Читать книгу La sed - Marina Yuszczuk - Страница 6

Capítulo 1

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La tarde en que llegué a Buenos Aires, el barco se deslizó por una superficie interminable de agua marrón, a la que llamaron “río”. Comprendí con estupor que era el final del viaje. Los marineros se gritaban a través de la cubierta, concentrados en el esfuerzo de no encallar. La luz era tan plena que todo parecía flotar en el aire. Solo a medida que nos acercamos a la costa pude ver con nitidez desoladora, entre los altos mástiles que interrumpían la visión, el perfil de la ciudad. Los edificios chatos, rectangulares, estaban expuestos al borde de ese río que parecía mar abierto. Más atrás se elevaban las cúpulas de iglesias y campanarios, pero lo que dominaba la escena era un edificio semicircular, de varios pisos, coronado por un faro. Era la Aduana, después lo supe, y le daba a la ciudad el aspecto de una construcción antigua, emplazada por error en el extremo más reciente del mundo.

Frente a Buenos Aires, una multitud de goletas y bergantines ocupaba desordenadamente el río. Algunos llevaban las velas desplegadas todavía, otros se mecían aletargados. En vano la vista buscaba el puerto. La ciudad se extendía hacia ambos lados pero en algún momento la costa era conquistada por el barro y tuve la impresión, además del evidente desplazamiento en el espacio que se había prolongado por varias semanas, de haber viajado en el tiempo. Al pasado, quizás, pero también a algo demasiado nuevo. ¿Qué era eso? Supe también que al otro lado la ciudad se deshacía en tierra, mataderos, lodazales y cementerios, y luego estaba la planicie interminable en la que descansaban huesos de otras eras.

Hubo tiempo de contemplarlo todo mientras esperábamos el turno para el desembarco, a medida que la luz de la tarde menguaba. A lo lejos, donde la costa era de barro y piedras, un grupo de mujeres se afanaba en una tarea que al principio no comprendí; las veía moverse con cierta lentitud, veía cómo algunas se sostenían con una mano el ruedo del vestido y en la otra cargaban algo que debía pesarles, porque sus figuras tambaleantes hacían equilibrio para caminar entre las piedras. El agitarse de lienzos blancos me dio la clave; se trataba de ropa que habían lavado en el río y luego puesto a secar al sol. Cuando el barco se acercó más a la costa, deslizándose moroso sobre el río, pude ver que llevaban delantales y cofias de colores claros que resaltaban, sobre todo, en los rostros de las negras, una raza que en ese momento mis ojos contemplaban por primera vez.

Al rato la luna tomó posesión del cielo, una luna del color de un fuego pálido, suavizado por las nubes. En las embarcaciones, y en las carretas que esperaban en la costa, empezaron a encenderse lámparas y faroles.

Al parecer los barcos no podían acercarse a la tierra, ni disponía la ciudad de un muelle que facilitara la descarga de humanos y equipajes. Habituada a las ciudades europeas, apenas podía recordar la última vez que había visto un espectáculo tan primitivo. Los marineros se dedicaron a acarrear baúles y cajas desde la bodega a la cubierta; los escasos viajeros, a punto de convertirse en inmigrantes, conversaban en polaco o en alemán. De las extrañas marcas que llevaban en el cuello, cubiertas por sus pañuelos y los bordes de sus camisas, estaba segura, ninguno diría una palabra. No quedaban muchos; la mayoría había desembarcado varias semanas atrás, en otros puertos igualmente desconocidos, al cabo de un viaje en el que dos temporales y un mástil roto habían sido los eventos más destacados.

Por mi parte vi todo desde la ventana de un camarote vacío, sustrayéndome a las miradas. Afuera, tanto las personas como las cajas repletas de mercancías eran descargadas en botes que las llevaban remando casi hasta la costa. Allí unos carros de altísimas ruedas, que parecían a punto de zozobrar, se esforzaban por rodar en la poca profundidad de esa parte del río para arrastrar sobre ellos a un puñado de pasajeros que trataba de proteger su equipaje, y las ropas, de la salpicadura del líquido marrón. En tierra firme los esperaban carretas tiradas por caballos para completar el trayecto.

El bullicio de la llegada me permitió salir por última vez del rincón oscuro que había ocupado en la bodega. Solo lo había abandonado en algunas oportunidades para alimentarme. No fue difícil, ni cazar ni seducir a las presas, pero sí lo fue espaciar los ataques lo suficiente como para que no llegara a la consciencia de todos, pasajeros y tripulación, el hecho de que alguien se los estaba comiendo.

Ahora tenía que ser cuidadosa y no dejarme ver. No era prudente aparecer por primera vez al final del viaje, una pasajera nueva a la que nadie había notado en semanas. Después de contemplar la ciudad durante unos minutos decidí volver a la bodega y elegí el baúl más voluminoso para esconderme, no sin antes romper el candado que lo aseguraba y vaciar parte del contenido en otro baúl también enorme. Solo quedaba hacer silencio, y esperar. No sabía lo que me deparaba este país desconocido y aunque estaba segura de que por lo menos tenía garantizada la supervivencia, traté de darme valor con el recuerdo del peligro que había dejado atrás, y al que creí poner punto final cuando el barco zarpó desde el puerto de Bremen.

El pasado se me aparecía como un dibujo iluminado por las llamas. No quería verlo: la persecución, la sed. Los gritos. La consciencia aguda de que algo se había terminado, de que era preciso que me fuera. Durante siglos me había alimentado sin problemas, primero en el aislamiento del castillo, luego en los bosques. Tenía pocos años de edad cuando mi madre, desesperada de hambre y a cambio de unas monedas, me había arrastrado hasta la enorme puerta de roble que se abrió ante nosotras con un crujido infernal. Todos en el pueblo sabían lo que pasaba allá arriba, nadie se atrevía a combatirlo. Los hijos desaparecían de sus cunas, se internaban en el bosque para no volver jamás. Los cuerpos nunca aparecían. Tuve que atravesar yo sola, temblando, la puerta demasiado alta que llevaba a la casa del Señor. Mi madre me dijo que entrara, y me hizo jurar que no me daría vuelta para mirarla. No lo hice.

Caí en un mundo oscuro, como si me hubiese tragado el infierno. Había muchos como yo, niñas y niños presos en habitaciones heladas, impregnados de su propia suciedad, a los que se arrojaba un pedazo de comida de vez en cuando para mantenerlos vivos. Ese borde siniestro entre la vida y la muerte era el dominio sobre el cual gobernaba aquel que sería mi Hacedor. Así y todo, algunos morían de debilidad. Estábamos a disposición del Amo para satisfacer cada uno de sus impulsos, todos asesinos. A algunos los descartaba después de extraerles hasta la última gota de sangre, a otros nos hacía durar. Yo tuve suerte. Crecí enloquecida de miedo y furia contenida, con el único consuelo de otras niñas con las que me acurrucaba durante las noches para darnos calor. Dormía con los dedos enredados en el pelo de mis compañeras, y me sobresaltaba el más mínimo ruido. Al resto de humanidad que nos quedaba lo tuvimos aferrado como algo precioso durante todos esos años, hasta que nos fue robado. Cuando nuestros cuerpos fueron de mujer, una por una, el Amo nos convirtió. Debíamos estar agradecidas porque su servicio nos elevaba, y ser sus amantes era un lujo.

Durante años estuve rabiosa de venganza. Aullaba por las noches y miraba, desde lo alto del castillo, la villa de unas pocas casas en las que brillaba la luz del fuego y donde, quizás, todavía vivía esa mujer que había llamado “madre”.

Fue la sangre lo que me salvó. La sangre, que me enloqueció desde el primer contacto y me convirtió, poco a poco, en una bestia. El pasado retrocedió, hasta olvidé mi nombre, y a su debido tiempo recibí uno nuevo en un lenguaje maldito. Lo único verdadero era esa necesidad de saciarme, una y otra vez, y la generosidad con que mi Hacedor me ofrecía sus propias víctimas. Desnuda, con el cuerpo cubierto de sangre seca, me arrastraba entre sombras y mis hermanas conmigo, esperando esas noches en las que el Hacedor nos invitaba a sus orgías de sangre y cópulas furiosas. Podíamos comer, siempre que fuéramos suyas. Yo existía para ese instante en que clavaba los dientes en un cuello palpitante y el líquido rojo me llenaba la boca.

Pero los siglos pasaron y los humanos, allá abajo, ya no tuvieron miedo. Cuando se llevaron a mi Hacedor, la cabeza separada del cuerpo por el filo de la espada, hubo que esconderse. Venían por nosotras, y el instinto nos llevó hasta lo más profundo del bosque. Aullábamos como lobas. No habíamos aprendido a cazar, porque la comida se nos daba servida. Mujeres, niños, a veces hombres, que llegaban desprevenidos, y no teníamos más que esperar una señal del Amo que nos autorizaba a rodear, a morder. Todo lo que quisiéramos, hasta caer rendidas. Había cierta lujuria en la abundancia, después lo entendimos. Fue cuando, famélicas en el bosque, tuvimos que aprender los movimientos de la caza por primera vez, como si los inventáramos. La espera, el silencio extremo, el sigilo. La velocidad de ataque y el zarpazo. El segundo preciso de hincar los colmillos, mientras duraba la sorpresa, a veces bajo el influjo de unos ojos demasiado abiertos.

Eran matanzas caóticas, los restos quedaban esparcidos en el suelo. Si de vez en cuando los encontraba algún campesino que, como nosotras, se adentraba en el bosque para cazar, pensaba que eran las sobras del festín de los lobos. Pero aun en la bruma de nuestras mentes llevábamos intacta la visión de la matanza que habíamos presenciado, el choque de las espadas, las estacas atravesando los pechos desnudos, el río de sangre que había estado a punto de arrastrarnos. Ya no podíamos seguir alimentándonos según las leyes y costumbres que nuestro Hacedor había conservado por siglos, en su largo dominio de silencio y terror desde lo alto del castillo; si queríamos sobrevivir, teníamos que mezclarnos entre los humanos.

Con el tiempo perfeccionamos el mecanismo, agregamos la seducción a la violencia. Dejamos de parecer animales. Mis hermanas y yo nos trenzábamos el pelo unas a otras, adquirimos los modales de la nobleza, aprendimos a vestirnos. En cada sitio al que íbamos aprendíamos el idioma de los hombres, lo comprendíamos al instante. Recorríamos pueblos y aldeas y en cada uno permanecíamos el tiempo justo como para no levantar sospechas. Nos calmábamos la sed, y las madres desesperadas no podían más que llorar frente a la dolencia misteriosa que se llevaba a los hijos. Comíamos y los médicos no tenían nombre para esa agonía que pronto terminaba en un cajón improvisado, camino al cementerio. Después se oían los ruidos más extraños procedentes de las tumbas, y nacían las historias.

Fuimos la plaga, durante demasiado tiempo. Nos llamaron con muchos nombres. Intentaban protegerse con amuletos y crucifijos, con ristras de ajo colgadas en el marco de las puertas, y nosotras las atravesábamos riendo. Con el tiempo supimos que era posible consumir a la víctima de a poco, debilitar sin dar la muerte, extraer la medida justa y esperar a que la sangre se renovara. Pero todo empezó a cambiar, y mientras tratábamos de entenderlo perdí a mis hermanas. Lo que pasó… no podíamos imaginarlo. Las leyendas se convirtieron en noticias. Empezaron a creer en nosotras.

Estábamos escondidas en el bosque, adonde volvíamos de vez en cuando para rememorar, desnudas, lo salvaje que había en nosotras. Las ramas de los árboles se extendían como esqueletos suplicantes, huesos ennegrecidos; el suelo estaba cubierto de nieve. No había el más mínimo rastro de luna en el cielo y en la oscuridad aparecieron los fuegos. Los vimos cuando ya era tarde. Tratamos de escapar, pero estábamos rodeadas. Nos iluminaron con antorchas y, antes de que pudiéramos atacar, nos tomaron del pelo y nos llevaron a la rastra frente a un hombre de la iglesia, un sacerdote, cuya misión –no lo pude comprender– era salvarnos o arrojarnos al infierno. Estaba vestido de negro, con un tocado del mismo color y una cruz dorada colgando en el pecho. Los ojos eran negros como dos carbones sobre una larga barba blanca y, cuando levantó los brazos, pareció un ave de carroña a punto de arrojarse sobre nosotras. Era el que comandaba la cacería y estaba enardecido, en los ojos le brillaba el deseo de destruir. A mis hermanas las tendieron en el piso mientras los más fuertes de esos hombres les aferraban los brazos y las piernas para inmovilizarlas. Mientras ellas se retorcían y los hombres apenas alcanzaban a dominarlas vi cómo el sacerdote, después de dibujarse sobre el cuerpo la señal de la cruz, les hundía una estaca en el pecho y descargaba el hacha sobre sus cuellos. Miré por última vez los rostros de mis hermanas, los cabellos que ahora estaban mojados de barro y nieve, el espanto cincelado en los ojos abiertos. Mientras los cuerpos decapitados teñían el suelo de rojo, sospeché que el fin estaba cerca. No lo lamenté. Quería morir con ellas, que eran mi única familia. Pero en cambio me ataron y me llevaron al pueblo.

Pobres de ellos, querían examinar a uno de mi especie. Todavía era de noche cuando llegamos a la casa del médico. Me metieron a la fuerza en un cuarto iluminado con velas y me ataron a la cama. Mientras los brutos que me habían traído abandonaban la habitación, tuve tiempo para mirar todo. El crucifijo en la pared, la mesa donde un cuaderno abierto esperaba anotaciones sobre mí, la Biblia. Mientras lo hacía la puerta se abrió de un golpe y apareció la figura negra del sacerdote que había matado a mis hermanas. Me miró con soberbia y se acercó a la cama. Me informó que la Santa Iglesia había exterminado a miles como yo, criaturas de Satanás, y que era el turno de salvar mi alma. Dije que era la misma Iglesia la que había protegido a mi Hacedor durante décadas, a lo largo de cientos de crímenes. No había salvación ni piedad para los cuerpos de los niños que se arrojaban a un despeñadero a los pies del castillo y atraían a las aves de carroña. Lo recordaba todo: el sacerdote que visitaba las humildes cabañas y sugería a las madres, atormentadas por no poder alimentar a sus hijos, la manera de beneficiarlos a ellos y al resto de la familia. Los ruegos en voz alta para que las mujeres tuvieran fortaleza y resignación, si acaso se enteraban del destino de los niños.

Ante esto el sacerdote levantó los brazos, las mangas de la túnica negra se convirtieron en alas de murciélago y empezó a rezar en una voz alta y vibrante que llenó toda la habitación, lo suficiente como para que mis palabras dejaran de escucharse. Estaba tratando de probar si sus poderes y su autoridad funcionaban sobre mí. Quizás pensaba que su dios existía. Me reí en voz alta, me puse de pie y le acerqué mi cuerpo desnudo; siguió diciendo su oración mientras abría más los ojos y se agitaba visiblemente hasta que se percató de lo inútil de sus esfuerzos, me puso las manos alrededor del cuello y comenzó a estrangularme. Era fuerte y estaba lleno de odio, pero yo también. Lo miré con rabia al mismo tiempo que trataba de liberar el cuello y con la uña del pulgar, que llevaba afilada como una garra, le crucé la cara con un largo corte.

Cuando se llevó las manos al rostro logré soltarme y abandoné la casa del médico; fui al bosque. Lo más rápido que pude, quise volver a ese lugar en el que habían destrozado los cuerpos de mis hermanas. Quería verlas. Me guio el humo de una hoguera reciente. Allí estaban, en el mismo claro donde la noche anterior se habían desangrado sin remedio mientras mis manos estaban atadas, los cuerpos chamuscados, a medio quemar. Las cabezas, extrañamente intactas, miraban algo más allá de las copas negras de los árboles. Quizás las hubieran dejado como un mensaje para todos los de nuestra especie. Las tomé entre mis manos y les quité como pude los restos de barro; si esto era todo lo que me quedaba, entonces lo llevaría conmigo. Las bocas seguían abiertas y no era difícil imaginar que de ellas estaba por salir un grito, pero no; el silencio era absoluto.

Por años las llevaría conmigo sintiendo que todo lo que ocurría no era más que una pausa entre su gesto de abrir la boca y ese grito, que no llegaba nunca. El mundo se había quedado en silencio para mí.

Y no sabía adónde ir. Alimentarme cerca de los pueblos o ciudades era demasiado peligroso, y en la soledad del campo o la montaña tampoco había suficientes oportunidades para hacerlo. Volver a adentrarme en la espesura no parecía la solución. Decidí avanzar en sentido contrario, moviéndome solo de noche y ocultándome de día. Si era necesario, dejaría de comer. Estaba débil, pero tenía mis recursos.

Así conocí las ciudades por primera vez, y supe que no había mejor lugar para esconderse. A nadie le llamaba la atención una vagabunda. Por la noche, en las calles de piedra, yo era una más entre las almas perdidas que buscaban refugio. Hasta de día me atreví a mostrarme algunas veces, cubierta con velos oscuros que sostenía con una mano, como enlutada, y algún pasante casual en medio de la multitud se quedaba prendado de mí como si ocultara secretos dulcísimos en lugar de terribles.

Pronto comprendí que era más fácil viajar como una dama de alta sociedad y conseguí quienes quisieran llevarme a cambio de la mejor compañía, la de la extranjera misteriosa que conocía todas las lenguas. En Varsovia aprendí a tocar el piano, en Viena frecuenté por primera vez museos y bibliotecas. Aunque mi mente no dejaba de volver a ese período en el que mis hermanas y yo habíamos vagado juntas como animales, sin pensar en otra cosa más que en alimentarnos, comprendí los esfuerzos de los hombres para ser algo más que esa carne sufriente que temblaba bajo mi boca. Ese conocimiento me volvió doblemente monstruosa: podía cazar como un lobo pero ahora sabía que esa necesidad de alimentarme no cesaría jamás, no dejaría de repetirse a sí misma ni tendría otro propósito más que el que yo misma, sin creer en él, fuera capaz de asignarle. Cuando todo está quieto alrededor, todavía puedo sentir esa certeza atravesándome el pecho como garras.

Me hice llamar condesa, baronesa, señora, mientras atravesaba Europa con dos cabezas escondidas en una valija. En todas partes maté, porque no quería alimentarme y dejar que mis presas siguieran vivas con mis marcas al cuello, y deshacerme de los cuerpos se tornaba cada vez más difícil. Me cambiaba de nombre en cada nuevo destino, y ni siquiera a los que fueron amables conmigo les perdoné el defecto de tener sangre viva corriendo por las venas. Me hacía llevar en trenes o carruajes, alojar en los hoteles más lujosos, y luego dejaba esparcidos a mis amantes por suburbios o callejones perdidos, como cáscaras vacías. Desde Bratislava hasta Praga me moví tan rápido como si me persiguieran; después pasé por Dresde y remonté el curso del Elba hasta Hamburgo, donde conseguí una amante que me llevó hasta Bremen.

Entonces me asusté. La noche en que entré desnuda a su habitación en el hotel donde nos alojábamos cometí la locura de dejarme llevar y la consumí entera sobre la cama, sin tomar ninguna clase de recaudo. Quizás porque era hermosa, quizás porque me sentí embelesada por su cuerpo pálido que era parecido al mío. Después me puse su ropa y salí; ella era una mujer poderosa y la policía no tardó en esparcirse por la ciudad para buscar al asesino que la había dejado tendida en la cama, con extrañas marcas en el cuello. También encontraron, entre nuestro equipaje, las cabezas de mis hermanas, y se las llevaron como evidencia. Para recuperarlas tuve que dejar un reguero de sangre y arruiné en una noche el sigilo de años. Irrumpí en la estación de policía como una fiera y destrocé todo lo que se interpuso en mi camino hasta apoderarme de esos restos que me pertenecían; jamás permitiría que los conservaran como trofeos. Después de eso, ya no hubo vuelta atrás. Me costó sortear la vigilancia y, desorientada, llegué hasta el puerto. La visión de los barcos me hizo entender que la única manera de estar a salvo era alejarme hasta el otro lado de la tierra, donde no pudiera ponerme en peligro ese rastro de crímenes que había dejado a través de medio continente. Por otra parte no había vuelto a cruzarme con uno de mi especie, lo que me hacía pensar que la cacería había alcanzado a muchos aunque, recluida durante siglos, nunca había tenido una idea cabal de cuántos éramos. Solo porque éramos una leyenda que los relatos ubicaban en un pasado lejano, superado por el mundo moderno, imaginaba que no quedábamos muchos, y que los pocos que sobrevivían lo harían aislados, como yo. Al parecer, Europa se había liberado de la plaga. Eran las revoluciones y las guerras entre imperios lo que ahora ocupaba la atención.

Esa noche definitiva, frente al agua que duplicaba sobre su superficie el perfil de los barcos, sentí una extraña calma. Me detuve ante una embarcación cualquiera en la que estaban terminando de cargar equipaje. Era una goleta que esperaba, con las velas arriadas, el momento de hacerse a la mar. Pregunté cuál era su destino y un marinero me dijo palabras que nunca había escuchado: Nueva York, Brasil, Argentina. Puerto de Buenos Aires. Era un buen presagio; hasta esos nombres parecían provenir de un idioma desconocido. Le pedí que me mostrara el interior de la nave y se rio, mientras juraba con voz ronca que era imposible. Pero cuando me descubrí la cabeza, que llevaba oculta bajo la capa, me tomó la mano y, después de quedarse paralizado durante unos segundos, me hizo cruzar con él el puente que me separaba para siempre de ese continente en el que había pasado siglos.

Lo último que hice, a medida que el barco se alejaba del puerto, fue arrojar al agua las cabezas de mis hermanas; comprendía que lo que para mí era un tesoro bien podía tomarse por un elemento acusatorio, y no era algo que debiera llevar conmigo a un mundo nuevo. Las contemplé por última vez mientras se hundían en el agua negra, y entonces ya no tuve nada.

Sumida en esta clase de pensamientos, esperaba que descargaran el baúl en el que estaba escondida. Si aprendía a moverme sin dejar huellas en esta tierra nueva, a ser imperceptible, y sobre todo a mantenerme en el reino de la ilusión, que era mi refugio, tendría una oportunidad, aunque más no fuera de sobrevivir.

En un impulso, me cubrí con algo de ropa que quedaba en el fondo. Pasó mucho tiempo hasta que se escucharon voces en la bodega y levantaron el baúl con cierta brusquedad. Sentí cómo lo descargaban sobre un bote, el movimiento ondulante y el ruido de los remos al golpear el agua. Después de un tiempo que me pareció largo comprendí que traspasaban el baúl a otra clase de transporte, seguramente uno de esos carros que había visto desde el barco a juzgar por el violento balanceo y el ruido, una vez más, del agua. Supe que había llegado cuando, con otro movimiento brusco, me depositaron sobre suelo firme. Al cabo de un rato me volvieron a levantar, y me llevaron a lo que parecía una suerte de depósito.

En esta ciudad nueva tendría que ser más cuidadosa que nunca. Alimentarme con mucha frecuencia y dejar un reguero de víctimas a mi paso era lo peor que podía hacer y una amenaza para mí, porque en ese caso se volvería imposible que no me descubrieran. Quizás el tiempo de mi especie sobre la faz de la tierra estaba llegando a su fin, pero a mí me bastaba con poder saciar de vez en cuando esta sed que lastimaba.

Cuando se acallaron los sonidos a mi alrededor, amparada por la noche, salí de mi escondite.

La sed

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