Читать книгу Dieciocho historias de golf y misterio - Marino J. Marcos - Страница 7

Оглавление

UN RECUERDO DEL HOTEL ADLER

— ¿Esto se puede tirar? — preguntó la señora de la limpieza.

Se refería al sobre de papel amarillo que se había caído al suelo desde la mesa de mi estudio. Cuando miré pude darme cuenta de que se trataba del que yo tenía guardado en el libro que estuve leyendo la noche anterior. Tenía en su reverso un renglón escrito a lápiz de mi puño y letra: “Recuerdo del Hotel Adler”, y de ninguna manera quería perderlo.

— ¡Oh, no!… — advertí. — Gracias por recogerlo. Contiene un querido souvenir de tiempos mejores. No, no… Déjelo sobre la mesa, por favor. Ha debido de traspapelarse esta mañana.

Las circunstancias en que me hice con tal recuerdo, completamente increíbles, hacen que su posesión me sea necesaria para poder afirmar como reales unos sucesos que ya entonces no lo parecían y que, sin el concurso de un objeto tan material y palpable como el concreto contenido del sobre — una pequeña etiqueta, digámoslo ya —, quizá no pudiera sostener como tales. Además, el recuerdo del doctor Duarte, presente en ese lance de golf (pues de eso se trata), me emociona siempre y es una razón más para conservarlo. En fin, ya que el sobre se ha salvado de una desaparición segura, voy a recordar aquellos sucesos aquí y ahora, un momento tan bueno como cualquier otro, porque habiendo pasado mucho más tiempo del que quisiera, puede que se olvide sin remedio cuando desaparezca yo.

* * *

Lo que quiero contar tuvo lugar en un verano de los primeros años sesenta, durante las vacaciones de golf que pasé con el doctor Duarte en Santander, en los campos de P*. Habíamos salido durante tres días consecutivos a jugar con dos amigos del doctor, un matrimonio de Madrid que nos había ofrecido hospitalidad en su casa; gente encantadora, de palabra tan oportuna y personalidad tan interesante que con ellos resultaba francamente difícil concentrarse en el juego. Luego, las tertulias en su jardín empezaban en pantalón corto después de la siesta y terminaban con jersey a las tantas de la noche, como debe ser. Pero el cuarto día, que era un lunes, amaneció nublado y nuestros amigos no quisieron salir a jugar. De manera que el doctor Duarte y yo tuvimos la oportunidad de disputar una vuelta en solitario; sin duda mucho más aburrida, pero como a él le gustaba jugar, es decir, concentrados y fieles a las reglas del golf.

La desconfianza sobre el tiempo tuvo que pesar sobre muchos más socios, porque aquella mañana el campo estaba prácticamente vacío: apenas estaríamos allí cinco o seis golfistas, y de ellos prácticamente todos, excepto nosotros, estaban concentrados en la cancha de prácticas, por lo visto probando unas bolas de reciente aparición en el mercado. Así que el doctor Duarte y yo jugaríamos los nueve primeros hoyos a placer.

El cielo estaba completamente cubierto con una capa de nubes bajas, muy bajas, que no estarían a más de treinta metros del suelo. Parecía que jugábamos entre dos láminas, una verde y ondulada de hierba y árboles, y otra gris y algodonosa de oscuros nubarrones que se nos echaba encima cada vez más cerca, apretándonos contra la tierra. Yo no había jugado nunca en condiciones semejantes y pude disfrutar entonces de uno de los efectos que más me han gustado de los que he visto en un campo de golf. Sucedía que cuando se golpeaba la bola con una madera o un palo largo para conseguir una buena distancia, y la bola subía a considerable altura, volaba los primeros sesenta o setenta metros a la vista, pero después se perdía sobre el techo de nubes, proporcionando al jugador unos instantes de placentero suspense. En seguida volvía a aparecer doscientos metros más allá, arrancando de la nube, en su caída, un levísimo jirón que se enroscaba sobre sí mismo y se diluía enseguida en el aire, mientras la pelota continuaba su trayectoria hacia la bandera. Aquella era la primera vez que lo veía, y recuerdo que me volví, maravillado, al doctor Duarte:

— ¡En mi vida he dado un golpe tan interesante! — exclamé —.

— Sí que lo ha sido, joven — contestó —. Vamos a ver si yo también soy capaz de jugar uno parecido. Por favor, colóquese usted detrás de mí para ver bien la bola. Ya sabe que levantar la cabeza demasiado pronto en este lance es arriesgarse a un desastre seguro…

Así lo hice, y mi viejo amigo conectó un magnífico golpe, que decía bien a las claras que su higiénica decrepitud todavía guardaba sorpresas de energía. La bola entró y surgió del techo gris y algodonoso de los nubarrones con parecidos efectos, si no iguales, que los de la mía, pero quedándose parada en la calle unos veinte metros antes.

— Bueno… No ha estado mal, considerando la diferencia de fuerzas, ¿verdad? — dijo, guardando su palo en la bolsa. — Vamos a por ellas, pues…

— ¿Repetimos?... — insinué, completamente fascinado —. La cosa merece la pena…

— Creo que será mejor dejarlo para el siguiente hoyo — aconsejó —. Este no ha podido salir mejor, y si ahora fallásemos el golpe, se perdería toda la magia del momento. Hágame caso: déjelo para el próximo golpe de salida.

Como siempre en golf el doctor Duarte tenía razón, y dejamos el ensayo para el hoyo siguiente, porque “las nubes no se van a ir de aquí en los próximos diez minutos, ni puede que en mucho más tiempo”. Así que acabamos el hoyo dos, y en el tee del siguiente nos dispusimos a repetir la misma escena con las bolas entrando y saliendo de las nubes. Había ganado el anterior y me tocaba salir a mí, de manera que coloqué mi bola en la hierba y me dispuse a golpear lo mejor que pude, esperando que su vuelo fuese tan espectacular como el primero. Así lo hice, tuve suerte y alcancé a ver cómo desaparecía entre las nubes pero, cuando esperaba verla salir allá lejos, cerca de la bandera, la vi caer de las nubes a plomo sobre la hierba, prácticamente desde el mismo sitio por donde había penetrado.

— ¡Atiza!... ¡Ha visto eso!...

— ¿Qué le ha pasado a esa bola?

Atónitos, dejamos las bolsas de palos apoyadas en un banco de madera que en el tee había, y nos apresuramos campo a través para recoger mi pelota, esperando encontrar en ella alguna huella del insospechado obstáculo que la había frenado tan en seco por encima del techo nuboso. Comprobamos que la bola no tenía marca ni señal alguna que pudiera haberle producido aquello con lo que había chocado, fuera lo que fuese. Yo esperaba ver rastros de sangre de algún pájaro, o cosa semejante, porque había visto varias veces patos decapitados por casuales bolazos, pero tampoco se veía por ninguna parte el plumoso pelotazo del animal al dar contra la tierra, ni mucho menos lo que quedara del ave.

— No sé lo que ha pasado: mi bola ha chocado contra algo, ahí arriba, por encima de las nubes, y no puedo imaginarme con qué… Un pato, o una cigüeña, quizá…

— Juraría que no, amigo mío — explicó Duarte, mirando hacia arriba. — Por aquí no vienen nunca. Y los patos están más al oeste, en la desembocadura del río. Quizá una gaviota… Pero, no… Tampoco, porque hoy no se las oye y además habría caído igual que la bola, muerta del todo. No, no… ¡Con estas nubes no hay manera de saberlo!…

— Pues ya me dirá usted… — dije, francamente admirado.

— Solo podemos hacer una cosa: probaré yo a dar el mismo golpe. Ya sé que no será posible repetirlo exactamente, ¡ni yo ni nadie!, pero lo intentaremos. Desde luego, usted no está en condiciones de hacerlo. Déjeme su palo y una de sus bolas; mejor aún, déjeme esa misma. A ver qué pasa…

Me pareció bien, dentro de lo poco que podía decir, y volvimos al tee para que el doctor Duarte pudiera repetir el golpe. Así lo hizo, y la primera parte del vuelo, hasta que la bola desapareció en las nubes, fue muy similar al mío. La enorme sorpresa surgió cuando del techo de nubarrones grises cayó de nuevo como si fuera de piedra y casi en el mismo sitio. Sorprendidos hasta un grado difícil de describir, no pudimos contener una exclamación. Pero esta vez yo había podido escuchar un ruido sordo que había sonado sobre las nubes un instante antes de que la bola cayese.

— ¡Por Júpiter!...

— Pero, ¿qué sucede ahí arriba?

— ¿No ha oído usted algo, doctor? — comenté —. Me ha parecido escuchar un ruido de choque detrás de las nubes, inmediatamente antes de que su bola viniera al suelo… Un ruido como muy amortiguado… que me recuerda a algo… conocido

— Pues… No. La verdad… No he oído nada...

Yo no podía quitarme aquel ruido de la cabeza, y creí poder identificarlo en la brumosa memoria de mi infancia:

— Pensará usted que estoy loco, pero creo que sé lo que es.

— ¿Qué?

— Bueno, puede que no venga a cuento, pero cuando yo era un chaval, siempre acudía el mismo circo a las fiestas de mi pueblo.

— ¿Un circo, dice usted? — preguntó Duarte enarcando las cejas.

— Sí… Uno grande, cuya carpa se sostenía en cinco altos mástiles, coronados cada uno con una figura de cartón piedra, bastante bien hecha, en forma de cabeza de payaso, a manera de grotesco capuchón. Y nosotros, mis amigos y yo, que rara vez teníamos dinero para entrar, nos divertíamos, supongo que como infantil venganza, tirando piedras a esas cabezas: Estaban altísimos, así que cada acierto suponía ganar un cigarrillo de un fondo que poníamos entre todos… La piel del diablo, éramos entonces… Bueno, como el resto de los muchachos, ni mejores ni peores…

— No me diga que este ruido que ha oído usted le recuerda a una pedrada de aquéllas haciendo blanco en la cabeza de cartón…

— No… — contesté, mirando fijamente hacia donde reposaba la pelota —. No exactamente… El ruido que hacía la piedra al acertar en la cabeza del bufón, no… Lo que me ha recordado es el ruido de los fallos…

— ¿El ruido de los fallos? — se extrañó Duarte —. ¿Cómo puede ser eso?

— No podría explicarlo, pero es así: Eso es lo primero que me ha venido a la memoria cuando he oído el choque de la bola. Vaya usted a saber de qué rincón de mi memoria proviene. Pero por un momento lo he recordado tan claramente…

— Qué quiere que le diga… Esto no me ha pasado nunca. Yo estoy tan atónito como usted. — El Doctor Duarte observaba el compacto techo de nubarrones como si pudiera penetrarlos. Luego cargó su pipa, encendiéndola con su viejo mechero de cuerda —. La verdad es que se me han quitado las ganas de seguir jugando. Mire: las nubes se nos echan encima sin remedio y pronto estaremos metidos en una niebla húmeda… El tiempo está cada vez peor. Creo que me vuelvo al chalet, joven. Allí, a buen recaudo del agua que se nos viene encima, buscaremos solución a este problema.

— Voy a por la bola. Vaya usted delante, porque tiene razón: está a punto de romper a llover. Ahora le alcanzo.

— De acuerdo, entonces — asintió mi amigo —. Iré pidiendo un par de cafés. No tarde, o acabará calado hasta los huesos.

El doctor Duarte se perdió de vista entre los arbustos y muy poco tiempo después, no llegaría a cinco minutos, recogí yo la pelota (que había quedado en el centro de la calle), mirando hacia arriba una y otra vez, con ánimo de resolver aquel extraordinario problema. Pronto empezó a pintear, de manera que echándome al hombro la bolsa de palos, me dispuse a regresar rápidamente al club. Lo hice atravesando por el campo, porque me pareció el camino más corto, más desde luego que coger el sendero que lo recorría. Cuando iba a cruzar la calle del hoyo ocho, a poca distancia ya del chalet, escuché un rumor de voces que surgía detrás de una pequeña colina de hierba. En pocas zancadas subí a la cima y lo que contemplé me dejó perplejo por segunda vez aquella tarde:

Un numeroso grupo de personas, dieciséis exactamente, se encontraban de pie, reunidas en dos grupos, en el centro de la ancha superficie de hierba. Eran más o menos mitad mujeres y mitad hombres, de mediana edad, acompañados también por un niño y una niña. Estaban todos en ropa de cama, pero aun así muchos de ellos vestían con gran estilo. Llevaban una larga bata por encima, de seda o terciopelo, de muy buen corte, y se cubrían con sombreros y gorras de viaje. Alguna de las damas tenía el cabello envuelto en una toalla, como si la reunión la hubiera sorprendido en plena toilette, y todos ellos hablaban entre sí en una lengua que desconocía. Casi todos los hombres fumaban con extraña avidez, y también lo hacía una de las señoras, con una larga pipa de nácar, por cierto. El otro grupo se mantenía algo apartado, y estaba compuesto por tres doncellas, perfectamente reconocibles por su ropa más sencilla, y un hombre, el único que no iba en pijama, uniformado con un impecable frac, que me pareció algún jefe de comedor, o algo parecido. Todos ellos tenían un toque de elegancia pasado de moda, igual que su ropa, que parecía de una época ya superada, que a mí me pareció como de los años veinte o treinta. El grupo estaba rodeado de una asombrosa cantidad de maletas de cuero de todos los tamaños y con muchos kilómetros encima, y también de usadas sombreras cilíndricas de lo mismo. Pude fijarme, eso sí, muy bien, en que ninguno tenía consigo una bolsa de palos de golf.

Me acerqué despacio, mientras intentaba identificar sin éxito su lengua, o reconocer a uno u otro de ellos, con intención de preguntar qué hacían y quiénes eran. Quizá (y esto no ha de extrañar a quien me conozca), yo no me había enterado de algún acontecimiento que tuviera lugar esa misma tarde en el club de golf, porque lo anticuado de la moda que tan bien les sentaba y el aspecto provisional de su reunión allí me hacía creer que se traba de alguna compañía de teatro. Sin embargo, cuando estaba a diez pasos de esa gente, todos ellos, a la vez, me dieron la espalda, unos torciendo altivamente la cabeza y otros dándose la vuelta sin disimulo alguno, y me di cuenta de que, por razones que desconocía, preferían ignorarme por completo. Bueno, si alguien no es un necio hay cosas que se notan enseguida, y la primera de ellas es darse cuenta de que no se es bienvenido cuando uno se acerca a un grupo de personas. ¡Qué diferencia con el trato cordial y abierto de nuestros anfitriones! Aquella gente no quería nada conmigo, y me lo hizo saber claramente. Así interpreté yo, al menos, aquel movimiento general, y mirándoles de hito en hito, francamente dolido, para qué voy a confesar otra cosa, desvié mi camino y me alejé del grupo hacia el chalet mascullando una opinión, irreproducible aquí, sobre todos ellos.

— ¿Y dice usted que están ahí mismo, en pijama, en la calle del ocho? — preguntó el doctor Duarte, bastante más escéptico de lo que yo hubiera deseado.

— Ahí mismo, doctor — contesté —. Parece mentira que usted no les haya visto desde la terraza. Contra el verde de la calle, destacan perfectamente…

— Curioso… Si le parece, vamos a mirar ahora mismo — dijo, levantándose de la mesa —. Espero que no le moleste dejar sin terminar el café. Coja un paraguas, por favor. Esto merece la pena…

— Sí. No se preocupe. Vamos allá…

Habrían pasado diez minutos desde que vi a los viajeros, llamémosles así, pero cuando mi amigo y yo salinos a la terraza del club no se divisaba un alma donde solo minutos antes les había dejado. Llegamos al lugar exacto, y allí no había rastro de nadie. La hierba aparecía prístina, sin el menor signo de deterioro. No había marcas de pisadas, ni de las huellas que necesariamente tendrían que haber dejado tantos en lugar tan húmedo y en tan poco espacio como el que ocupaban, pero no vimos trazas ni señales de ello. En el suelo tampoco encontramos una sola colilla y, en definitiva, no había nada en absoluto que permitiese pensar que allí hubiera estado hacía unos minutos un grupo de personas hablando y fumando.

— ¿Está usted seguro de que fue aquí donde les dejó? — preguntó Duarte.

— Aquí mismo. Lo juro por lo más sagrado — aseguré —. No sé qué pensar…

— Yo tampoco, amigo… — confesó el doctor Duarte —. Aunque hay un detalle de su relato que no acabo de comprender. Que no se ajusta a lo habitual, quiero decir. Me refiero a ese movimiento general de rechazo hacia usted. No es normal en absoluto. Algunos de ellos, quizá los más soberbios o pagados de sí mismos, hubieran podido hacerlo, desde luego sin ninguna razón que les apoyase, en su caso o en el de cualquier otro. O las señoras, a quienes no les gusta que las vean en ropa de dormir… Pero que todos, hasta los niños, lo ejecutaran a la vez… Es algo nunca visto, permítame que se lo diga. Bastaría para desmentirle una inevitable mirada de curiosidad, que es casi un acto reflejo en la naturaleza humana. Es en lo único que cojea su afirmación…

— ¡Pero si yo!... — contesté, iniciando una protesta.

— … y como yo le creo, hemos de investigar más a fondo lo que usted ha visto aquí. Lo haremos, si le parece, mañana, porque ahora comienza otra vez a llover en serio, y no tengo yo edad para que los dioses del campo me mojen a placer…

No pude sino estar de acuerdo y, esa noche, ante la chimenea de nuestros anfitriones, comentando el asunto con nuestros amigos y otros invitados, escuché opiniones para todos los gustos:

— Era una compañía de teatro, sin duda. No puede ser otra cosa: unos cómicos de la legua que se habrían extraviado con la niebla. Ya, ya sé que no había niebla ahí, pero vaya usted a saber en la carretera… — señaló la invitada más próxima.

— Por mi parte — comentó el anfitrión —, creo que pudieran ser los componentes de una orquesta. Usted tomó, sin duda, como equipaje lo que eran estuches de instrumentos. Con sus trajes de etiqueta y tal. Probablemente habrá algún concierto esta noche en alguna parte. Mañana mismo lo confirmaré.

— Bueno, entonces ¿qué hacían en la mitad de una calle de golf? — preguntó su mujer —. Eso no podrás explicarlo tan fácilmente, querido…

— Pues yo creo — intervino otro —, que serían los invitados de alguna boda que se celebra esta noche en el restaurante del Club. Y sabéis que tiene mucha fama. Y, lógicamente, llegarían vestidos de la ceremonia. O se estaban vistiendo en ese momento. Ya sé que es un sitio de lo más raro para hacerlo, pero es lo único que se ocurre… ¿Y había muchos bultos, dice usted?

— Muchos — contesté —. Por lo menos dos o tres por persona.

— Vaya… Respecto a eso, ya no sabría qué decirle…

— Puede que usted haya visto algo que no existe; quiero decir — apuntó mi hermosa vecina de silla —, una mala digestión puede hacernos la vida imposible, ¿no?

— Pues yo le creo — repitió el doctor Duarte —. Sí, yo creo que usted realmente se ha encontrado con lo que dice que vio. No sé todavía por qué, pero no cabe imaginar algo así con tanta precisión. Su descripción del grupo no puede ser fruto de un error. ¡Y el detalle de la pipa de nácar!... Por supuesto, queda fuera de discusión que usted se lo haya inventado. De su aspecto desencajado y de los nervios con que entró en el bar doy fe como médico. Así que le creo. De momento, nada más puedo añadir…

Agradecí en el alma a mi amigo aquel capote que me lanzaba cuando aumentaban las burlas, y guardé silencio el resto de la noche cada vez que la conversación derivaba hacia este incidente. Por supuesto, ni el doctor ni yo hablamos de lo que les había sucedido a nuestros golpes en el tercer hoyo. Ya había suficiente jolgorio con mis presuntos viajeros como para afirmar un despropósito como ése, y los dos temíamos por nuestra reputación futura, que con gente bromista y profundamente práctica como la que nos rodeaba hubiera corrido peligro de hundirse irremediablemente.

Con unas cosas y otras se nos hizo muy tarde, y quedamos para jugar una vuelta de golf a la mañana siguiente, porque el tiempo escampaba. Los vecinos que nos habían acompañado no jugaban, y nuestros anfitriones habían de acudir a un compromiso previo que les tendría entretenidos todo el día, de manera que a eso de las ocho de la mañana los únicos que estábamos camino del club de golf éramos de nuevo el doctor Duarte y yo.

— Déjeme usted en Correos un momento, haga el favor — me dijo cuando entrábamos en la ciudad. Tengo que poner un telegrama. Mire: puede aparcar ahí mismo. No tardaré mucho, espero.

Así lo hice, y media hora después casi en fila india, porque había mucha gente, estábamos esperando turno para jugar nuestra vuelta de golf. Con nosotros jugó una pareja encantadora, de hándicap muy bajo, él y ella profesores de literatura, con quienes apostamos los aperitivos en los primeros nueve hoyos. Teníamos el doctor Duarte y yo la intención de comer en el club y pasar luego por Correos para recoger el cable que el doctor esperaba. Si las cosas iban bien, dejaríamos para la tarde los últimos nueve hoyos del campo. Adelanto ya que los otros nos ganaron, que fue una vuelta muy agradable y que hubo buena conversación y magníficos golpes por ambas partes, y si perdimos el partido quizá fuera debido a que mi compañero jugó distraído y sin concentración, aunque hacía considerables esfuerzos para que no se le notara. Tuvimos que pagar el aperitivo prometido, con el buen humor que era de esperar, y después de una cordial despedida de nuestros nuevos amigos, nos sentamos Duarte y yo solos a comer.

El menú también estuvo a la altura de su fama, y yo lo devoré con apetito, no así Duarte, que parecía sumergido en una preocupación más y más expectante conforme se acercaba la hora de conocer la respuesta a su telegrama. Luego, tras un rápido café, nos levantamos para coger el coche y nos acercamos a Correos. De allí salió el doctor con el ceño fruncido y el papel que esperaba en la mano.

— ¿Malas noticias? — pregunté.

— No sabría qué decirle… — respondió —. Si no le importa, volvamos a casa, y allí le contestaré. Mañana terminaremos la vuelta, si le parece. Esto — dijo, agitando el telegrama —, hay que digerirlo con calma y en privado.

— Por supuesto — admití, intrigado —. Como usted quiera…

Durante el corto recorrido de vuelta no hablamos más, pero noté que Duarte estaba deseando llegar. Al llegar, quedamos en vernos en un cuarto de hora en el estudio de la casa, donde estaba la chimenea encendida. En cuanto entramos me explicó rápidamente que necesitaba hacer una llamada telefónica intercontinental, y aunque suponía que nuestros anfitriones se lo permitirían sin problemas, prefería hacerlo en ese momento en que estaban ausentes en casa para no tener que dar demasiadas explicaciones. Así que veinte minutos después estábamos sentados uno frente al otro, con el fuego como único testigo de su asombrosa confesión.

— Verá usted: Mi telegrama estaba dirigido a un antiguo corresponsal mío en Río de Janeiro — explicó —, preguntándole por un asunto cuya respuesta, efectivamente, parece arrojar luz a una parte de este problema que nos preocupa.

— ¡En Brasil!... — exclamé —. Pero…

— Espere un momento, por favor, y sígame con atención — dijo —. Sus aclaraciones han sido de tal cariz que me he visto obligado a pedirle por teléfono algunas más. Afortunadamente no ha puesto dificultades para hablar de esto conmigo, y muy bien hubiera podido hacerlo. Ha contestado a todas las preguntas que le formulado. Ahora puedo responder a las suyas… hasta donde yo sé. En estos asuntos muy a menudo no se va más lejos… En fin, escuche lo que, estoy ya seguro, nos ha sucedido ayer, a usted y a mí, en el campo de golf.

Verá, joven: creo que hemos sido testigos, sobre todo usted, de algo muy difícil de explicar. Por cierto, ¿sabe dónde está Pernanbuco? Yo se lo diré: Es una ciudad en el extremo oriental de Brasil, que en el período de entre guerras tuvo cierta importancia porque era el punto de llegada de los dirigibles alemanes de pasajeros… Sí; los que hacían ese viaje en línea regular desde Europa hasta América del Sur. En algunas ocasiones, incluso seguían después hasta Río de Janeiro.

— ¡Un zepelín!... ¡Dios mío!...

— Así es: un dirigible o, mejor dicho el dirigible, porque esa línea solo la hacía uno en aquellos años: el Zeppelin LZ — 127.

— ¡…!

— Sí… La pista fundamental me la dio usted cuando me dijo que había oído un ruido semejante al de los fallos que cometía con sus amigos, cuando apedreaban las cabezas de los payasos en el circo de su pueblo, ¿recuerda? Fue un comentario inteligente, sin duda. Porque lo que oía era cómo las piedras que no alcanzaban su objetivo rebotaban en la lona del circo. Su inconsciente retuvo aquel sonido, sin duda, aunque usted entonces no le diera ninguna importancia. Ese detalle es la clave de todo. Y el resto, lo de su encuentro con aquellos viajeros, que serían una u otra cosa, pero que parecían indiscutiblemente ricos, me confirmó lo que estaba pasando. Tiene que saber que aquellos viajes no fueron nunca rentables porque solamente estaban al alcance de pasajeros millonarios, verdaderamente adinerados, que querían llegar a Brasil en cuatro días con absoluta comodidad, en lugar de los quince o veinte que tardaba entonces el mejor transatlántico de línea. Sin embargo, como el LZ — 127 “Conde de Zeppelin” era una gloria nacional, la Alemania de entonces subvencionaba en parte los carísimos viajes, que se llevaron a cabo durante años. Como curiosidad le diré que algunas veces hicieron escala en Sevilla… Y mi amigo brasileño me ha confirmado que en uno de esos viajes transatlánticos, concretamente en el que fue emprendido desde Friedrichshafen el día nueve de octubre de 1935, el gran dirigible sufrió una avería que le obligó a tomar tierra en algún lugar del norte de España...

— ¡Dios santo, qué me dice!...

— …avería que, por supuesto no apareció en la prensa alemana, ferozmente censurada por Goebbels, ni mucho menos en la española, que quizá no llegó ni a enterarse. Lo interesante fue que, para poder reparar el dirigible, los pasajeros hubieron de bajar a tierra en plena noche, con todo el equipaje. Aunque felizmente pudo ser resuelto el problema en poco tiempo, causó tal alarma entre ellos que dice mi corresponsal que cuatro de los viajeros, poseídos por el pánico, decidieron no volver a la nave, así que a Pernanbuco solo llegaron doce. No puedo decirle quienes. Él no ha podido encontrar los nombres en tan poco tiempo, pero realmente ese dato ahora nos ayudaría muy poco.

Lo importante es que, de un modo que no puedo explicar, quizá por uno de esos agujeros del tiempo de los que ya le he hablado en alguna ocasión, en la calle del tercer hoyo nuestras bolas se encontraron con la enorme carcasa del zepelín detrás de las nubes, probablemente mientras reparaba a baja altura lo que fuera que le pasase, y usted se encontró con el grupo de pasajeros que habían sido despertados deprisa y corriendo, y fueron obligados a esperar en tierra la reparación de la nave. Según mi corresponsal brasileño, debió de ser una maniobra maestra, porque no es nada fácil para un dirigible tomar tierra y volver a despegar en pleno campo, fuera de su base. Una calle de golf les ofrecía la superficie más apropiada posible para la difícil maniobra de bajar y subir, y tuvieron la suerte, o la pericia, de dar con ella. Que lo encontráramos nosotros en ese agujero temporal, o como sea que haya que llamar a este fenómeno, no puedo explicarlo. Ya ha pasado otras veces en otras circunstancias de las que creo haberle hablado antes, y puede estar seguro de que eso es lo que sucedió. En fin, esto es todo lo que puedo decirle...

— Increíble. Me deja usted asombrado, doctor…

— Pues entonces ya somos dos. ¡Ah!... Ni una palabra a nuestros amigos, por favor. Por alguna razón, lo que hemos vivido en el campo de golf ha sido solo para nosotros. Cosa nostra, entonces. Y así debe seguir siendo. No habrá más burlas.

— Perdone, pero… ¿Me está diciendo que hemos visto una escena que no existe; que lo que yo vi fue un grupo de fantasmas?... — pregunté —. ¿Y que el dirigible también lo era? ¡El Conde de Zeppelin! ¿Cuánto mide, cien metros? ¡Debe de ser el fantasma más grande del mundo…!

— Mide doscientos cuarenta metros, joven... No es extraño que nuestras dos bolas se encontrasen con él. Un monstruo así tarda en virar…

No pude creer semejante explicación. Verdaderamente no pude: era superior a mis fuerzas, y así se lo dije a mi amigo. Y yo no podía aceptar eso. Sabía lo que había visto, y lo sabía de sobra. Así que honradamente tuve que insistir.

— Perdone doctor, pero no puedo dar crédito a su explicación. Vi cómo despreciaban mi compañía; cómo me daban la espalda. Y eso no es algo que se olvide fácilmente. No creo que ningún fantasma sea capaz de semejante falta de educación… Y supongo que un dirigible hace ruido. Un ruido que yo no escuché.

— Bueno, verá usted — me contestó — : Creo que ni siquiera le vieron, por la sencilla razón de que estaban en otra dimensión, si me permite decirlo así. Fuera del tiempo; de nuestro tiempo, al menos… Y lo que hicieron, pensándolo bien, con los datos que ahora tenemos, no fue darle a usted la espalda, sino volverse todos a la vez para ver al dirigible en cuanto notaron que volvía a buscarles para que embarcasen de nuevo… Porque ellos sí lo oyeron. No le quepa duda.

No nos pusimos de acuerdo, y sentí que había levantado una muralla de escepticismo entre nosotros. Así que algo incómodos nos levantamos cuando oímos llegar el coche de nuestros amigos, dejando la discusión en tablas. El resto de la tarde discurrió con aparente normalidad, procurando evitarnos: El doctor Duarte desapareció en su habitación y yo pasé la velada callejeando por la magnífica biblioteca de la casona, más polvorienta de lo que sería menester. Luego, antes de la cena, la señora de la casa me pidió que la ayudara en unas entretenidas labores de jardinería, y con una ligera colación en el estómago todos nos fuimos a dormir.

En el silencio de mi cuarto, no dejaba de dar vueltas a lo que me había dicho el doctor Duarte, y me costó tiempo coger el sueño, pero no rebajé un ápice mi sentencia en cuanto a la falsedad de sus conclusiones: Seguía sin creer una palabra de lo que me había dicho y dejé en manos del tiempo la solución a nuestra un poco absurda tirantez.

La mañana siguiente la dedicamos al golf nosotros y nuestros anfitriones. De nuevo hacía una espléndida mañana, y había tanta gente en el campo que el juego resultaba muy lento, y además los que iban por delante perdían tantas veces las bolas que en más de una ocasión les tuvimos que ayudar a buscarlas, hasta que con buen criterio decidieron dejarnos pasar.

Una de esas veces en que peinábamos la maleza para encontrar una pelota perdida, yo vi, prendido en un espino, un papel ovalado; como una de esas etiquetas de hotel, de aquéllas que los más prestigiosos pegaban hace años en las maletas de sus huéspedes. Me acerqué para verla mejor, y comprobé que lo era: Dibujado en color negro, amarillo y blanco, se mostraba un pintoresco lago con un dirigible en vuelo sobre el montañoso paisaje, y siguiendo el borde curvado, estaban impresas unas palabras en letra gótica:

Hotel Adler 1, Bahnhofstrasse — Friedrichshafen.

Cuando la recogí pude leer una fecha, 9/10/1935, caligrafiada en letra más pequeña por algún meticuloso conserje con pluma y tinta, ya marrón, que remataba la parte inferior del óvalo*. Le di la vuelta y comprobé que por detrás estaba manchada de una pincelada de cola seca que, evidentemente, no había sido suficiente para pegarla bien a su maleta, de la que se había desprendido con el ajetreo del forzoso desembarco.

Junto al sobresalto lógico que me produjo, sentí claramente que era una especie de mensaje que estaba allí exclusivamente para que yo lo recogiese. De ese modo llegué al convencimiento de que el doctor Duarte había tenido razón, y que su teoría de los fantasmas era, de un modo u otro, la única posible. Sin embargo guardé la etiqueta en secreto, en un sobre, solo para mí, sin decirle nunca nada sobre ella, y durante los muchos años en que aún jugamos juntos al golf procuré esquivar este asunto en nuestras conversaciones. En verdad espero confiado que este silencio culpable sea lo único de lo que deba avergonzarme cuando la Providencia nos una de nuevo para jugar en el tee del Uno.

* Años más tarde de esto, leí en una conocida Guía de ferrocarriles que, efectivamente, el Hotel Adler existió en Friedrichshafen, en las orillas del lago de Constanza, hasta que resultó destruido en la Segunda Guerra Mundial. Según parece, su cocina (dirigida, por lo visto, por un español), y el servicio de comedor gozaban de merecida fama entre los privilegiados pasajeros que iban a volar en el dirigible LZ — 127.

Dieciocho historias de golf y misterio

Подняться наверх