi peleándonos por un papel y vino mi padre y nos pegó. La única vez. Estuvo tres días enfermo. Desde entonces no hemos reñido nunca. Siempre he sido admirador de Juan.

”Mi madre, a través de un señor muy influyente en Valencia, en cuya casa había estado sirviendo, y que conocía al notario Enrique Taulet y Rodríguez Hueso, me consiguió el trabajo. Por cierto, cuando fui a la entrevista me acompañó Juan, y el notario cayó en el error de que el trabajo era para él, por ser el mayor. Pero Juan le dijo: ‘No, yo estoy estudiando, el trabajo es para mi hermano’. Y le pareció bien. Tenía yo buena letra, importante en una notaría, y me contrataron. Tenía entonces trece años y Juan, unos quince y pico”.

Eduard Genovés ha sido oficial de notaria durante cincuenta años, desde 1950 a su jubilación en 2000. Estuvo con el mismo notario más de treinta y cinco años. Luego, con los que llegaron después –hasta diez–, siempre en el mismo despacho, en el centro de Valencia, junto al Ayuntamiento.

“A veces me preguntan si he tenido envidia de él porque estudiara. Nunca, siempre le he admirado. Siempre me lo agradeció, y me lo ha dicho muchas veces, y siempre ha tenido atenciones conmigo. La única envidia es que cuando se iba por ahí con chicas nunca me presentaba a ninguna. Se iba y volvía con los amigos presumiendo. Por la diferencia de edad, mis amigos y yo un día nos fuimos a escondidas a ver si aprendíamos de ellos cómo ligar, pero nada, no se comían un rosco, aunque volvieran presumiendo. Luego más adelante ya tuvieron sus cosillas…”.

Juan Genovés recuerda cómo organizaron la primera protesta estudiantil contra una de las autoridades del régimen, algo en lo que, si no fueron los primeros, sí que cabe inscribirles como pioneros adolescentes en la resistencia al franquismo rampante. “La hicimos con una ingenuidad casi infantil, porque podíamos haber acabado todos en la cárcel. Visitaba la Escuela el marqués de Lozoya, que era entonces director general de Bellas Artes. La Escuela estaba entonces en lo que es hoy el Centre del Carme, siempre sucia y abandonada por sus responsables, y los estudiantes habíamos protestado una vez y otra sin que nos hicieran el más mínimo caso. Cuando se anunció la visita del director, como cada vez que venía alguien de Madrid, parecía que se trasladaba el mismísimo El Pardo a Valencia, y limpiaban y aseaban como si esa fuese la costumbre y no la excepción. Entonces cogimos todos los caballetes que había en una de las clases, les pegamos fuego y los tiramos a un pozo que había en el claustro, y con lo que encontrábamos ensuciamos y guarreamos todo lo que pudimos para que la Escuela tuviese el aspecto de un día normal. Finalmente, no pasó nada, pero el director nos reunió a los alumnos y nos lanzó una filípica sobre que debíamos ser caballeros y esas cosas. Las damas, al parecer, no tenían que ser nada. Y se volvió a armar el lío, porque exigimos que las chicas estuvieran presentes y ellas protestaban también. Organizamos un buen lío.

”En los cincuenta ya hubo follón de los estudiantes en Madrid, cuando los hechos de San Bernardo, pero, en verdad, fuimos los alumnos de mi curso, el más rebelde de la Escuela –del que luego salieron Los Siete–, los que posiblemente organizamos la primera protesta estudiantil del franquismo.

”No teníamos información, pero tontos no éramos. Recuerdo de esa época una frase que me guardé en la cabeza: ‘La experiencia es el arma de los vencidos de espíritu’. La escribí entonces, estará en mis papeles. Tenía dieciocho años y no la he olvidado. La experiencia es para la gente que se defiende con ella porque no tiene otra cosa. ¡La experiencia es una mierda, vamos!

”Hubo un profesor al que matamos a disgustos, es cierto. El señor Tuset, que fue director de la Escuela. El primer año que nos tocaba desnudo decidió suprimirlo. Esgrimió que no sabíamos dibujar y nos puso a hacer orejas, narices y ojos una y otra vez, y los pintábamos entre los compañeros hasta que ya nos cansamos y le pedimos una entrevista. Fuimos a verle provistos con unas reproducciones que habíamos conseguido de Van Gogh, las desplegamos y le dijimos: ‘Don Salvador, este pintor sabía dibujar mejor que usted’. El hombre se encendió, se puso como loco, gritando precisamente: ‘¡Qué me decís, qué me decís, ese es un loco, un loco!’. En Francia, ‘el loco’ estaba hasta en los calendarios, pero para el profesor aquello era totalmente revolucionario. Le dio un patatús. Lo llevaron a una clínica. Fuimos a visitarle, un poco contritos, y cuando nos vio se puso a gritar de nuevo, y ¡se murió a la semana! Siempre decíamos: ‘¿te acuerdas cuando matamos a don Salvador?’ […].

”Don Salvador nos quitó todos los tubos de negro. Nos decía: ‘El negro se fabrica con rojo, con carmín y verde botella. Sorolla lo hacía así. Y tenéis que acostumbraros a pintar con ese negro’. La mayoría de los alumnos eran hijos de los que hacían las fallas y sabían la tira de pintura, y trajeron pigmentos negros y con ellos pintábamos, y él lo llevaba mal. Además, nos hacía entornar los ojos para pintar porque decía que Sorolla los entornaba, y nos miraba con los ojos entornados… Nosotros decíamos: ‘Los ojos bien abiertos para ver la pintura’, y se quedó como un eslogan. Cuando pasaba un profesor lo decíamos: ‘Los ojos bien abiertos para ver la pintura’”.

En un punto coincidían los más conspicuos de los jóvenes alumnos: estaban hartos de Sorolla. No podían más con su repetido y obligado magisterio y ejemplo. Ni tampoco con sus epígonos. Así, el antes citado Salvador Tuset Tuset (1881-1951), catedrático de Colorido y Composición y director de la Escuela precisamente desde 1946 –el año de ingreso de Juan Genovés–, con quien los alumnos tuvieron sonados enfrentamientos. También el quizá más popular de ellos, el amanerado Manuel Benedito (1875-1963), autor de grandes retratos aristocráticos y de los entonces célebres carteles para la Unión Española de Explosivos, que se reproducían en los calendarios, y al que el Ayuntamiento de Valencia dedicó una gran exposición entre noviembre y diciembre de 1949, al tiempo que le concedía la medalla de oro de la ciudad.

Eusebio Sempere ingresó en la Escuela en 1941, obtuvo la titulación en 1946 y permaneció en ella dos años más, hasta 1948, cursando estudios de grabado. El crítico de arte y profesor de la Facultad de Bellas Artes de Valencia Pablo Ramírez, en un breve ensayo sobre los años valencianos de Sempere y respecto a la Escuela de San Carlos, apunta:

Ineptitudes y corruptelas aparte, las escuelas de Bellas Artes, durante la inmediata posguerra, habían estructurado un sistema de enseñanza fundamentalmente dirigido a la formación de profesionales capaces de acometer la reconstrucción del patrimonio artístico destruido durante la guerra. Obviamente este sistema era incompatible con la modernidad. Por otra parte, la vanguardia artística republicana se consideraba altamente sospechosa.

En Valencia, la generación artística de los cuarenta tuvo que sobreponerse a este estado de cosas y las alternativas que desarrolló dependieron del grado de radicalidad de sus protagonistas: Pinazo, el posimpresionismo o el expresionismo constituyeron a menudo los eslabones progresivos de un proceso de rechazo a la enseñanza oficial promovida en la Escuela de San Carlos.3

El propio Sempere evocaba la figura del malhadado profesor Tuset, al que también sufrió. Sobre el hartazgo sorollesco apuntaba:

El sorollismo estaba pujante en Valencia, y cada profesor, en las diversas asignaturas, nos obligaba a que pintásemos como Sorolla, todos indistintamente… Es normal que los dos o tres primeros años tenga uno como modelo a un gran pintor como, por ejemplo, Sorolla. Pero de jóvenes parece que cuando le obligan a uno a una cosa uno se enfrenta a ello. Así fue como decidimos todos los jóvenes ser antisorollistas.4

El año 1949 fue crucial en el desarrollo artístico de Genovés, tanto en lo personal como en lo colectivo. En el segundo aspecto, porque es el año en que, junto a algunos de los alumnos más inquietos de la Escuela, fundó el grupo de Los Siete, su primera incursión en un modo organizativo que dejó huella en toda su trayectoria posterior, y que, al principio, fue sobre todo un centro de debate y discusión. Alquilaron entre todos un cochambroso “estudio” en la calle Quart, al que, por su forma, denominaron el Tranvía. En el aspecto personal, porque es el año en que vende su primer lienzo, Paisaje de Santo Domingo, que adquiere José Carles, un modesto empleado de banca con vocación frustrada de pintor que, en la medida de sus posibilidades, ayudó siempre a Genovés: “Era un hombre muy culto, amante de la pintura y con alma de mecenas, pero sin posibles. Un día me invitaron a comer a su casa él y su mujer, Elena, muy simpática conmigo también. En la sobremesa comentamos algo sobre los dibujos a línea de Picasso, del que José era un gran admirador. ‘Igual tú le haces un dibujo de esos a mi hijo Guzmán, de esos sin levantar casi el lápiz del papel’. Me lanzó el reto y yo lo acepté, sin el casi. ‘¿Tienes material aquí?’, le dije. ‘Sí, soy capaz de dibujar a tu hijo Guzmán sin levantar el lápiz del papel’. Su niño tenía entonces unos cuatro añitos. Cogió una pelota y se me plantó delante, quieto el tío, plantado y posando. Vi el dibujo ya hecho. La verdad es que me quedó muy bien. Aquello me consagró para aquella familia, que siempre me consideró algo raro, un genio. A partir de entonces, cada año me enviaba un décimo de lotería. ‘Tú lo único que necesitas es dinero. Si yo lo tuviera…’, me decía. Durante toda su vida recibí el regalo, nunca tocó nada, pero José cumplió”. Fue también José Carles quien le regaló el libro de Maurice Denis Nuevas teorías sobre el arte moderno y sobre el arte sagrado (1922), que fue su libro de cabecera en esos años y el origen de su continuado interés posterior por los escritos de artistas.

No se conserva en el archivo rastro alguno de Paisaje de Santo Domingo, pero sí de otro cuadro del mismo año, propiedad del artista, titulado curiosamente Alamedetes, en el que destacan lo recio de la composición, presidida por la diagonal que trazan los árboles que le dan nombre, y lo parco, a la que vez que natural, de su escala de colores. De ese mismo año, más singular, y hoy en manos de su hermano Eduard, es Regalo a mi madre, una reinterpretación de imágenes de los primitivos italianos de la escena de La Presentación en el Templo, de brillantes arquitecturas. Genovés nunca ha ocultado esa preferencia por los primitivos ni tampoco su renuencia ante el barroco y sus artificios:

“Tuve una época al acabar la Escuela, harto de Sorolla y de la estética que veía en España, que me fui a Giotto, al Medioevo y, coincidiendo con la pintura valenciana de los siglos xiii y xiv, a las pequeñas figuraciones de los altares, las predelas, que son historias. No conservo nada de eso, lo vendí a algún americano que compraba a artistas de medio pelo, compraba obra por montones, le vendí todo eso. Era una pintura un poco religiosa, aunque yo no lo era, estaba muy influenciado por Giotto y esos… Pintaba al huevo, no tenía dinero para pintar con óleo, compraba dos huevos y los miraba, y, en vez de comérmelos, pese al hambre, quería hacer una tortilla… Los pigmentos eran muy malos, no sé qué habrá pasado con ellos. Me gustaría verlos, no tengo fotos, no tenía ni dinero para fotos. Hice una multitud enorme, el Domingo de Ramos, con Cristo en un burro… Es una época mía desconocida. Me sirvió para distanciarme del arte del día, de entonces.

”Me gustaba la pintura de la que el Museo San Pío V [el actual Museu de Belles Arts de València] posee en abundancia, la pintura prerrenacentista, y me volvió loco la pintura románica cuando a los diecisiete años visité el Museo de Barcelona [el actual MNAC, Museu Nacional d’Art de Catalunya]. ‘Cuanto más antiguo, más moderno’ era mi lema, lo que se tomaban a chunga mis compañeros, pero era verdad. Todo el barroco lo veía trucado, tramposo, complicado, obscuro y falso, incluido Velázquez. Cuando entré por primera vez al Museo del Prado, me fui corriendo a ver a Fra Angélico, su Anunciación, luminosa. No me gustaron Velázquez ni Rubens, casi nadie. No estaba yo para obscuridades sucias. Unos años después opinaba que había que quemar los museos. Soy consciente de haber perdido mi mirada amplia, luminosa, optimista, la que tienen los niños que no conocen la sombra; la perdí cuando empecé a preocuparme por la sombra. Tan intensamente que los compañeros de estudio empezaron a llamarme ‘sombra’ de sobrenombre. Fue entonces cuando caí en la cárcel de la cultura, entre cuyos barrotes me encuentro. Cuánto daría por poder ver como aquellos ‘salvajes’ de la jungla que, por lo visto, al enseñarles una fotografía, dijeron: ‘Sí, son personas, pero ¿qué son esas manchas negras que tienen en las caras?’”.

De cuáles eran las limitadísimas condiciones de acceso al pensamiento, o a las realizaciones contemporáneas, puede dar cuenta el hecho de que los integrantes de Los Siete recibiesen como agua de mayo los catálogos del Primer y el Segundo Salón de Octubre que tuvieron lugar en Barcelona en 1948 y 1949. El primero, con textos de Sebastiá Gasch y Josep María de Sucre; el segundo, con reproducciones de obras de Ángel Ferrant, Cuixart o Tàpies, que Paco Candel mandó a Genovés y este puso a disposición de sus compañeros. También el que, con motivo de la exposición de veinte gouaches de Sempere, en la Sala Mateu de Valencia –a su regreso de una estancia en París–,5 se desatara entre el artista y otros pintores, incluido Genovés, un encendido debate en tertulias y discusiones respecto al arte abstracto. Sempere cuenta así su experiencia:

Pude obtener una beca de la universidad, dotada con 3.000 pesetas para hacer una estancia lo más larga posible en París. En noviembre de 1948 salí hacia la capital francesa, mi máxima aspiración. Por fin iba a conocer y a ‘tocar’ la pintura en la aventura que había empezado con el Impresionismo.

El shock fue brutal; confuso el intento de análisis e inmenso el gozo de sentirme vivo en aquel ambiente de museos y galerías.

George Braque, mi admirado pintor, vivía muy cerca de la ciudad universitaria, junto al parque de Montsouris. Una mañana le encontré, con un cesto, comprando verduras en una pequeña tienda de comestibles. Más tarde tuve la alegría de poder visitarle dos veces en su estudio.

En una galería que desapareció pronto […] se colgó una exposición antológica de W. Kandinsky. Quedé deslumbrado. Para mí suponía la etapa lógica de la pintura llevada a sus últimas consecuencias. Era un camino que yo debiera continuar recorriendo. Aún ignoraba la obra de Mondrian.

En verano regresé a Valencia con una carpeta de mis pinturas sobre papel; pequeñas y sencillas, de formas geometrizantes contorneadas de negro. El dueño de la Galería Mateu, don José, se arriesgó a enseñarlos en su galería. Hubo discusiones y el resultado del balance fue negativo. Dos años después las destruí totalmente. Sus títulos eran Tiempo Materia y Espacio, Abstracción en cuatro colores, Límite, Universo, etcétera.

Por su parte, Genovés explica: “Siempre he tenido cierta aversión a lo abstracto. Sempere, en los años cincuenta –yo estaba entonces estudiando–, vino de París a Valencia e hizo una exposición abstracta. No se había visto nunca en Valencia y chocó mucho, y en una conferencia dijo: ‘Lo abstracto es pintar el universo, las cosas son abstractas, hay que ser puro en la abstracción, etcétera’. Y yo le interpelé: ‘Y si te cae una mancha y se parece a un perro o a un burro, lo tapas porque es figurativo’. Y me contestó: ‘Me haces pensar, ¿eh?’. Porque, claro, esa mancha sale del trabajo, pero si tiene algo de figurativo, ¿lo borras? Esa es una pregunta…”.

Sempere estaba convencido, así nos lo comunicó a los autores de este libro en distintas charlas y conversaciones a lo largo de los años que tuvimos la fortuna de conocerle, de que toda obra, hasta la más figurativa, es abstracta.

El 27 de mayo de 1949, acabando el tercer año de estudios en la Escuela de Bellas Artes, y tal como consta en las, permítasenos la libertad, enternecedoras actas que levantaban de cada reunión, Genovés, junto a otros alumnos, constituyen el grupo Los Siete, que si bien no tendrá la repercusión nacional o internacional de otros coetáneos o posteriores, sí será determinante para algunas de las normas de conducta social y profesional de los artistas participantes.

Según cuenta Manuel Muñoz Ibáñez en el libro antes citado,6 en Valencia hay un solo antecedente relevante de trabajo grupal o colectivo, precisamente surgido también en la Escuela de San Carlos: el Grupo Z, constituido en 1946 por Manolo Gil (1925-1957) y José Vento (1925-2005) y al que se incorporaron varios alumnos de la Escuela. Sobre ellos aparece una primera noticia en prensa en noviembre de 1947, en el diario Jornada, donde curiosamente se les denomina Los Ocho, pues fueron ocho los artistas que expusieron en una librería de lance. Esta era propiedad de Salvador Faus, también él artista, creador del fachismo, sustentado en “la incapacidad reconocida para reproducir las formas que ven nuestros ojos”. “Los anaqueles de la librería de Faus”, escribe Ibáñez, “eran transformados, con papel de embalaje, en improvisada sala de exposiciones de ocho a nueve y media de la tarde. La temática general del joven colectivo eran paisajes, figuras y bodegones, realizados al óleo, acompañados de algún aguafuerte, obras en las que se detectaba austeridad, reducción cromática e interés por el claroscuro”.

Algunos de los rasgos y normas de los miembros del Grupo Z serían, posteriormente, adoptados por Los Siete, como la celebración de tertulias y debates y los modos de selección y rechazo de las obras que se debían exponer.

En primer lugar, señalemos las dificultades que tendrían que afrontar los integrantes de Los Siete, y antes los del Grupo Z, para reunirse, ya fuese en público o en privado, a finales de los años cuarenta y en los primeros años cincuenta. En aquel momento, la represión franquista, si no se encontraba en el apogeo que siguió a su victoria militar –esta llevó a la cárcel a un número indeterminado, próximo a las 300.000 personas; a otras 100.000 las condenó a estar bajo estrecha vigilancia; a 50.000 a ser ejecutadas, y entre 1939 y 1942 llevó a unas 350.000 a perecer de hambre o enfermedades–,7 sí estaba todavía brutalmente activa en todos los rincones de España y era especialmente virulenta en ciertas capitales que se habían distinguido por su resistencia a las fuerzas sublevadas, así Valencia. Sirva como ejemplo, por menor que sea, que hasta el final mismo de la dictadura –son recuerdos personales de quienes firmamos este libro– para celebrar una reunión de más de cuatro personas había que facilitar en la comisaría correspondiente los nombres de los reunidos y sus correspondientes carnés de identidad, y no era extraño que la Brigada Político Social efectuase alguna visita de comprobación.

De otras circunstancias nos informan detalladamente las actas antes referidas, escritas en un pequeño cuaderno escolar de los de una raya, que Genovés conserva en su archivo. Así en la primera de ellas, encabezada con el epígrafe de “Bases”, leemos:

En Valencia, 27 de mayo-1949. Queda constituido el Grupo con la denominación (ilegible) con los siguientes componentes, pintores y escultores a saber:

Juan Bautista Lloréns Riera, Juan Genovés Candel, Vicente Fillol Roig [al que Genovés había retratado el año anterior], Vicente Castellano Giner, José Masiá Sellés, Ricardo Hueso de Brugada.

Considerándose a estos componentes como fundadores del Grupo.

Le siguen un listado de notas en las que se detallan la estructura, composición, reglas, normas, exigencias y contabilidad del grupo. Destacaremos algunas por su especial carácter en su momento. Así,

Nota 5: No podrá ser rechazada una obra siempre que se note un afán de superación en el artista.

Nota 6: Los acuerdos tomados por el grupo serán por votación general.

Nota 9: Para admisión y expulsión de algún miembro del Grupo se efectuará por votación general.

Nota 13: Se impondrá una cuota de 5 pesetas mensuales a todos los miembros del Grupo a beneficio de este.

A la precaria contabilidad del que cabe suponer ejercicio entre mayo y septiembre de 1949 le siguen unas “Observaciones” fechadas el 11 de septiembre y firmadas solo por el secretario, Vicente Mir, que en unas pocas líneas anota la dimisión de dos escultores integrantes del Grupo “por verse estos señores en estado de no poder prestar el debido apoyo al que estaban obligados”, lo que nos deja un rasgo que define el momento que más o menos todos ellos atravesaban.

Un mes más tarde, el 22 de octubre, los miembros del Grupo acuerdan, en otro rasgo de época, “dar al presidente una autoridad máxima en las reuniones a fin de no alterar el orden público”; también, y lo que es más importante para retratar el ánimo que los guiaba, acuerdan hacer una biblioteca, o fondo, de literatura, “a fin de que el grupo alcance una amplia cultura” (cosa muy necesaria en tiempos de perversión como los que corremos ahora)” y fundar una tertulia “con el único fin de discutir temas de envergadura”.

Esta tertulia de Los Siete despertó la atención de la prensa local. Un artículo en una hoja sin cabecera ni fecha, pero que cabe fechar en enero de 1950, poco después de la primera exposición del Grupo, firmado por Valenzuela, se inicia con el anuncio de que esta tertulia que recoge es la segunda del Grupo y el dato de que “el local está casi totalmente lleno de jóvenes que charlan y fuman”. Curiosamente, en la misma página del periódico aparece un pequeño anuncio de la revista Reader’s Digest que alerta de los peligros del consumo de tabaco. El artículo cita a algunos de los invitados: “Fernando Escribá [sic], el gran pintor valenciano,8 Gombau, Maximiliano Theus, un noruego muy amante de España y gran entendido en la pintura”, para, acto seguido, poner en antecedentes al lector sobre la tertulia.

Según el relato de uno de ellos, una buena tarde, a la salida de una de las clases, se metieron en una tasca. Allí charlaron hasta por los codos. Hablaron de Velázquez, de Goya, de Emilio Sala, de Sorolla, de Dalí, de Picasso, de Daniel Sabater […]. Cada uno fue exponiendo su problema personal y sus opiniones. Al final, cuando ya la conversación iba languideciendo sugirió alguien la idea de asociarse todos los presentes para poder luchar mejor contra las dificultades y trabas que surgen al paso del pintor novel.

Pocas líneas después, el artículo recoge elementos de la actuación del Grupo:

–¿Quién de vosotros dirige el Grupo?

–Nadie, aquí todos tenemos voz y voto.

–¿Luego, no hay una dirección que seleccione los cuadros?

–Aquí cada uno expone lo que mejor le convenga.

–Tampoco habrá, naturalmente, quien marque las directrices artísticas del Grupo, ¿no es cierto?

–Exacto. Cada uno sigue la corriente que quiere.

–De todos modos, es de presumir que constituyáis un grupo homogéneo, identificados todos vosotros con una misma tendencia pictórica.

–No, en absoluto. Nuestras diferencias son algo más que matices. No nos encontramos unidos por la misma Escuela. Cada uno tiene estilo distinto. Solo estamos vinculados por una misma ambición y unos mismos deseos.

–Y esa ambición es crear en Valencia un ambiente para el pintor joven.

–Eso es. Pero que conste que no nos guía un fin comercial. Ni mucho menos. Solo pretendemos que los pintores jóvenes encuentren un fácil modo de desenvolverse en nuestra ciudad; que se sientan acogidos y alentados.

Expusieron por primera vez en enero de 1950, en la planta baja de la tienda de muebles de un tío de Juan Genovés, Vicent Genovés Cubells, en la calle Colón, n.º 38.9

El artículo informa de que las obras expuestas fueron once y destaca “el sentido actual y antiacadémico” de las obras de Fillol, “que aún se hace más ostensible en Los ciegos de Genovés García [sic], quien, con técnica aún incipiente, nos enfrenta con un motivo entre ornamental y expresivo de ardua composición”.

En la segunda exposición del grupo, en noviembre de 1949, expuso La torre, Bodegón del frutero y Forma. Muy rico de colorido –rojos, amarillos, turquesas, azules– es Lavadero, un cuadro plagado de figuras que expuso en la muestra realizada por el Grupo, en abril de 1950, en el mismo bajo de la tienda de muebles, con la participación, ahora sí, de los siete integrantes. El comentarista del mismo periódico que publicó ese primer artículo y que firma con las siglas O. J. apunta: “Atención especial despierta Genovés Candel con su Lavadero, gracioso, movido, muy sugestivo de color y muy certeramente compuesto; y eso sin olvidar sus Muchachas de perfil, obra en verdad muy esperanzadora”.

Volvieron a exponer en octubre y de nuevo obtuvieron una serie de críticas más que favorables, en las que siempre se destacaba la juventud de los todavía estudiantes y lo simpático de su gesto. El crítico de Las Provincias Eduardo López-Chavarri los comparaba con los cinco compositores (Rachmaninov, Stravinsky, Prokofiev, Khachaturian y Shostakovich) que conformaron la Escuela moderna rusa: “Estos también permanecen con sus estilos propios y sus temperamentos, buscando cada cual su verdad artística, que es la mejor manera de hacer arte. ‘Los Siete’ tienen también una remembranza con aquellos compositores: no quieren producir en cantidad, se atienen al castizo ‘poco, pero bueno’. Así esa serie de 21 notas de color (tres por expositor) interesantes, juveniles, inquietas, camino siempre de perfección”. En esta exposición Genovés presentó tres pinturas: Paisaje en tono medio, Madre e hijo y Las viejas y el perro.

En alguna de estas primeras exposiciones del grupo, aunque no podemos asegurar en cual, estuvo el cuadro Paisaje desde mi estudio (1950). Trabajado en una muy sugerente gama de azules, con un cierto aire metafísico italiano, cabe considerarlo como una pieza más que lograda. En el fichero de Genovés consta como propiedad de José Carles.

El año siguiente fue algo menos frenético. Genovés expuso dos óleos y un dibujo. En una nota sin cabecera, con fecha de 22 de marzo firmada por F. G., estas tres obras “nos lo muestran en una cierta contradicción consigo mismo, aunque siempre lleno de la peculiar inquietud y depuración técnica que le son propias”.

Es en 1951 cuando se incorpora al grupo una mujer, Ángeles Ballester, y exponen por primera vez en una sala oficial, la Sala Braulio. La prensa destacó que Los Siete “continúan firmes en su labor progresiva y en su fe de arte. No se vuelven ‘masa’, no se amaneran entre sí, y esto es la mejor señal”.

En este punto se interrumpen las actas, seguramente porque Genovés se aleja físicamente de Valencia, como veremos algo más adelante, y aunque seguirá participando en las exposiciones de Los Siete, su relación personal con sus integrantes se verá interrumpida: “Para la época en que entró Ángeles, yo ya estaba en Madrid, tenía que vivir en Madrid para cobrar la pensión de la Diputación, que en sus condiciones exigía salir de Valencia. Al estar en Madrid no podía atender a las reuniones de Los Siete. Entonces las comunicaciones eran difíciles, no tenía teléfono y por carta era una lata. Recibí una carta en la que me echaban del Grupo por mi inasistencia a las reuniones, lo comprendí y salí del Grupo, aunque con mucha pena. En Madrid ya estaba en otro rollo. Entró Ángeles Ballester en mi lugar. Adela estaba en Madrid conmigo, o yo con ella, mejor dicho”.

La documentación del archivo recoge en este año una producción mucho más abundante que en los años precedentes, en la que se conjugan los numerosos ejercicios exigidos para la obtención de la beca de El Paular y de la Diputación de Valencia, con varios paisajes de Segovia y otros muchos de temática costumbrista, en los que Genovés oscila entre estilos y posibilidades muy diferenciadas, con unos primeros atisbos ya de escapar de un academicismo del que descreía. De 1952, un año de producción mucho más reducida, señalaremos dos obras de formato generoso y temática religiosa, obligatorios para la prolongación de la beca de la Diputación, y que nos dicen mucho sobre las exigencias “espirituales” nacionalcatolicistas de sus promotores.

En 1952 el grupo trasladó sus exposiciones a la Sala Braulio, donde ese año organizaron una muestra colectiva de los pintores integrantes de la Primavera al Aire Libre de Madrid. Como obras de Genovés expuestas nos constan Tono menor, Pintura, Pintura en rosa y la ya citada Muchachas de perfil, todas fechadas en torno al año anterior. Solo hay noticia de dos exposiciones más en la Sala Braulio: una en abril de 1953, cuando expone Madrid, 1952, y Escenas del Mediterráneo, y la del mes de octubre, cuando los mismos componentes de la muestra de 1951 expusieron de nuevo sus “trabajos de verano”.

De las obras de Genovés nos queda el testimonio de Escenas del Mediterráneo y, en blanco y negro, de otro de los cuadros expuestos: Los ceramistas, dos grandes figuras femeninas esquematizadas que ocupan por completo la superficie de la tabla y en el que se sirve de la técnica del temple al huevo. Ambas pinturas fueron entregadas como justificante de la prórroga de la beca de la Diputación, prórroga que le fue denegada al ser rechazadas las obras por el jurado, que, en cambio, le obligó a su exhibición pública, donde, contradictoriamente, fueron galardonadas con sendos premios. También se cuentan las obras Trabajadores laborando junto al mar y Paisaje de Rascafría.

Eduardo López-Chavarri especula en Las Provincias con que Los Siete quizá responden a un nombre simbólico, que recuerda los siete colores fundamentales del prisma, que armoniza con su afán colorista, y describe la que denomina “estética de la emoción”:

Esta moderna estética de la emoción es la que se ve en estos trabajos, en donde se acude a una técnica no por ella misma, sino por la espiritualidad que representa. Cuando en este punto se llega a la liberación, cuando no se es esclavo del ‘hacer’, se está en constante camino de perfección, y esta es otra de las bellas cualidades que ofrecen ‘Los Siete’, un espíritu de superación propio de los espíritus propiamente Artistas.

De los pintores del grupo de Los Siete, solo Sempere y Genovés alcanzaron nombre internacional. “Estaba también Castellano y quizá algún otro, como Michavila –que no era de nuestro curso, sino algo más joven y se unió posteriormente a Los Siete–, que tuvieron alguna repercusión en Valencia.

”El grupo no se disolvió, pero, de alguna manera, yo era el que tiraba puentes y unía a la gente y al marcharme las cosas se pusieron más difíciles. Me mandaron una carta diciéndome: ‘Esto está muy mal, aquí hay mucho lío, Juan vente a Valencia’. Y yo iba a Valencia de vez en cuando, pero los viajes no eran entonces ni mucho menos tan fáciles como ahora. Después entró Sempere y el grupo volvió a revitalizarse. Se unieron otros grupos de poetas y se hacían sesiones poéticas. Con mi tío no sé cómo se entendían porque hasta entonces esa relación siempre la había llevado yo y, quizá porque mi tío empezase a poner pegas, se fueron a una librería y allí continuaron sus actividades. De esas tengo menos noticias, porque yo estaba en Madrid, por cierto, pasándolas canutas”.

1 MUÑOZ IBÁÑEZ, Manuel (1994): La pintura valenciana de postguerra, Valencia, Universitat de Valencia, p. 15.

2 Personaje de ficción creado por el escritor José Mallorquí, basado en el Zorro, un mítico personaje del Oeste americano creado por Johnston McCulley.

3 RAMÍREZ, Pablo (1988): “Valencia: Los años de formación”, en Eusebio Sempere. Una antología. 1953-1981, Valencia, IVAM, p. 17.

4 SEMPERE, Eusebio (1982): “Forma, movimiento y comunicación”, en SORIA HEREDIA, F. y ALMARZA-MEÑICA, J. M. (eds.), Arte contemporáneo y sociedad, Salamanca, Instituto Superior de Filosofía de Valladolid, p. 59.

5 “Eusebio Sempere. Notas biográficas”, en Eusebio Sempere…, op. cit., p. 283.

6 MUÑOZ IBÁÑEZ, Manuel, op. cit., p. 108.

7 Datos extraídos del resumen que efectúan MARZO, Jorge Luis y MAYAYO, Patricia (2015): Arte en España (1939-2015). Ideas, prácticas, políticas, Madrid, Cátedra, p. 19.

8 Antonio Manuel Campoy le dedicó en ABC, el 3 de julio de 1977, esta breve nota necrológica: “Fernando Escrivá (Valencia, 1915-Madrid, 1977), pintor que enriqueció su inicial iluminismo con experiencias europeas afines a su temperamento ‘fauve’, hombre bienhumorado y culto, hombre bueno, jocundo y divertido hasta sus últimos tiempos. Fue Fernando Escrivá uno de los animadores de aquel famoso Curso de Arte de La Magdalena, en 1953, en el que por primer vez se habló aquí de arte abstracto”.

9 Es la misma tienda de muebles a la que se fue a vivir la familia Genovés Candel tras el bombardeo de la Estación del Norte, tal como ha contado Juan en el capítulo anterior.

Juan Genovés

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