Читать книгу La sed - Marina Yuszczuk - Страница 8

Capítulo 3

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No sé cuánto tiempo pasé en el castillo abandonado de Justina pero, cuando volví a la ciudad, la encontré transformada. La mayoría de los hombres había partido a la guerra en un lugar llamado Paraguay, apenas se hablaba de otra cosa. Las mujeres lloraban por las calles, se retorcían de preocupación, esperaban a los barcos en el puerto para recibir noticias de sus maridos, sus hermanos, sus hijos. Muchos no volverían o lo harían mutilados, rotos. En la mayoría de las casas faltaban los hombres, y el desamparo de las mujeres me convenía. Los pocos médicos que había, por otra parte, estaban ocupados atendiendo a los que regresaban enfermos del norte. Apenas podían prestar atención a los cuerpos que aparecían desmayados, con dos orificios en el cuello.

Buenos Aires no creía en fantasmas. Los únicos habitantes en cuya mirada había visto, de tanto en tanto, un destello de reconocimiento fugaz, eran los indios. Pero me tenían miedo, no eran una amenaza para mí.

Con respecto a los otros, en lugar de salir a cazar a veces me bastaba con pararme frente a una casa, cubierta con una mantilla blanca que había tomado de las lavanderas a la orilla del río, y esperar a que me invitaran a pasar, creyéndome extraviada. Entonces cruzaba el zaguán, luego el patio, perfumado por el aroma mortuorio del jazmín, y seguía a las damas hasta una sala fresca, sombría. Algunas llamaban a las criadas y les ordenaban que me trajeran una bebida. Otras me hacían sentar y después de conversar un rato tocaban el piano para mí, o declaraban que querían dibujar mi retrato, cosa que por supuesto no podía permitir. Todas eran hermosas y estaban aburridas. Me gustaba inventar historias para ellas, contarles vidas imaginadas que podían haber sido la mía.

A veces me hacía pasar por la esposa desdichada de un oficial del ejército de cuyo paradero no se tenían noticias. Lloraba a mi enamorado, lamentando mi viudez prematura, y las jóvenes casaderas suspiraban conmigo, o las madres me consolaban y derramaban profusas lágrimas pensando en el destino de sus hijos. Era difícil saber si en ellas pesaba más la tristeza por los varones ausentes o la fascinación de estar inmersas en un episodio novelesco. Muchas veces pensé que era esto último por el entusiasmo con que respondían a mis declaraciones de pasión, cuando acaso decidía seducirlas antes de atacar. Sin embargo fui cuidadosa; la población era reducida y no podía permitir que mis cacerías llamaran la atención de una prensa que, si bien era escasa y estaba absorbida por la guerra, no dejaba de lanzarse hambrienta sobre cualquier historia medianamente truculenta o atractiva.

Hasta el fin de la guerra, las semanas pasaron sin sobresaltos. Me alimenté hasta quedar hastiada, y solo espacié las cacerías a partir de la noche en que escuché a un estudiante algo borracho contar a una ronda de colegas, en la mesa de un café, la leyenda de la dama de mantilla blanca que lloraba frente a las casas de mujeres decentes y se hacía recibir con fines sangrientos.

Pero faltaba mucho tiempo todavía para que Buenos Aires volviera a la normalidad, porque entonces se desató la peste. Fue durante el Carnaval, días odiosos en que los habitantes de la ciudad, además de disfrazarse y organizar bailes de máscaras, se dedicaban a arrojarse agua unos a otros, y que yo aproveché para cazar a mi antojo. Detrás de los antifaces de colores, las miradas se congelaban de espanto en el instante del reconocimiento.

Las muertes habían empezado mucho tiempo antes, pero en menor escala. La ciudad había crecido desordenadamente; los miles que bajaban de los barcos provenientes de Europa iban a parar al sur, amontonados en casas infectas, cerca de un Riachuelo que, igual que la parte más indecente del cuerpo, se llevaba los desechos, la basura y los animales muertos que irían a teñir de inmundicia el agua de por sí nada plateada del río. Buenos Aires tenía olor a agua podrida, a cadáveres expuestos al sol; los patios de las familias ricas y las plazas se llenaban con toda clase de plantas que perfumaran el aire y fingieran otra cosa, pero toda la ciudad era un gran cementerio de putrefacción. Un cementerio melancólico, además, porque sus habitantes apenas podían olvidarse de los escasos resultados de esa lucha incesante contra la decadencia.

Así llegó el vómito negro, la fiebre amarilla, menos cromática que su nombre, y se esparció primero por esa zona más pobre de la ciudad irrigada de podredumbre. Pero la desesperación inundó todos los barrios, y pronto fue más común atravesar las calles en un carro rumbo al cementerio que estar vivo. Los que podían, huyeron.

Buenos Aires colapsó bajo un volcán de cadáveres, como si las entrañas mismas de la tierra, ahí donde se intentaba por todos los medios ocultarla, se hubiesen abierto para exponer la muerte en una llaga inmensa.

Los pobres intentaban escapar de la ciudad en tren o en barco; los ricos desaparecieron de la vista, refugiados en el campo. Se fueron, no solo para no morir, sino para no ver. Y de los que sí vieron, dudo que alguno haya dejado de tener pesadillas donde los cuerpos desfilaban incesantemente, pesadillas solares, que coincidían con la vista de las calles a plena luz del día.

No pasa muy seguido que los sueños coincidan con la realidad, y cuando lo hacen es atroz. Un nuevo cementerio fue inaugurado en el Oeste y el tren, que debía traer el progreso, le llevaba cuerpos a montones. Muchas casas quedaron abandonadas. Y después del estallido frenético del Carnaval, pronto sofocado por las autoridades que además impidieron toda reunión pública, se hizo un extraño silencio.

Estaban cerrados los negocios y los cafés; nadie en las iglesias, nadie en las plazas. Los barcos no llegaban al puerto.

Para los días a los que la religión cristiana se refería como Semana Santa, las calles estaban desiertas. Solo el ruido esforzado de las ruedas de carros rumbo al cementerio imponía, letárgico, otro ritmo. Impotentes, olvidados por su Dios, los sacerdotes caían como moscas. Los médicos no daban abasto para recorrer las casas asistiendo a los enfermos. Por momentos el humo de las hogueras llenaba el aire; las casas de los pobres se vaciaban y muebles, ropa, objetos de lo más variados se prendían fuego en grandes pilas frente a las familias que lloraban. Muchos que no hablaban el idioma ni siquiera entendían lo que estaba pasando, por qué el saqueo. Algunos de los que conseguían lugar en un barco para volver a sus países de origen morían en altamar, doblemente desterrados.

Algunas noches, cuando recorro la ciudad, me pregunto cómo reaccionarían todos si a la mañana se despertaran y abrieran las puertas a calles donde los cadáveres estuvieran a la vista, envueltos solo con una sábana en las puertas de las casas. O pasaran apilados en un carro, en una masa indiferenciada de brazos, piernas, caras de dolor. Quizás la perfección para ocultar la muerte sea la victoria más contundente de este siglo.

En aquellos días estuve ocupada, arrastrándome entre moribundos para quitarles la última porción de vida. No era la mejor sangre que mis labios hubieran bebido sino la peor, impura, pero se encontraba en abundancia. Me asqueaba, pero me aplacaba la sed. Sacaba mi tajada como los abogados que ofrecían por módicas sumas firmar un testamento, los ladrones que irrumpían en casas desiertas para proveerse a sus anchas, los sepultureros que negociaban cada ataúd a precios de lujo. Algunos, con la lucidez del último aliento, me pidieron morir, como si yo fuera un ángel piadoso. Alzaban la vista desde el lecho y, en su delirio, me daban la bienvenida. Era eso o la fiebre, el calor insoportable, el dolor que doblaba el estómago.

Era el caos y a nadie le llamaba la atención que caminara por las noches, sola, con la camisa manchada de sangre. Sentí por primera vez algo parecido a la degradación; me estaba convirtiendo en un ave de carroña, alimentada con desechos. ¿De qué manera me fundí con el paisaje? Había sangre en cantidad, pero también experimenté el hastío.

Por esos días ocupé una casa vacía en San Telmo, solo para mí. Era oscura, de una sola planta, se extendía en varios patios hacia el fondo y me gustaba resguardarme en la penumbra, junto a las ventanas que daban a la calle, para contemplar el paso de los carros que llevaban los cuerpos. Los dueños, o quizás los saqueadores, se habían llevado muchas de sus pertenencias, pero encontré varios vestidos olvidados en un baúl. Elegí uno de terciopelo bordó ribeteado en negro con un miriñaque enorme, algo anticuado. La falta era amplia y debajo llevaba varias enaguas con puntillas, más tela de la que nunca había tenido encima, como una armadura. No conseguí atarme yo sola el corset, por lo que decidí descartarlo y usé solo camisa, como las mujeres pobres. Me peiné con raya al medio y el pelo recogido en la nuca, y en las orejas me puse unos largos pendientes dorados.

Había velas de sebo como para iluminar un pequeño apocalipsis y encendí varias, en candelabros y candiles. Las ventanas estaban cerradas y así habrían de seguir. En la sala descansaba un piano de ébano, lustroso como un ataúd, y lo pude tocar a mi gusto en esa casa llena de sombras.

Fue entonces cuando lo conocí. Él también estaba solo en la ciudad y, cuando llegó hasta mí, fulguraba con el aura de la muerte. Estaba convencido de que pronto iba a morir, y no se equivocaba.

Una noche, mientras volvía a la casa que ocupaba en el Bajo después de jornadas agotadoras de atender enfermos casi en vano, me escuchó tocar y entreabrió la puerta sin pensarlo, guiado por la música.

—¿Hay alguien? —lo escuché decir desde el zaguán.

Mi voz resonó por encima del piano cuando le respondí que pasara a su voluntad.

Me di vuelta para mirarlo, sin dejar de tocar, mientras él atravesaba la puerta de la sala. Era alto y caminaba ligeramente encorvado, tenía una barba crecida y un bigote que se adivinaban suaves, a pesar de que venía cubierto de polvo y cansancio. Se sacó el sombrero antes de inclinarse.

—Señora, me temo que no debería estar aquí. Toda la ciudad está en cuarentena…

Se detuvo de pronto cuando me miró con más detalle. De alguna manera debió intuir que yo no estaba sometida al peligro de la fiebre, porque abandonó el tono protector.

—No se preocupe por mí. Puede seguir su camino si así lo desea —dije desde mi lugar frente al piano.

Pero estaba claro que no iba a seguir. Después de guardar silencio durante unos segundos se acercó despacio, atraído por la luz de las velas, y se desplomó sobre un sillón. Desde allí me habló con los ojos cerrados.

—Mi conducta es imperdonable, lo sé bien. No la conozco, pero sé que si no me alejo durante unos minutos de ese infierno voy a enloquecer, y loco no serviría de nada. Esta casa, la música, usted… parecen de otro mundo. Cuanto menos el de antes de la fiebre.

Le dije que podía quedarse si así lo deseaba, que incluso agradecía la compañía, demostrando una amabilidad insospechada hasta para mí. Me senté frente a él, sacando la punta de mi zapato de raso por el ruedo del vestido, y le ofrecí una copa de coñac; cuando se la extendí, la apuró de un trago. Me incliné hacia él para volver a servirle. Llevaba días corriendo de un lado al otro para atender a todos los enfermos que pudiera, me explicó mientras abandonaba en el suelo su maletín. Pero estaban faltando los suministros y, en todo caso, la mayoría de las veces no eran de ninguna utilidad. No podían hacer nada, solo juntar los restos. Había llegado a preguntarse si no sería de más utilidad como sepulturero.

Se interrumpió para mirarme largamente y nuestros ojos se encontraron. Él los tenía oscuros, de cejas y pestañas espesas, con ojeras dibujadas por el cansancio. El pelo era ondulado, peinado hacia atrás, y estaba aplastado sobre la frente por el sudor, el calor, el esfuerzo. Solo el labio inferior le asomaba debajo del bigote, de un rojo cálido, como un ofrecimiento, una muestra de carnalidad que intentara cubrirse con recato.

No tenía nada para decirle, pero quería que siguiera hablando. Me atraía su voz atormentada.

—Usted no sabe… —continuó—. Tengo estos olores metidos en la nariz, de los que haría cualquier cosa por librarme. Cualquier cosa. No es posible aguantarlo más. Tengo el impulso de escapar ya mismo al campo, y sin embargo me quedo. Por las noches sueño que vienen a buscarme en un carro para llevarme al cementerio. Era solamente un sueño, pero hoy… por fin lo vi… en un carro repleto de cuerpos que pasó a mi lado, una mano se movió… era cuestión de tiempo, y me pregunto cuántos más se habrán despertado así, en una fosa o en un ataúd, solo para volver a morir de espanto.

Se tapó la cara con las manos y se frotó los ojos con fuerza. Cuando los volvió a abrir, se veía desquiciado. El sonido de cascos sobre el empedrado llegó hasta nosotros. Lo miré fijo y guardé silencio para darle a entender que esperaba el final de su relato.

—Es lo que imagina, había un hombre vivo entre la pila de muertos —dijo mientras se desabotonaba el cuello de la camisa, olvidado de que estaba frente a una dama.

El dolor que lo atravesaba era palpable.

—Le grité al cochero y frenó al instante —prosiguió—. Tuvimos que subirnos los dos a la caja y tirar de ese brazo con todas nuestras fuerzas para sacarlo de entre los cuerpos. Lo bajamos con cuidado y lo acostamos sobre la calle. El hombre abrió los ojos despacio… estaba confundido. Demasiado débil, no pudo decir palabra. Mejor para él. Le ordené al cochero que siguiera su camino y como pude cargué con él hasta el Hospital General de Hombres. Las enfermeras y los internados celebraron cuando les conté que el hombre había sido rescatado de entre los muertos, pero estoy seguro de que a estas horas estará de nuevo en un carro, y esta vez con justicia. Ya no sé quiénes estamos vivos.

Mientras hablaba me acerqué lentamente hasta él, porque percibí que lo deseaba. Tenía olor a sangre amenazada. La luz de la vela quedó a mis espaldas, y mi cara se hundió en la sombra. Le rocé la cara con los dedos, le hundí las uñas en la barba. El cuerpo le vibraba con una intensidad que resultaba embriagadora. Adiviné que podía bajar por el pecho, desabrocharle la camisa. Podía hacer lo que quisiera con él, o al menos eso creí: estaba desesperado.

—Señora, ¿quién es usted? —interrogó con urgencia—. ¿Cómo puede ser que viva a unas calles de distancia y no la haya visto nunca?

—Usted lo acaba de decir, ya no se sabe quiénes son los vivos. Quizás sea un fantasma.

Con un movimiento brusco él, que hasta ahora había sido muy suave, me aferró la muñeca con toda la mano.

—Ni en las visiones más extremas del opio tuve una sensación parecida. Quiero saber quién es. Normalmente no sería tan impertinente, pero desde la fiebre… las normas sociales están en suspenso.

—Entonces, me llamo María —le mentí—. Y en cuanto a lo que hago aquí… a usted no le importa.

Ante esta provocación, que dije mirándolo directo a los ojos, me tiró de la muñeca y me hizo sentar encima suyo. No se inmutó ante mi rostro demasiado blanco; estaba atravesando un desierto donde la muerte era una presencia cotidiana. Con la mano libre me desabrochó los botones de la chaqueta, uno por uno, con movimientos lentos. Después me tomó con fuerza la cabeza y la inclinó hacia él para besarme. Estaba tibio, tenía olor a menta y alcanfor mezclado con algo más amargo, quinina tal vez. Pero el gusto era entrañable y me llenó la boca, como si quisiera fusionarse con algo que consideraba vivo.

Una de las velas se extinguió.

Yo también le abrí la camisa y le pasé los labios por el cuello. Jadeaba bajo mi boca. Se entregaba con la cabeza echada hacia atrás, y recorrí una y otra vez la nuez de Adán, el borde entre la piel y el nacimiento de la barba. Por fin lo obligué a recostarse en el suelo y le abrí el pantalón. Me levanté la pollera y las enaguas y me senté en cuclillas encima de él, dándole la espalda, así no tendría que mirarlo. Me deshizo el rodete con una mano y tiró fuerte del pelo. Cerré los ojos y me perdí mientras me movía sobre él, tratando de metérmelo más adentro, con sus manos en mi cadera. Me froté el clítoris con dos dedos hasta hacérmelo doler mientras me imaginaba que la vida de él abandonaba el cuerpo en ese mismo instante, dejándolo caliente entre mis piernas. Grité, y me hundí en la oscuridad completa. Deseaba la sangre, pero no todavía.

Me quedé acostada, con el cuerpo doblado sobre el estómago. La luz de las velas se volvía más débil y le iluminaba el tórax, cubierto de vello y sudor, que bajaba y subía con la respiración. Se llamaba Francisco y era el hijo de una familia acaudalada; los padres tenían campos, los habían recibido de parte de Rosas por los servicios prestados en el resguardo de la frontera con los indios. Exportaban cueros y tenían varias propiedades en la provincia. Ya ancianos, habían abandonado la ciudad en dirección al campo durante los primeros días de la fiebre, pero de todos modos la peste los había alcanzado. El hijo médico se había apurado a ir en su ayuda y solo había llegado a tiempo para el entierro, que tuvo lugar en el cementerio del pueblo. El hermano mayor era General del Ejército y había muerto en Paraguay, el menor era religioso. Se llamaba Joaquín y muchas veces, durante las últimas semanas, habían recorrido juntos las casas de los enfermos; Francisco se ocupaba de atender los cuerpos y Joaquín las almas, que le parecían más valiosas. Decía que la peste se debía tomar como una señal de Dios, que expresaba su voluntad. Francisco, como hombre de ciencia, estaba en desacuerdo pero tendía a ser protector con su hermano, la pureza moral que conservaba, su inocente interpretación del mundo.

Él había estudiado medicina casi como un acto de rebeldía, pero ahora no estaba tan seguro de que no hubiera sido mejor idea quedarse en Europa, donde había conocido la vida bohemia junto a un grupo de colegas. A pesar de que la leyenda heroica se difundía por entonces entre los que se habían quedado en la ciudad a combatir la peste, no le interesaba ser un héroe. Tuve la sensación de que estaba asqueado, de que no sabía cómo iba a hacer para seguir viviendo una vez que la fiebre se terminara, si es que lo hacía.

Antes de que la primera luz del amanecer entrara a través de los postigos, me levanté despacio y me puse la ropa. Francisco se fue.

La sed

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