Читать книгу Crónicas del cielo y la Tierra - Mariano Ribas - Страница 13

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Cuando nació Jesús, en Belén de Judea, bajo el

reinado de Herodes, unos magos de Oriente se

presentaron en Jerusalén (2:2) y preguntaron:

‘¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer?

Porque vimos su estrella en el este y hemos venido a adorarlo’.

Evangelio de Mateo, capítulo 2

Perdida en el tiempo y en las espesas brumas del mito y la leyenda, la estrella de Belén vuelve a brillar cada fin de año. Aparece en tarjetas navideñas, adornos, canciones, programas de televisión y películas. Es el ícono por excelencia en esos días de apresurados y nerviosos festejos. Y, sin embargo, poco se sabe de ella. El misterioso objeto solo aparece mencionado, y muy brevemente, en uno de los cuatro relatos del Evangelio sobre la vida de Jesús, vinculado a su nacimiento y al legendario viaje de los míticos reyes magos desde Persia hasta Palestina. Un poco más adelante, el Evangelio de Mateo agrega: “… la estrella que habían visto en oriente iba delante de ellos, hasta que se detuvo encima del lugar donde estaba el niño”.

Eso es todo lo que dice la Biblia sobre la estrella de Belén. Pocos datos, y muy vagos. Teniendo en cuenta la época y el contexto histórico, nada impide pensar que se tratara tan solo de un recurso narrativo o de un poderoso símbolo. No hay que olvidarse de que el relato no fue escrito en el momento, sino casi un siglo más tarde. Por lo tanto, pudo estar adornado y modificado una y otra vez. Por otra parte, no existe ningún registro preciso e independiente desde el punto de vista astronómico.

Ante semejante panorama, científicos e historiadores se han lanzado durante siglos al desafío de identificar posibles fenómenos celestes que pudieran ponerse el pesado traje de la estrella de Belén. Otros, basándose en la vaguedad de los detalles y hasta en las contradicciones en las que incurren los propios textos bíblicos, creen que la tarea no tiene sentido. Transitemos, pues, el resbaladizo terreno que nos llevará (o no) a revelar la identidad del más popular de los íconos navideños.

Mensajes del cielo

Desenmascarar a la estrella de Belén siempre ha sido un desafío muy tentador para la astronomía. Los historiadores suelen ubicar el nacimiento de Jesús en torno al año -6, lo cual reduce el marco de búsqueda. Aun así, la tarea no es sencilla. El relato bíblico es desalentadoramente incompleto: no se habla de estimaciones de magnitudes [brillo aparente de los astros], colores ni formas. Ni mucho menos de coordenadas celestes, por supuesto.

Esa ausencia de datos precisos resulta comprensible: hace dos mil años, casi nadie pensaba el cielo en términos verdaderamente astronómicos, sino más bien como un conjunto de símbolos y significados. El cielo era una especie de “techo” natural en el que se proyectaban figuras y seres sobrenaturales dibujados con las estrellas: las constelaciones. Y, también, una suerte de “pizarra” en la que los astrólogos creían leer mensajes divinos, codificados a partir de la posición de los planetas, el Sol y la Luna, la sorpresiva aparición de un cometa o los siempre espectaculares eclipses. Eran épocas en las que los asuntos del cielo no siempre iban de la mano de lo cualitativo y cuantitativo. Por todo lo anterior, no debe sorprendernos que el Evangelio solo haya reparado en el significado de la “estrella” (la supuesta llegada del Mesías), y no en sus características físicas.

Ante los escasos datos que aporta el Libro de Mateo podríamos pensar, simplemente, que la estrella de Belén pudo haber sido cualquier fenómeno astronómico llamativo: desde una supernova o un gran cometa hasta un meteoro extraordinario o una curiosa conjunción planetaria. Pero si aplicamos un análisis astronómico riguroso, echamos mano a fuentes históricas y recurrimos a modernos programas de computación que simulan el aspecto del cielo, varias hipótesis inevitablemente se caen a pedazos. Otras, en cambio, salen bastante más airosas…

¿Un meteoro, un eclipse, una estrella brillante?

Lo más fácil de descartar son los fenómenos breves: las “estrellas fugaces” especialmente brillantes o la caída de algún gran meteoro. Teniendo en cuenta que los “reyes magos” –que no eran reyes sino astrólogos; y que probablemente ni siquiera fueran tres– recorrieron los dos mil kilómetros que separan a Persia –su lugar de origen– de Palestina, su viaje debió haber durado varios meses. Es lógico pensar que nada intrínsecamente fugaz pudo haberlos acompañado y guiado durante el largo periplo.

Siguiendo la misma línea de razonamiento, podríamos descartar los eclipses de Sol y de Luna que –si bien no son fenómenos tan fugaces como un meteoro– no duran más de dos o tres horas. Además, más allá de los falsos efectos que se les atribuían, los eclipses eran bien conocidos en aquellos tiempos. Resulta difícil pensar que algo supuestamente extraordinario como la llegada del Mesías pudiese estar ligado a algo tan regular y previsible como las eclipsantes danzas del Sol y la Luna.

¿Pudo haber sido una estrella muy brillante –como Sirio, Vega, Arturo o Rigel– asomando por el este? Difícilmente, porque las estrellas notables estaban muy bien identificadas, tanto en su posición como en sus trayectorias y épocas de visibilidad. Eran parte del paisaje rutinario del cielo. Por lo tanto, es raro que pudieran “anunciar” algo tan especial como el nacimiento del “rey de los judíos”.

Algo más sólida parece la hipótesis de las novas: las “estrellas nuevas” que se encendían de golpe. Si bien existen ciertos indicios de una nova [una estrella que sufre un fuerte aumento de brillo sin llegar a estallar] observada por astrólogos chinos y coreanos en el año 5 a. C., las dudas superan a las certezas.

En cuanto a las supernovas, fenómenos mucho más espectaculares [se trata de estrellas que explotan al llegar al final de sus vidas], tampoco hay mucho que decir: no existen registros, relatos o indicios de ningún pueblo antiguo que hagan referencia a semejante cataclismo celeste en aquellos tiempos. Y los chinos eran verdaderos maestros en el tema.

La hipótesis del cometa

A partir de la iconografía clásica –que se plasmó, incluso, en obras maestras de la pintura, como La adoración de los Reyes Magos de Giotto, realizada en 1306–, la imagen tradicional de la estrella de Belén es la de un cometa. De hecho, cada Navidad las “estrellas con cola” aparecen en todas partes: desde los tradicionales arbolitos hasta luminarias callejeras, tarjetas, juguetes, bebidas y golosinas. Tal es la fuerza de esa identificación que muchas veces se ha vinculado a la estrella de Belén con el más famoso de los cometas: el Halley. Pero el Halley pasó cerca de la Tierra varios años antes del nacimiento de Jesús, en el 11 a. C.

¿Pudo haber sido, acaso, otro cometa? Los chinos también eran grandes observadores de cometas. Sin embargo, ni ellos ni ninguna otra cultura de aquel entonces parece haber registrado el paso de ninguno durante la época del nacimiento de Jesús. Solo existe una referencia en las crónicas de un tal Ho Pen Yoke que habla de un supuesto cometa que apareció en el año 5 a. C., pero probablemente se tratara de la mencionada nova.

Sea como fuere, hay dos cosas que no “cierran”: ese objeto permaneció en el cielo del este. Y, si bien es cierto que el Evangelio de Mateo dice que la estrella apareció en el oriente, luego debió haber cambiado de posición, porque si los “reyes” viajaban de Persia hacia Palestina, iban hacia el oeste. Entonces nunca podrían haber sido “guiados” por algo que se quedó clavado en el este. Por otra parte, asociar a un cometa con la estrella de Belén parece desacertado: en la antigüedad, estos astros eran vistos casi siempre como señales del mal, avisos de muertes, guerras y todo tipo de catástrofes.

Sin meteoros, eclipses, estrellas brillantes ni cometas, el cerco parece cerrarse. Si la estrella de Belén realmente existió como fenómeno astronómico –y no fue una mera alegoría, metáfora o adorno narrativo–, la opción astronómica más verosímil podría ser la danza de los planetas en el cielo.

Conjunciones planetarias

Al igual que las estrellas notables, es muy improbable que la estrella de Belén haya sido alguno de los planetas observables a simple vista. Solo hay cuatro que realmente se destacan en el cielo. En orden de brillo: Venus, Júpiter, Marte y Saturno (Mercurio es bastante más pálido y difícil de ver). Ninguno de ellos podría ser interpretado como el aviso celestial de un evento extraordinario, y menos a los ojos de los famosos “reyes” y otros observadores calificados: los planetas no eran nada especial ni novedoso, porque siempre habían formado parte del paisaje del cielo nocturno… más allá de sus continuos cambios de posición con respecto a las estrellas de fondo. Sin embargo, sus movimientos los llevan a formar curiosos y apretados dúos, tríos, y hasta cuartetos y quintetos aparentes. Esas “conjunciones” sí podían llamar la atención, tanto desde lo visual y astronómico como desde lo astrológico. No olvidemos que los “reyes magos”, como astrólogos, estaban pendientes de cualquier “señal” del firmamento (de hecho, la estrella de Belén les “anunció” el nacimiento de Jesús).

La pregunta surge sola: ¿qué conjunciones notables ocurrieron en aquel entonces? A partir de distintas fuentes, y fundamentalmente de la mano de softwares astronómicos que simulan el aspecto del cielo en cualquier época y lugar, es posible identificar algunas conjunciones planetarias que pudieron haber sido la estrella de Belén.

Así sabemos, por ejemplo, que el 17 de junio del año 2 a. C., los dos planetas más brillantes del cielo, Venus y Júpiter, protagonizaron una espectacular conjunción en el oeste, tras la puesta del Sol. Aparecieron tan juntos, apenas separados por 40 segundos de arco (casi 50 veces menos que el tamaño aparente de la Luna) que fusionaron sus brillos, dando la impresión de ser un astro único y deslumbrante.

Pero este singular fenómeno tiene varios contras para nuestra hipótesis: por empezar, la fecha. Es demasiado tardía, ya que habrían transcurrido más de cuatro años desde el nacimiento de Jesús. Además, se vio hacia el oeste, y los magos habían sido alertados por algo que asomó por el este. Finalmente, su duración fue demasiado breve: en los días siguientes, ambos planetas se separaron en el cielo, siguiendo cada uno su propio movimiento orbital en torno al Sol.

Lo que sí coincide temporalmente es un curioso fenómeno propuesto por el astrónomo estadounidense Michael Molnar, de la Universidad de Rutgers: el 17 de marzo del año 6 a. C., la Luna ocultó –y luego dejó reaparecer– al planeta Júpiter en Aries. Según él, esta (y no Piscis, como dice la tradición) era la constelación que por entonces estaba astrológicamente asociada al pueblo judío. Desde el punto de vista simbólico, el fenómeno pudo haberse relacionado con el nacimiento del nuevo “rey de los judíos”.

El punto débil de este escenario es que la ocultación (y reaparición) de Júpiter ocurrió en cielo diurno, por lo que resultó prácticamente invisible a ojo desnudo. Y eso nos deja cara a cara con la explicación astronómica más sólida…


Conjunción de Júpiter y Saturno en el cielo de Belén

Simulación realizada con el software Stellarium

Los planetas de Kepler

En 1614, el gran astrónomo alemán Johannes Kepler (1571-1630) [ver recuadro] calculó que durante el año 7 a. C. Júpiter y Saturno habían protagonizado tres conjunciones muy llamativas. Y así fue, tal como podemos comprobar con la ayuda de la informática: el coqueteo celestial entre ambos planetas comenzó en mayo de ese año, cuando se los pudo ver en el cielo del amanecer (en el oriente). En los meses siguientes, el apretado dúo fue desplazándose lentamente hacia el oeste. Durante todo octubre, a la medianoche, permanecieron muy cerca uno del otro en pleno cielo occidental. Finalmente, a principios del año –6, se les sumó el rojizo Marte, agregándole incluso más dramatismo al cuadro celestial.

Salvo por la fecha, tal vez algo temprana, la conjunción Júpiter-Saturno encaja razonablemente con los pocos datos que surgen del Evangelio de Mateo: una estrella brillante, duradera, apareciendo inicialmente por el este, pero luego moviéndose hacia el oeste durante los meses siguientes. Así, esa conjunción muy bien pudo “acompañar y guiar” a los reyes hasta Belén.

¿Asunto resuelto? No del todo: los cálculos indican que, en aquella oportunidad, Júpiter y Saturno no llegaron a juntarse tanto en el cielo como para llamar especialmente la atención. Incluso teniendo en cuenta el estudio de antiguas tablas babilónicas, queda claro que los astrólogos tampoco le dieron especial importancia a esa conjunción planetaria. ¿Y entonces?

Dos fenómenos independientes

A comienzos de este siglo, el astrónomo Mark Kidger, del Instituto de Astrofísica de Canarias, propuso una ingeniosa variante para salir del paso. Según Kidger, la estrella de Belén no fue un solo acontecimiento sino la sucesión de los dos fenómenos antes mencionados: la triple conjunción Júpiter-Saturno y la ocultación de Júpiter por la Luna habrían sido las señales celestes que alertaron a los reyes del nacimiento de Jesús.

Hay muy buenas pistas, es cierto. Sin embargo, aún no podemos asegurar con certeza qué fue realmente la estrella de Belén. Lo que sí es seguro es que el solo ejercicio de explorar histórica y científicamente el tema resulta por demás interesante… y hasta divertido.

En cuanto a las brumas y a los misterios que aún rodean al ícono más poderoso de la Navidad, no podemos negar que tienen su especial encanto. A fin de cuentas, todos vivimos de historias. Reales y fantásticas. Del cielo y la Tierra.

Crónicas del cielo y la Tierra

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