Читать книгу La sed - Marina Yuszczuk - Страница 7

Capítulo 2

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Nadie sabe lo que es ser como yo. Nadie se lo imagina. Los humanos han inventado una multitud de historias en las que los de mi clase no tenemos vida propia, si se me permite la licencia poética: solo existimos para estar en sus pesadillas. Dudo de que puedan entender esta sed, que es imposible de saciar. Y mucho menos esta voluntad insólita, pertinaz, de no entregarnos a la muerte final, que solo puede explicarse por el hecho de que somos bestias.

Mis primeros años aquí fueron odiosos. No tenía adónde ir y vagaba por la ciudad, de noche, buscando lugares para esconderme, aunque tenía que cambiarlos cada varios días. Buenos Aires era estrecha y todo en ella estaba a medio hacer. Las casas más antiguas eran bajas, de paredes anchísimas. Parecían agujeros húmedos con las paredes pintadas a la cal, oscuras tras altísimas rejas. En otras partes de la ciudad se construían edificios para dar alojamiento a los recién llegados, se cubrían las plazas de baldosas, se terminaba la fachada de la Catedral. En Buenos Aires había personas como nunca había visto. Negros que transitaban las calles, y en el transcurso de los meses supe que los habían traído como esclavos de un continente lejano, aunque luego habían sido liberados. Otros a caballo que vestían una prenda llamada poncho, solo un trozo de lienzo con una abertura por donde pasar la cabeza. Venían de las afueras de la ciudad, del lugar al que llamaban desierto; ellos, como yo, aprendían el español y lo miraban todo con desconfianza. También había europeos que parecían atónitos, fuera de lugar. Disimulada entre la gente y vestida con la sencilla moda que llamaban “criolla”, a nadie le llamaba la atención una extranjera más. Yo me movía por las calles entre soldados, estudiantes, sirvientas y vendedores, y de las conversaciones que oía al pasar, o preguntando yo misma, trataba de comprender las reglas de este mundo novedoso.

Me acuerdo del cielo, que por entonces se podía ver, antes de que la ciudad se convirtiera en una contrincante demasiado luminosa. Estrellas diferentes a las que conocía, y en el medio de todas La Vía Láctea, que mis ojos no vieron nunca más. Es imposible recordar la presencia del cielo cuando el cielo no está. Y con la conquista de la oscuridad llegó, también, el fin las pesadillas. Cuando las noches eran negras como el ala de un cuervo los terrores reptaban desde el suelo, se enredaban en los pies. En la ciudad iluminada débilmente por faroles de gas, yo me fundía con la noche.

Me gustaba recorrer la zona del puerto, llegar hasta el borde del río para imaginar el viejo castillo en el que habían transcurrido mis primeros siglos y saber que un océano nos separaba. El murmullo del agua volcada sobre sí misma, o entre las piedras de la costa, era calmo. Nunca había vivido tan al borde de la tierra. A veces me preguntaba si en alguno de esos barcos que mecían sus velas en la paz de la noche no habría llegado alguno como yo. O contemplaba los desembarcos y trataba de adivinar qué traían esos baúles que se descargaban en los botes: ¿Libros? ¿Terrores?

En aquel tiempo el barro se adueñaba de todo. Buenos Aires tenía unas pocas calles empedradas pero el resto era tierra, y en las noches de lluvia se me hundían los pies. Me acostumbré a estar siempre cubierta de barro, o del polvo que levantaban los carros con sus ruedas, los caballos. Lo sentía en el pelo, sobre la cara. Se metía en los ojos. Cubierta por una capa raída deambulaba bajo los faroles de gas, que parecían nuevos. Por las noches la ciudad era silenciosa, aunque no faltaban los gritos, la música de un baile o el traqueteo de algún carro que cruzaba las calles desparejas con sus ruedas enormes. De vez en cuando llamaba la atención la presencia de una mujer sola en las calles, a la noche, cuando todas las damas decentes estaban recluidas hacía varias horas en sus casas. Pero yo me encargaba de que el impertinente que se acercaba para dirigirme la palabra no volviera a preguntar nada más en su vida.

Lo primero que comprendí al llegar fue que la ciudad era poco más que un pueblo, a pesar de sus pretensiones, y eso me convenía. A veces atacaba y consumía a mi presa hasta que se desangraba sobre el suelo, otras era más medida y la dejaba vivir. Me alimentaba con indiferencia; necesitaba sangre y la obtenía. Eso era todo. No era difícil cazar y luego disponer los restos de la víctima de tal modo que pareciera haber tomado parte en una pelea callejera, un ajuste de cuentas. Los hombres morían todos los días en esa ciudad aún salvaje, y a nadie le importaba mucho. Algunos eran inmigrantes que habían llegado solos; otros, negros y mulatos, descendientes de esclavos, indios, cuyas vidas valían menos que la ropa que llevaban puesta. Las familias de bien pretendían gobernar el país, asistían al teatro o a tertulias donde alguna dama los deleitaba con el sonido del piano, que llegaba hasta mí a través de las ventanas iluminadas. Los que estábamos en la calle nos jugábamos la vida.

Mientras tanto terminaba de adquirir los sonidos de esa lengua que me parecía algo vulgar, como demasiado blanda. Pronto pude hablarla con fluidez y dejar de sonar como una extranjera. Ni siquiera traté de hacerme pasar por una dama de sociedad, como había hecho antes. Este lugar era reducido y no podía correr el riesgo de que la población más notable de Buenos Aires, que era un círculo reducido, se preguntase por mí. Me dediqué a cazar entre lo más bajo del pueblo, aguateros, matarifes y lavanderas, mendigos incluso. Me abstuve de bautizar a otros con mi sangre y hacerlos como yo para no contar con una horda de criaturas iguales a mí que, tarde o temprano, terminaría por ser descubierta.

Tenía que moverme con astucia, administrar las mordeduras, pensar con frialdad. Así tuve que hacerlo desde entonces cada vez que me alimentaba. Me ponía furiosa, eso y tener que deshacerme con cuidado de los cuerpos, como si fuera una asesina. Pero pronto, a pesar de que era más trabajoso, se volvió rutinario. Anhelaba un lugar en el que pudiera simplemente cazar y comer sin tener que esconder los restos, borrar las huellas. Pero sabía que semejante lugar no existía en este mundo.

De día me ocultaba en alguna casa abandonada, pero eran un bien escaso en la ciudad. A veces elegía una habitación de hotel desocupada, el subsuelo del teatro, incluso habitaciones de servicio al fondo de las casas. Llegué a resguardarme en corrales, sumergida en ese olor inmundo. De noche volvía, una y otra vez, a la vera del río.

Allí encontré cierta noche a una muchacha que, igual que yo, estaba cometiendo la transgresión de vagar en esa hora vedada a la población femenina. Me vio de pie sobre un promontorio de rocas que de día ocupaban las lavanderas y me habló. Era una noche clarísima y las dos, imaginé, estábamos ahí para admirar el espectáculo de la luna llena, cuyo reflejo ondulaba en el río. Ella parecía inocente como un pájaro, y me habló con una sencillez con la que nunca nadie se había dirigido a mí.

—Oiga, señorita, el suelo es un poco resbaloso, le conviene tener cuidado. Las lavanderas están acostumbradas, pero usted no parece serlo…

Su voz era plateada, como la luna cuando tocaba el río. Le dije que tendría cuidado y pregunté si era lavandera. Con una pizca de soberbia me respondió que sí, pero que había nacido, eso dijo, en cuna de oro. Solo al llegar a la adultez se había visto obligada a ganarse la vida. Prosiguió, contándome que estaba destinada a una vida de holgura, y que su padre se dedicaba a la política.

—Era gobernador, el hombre más poderoso de estas tierras —agregó, como si hablara para sí misma—. Pero se ha ido.

Me di vuelta para mirarla a los ojos. Era hermosa, de grandes ojos negros y la piel muy blanca a pesar de que, como lavandera, seguramente pasaría horas al sol. Tenía el pelo trenzado y recogido sobre la cabeza. No me podía explicar qué estaba haciendo esa muchacha en un lugar tan solitario.

—No me cree, ya veo —me dijo con un reproche que escondía una risa—. ¡No la culpo! Si parezco una pordiosera. Ojalá pudiera verme en mis ropas de antaño, allá en la quinta donde pasé mi infancia. Me llamo Justina, ¿y usted?

Preferí perder la vista en el río en lugar de responder.

—¡Ah, secretea! Está disculpada. Quizás sea una locura hablar con una desconocida a estas horas de la noche pero, sabe… un poco de locura tengo en mí, desde que mi vida se derrumbó. No tiene que extrañarle.

—¿Quién no tiene su cuota de secretos? —le pregunté, y estiré mi mano para rozar la suya.

La sentí estremecerse al lado mío, como si la hubiera atravesado una ráfaga helada, y supe que la estaba asustando. Decidí tranquilizarla para que se quedara conmigo. Inventé una historia, dije que yo también había perdido la posición en que había sido criada y ella supuso que debía tener un pasado triste, que una mujer elegante y con acento extranjero no terminaba vagando por las noches en esta ciudad a menos que le hubiera ocurrido una desgracia. Como toda respuesta incliné la cabeza, simulando pesar. Lo insólito era que Justina no estaba tan lejos de la verdad, aunque yo nunca me hubiera pensado como una víctima de la suerte mientras me esforzaba por adaptarme a este nuevo lugar, a las condiciones en que llevaba a cabo la caza.

Justina continuó la conversación de la que yo, en mi mente, me había alejado.

—Va a pensar que soy una atrevida pero, ¿me permite que le muestre un lugar especial? El más espléndido de Buenos Aires, por si no lo ha visto. Eso sí, será necesario caminar unas cuantas leguas. Quizás tengamos suerte y hasta pueda encontrarle algo mejor para vestirse.

Esa noche la hubiera seguido a cualquier parte. Había algo en su atrevimiento, en la naturalidad con que paseaba por la ciudad como si fuera la Plaza Victoria a pleno día y no un territorio hostil, sembrado de peligros, que me atraía. De pronto me tomó la mano y me condujo hacia el bajo a la luz mortecina de los faroles. Subimos por las calles empedradas con lentitud, a pesar de que nos separaban varias leguas de ese lugar prometido en las afueras de la ciudad. Dos jóvenes oficiales nos cruzaron en dirección opuesta y nos dedicaron una reverencia, al tiempo que nos recordaban que a esas horas de la noche la calle no era lugar para dos señoritas. Justina soltó una carcajada rítmica. Yo me hundí más adentro de mi capa y reprimí el impulso de saltarles encima.

Seguimos caminando hasta que el empedrado quedó atrás y las calles se hicieron de tierra. Las casas eran cada vez más bajas, algunas solo chozas de madera, y empezaban a escasear. En el interior de algunas brillaba la luz, y los perros ladraban junto a la puerta. Pronto estuvimos en el campo. Justina me señaló un largo camino de tierra y dijo que llevaba al Cementerio del Norte. No hubiéramos podido avanzar en ese descampado de no ser por la claridad de la luna, que todo lo bañaba de una luz tenue.

Mientras Justina me hablaba de su niñez en medio de la opulencia yo le miraba el ruedo del vestido, lleno de barro, y las trenzas que en la agitación de la caminata se deshacían cada vez más. Todo me lo contó, a gran velocidad y con gran énfasis: el nacimiento como hija bastarda de un hombre poderoso, la belleza de su madre, la canción de cuna que entonaba por las noches con una voz dulcísima y que Justina tarareó para mí, en medio del silencio más completo.

Había tenido horas felices la vida en esa especie de palacio de cuento oriental, según lo imaginaba, con avestruces y flamencos. De niña le gustaba correr por los jardines semisalvajes detrás de los monitos y las liebres, a los que llevaba unos granos de maíz o un pedazo de fruta. La madre la retaba por arruinarse los vestidos y robar de la cocina, pero sus reproches eran suaves. El miedo real, que la paralizaba, era cuando llegaba él, con su vozarrón y esa presencia que modificaba todo. Entonces les ordenaban, a ella y a sus hermanos, permanecer en las habitaciones destinadas a los niños y guardar silencio.

—Pero mentiría si dijera que lo recuerdo —dijo pensativa—. No tengo siquiera una imagen de su cara. Solo sé que lo odiaba, porque nos divertíamos hasta que llegaba él, y porque fue la única persona a la que vi despreciar a mi madre.

El resto del tiempo podían vagar libremente por la quinta, comer a su antojo de los árboles frutales, bañarse en el lago artificial donde a veces se deslizaban pequeñas embarcaciones a remo y hasta un barco de vapor. Era posible que Justina estuviera inventando un lujo desconocido solo para mí, pero no me lo parecía. Ni siquiera sabía leer; a nadie le había parecido que valiera la pena enseñarle. Su niñez había tenido la cuota de libertad destinada a los niños de los que no se espera nada y, aunque la mía había transcurrido en cautiverio, en eso nos parecíamos. Por un instante, y como una imagen que llegaba desde muy lejos, velada por varias capas de oscuridad, vi a mi madre llevándome de la mano, cuesta arriba hacia el castillo, para entregarme a Él, yo una niña inocente que solo protestaba por el esfuerzo de la caminata.

Justina me sacó de mi ensoñación para decirme que ya estábamos por llegar. Detrás de una larga hilera de palmeras que se desplegaba frente a nosotras estaba la casa. Avanzamos unos pasos más, y de pronto la tuve frente a mis ojos.

Era una visión inesperada. Una gran villa italiana, de planta baja coronada por azoteas bordeadas de rejas, se alzaba en medio de jardines abandonados, iluminada únicamente por la luna. La maleza lo invadía todo y la sensación de soledad era extrema, como si de pronto todos los habitantes de esa quinta fantástica hubieran tenido que abandonarla ante el acecho de alguna peste. De algunos árboles colgaban esqueletos o partes de ellos, como el decorado de una fiesta macabra, y en el terreno frente a la casa era posible tropezar con alguna calavera oculta entre los pastos demasiado altos.

Justina se acercó con naturalidad y me indicó una entrada lateral, bordeando una galería donde las puertas estaban tapiadas. La seguí sin dudarlo. Frente a mis pies pasó ondulando una pequeña víbora, que pronto desapareció entre la vegetación salvaje.

—Es por acá, ¡vení! —me ordenó ella, y acepté su invitación embelesada por esa familiaridad nueva con que se dirigía a mí. Justina conocía una entrada secreta.

Ingresar a la casa fue hundirnos en la oscuridad, con apenas un reflejo desmayado que se colaba desde las ventanas. Adiviné, más que vi, los altos techos de madera, las lámparas con caireles que pendían de ellos como joyas olvidadas. Los destellos en el vidrio eran lo único brillante en el interior de la casa, además de algunos espejos extrañamente intactos.

Justina estaba de pie delante mío, inmóvil, según imaginaba, en la contemplación de sus recuerdos. Me acerqué por detrás y me atreví a levantar una mano para tocarle el pelo. Ella me dejó hacer. Despacio, como si fuera la materia más preciosa que hubiera tocado jamás, le deshice el peinado. La mata de cabello oscuro le cayó sobre la espalda. La visión de mis hermanas y sus largas cabelleras, tan similares, me llenó de una extraña euforia, pero enseguida recordé la última vez que había visto esos cabellos esparcidos en la nieve. De pronto Justina reaccionó, se dio vuelta para mirarme divertida y se sacó la parte superior del vestido. Su camisa blanca resaltaba con la poca claridad que había en esa estancia. Justina me explicó que allí tenían lugar los bailes y empezó a ejecutar los movimientos del minué.

—A nosotros no nos dejaban asistir, éramos niños, pero espiábamos todo desde la ventana. Luego jugábamos al baile en nuestra habitación. ¡Era magnífico! Además, en los días de fiesta sobraban el chocolate y las masitas y siempre nos tocaba un poco. Pero, ¡vamos al lago! ¡A bañarnos!

Antes de que pudiera negarme me sacó la capa y me miró largamente. Me quedé paralizada, esperando su próximo movimiento. Pero sin decir una palabra se desabotonó la camisa, con algo de torpeza, luego se desató la pollera y la dejó caer junto con las enaguas. Su ropa interior era blanquísima, inmaculada. Se la sacó también, con mucha naturalidad, y después se acercó para hacer lo mismo conmigo. Pude sentir el olor acre y humano que despedía su cuerpo, un perfume que tuve ganas de aspirar directamente de su cuello, como si pudiera beberlo. Me desvistió muy despacio. Yo cargaba con la suciedad de años, parecía una mendiga al lado de ella, vestida con ropa sencilla pero limpia. Entre risas, Justina hizo un bollo con mi ropa, la cargó en sus brazos y me ordenó que la siguiera.

Salimos y la pude ver bajo la luz de la luna, blanca y aniñada, con pechos diminutos. El latido de la sangre cercana se estaba haciendo insoportable para mí, pero quería mirarla todavía un rato más. Tenía todo el tiempo del mundo, en ese paraje abandonado, para hacerla mía.

Atravesamos juntas la explanada que terminaba en una hilera de sauces; más allá de los árboles estaba el agua, una especie de lago artificial con paredes de ladrillos. Justina la rodeó por un camino de tierra para llegar al otro lado, donde la costa hacía un suave declive que terminaba en el lago. Se agachó en la orilla y entonces, con mucha concentración, se puso a fregar mi vestido y mi capa. Le miré la espalda mientras lo hacía, fina y musculosa, acostumbrada a esa tarea. El pelo le caía sobre un hombro y dejaba al descubierto la línea que bajaba hasta la cintura. Era justo ahí, y también en la nuca, cubierta de una pelusa suave que terminaba en un triángulo casi imperceptible, donde ardía por apoyar los labios. Me gustaba su capacidad para mostrarse indiferente, desentenderse de mí, tanto que me llevaba a dudar de mi presencia.

Cuando terminó se puso de pie y me invitó a entrar al agua con ella; así lo hice. Estaba fría. No me importó, pero ella tiritaba y se pasaba las manos por los pezones erguidos. Se acostumbró un poco a la temperatura, y entones se hundió más. Con una mano me atrajo hacia ella y me dio vuelta para lavarme el pelo. Lo tenía muy largo, lleno de tierra. Duro. Justina lo fregó con delicadeza mientras intentaba desenredarlo, y se reía. Era casi imposible soportar la tentación de morderla, pero ¿a quién quería engañar? Hacía demasiado tiempo que no me tocaban, y lo sentí hasta la última gota. Ella jugaba, me arrojaba agua con las manos. Yo levantaba los ojos al cielo y miraba la luna.

De pronto cambió de opinión y me tomó de la mano para sacarme del agua. Volvió corriendo hasta la casa y fui detrás de ella. Se escabulló por una puerta, y luego otra, para hundirse más en la oscuridad. Yo escuchaba sus risas pero no la veía. Seguía ese sonido de plata y el perfume de su cuerpo, ahora mojado. No fue difícil, para un animal habituado a la caza, dar con ella. Estaba apoyada contra una pared, jadeante. Tenía el pelo húmedo.

La abracé y nos acostamos en el suelo. Cuando bajé por su cuerpo para hundirme entre los pliegues de su carne, tuve mucho cuidado de no morderla. La di vuelta y le lamí la espalda mientras buscaba su entrepierna y le separaba los labios, abriéndome paso entre el vello. Pude tocar esa humedad casi olvidada, un estuche palpitante en el que deslicé las puntas de los dedos para buscar los lugares que la hacían gozar más. Quería lamerla ahí, pero Justina gemía de placer y sentí el arrebato de la sangre, que me llamaba. Me incliné sobre su nuca y la mordí en el costado del cuello lo más fuerte que pude. La sangre empezó a fluir y me llenó la boca de calor. Yo estaba en éxtasis. Ella se sacudió, tratando de zafarse de mi abrazo, pero no por mucho tiempo. Pronto relajó el cuerpo hasta el desmayo, y pude llenarme como no lo había hecho en mucho tiempo. La chupé en un rapto de placer, desesperada. Me pasé la mano por la boca para esparcir la sangre, que seguía tibia, me la desparramé por el pecho y aluciné a la vista de mis manos rojas. Quería bañarme en ella.

Me sentía otra vez como la criatura de la noche que era.

Por fin separé la boca del cuello de Justina y, satisfecha, salí al encuentro de la luna. Tendí los brazos al cielo y le grité, en una súplica que fue tan inútil como todas las súplicas. Le pedía que me recibiera.

Cuando los primeros rayos del sol se insinuaron sobre la hierba recogí mi ropa, que todavía estaba húmeda. Entré a la casa y la puse a secar encima de una silla. Después me paré al lado de Justina y la miré con intensidad. Tenía que vigilarla, sobre todo para impedir que huyera. Se había puesto más blanca, si es que eso era posible, y la sangre coagulada le formaba una costra oscura sobre el cuello. La di vuelta para verle la cara. Tenía los ojos cerrados y la boca entreabierta, en un gesto que aluciné era de placer. El pelo la rodeaba como un manto. La tomé en mis brazos y la llevé hasta una de las habitaciones, dominada por un lecho de caoba en el centro.

La casa, se podía ver, había sido saqueada pero no por completo, como si una maldición pesara sobre los objetos que contenía, o sobre el edificio mismo, e impidiera que lo ocuparan, a lo que había contribuido hasta cierto punto la clausura de las galerías exteriores. En los días que siguieron tuve tiempo de recorrerla a mis anchas. Había espejos venecianos en algunos cuartos, un detalle absurdo cuando resultaban ser el único objeto en toda la estancia. Ninguno fue testigo de mi paso fugaz. Pensé en Justina, obligada a abandonar este palacio que quizás, durante sus primeros años, era todo lo que conocía. Perdida en la ciudad, de noche. Quizás loca.

En una habitación de pesados cortinados rojos cargados de polvo, un piano dormía el sinsentido de que ninguna mano levantara su tapa y le diera uso. Lo abrí para hacer sonar algunas notas. Estaba desafinado, y esa música chirriante parecía la única apropiada en ese lugar, que existía para nadie.

Justina no tardó en despertar. Cuando escuché su voz fui rápido hasta la cama donde descansaba y la encontré llevándose la mano al cuello, con un gesto de dolor. Me apuré a abalanzarme sobre ella. Antes de que pudiera reaccionar, ya estaba pasándole la mano por el cuerpo, frenética, y tomando de nuevo esa sangre que me había embelesado. Quería beberla toda, aunque sabía que eso equivalía a quedarme sin Justina. Le puse la mano en el pecho y pude sentir que el corazón latía más despacio, se callaba delicadamente, pero eso no me detuvo. Me incliné sobre el cuello y tomé más, más de esa sangre preciosa, hasta que el cuerpo se sintió inerte. Entonces levanté los ojos de la cama y alcancé a ver una niña vestida de blanco que se dio a la fuga a través de la puerta.

Puesto que estábamos solas en la casa, me resultó inexplicable la presencia de esa niña, pero no la seguí; el cadáver de Justina, ahora vaciado, me retuvo en esa habitación donde la oscuridad iba cambiando de parcial a total mientras los días daban paso a las noches, cada vez más negras. Me quedé durante mucho tiempo.

A veces cerraba los ojos y al abrirlos creía percibir la blancura pálida del vestido de la niña en la penumbra, el sonido de su respiración quieta. El día y la noche terminaron por fusionarse en el letargo de la espera, o acaso era la prisionera de una fuerza desconocida que me mantenía en un estado de confusión, sin entender si tenía los ojos abiertos o cerrados, si había pasado el tiempo, o solo el sueño.

Pero la naturaleza siguió su curso. Llegó el momento en que el vientre se hinchó, como si en él llevara el fruto insospechado de nuestras relaciones, y empezó a despedir un perfume que ya no era el de Justina sino el de todos los que, ganados por la muerte, desatan por fin el trabajo de destrucción que llevan dentro. Yo deambulaba por esa especie de castillo, esperando la aparición de la niña que, sospechaba, estaba enojada por el destino de Justina. Seguía desnuda, tal como había quedado aquella noche, y el hambre me estaba mordiendo por dentro una vez más. Quería irme pero, por alguna razón, el cadáver era un imán, una piedra que me retenía en la casa contra todo instinto.

Si acaso me pregunté qué era un cuerpo, el cadáver de Justina se negaba a contestarme, se envolvía como una larva en su silencio.

Llegó la luna nueva y cuando el círculo se completó otra vez, sentí que algo se estaba cerrando. En esas noches claras subía a la azotea y me dejaba bañar por la luna, como si pudiera elevarme al contacto de la luz.

Pasaron las semanas. Líquido negro le brotó a Justina de los labios y cayó por la comisura de la boca, como si se hubiera alimentado del charco más infecto y estuviera demasiado llena. No era sangre impura, era el líquido de putrefacción. Ahora ella se parecía a mí, pero en la muerte. Sentí que había llegado la hora. No quería quedarme para ver cómo esa carne se resecaba hasta pegarse a los huesos, se volvía color caramelo y emanaba la melancolía infinita de los cuerpos convertidos en un descarte, una cáscara vacía. Quizás lo intolerable, incluso para mí, era la superposición de las imágenes: Justina viva, Justina desnuda junto al agua, el mecanismo de sus músculos en acción, suave y seguro. Justina cadáver esculpido, borroneado por la destrucción.

Una vez más vi a la niña de vestido blanco, desde la altura. Yo estaba en la terraza y ella atravesaba el parque frente a la mansión. Cuando notó mi presencia se detuvo y se quedó mirando en dirección a mí, pero no estaba segura de que fuera yo lo que miraba. Entonces pude verle la cara por primera vez y me paralizó; se parecía a Justina, los mismos ojos negros y la boca pequeña, la expresión divertida y al mismo tiempo arrasada por una tristeza prematura. O mejor dicho, todavía no era Justina.

Una figura surgió de las sombras detrás de los árboles y se le acercó mansamente. La niña no se movió; a pesar de que el animal era feroz, parecía obedecerla. Se veía como una especie de tigre pero luego supe que venía de la selva y era un yaguareté. Creí adivinar que me mostraba los dientes, pero quizás fue un truco de la oscuridad, solo un brillo.

Ya no estaban cuando bajé al jardín. Volví a entrar en la casa para cubrir mi desnudez después de tantos días, pero en lugar de mi vestido viejo me llevé la ropa de Justina. Me puse su camisa, su pollera, los botines, y abandoné la quinta en dirección a la ciudad. Muchos años después, cuando la dinamitaron, yo estuve ahí. Fue un espectáculo magnífico.

La sed

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