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El Sol es esencial para la vida en la Tierra. Su influencia sobre nosotros es absolutamente observable. Medible. Física. La gravedad solar nos mantiene “atados” en órbita a su alrededor y, junto con la de la Luna, genera las mareas. Su poderosa radiación gobierna los climas. La luz y el calor hacen funcionar la maquinaria biológica desde el comienzo de los tiempos. Sostiene la fotosíntesis de las plantas, un precioso mecanismo físico-químico que, a su vez, es la base de toda la cadena alimentaria. Desde el punto de vista estrictamente humano, el Sol ha ocupado un rol central en todas las culturas y civilizaciones. Fue el dios de dioses. Fue el alivio tras la noche amenazante. Fue el primer reloj y la primera brújula de la humanidad.

Pero, antes que ninguna otra cosa, el Sol es una estrella. Una inmensa bola de gas incandescente que brilla a costa de consumir su propio combustible: el hidrógeno. Una máquina gravitatoria que, tal como han descubierto los astrónomos de los últimos siglos, muestra un comportamiento no del todo parejo: tiene períodos de mayor y menor actividad, siguiendo ciclos cortos y bastante predecibles; y otros más largos, no enteramente comprendidos. A escala solar, son fluctuaciones muy sutiles. Y, sin embargo, parecen afectar al clima y a la vida terrestre.

Al echar una mirada al pasado, nos encontramos con un episodio histórico particularmente interesante y estrechamente ligado con todo lo anterior. Otro impactante punto de contacto entre los avatares humanos y astronómicos: ocurrió durante los primeros siglos del segundo milenio, cuando una históricamente larga (aunque astronómicamente breve) “fiebre” solar ayudó a los vikingos a establecer florecientes colonias en Groenlandia y en el extremo nororiental de América del Norte.

Luego, el Sol entró en un largo período de menor actividad y experimentó una muy ligera pero influyente baja en su tasa de emisión de radiación que, en forma tan paralela como sugerente, coincidió con un notable enfriamiento del clima de la Tierra (o como mínimo, de buena parte de ella). Un proceso en el que, muy probablemente, intervinieron factores locales que reforzaron la merma solar [ver recuadro]. Fue el triste final de las extraordinarias aventuras de navegación, exploración y asentamientos de los primeros europeos que pisaron nuestro continente. Esta es su historia…

De Europa a la Tierra Verde

A partir del siglo VIII, los temibles vikingos, que sembraron el terror en Europa durante siglos, empezaron un período de gran expansión en busca de nuevas tierras. Hacia el año 770 ya habían llegado a Islandia. En 841 fundaron Dublín, en Irlanda. Pero el gran salto de los nórdicos tardó un poco más en llegar. Y, como veremos, contó con una invalorable ayuda que les llegó del cielo. Desde un lugar situado a 150 millones de kilómetros de su Escandinavia natal.

Diferentes fuentes históricas coinciden en señalar que la primera avanzada vikinga sobre América ocurrió en 982, cuando Erik Thorvaldsson, más conocido como “Erik el Rojo”, fue expulsado de Islandia acusado de dos homicidios y se aventuró mar adentro hacia el oeste, junto a un puñado de marinos. Así fue como dieron con el extremo sur de la enorme isla americana. Erik el Rojo y sus compañeros exploraron las costas del nuevo territorio hasta que encontraron una zona apta para el desembarco: un profundo fiordo perdido en el sudoeste.

Las corrientes atlánticas más cálidas llegaban a esa parte de la isla y las condiciones generales eran similares a las de Islandia: amplias arboledas y pastos robustos y muy extendidos. Inspirado en esos paisajes, y pensando en un nombre atractivo para seducir a nuevos colonos, Erik el Rojo lo bautizó “Tierra Verde”. Groenlandia ya tenía nombre. “Más gente querría ir allí si el país tuviera un hermoso nombre”, habría dicho el exiliado vikingo según una de las crónicas islandesas de aquel entonces.

Finalizado su exilio de tres años, Erik el Rojo volvió a Islandia a comienzos de 985. Y en el verano boreal de aquel año volvió a Groenlandia al mando de 25 botes repletos de vikingos islandeses, ansiosos de nuevos horizontes. Los aventureros se instalaron en dos puntos de la costa sudoccidental, los dos únicos lugares donde la agricultura era posible (uno más oriental, Eystribyggð, que hoy es Julianhåb, donde Erik tenía su granja, y otro más occidental, Vestribyggð, actual Nuuk). Hasta su muerte, en 1002, Erik el Rojo fue el muy respetado líder de estos prometedores asentamientos vikingos en Groenlandia, que durarían siglos al amparo de un clima inusualmente cálido en esa región.

Pero los intrépidos normandos aún iban a dar otro salto.

Vinland: el cruce a Terranova

Apenas un año después de la primera avanzada sobre la Tierra Verde, y de modo casi accidental, otro vikingo miró un poco más allá. Más al oeste: a mediados de 986, el navegante Bjarni Herjólfsson se dirigía a Groenlandia cuando quedó envuelto en una espesa niebla marina durante varios días. Perdió el rumbo. Cuando la niebla finalmente disipó, Herjólfsson y sus compañeros de desventuras divisaron una muy lejana línea costera, de tierras llanas y cubiertas de bosques. Aunque nunca desembarcaron allí, probablemente fueron los primeros europeos que echaron una mirada a América del Norte continental.

Quien sí desembarcó fue el hijo del mismísimo Erik el Rojo: en 1001, Leif Erikson encabezó una expedición para dar con aquellas supuestas tierras occidentales. Tras navegar literalmente contra viento y marea, Erikson y su tripulación divisaron un atractivo paraje costero. Bajaron, caminaron y exploraron lo que para ellos era un nuevo mundo. Un sitio de espesa vegetación. Árboles, arbustos y muchas parras. Uvas por doquier: Erikson bautizó al lugar con el nombre de “Vinland” (la interpretación tradicional dice que el nombre simplemente remite a la abundancia de viñas, aunque otras versiones indican que significa “tierra de prados” o incluso “tierra de vientos”).

Sea como fuere, este lugar marcó el primer desembarco europeo en América más allá de Groenlandia: Vinland abarcaba parte de los actuales estados de Terranova y Labrador: lo que hoy conocemos como la isla de Terranova, el golfo de San Lorenzo, y, ya en pleno Canadá continental, Nueva Brunswick.

La estadía de Erikson y sus hombres en Vinland fue muy breve: solo pasaron allí el invierno boreal de 1001 a 1002 y luego regresaron a Groenlandia. Curiosamente, las huellas de aquel hito histórico fueron encontradas casi un milenio más tarde: en 1960, los arqueólogos Anne Stine Ingstad y Helge Ingstad desenterraron los restos de un asentamiento vikingo en el actual paraje de L´Anse aux Meadows, al norte de la isla de Terranova. Los científicos europeos encontraron tres viviendas, un aserradero, un astillero y varios objetos y artesanías de manufactura vikinga, incluyendo elementos de costura.

Antes de este hallazgo, Vinland solo era mencionada en las viejas sagas nórdicas y otras fuentes históricas dispersas. El descubrimiento del matrimonio Ingstad no solo probó la existencia de este lugar casi mítico, sino también la propia colonización de América por los vikingos casi cinco siglos antes de la llegada de Cristóbal Colón.

Siguiendo los pasos de la fugaz pero histórica avanzada americana de Erikson, Thorfinn Karlsefni, uno de sus parientes, estableció la primera colonia permanente en Vinland: unos 250 hombres y mujeres. El asentamiento no prosperó más allá del año 1020, cuando los conflictos con los nativos (a quienes los vikingos llamaban “skræling”, un término similar a la palabra skrælingi del islandés actual, que significa “extranjero”) se sumaron a problemas internos de la propia población vikinga. Aun así, el lugar siguió recibiendo visitantes que cruzaban desde sus bases en Groenlandia en busca de leña y otras provisiones.

Más allá de estos esporádicos contactos con el extremo nororiental de Canadá, la gran base de operaciones de los vikingos fuera de Europa estaba en Groenlandia.

Y hacia allí vuelve esta historia…


Leif Erikson descubre América, Christian Krohg, 1893

La “primavera vikinga”

La navegación e inmigración vikinga a la isla más grande del planeta –tal como se la considera actualmente– tuvo sus lógicos vaivenes y dificultades, pero se mantuvo a ritmo sostenido durante los siglos XI, XII y XIII. Los vikingos se fueron extendiendo por la costa oeste y sudoeste de la Tierra Verde: tenían huertas y algo de ganado, cazaban zorros, focas, morsas, osos polares y hasta alguna desafortunada ballena varada en la costa. De estos animales obtenían carne, pieles y marfil. También producían quesos y manteca, y comerciaban todos estos bienes y alimentos con Europa a cambio de otras mercaderías (entre ellas, hierro y madera).

El éxito de los vikingos en Groenlandia se manifestó también en otros ámbitos: durante el siglo XII tuvieron su primer obispo, construyeron una catedral y varias iglesias y hasta constituyeron su propia asamblea nacional (el Althing). Hacia el año 1300, la población vikinga en la isla rondaba los 3 mil colonos repartidos en unas 300 granjas. Fue el punto más alto de un proceso histórico por demás curioso. Pero nada casual: esta suerte de “primavera vikinga”, en una de las regiones normalmente más hostiles del planeta, tuvo un poderoso aliado astronómico. El Sol, por supuesto. Hacía allí vamos.

Mientras tanto, en el Sol…

El nacimiento, desarrollo y esplendor de las colonias vikingas en Groenlandia, y sus ocasionales “saltos” al extremo nororiental de América del Norte, coincidieron con un largo período de clima inusualmente cálido en buena parte del planeta. Se extendió, aproximadamente y con algunas oscilaciones, entre 850 y 1300. Durante todo ese tiempo –aunque con vaivenes– los inviernos en la región clave de esta historia fueron mucho menos crudos que en siglos anteriores y posteriores. Y los veranos (otrora apenas frescos, o a lo sumo templados) fueron razonablemente cálidos. Casi amistosos, por momentos. Es más: durante la mayor parte de este período, los hielos a la deriva disminuyeron notablemente en los mares boreales (como el mar de Noruega y el mar de Groenlandia)… circunstancia que, lógicamente, favoreció la navegación y expansión vikinga hacia el oeste.

Y bien: a partir de diferentes evidencias, los astrónomos y meteorólogos piensan que aquel período cálido medieval –tal como se lo conoce científicamente– estuvo directamente relacionado con el denominado máximo medieval de actividad solar: a 150 millones de kilómetros de la Tierra, nuestra estrella atravesaba una época especialmente activa. En esos años, el Sol mostró gran cantidad de manchas, el síntoma más claro de su actividad. La cantidad e intensidad de las auroras polares –consecuencia directa de las llamadas tormentas solares– también alcanzó niveles muy altos en toda esa franja temporal.

Muy a grandes rasgos (porque la relación no es absolutamente lineal, y además intervienen factores locales): a mayor actividad solar, mayor emisión de energía, mayor calentamiento de la atmósfera terrestre y climas globalmente más cálidos.

En suma: el Sol ayudó a los vikingos.

El frío contraataca: la decadencia vikinga

Pero nada es para siempre. Tras el auge, el ocaso: a comienzos del siglo XIV, y en forma lenta pero sostenida, aquella larga primavera vikinga en Groenlandia entró en decadencia. Con el correr de los años, el frío extremo y los hielos volvieron a recuperar sus viejos dominios: las latitudes altas de Asia, Europa, toda Groenlandia y parte de América del Norte. Los glaciares comenzaron a derivar hacia el sur, cubriendo tierras que en los siglos previos habían sido habitables y cultivables.

Como consecuencia de todo lo anterior, las cosechas en Groenlandia se hicieron más y más pobres. Los vikingos americanos fueron muriendo de hambre, frío y soledad. Los niveles de permafrost (la capa de suelo permanentemente helado) subieron sin pausa, obligándolos a enterrar a sus muertos cada vez a menor profundidad, tal como revelaron los ataúdes encontrados en diferentes excavaciones arqueológicas. Las mismas excavaciones revelaron que los esqueletos adultos eran de menor tamaño que en los siglos previos, y presentaban rastros claros de desnutrición.

La triste decadencia vikinga en Groenlandia se acentuó con los conflictos con los nativos inuit que invadieron sus tierras al bajar desde sitios más boreales en busca de condiciones menos hostiles, y el lento abandono por parte de sus pares en Islandia y Escandinavia: los cruces a la gran isla americana se hicieron cada vez más peligrosos y, a veces, directamente imposibles.

Hacia 1400 se terminaron las visitas a Groenlandia desde Islandia y Escandinavia. Mucho antes que eso finalizaron los ocasionales cruces a la mítica Vinland, ya completamente abandonada en el extremo noreste de América del Norte.

Pequeña edad de hielo y Sol calmo

Había llegado la pequeña edad de hielo, un período de dramático cambio climático que, con algunos altibajos, se extendió hasta bien entrado el siglo XIX. Fue la brutal contracara del período cálido medieval. Una época de tiempo predominantemente gélido que no solo afectó a Groenlandia y América del Norte, sino también a la mayor parte del hemisferio boreal (no hay datos firmes de lo sucedido en el hemisferio sur, aunque se sospecha que el fenómeno tuvo un carácter global). El frío extremo fue amo y señor, especialmente durante los otoños e inviernos, cuando las temperaturas mínimas rondaron los 30, 40 y hasta 50 grados bajo cero en las latitudes más altas.

La historia revela casos extremadamente gráficos. En el invierno de 1422 a 1423, por ejemplo, el mar Báltico se congeló. Varios ríos europeos corrieron la misma suerte, pero en forma mucho más prolongada: los congelamientos del Támesis, en el sur de Inglaterra, se hicieron rutina en los inviernos de entre finales del siglo XVII y comienzos del XIX. A tal punto, que se celebraban tradicionales ferias populares, con puestos de comida, números de circo y hasta patinaje sobre hielo.

Pero… ¿qué había ocurrido? ¿Por qué el clima viró tan dramáticamente, pasando de siglos de tiempo mayormente templado y cálido a siglos de fríos extremos y hielos dominantes? Todo indica que el principal factor de cambio climático –aunque no el único– fue el propio Sol. Una vez más.

Es extremadamente sugerente que, en forma paralela a la pequeña edad de hielo, nuestra estrella haya mostrado un marcado descenso de actividad con respecto al período anterior. De hecho, los períodos más álgidos de este enfriamiento generalizado (al menos en el hemisferio norte) coincidieron con períodos en los cuales el Sol prácticamente no mostró manchas.

Actividad solar

Los astrónomos han descubierto que la actividad solar varía con el tiempo: por término medio, la cantidad de manchas (y otros fenómenos) aumenta y disminuye a lo largo de ciclos de aproximadamente 11 años. En forma paralela, su emisión de radiación también sube o baja alrededor de 0,1%. Pero, como no todos los ciclos son iguales, podemos encontrar variaciones mayores. En números concretos: observaciones realizadas con satélites europeos y de la NASA entre 1978 y 2017, revelaron que la Irradiación Solar Total (TSI) ha oscilado entre 1363 y 1359 watts/m2. Una variación de 0,3%, en los últimos 40 años. Y siempre marchando a la par de la mayor o menor cantidad de manchas. La relación más manchas / mayor radiación solar parece indudable.

Un 0,3% puede parecer muy poco, pero varios investigadores comprobaron que los cambios de la TSI alteran las temperaturas atmosféricas y la circulación del aire (Brasseur, 1993; Balachandran/Rind, 1995; Haigh, 1996; Van Loon/Labitzke, 2000). Otros trabajos confirman que, además, esas mismas oscilaciones hacen subir o bajar varias décimas de grado las temperaturas superficiales del planeta (Cubasch et al., 1997; Tett et al., 1999; Cubasch/Voss, 2000).

Pero la actividad solar presenta cambios más complejos y profundos a lo largo de los siglos. Todo indica que el período cálido medieval (850 a 1300) que tanto ayudó a la expansión vikinga hacia Groenlandia y América del Norte estuvo ligado a una suba general de la actividad solar. A la inversa, la pequeña edad de hielo (1300 a 1820) parece haber sido exactamente lo opuesto. Y muy especialmente durante los llamados mínimos: de Wolf (1280-1340), de Spörer (1420-1550), de Maunder (1645-1715) y de Dalton (1790-1820), cuando el conteo de manchas solares cayó a niveles bajísimos. Es probable que durante estos “pozos” de actividad, la TSI haya bajado alrededor de 1%.

A esta altura, es necesario agregar algo más: el Sol es el actor principal en la climatología terrestre… pero no es el único. Otros dos factores reforzaron los efectos de la merma solar durante la pequeña edad de hielo. Por un lado, los cambios en los grandes patrones de circulación atmosférica, particularmente en Europa y América del Norte. Por el otro, un vulcanismo probablemente incrementado: las partículas volcánicas “reflejan” con gran eficiencia la radiación solar hacia el espacio. Más polvo volcánico, menos calor en la superficie.

¿Y qué podemos decir sobre el comportamiento del Sol a lo largo de los milenios? No hay datos precisos de manchas solares previos a la aparición del telescopio, y los más precarios conteos a simple vista no van más allá del año 1200 a. C. Pero hay pistas indirectas: los estudios de los anillos de crecimiento de los árboles, lechos de lagos y pantanos, glaciares y hielos testigos, y hasta las concentraciones de carbono-14. Todos esos indicios sugieren que el Sol ha variado –de modo sutil, pero influyente– su emisión de radiación durante los últimos miles de años, y por motivos que aún no logramos entender del todo.

Epílogo

La suerte final de los últimos vikingos de Groenlandia es incierta. Tal vez, los pocos sobrevivientes se hayan adaptado al estilo de vida esquimal. Los otros vikingos (los normandos, “hombres del norte”), que siguieron habitando su tierra natal, se convirtieron en noruegos, franceses y hasta sicilianos. Pero los recuerdos de la Tierra Verde y de la aun más lejana y mítica Vinland siguieron resonando en las sagas y leyendas de los helados fiordos de Escandinavia.

El cielo y la Tierra. El Sol y los vikingos: el auge y el ocaso de las primeras colonias americanas estuvieron condicionados por los vaivenes del clima a largo plazo. Y estos, a su vez, se encontraron ligados fuertemente a los complejos mecanismos que se desatan en las entrañas gaseosas de nuestra estrella. Todopoderosa y caprichosa a la vez.

Crónicas del cielo y la Tierra

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