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El primer vuelo

El primer vuelo es inolvidable para cualquiera.

Me asignaron un turno hacia París, estaba súper emocionada, cohibida por entrar por primera vez en aquel avión, completamente vacío, listo para acoger a nuestra tripulación antes que a los pasajeros. Empecé a conocer los «secretos del galley», que era una especie de cocina de a bordo, donde se encontraban los microondas para calentar los platos, el frigorífico para mantener las bebidas frías, todos los carritos con la comida, la zona destinada a contener la basura y los equipos necesarios para la evolución del vuelo. En esta zona se prepara todo el servicio antes de su inicio, y para las azafatas, es el lugar más confidencial e íntimo, el único lugar lo suficientemente discreto para conceder unos cuantos minutos de aislamiento de los pasajeros, gracias a una cortina que regala valiosos momentos de privacidad en vuelos excesivamente largos: en este lugar, a menudos se cuenta y desvelan secretos y confesiones en voz baja, es el «cofre de las confidencias» de las azafatas.

Comprobé, junto a la tripulación, que todo se hubiera limpiado de forma minuciosa, que el cáterin hubiera abastecido adecuadamente todos los carritos, los microondas y el frigorífico, que los equipos y las luces de emergencia fueran eficientes y estuvieran en orden.

Yo era todo lo contrario a mis compañeras, deshinibidas y seguras a cada paso, convertidas en veteranas de la empresa», así se les llama.

En el curso vimos todas las puertas, carros y cajones hacinados en el interior del avión; eran interminables, completamente llenos de material necesario para el buen desarrollo del vuelo.

Decidí abrirlos para ver qué contenían y memorizarlos para usarlos con mayor rapidez.

Los cerré y olvidé la posición y el contenido de cada uno, eran demasiados, todos iguales por fuera.

Lo hice numerosas veces. A menudo la suerte me ayudaba a adivinar la ubicación de lo que estaba buscando, otras veces, me rendía al no lograr encontrar los vasitos de plástico después de una victoria parcial con las bolsitas de café y la leche en polvo. Creo que los antifaces para dormir cambiaban de lugar en cada vuelo, casi como un truco de magia: después de verlos en un cajón, o eso pensaba, los encontraba en otro.

Me miraba la falda que apenas cubría la rodilla, los pantis lisos y transparentes que hasta ese momento no había utilizado antes, los zapatos de estilo clásico de piel, del mismo tono que el bolso, con tacón también de estilo clásico; una camisa bien planchada, pañuelo al cuello, chaqueta con emblema y placa de identificación obligatoria.

Ahora lo llevaba puesto. Vestía aquel uniforme por primera vez, de la manera más cuidadosa que pude, sobre aquella insignia estaba grabado mi nombre, y para mí era un gran orgullo; la llevaba con gran estima, entusiasmo, casi con solemnidad: era el inicio de un magnífico sueño.

Me habría gustado hacer otra fotografía y mandársela a mi Stefania; esta vez, la sonrisa peaada a mi rostro que aparecería en la foto sería sincera, no como con nuestras fotos del proceso de selección; le escribiría que la echaba de menos y que me hubiera gustado que estuviera conmigo.

En aquel instante, la vergüenza y la emoción del primer vuelo me «regalaron» una rigidez extrema.

El color de la chaqueta del uniforme era muy parecido al del respaldo de los asientos, y yo me identificaba más con eso que con una «auténtica» azafata.

Afortunadamente, me las apañaba bien y nadie, o eso creo, se dio cuenta de mi inquietud durante todo el vuelo. Quizás se notó durante mi primera presentación del briefing, para visualizar los equipos de seguridad y las diversas salidas de la aeronave.

Todas las miradas estaban puestas en mí, no estaba preparada para enfrentarme con desenvoltura a aquellas innumerables miradas que me contemplaban por de arriba abajo.

Sentí un rubor en las mejillas, y las manos empezaron a sudarme, a temblar ligeramente, cuando mostré cómo abrocharse el cinturón.

Jamás había tenido problemas para meter la hebilla metálica dentro de la ranura, pero en tales circunstancias, me costaba hacerlo; trataba de bloquear aquel temblor incesante de mis dedos que impedía identificar la entrada correcta.

Empapada en sudor, conseguir finalizar aquella extraña demostración, como un baile realizado por los movimientos de mis manos.

Me sentía como la actriz de cine mudo con tanto público que seguía el texto leído y difundido por los altavoces del avión que enfatizaban las instrucciones dadas con mis gestos.

Durante los anuncios de bienvenida, fue extraño e inusual escuchar mi voz por todo el avión, y solo tras muchos vuelos conseguí modularla cada vez mejor, tratando de evitar, cuidadosamente, el empleo del dialecto, sobre todo la pésima pronunciación de la vocal «o», y que debía adoptar una fonética limitada y cerrada, que frecuentemente debía repetir:

«Buenoos días, bienvenidoos a boordo».

«Bienvenidoos a Rooma».

Me di cuenta de que, apretando los mofletes, entrecerrando la boca y la mandíbula, contrayendo y sacando los labios, y evitando la entrada de aire en las fosas nasales, conseguía acortar ese sonido.

«Buenoos», «boordo» y «Rooma» se convirtieron en «buenos», «bordo» y «Roma».

Después de una ruta nacional Roma-Bolonia y una posterior ruta internacional Bolonia-París, llegué a mi destino final, a pesar de que la maldita «o» era omnipresente.

Tras despedirnos de todos los pasajeros, un autocar estacionado al lado nos acompañó a mí y a mi tripulación al hotel y, como solía suceder, después de recoger la llave, reservamos para irnos de cena todos juntos.

«Nos vemos a las ocho, puntualidad».

Eso me dijeron mis compañeros antes de ir a sus habitaciones a cambiarse de ropa.

He aprendido, por las malas, que es importante ser puntual.

Estaba contenta de estar bien acompañada y de que ellos, que conocían bien la zona, pudieran guiarme.

Cenaríamos en el famoso restaurante La Coupole, en el Boulevard Montparnasse, famoso por su entrecot y un excelente vino tinto.

Saborearía las ostras con el aperitivo y haría innumerables fotos para recordar el evento, se las enseñaría a Stefania, a mi madre, a mi padre, a mis primas… Sería su princesa parisina que cenó en un famoso restaurante francés en compañía de personas que viajaban, que conocían el mundo y residían en hoteles lujosos, y yo estaba allí, formando parte de aquel sueño hecho realidad.

Se me ocurrió no ser perfectamente puntual a la cita en la recepción del hotel, porque «una señora siempre debe hacerse de rogar», al menos por mi parte.

Aprendí que «una compañera» no puede hacerlo, porque puntualidad significa «como máximo se permiten cinco minutos de retraso».

Cené sola en el bar del hotel, que solo servía sándwiches gratinados: cogí un croque monsieur de jamón serrano y una divina soupe d’oignons, vulgarmente llamada «sopa de cebolla». Allí todo era distinto, hasta la sopa.

No estaba acostumbrada a comer sola y casi me muero de la vergüenza; escondí mi sofoco tras un libro de Hemingway, abierto al lado del plato, y tenía el teléfono en la mano. Las mesas eran típicas, pequeñas y próximas las unas de las otras. A mi lado tenía a una señora elegante con el pelo recogido y vestida con un traje de Chanel.

A la mañana siguiente, después de visitar la Torre Eiffel, dar una vuelta rapidísima por el Arco del Triunfo y las centelleantes vitrinas de los Campos Elíseos, comí apresuradamente en el famoso Relais de Venice de Porte Maillot, Rue Pereire, y no me privé de pasarme por el respetado peluquero Carita, experto en cambios de estilo, que te cortaba el pelo tras estudiar tus facciones y adaptaba el corte al rostro.

Me lo recomendó una admirable compañera «que entiende del tema» y que llevaba un corte fantástico, a la que me encontré transitando por el aeropuerto.

Nunca se deben seguir a ciegas los consejos de las compañeras.

Con un flequillo horrible por encima de las cejas y la cuenta bancaria temblando (menos mal que llevaba la tarjeta de crédito y que el champán y los canapés de salmón fueron un obsequio del peluquero), regresé al hotel con el tiempo justo para ponerme el uniforme, intentar disimular el flequillo con gomina y tratar de cerrar la maleta que, quién sabe por qué oscuro motivo, a mi regreso parecía no tener la misma capacidad que a mi llegada, y ningún vuelo era la excepción.

En esta ocasión, la falta de espacio se debía a un sombrero de estilo retro de ala ancha circular plisada que, aunque estaba convencida de que jamás me pondría, me hizo soñar, así que no pude resistirme y me lo compré tras verlo en el mercadillo de Saint-Ouen.

Una compañera de aquel vuelo me contó que, durante la parada, había estado, en los grandes almacenes Lafayette, en una tienda en Rue du Bac, donde puedes encontrar desde sillones de P. Starck hasta linternas tan voluminosas como una tarjeta telefónica, pasando por los bolsos de compras más extravagantes y un armario hecho con cuerdas y botones. Tomé nota: yo también iría la próxima vez.

Inmediatamente después de aterrizar, mis compañeros prepararon un happy landing en mi honor, una bebida a base de vino espumoso y zumo de naranja para festejar juntos mi «primera vez».

Regresé a casa exultante, decidida a enseñarle mi nuevo sombrero a Eva, la única que, más que las demás, apreciaría la compra y seguramente me lo pediría prestado. Al menos alguien le daría uso.

Valentina dormía en la cama, exhausta por su vuelo de larga distancia, pues no estaba acostumbrada a aquel repentino cambio de horario y temperatura.

En Buenos Aires es invierno cuando en Italia es verano, y la diferencia horaria es de cuatro horas.

Su cuerpo sentía que era de noche, ya que había estado en pie durante tres horas (aproximadamente la duración del vuelo), pero la luz del sol y aquellos rayos tan potentes confirmaban que era hora de comer, algo insólito, porque hacía poco que había cenado a bordo.

Aquella noche no podría dormir, ni yo tampoco, ya que compartíamos la misma habitación.

El maquillaje emborronado del rostro de Ludovica y sus rizos, como si quisieran rebelarse de los coleteros, cansados de un largo recogido, confirmaban que ella también necesitaba descansar, vistas sus piernas hinchadas como globos debido a la presurización del avión.

No era una novedad que su novio «no volátil», como todos los futuros maridos de azafatas, por la mañana quisiera ir a dar un paseo con su amada a la que no veía con demasiada frecuencia; la hora de comer sería ideal para picar algo, por la tarde, una vuelta por la ciudad, y qué gran idea ir al cine después de cenar.

Es inútil siquiera explicar la necesidad de un largo descanso, sea cual sea el horario que establezca el meridiano de Greenwich.

Cuesta hacerle entender a tu novio que no te has ido a pasar unas vacaciones de placer y que ese sillón suave con reposabrazos y respaldo inclinable está destinado a los pasajeros, no a las azafatas, y que no tenemos tiempo para deleitarnos con la película que proyectan en estreno.

Trabajamos durante largas horas y acabamos reventadas.

Abro el frigo y cato el bife de lomo (filete de ternera) que Vale ha traído de Argentina y que ha conservado con hielo seco durante el vuelo.

En la cocina, al ver el nuevo cuchillo con hoja de cerámica y varias bolsitas de té verde intuyo el por qué de los rizos rebeldes de Ludovica; el vuelo a Tokio dura, al menos, doce horas, aunque su alisado siempre resiste perfectamente. Ludovica, antes de despedirse de nosotras para el necesario «descanso posvuelo», describe sus impresiones de la ciudad, demasiado frenética en contraste con la delicadeza de sus habitantes, con su extrema timidez, que a menudo les lleva a reírse tapándose la boca con las manos, con sus miles de reverencias para saludar. Se quedó impactada por los vertiginosos rascacielos, la multitud de coches y peatones por la calle, por la escritura incomprensible de los caracteres japoneses. Nos contó que estuvo en el mercado de pescado de Tsukiji, el más grande del mundo, muy limpio y ordenado, que había visto papelerías de nueve pisos y bares cuyo aforo máximo es de cinco personas; que se había perdido en Harajuku, un barrio a la última en la minúscula calle Takeshita, entre tiendas de moda frecuentadas por jóvenes de vestimenta llamativa y extravagante; que había descubierto que existían unos restaurantes llamados Maid Cafè, donde las camareras dan de comer a los clientes para demostrar su sumisión, les dan masajes y los entretienen con bailes y canciones, al estilo de las antiguas geishas. Por el contrario, en el Butler Cafè, son los mayordomos los que sirven a las mujeres de forma similar. Nos informó de que los precios de los nuevos modelos de cámaras de foto y videocámaras son muy competitivos y que también pueden encontrarse de segunda mano, pero en perfectas condiciones, al igual que las últimas novedades tecnológicas que todavía no han llegado a Italia, y que los relojes de prestigiosas marcas tienen precios un 35 % más bajos frente a las tarifas italianas, y que también los encuentras usados con garantía en las tiendas Best. Por último nos contó, antes de caer rendida en la cama por el cansancio, que en un restaurante llamado Al dente, los espaguetis son excepcionales, casi tan buenos como los italianos, y que se quedó contentísima por el masaje quiropráctico que le dieron en la zona de Shinjuku.

Aprendimos sencillas, aunque necesarias, reglas que debíamos seguir, que yo escribí diligentemente en una hoja de papel y pegué en el frigo con un imán que Valentina trajo de Buenos Aires, que representaba a dos bailarines de tango con la frase «Bienvenido a Argentina», el primero de una larga serie de imanes procedentes de todo el mundo que, literalmente, inundaban el frigo, y que seguidamente nos hicieron perder de vista aquel recordatorio que en un principio nos fue súper útil y que consultábamos antes de cada vuelo. Con los años se han convertido en parte de mí.

El recordatorio rezaba lo siguiente:

Qué no hacer:

Dar la impresión de tener prisa, jamás.

Hablar de asuntos personales con compañeros durante el servicio, jamás.

Emplear expresiones aburridas o apáticas, o adoptar actitud de estirada.

Utilizar frases autoritarias del tipo:

«¡Cierre la mesa!».

«¡Cinturón!».

«¡Teléfono!».

En su lugar, debemos invitar educadamente a seguir las directrices.

Hablar con los compañeros en voz alta.

Desanimarse al buscar asientos cercanos para personas que viajan juntas en cualquier desplazamiento, mejor es mejor sugerirles que vayan al mostrador de check-in para que tengan mejores posibilidades en la asignación de asientos.

Cosas que recordar:

A. Requisitos fundamentales: capacidad de garantizar la seguridad a bordo, la responsabilidad y la profesionalidad.

B. El pasajero necesita consuelo psicológico, protección ante el estrés y el miedo a volar.

C. Aspectos que no pueden faltar: educación, atención y disponibilidad durante todo el vuelo.

Con el tiempo, entendimos que nuestra actitud es fundamental para contribuir a la resolución de un problema a bordo:

Algunos inconvenientes y disfunciones eran, con razón, objeto de quejas por parte de pasajeros e implicaban la necesidad de una intervención; conseguir comunicar claramente y tratar de resolver dificultades y problemas que surgían a bordo no siempre era tarea fácil.

Había que tener en cuenta la gravedad del problema, el contexto del momento, el carácter y el estado psicofísico del individuo con el que tratabas, porque jamás conocías a la persona con la que te relacionabas, la situación que se podría generar y posibles desviaciones que podrían surgir.

Era fundamental ayudar con calma y determinación, asumiendo como tuyo el problema del otro y presentándose como un referente seguro, así como entender los motivos de lo sucedido y comprender el problema.

Resultaba vital escuchar lo que la otra persona tenía que decir, pero también observar la situación objetivamente, informar y explicar con sensibilidad y responsabilidad, exponiendo las posibles soluciones con transparencia.

Con frecuencia, la insatisfacción del pasajero se veía influenciada por factores externos, como retrasos, tránsitos complicados, embarques desordenados, aviones incómodos, limpieza apresurada… Por ende, un estilo comprensivo y proactivo podía ayudarnos en la resolución de problemas.

Vida De Azafata

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