Читать книгу Dieciocho historias de golf y misterio - Marino J. Marcos - Страница 8
ОглавлениеEL SELLO EPISCOPAL
El doctor Duarte era hombre con una enorme cantidad de relaciones. Muy a menudo me presentaba nuevos colaboradores y corresponsales en los sitios más insospechados y, habiendo conocido yo a una pequeña parte de ellos, aseguraría sin vacilar que podían contarse por centenares. Duarte estaba ya oficialmente retirado, y aunque dedicaba su tiempo a escribir y a jugar al golf, nunca dejaron de aumentar en número las personas con quienes se mantenía en contacto. Sin embargo, a pesar del gran don de gentes que tantas simpatías le procuró, era persona de muy pocos amigos. Siempre tuvo con ellos, cuatro o cinco a lo largo de su vida, una acrisolada lealtad y mayor discreción, porque jamás me habló en términos personales de ninguno, no obstante habérmelos presentado y haber salido al campo juntos decenas de veces. De unos, yo sabía el nombre y la profesión, y de algún otro, solamente el nombre. Yo les había clasificado en mi fuero interno en dos grupos: los amigos de golf de verano, y los de invierno.
Los de verano eran don Asdrúbal Migalvín, y el vizconde de Sao Luiz de Salugal. Migalvín, arquitecto, era hombre de genial humor y enorme cultura, con quién salir a jugar una vuelta de golf era tanto como morirse de risa en cada calle del campo. Sus continuas y absurdas ocurrencias, y su juego inconcebible — cuya normas las decidía él, y sólo él —, ponían a prueba la paciencia de un divertidísimo Duarte, quién aseguraba que era así desde que compartieron pupitre. Salugal era muy otra cosa y solía jugar con nosotros cuando nos acercábamos a Lisboa. Muy elegante y educado, más joven que el doctor, también había compartido escuela con él. Portugués de rancia estirpe, diplomático de carrera y hombre mesurado y discreto, de su pasado sólo pude saber a ciencia cierta que habían compartido peligrosas aventuras durante su Servicio Militar en África. Jugaba al golf con competencia suma, y creo que llegó a representar a su país en competiciones internacionales. Fue el que me enseñó a salir del búnker con una madera larga, cosa por la que le estaré agradecido toda mi vida.
Los de invierno eran dos médicos compañeros suyos de facultad, Adalberto Agudillo Tabán, el prestigioso cardiólogo madrileño, gran jugador de golf de fortísima pegada, y de quién se contaban anécdotas estupendas. Una de ellas, quizá la más famosa, era la que aseguraba que en su sala de espera de Madrid coincidieron un día los directores de los cinco Teatros de Ópera más importantes de Europa, cada cual con su problema, y allí hicieron cola con sumisión de doctrinos, esperando su turno con orden y buena armonía para pasar consulta, cosa no usada en ese mundo de divos. No sé si fue cierto o no, pero esto es lo que se repetía cada vez que su nombre era mencionado en la sociedad del momento que yo frecuenté.
El otro era el doctor Joao Elkin Almontel de Pires Almeida, el que fuera médico de la mendicidad en Ílhavo, Portugal, con quién salimos muchas veces al campo de La Zapateira, en La Coruña. Hombre original, si los hay, vivía prácticamente de noche, en la que sostenía apasionantes partidas de póker con gran fortuna, porque decían que no había visto un enfermo desde la Primera Guerra Mundial, y todos sus ingresos provenían solamente, y de manera cuantiosa, de las ganancias del juego. Creo que el doctor Pires aún vive, ya muy cargado de años y de escaleras de color, y aprovecho esta oportunidad para enviarle un cordial abrazo.
Mi condición de secretario y acompañante de Duarte me permitía jugar con él y sus amigos muy a menudo, y pude ser testigo de excepción de lo que voy a relatar aquí. Que empieza con una invitación de uno de estos cuatro amigos, don Asdrúbal Migalvín, una tarde de Junio de un año que ya no recuerdo bien, pero que debió de ser mil novecientos cincuenta y ocho o cincuenta y nueve. Acabando el juego, Migalvín rogó al doctor Duarte que se pasara por su casa, ya que su hija Ana tenía un problema en el que creía que su intervención podría ser de gran ayuda. Nos explicó que la chica acababa de obtener plaza como archivera en el Patrimonio Nacional, donde él mismo ejercía su profesión de arquitecto, y había sido destinada al Monasterio de El Escorial. En la biblioteca del Real Sitio había encontrado un pergamino sellado en cuya clasificación tenía dudas, y estaba segura de que el criterio del doctor Duarte podía resolver ciertos problemas que le había suscitado su descubrimiento.
— Yo creo que tiene que ver con la especial índole de tus estudios — aclaró don Asdrúbal —. Algo raro habrá encontrado que no sabe cómo explicarse. A mí no me lo ha dicho. Pero seguramente tú puedes ayudarle.
Duarte se mostró plenamente a su disposición y unos días después, mi amigo y patrón y yo llegábamos en tren a San Lorenzo de El Escorial, y nos dirigimos a la cafetería en la que habíamos quedado con Ana Migalvín para tomar contacto con el asunto. He de decir ahora que la chica, a quién no había visto antes, era una verdadera belleza, y que para mí constituyó un placer acompañarla en todas las pesquisas que resultaron necesarias. Pero como el lector verá enseguida, las más o menos fundadas esperanzas que me imaginé para con ella desde el primer momento en que la vi, fueron liquidadas de un modo que hasta ahora no he podido asimilar con claridad, y que muy a mi pesar constituye el secreto dramático de este relato.
Ana se alojaba en San Lorenzo, en el que fuera apartamento de verano de sus padres, y se encontraba a un tiro de piedra del Monasterio, pero en realidad vivía prácticamente todo el tiempo en el Real Archivo. Tenía verdadera vocación por su trabajo, y se encontró con docenas de cajones repletos de legajos polvorientos y medio comidos por los ratones, a los que nadie, en literalmente siglos, había prestado la menor atención. Es legendaria la riqueza gigantesca, casi inconmensurable, de los archivos españoles, y quien se dedica a investigarlos tiene de seguro sobre sus espaldas un trabajo de titán.
Ella nos condujo a través de pasillos amurallados de papeles hasta su despachito, desde el que se veía, quizá para compensar tanto documento, el jardín del Monasterio, inspirado el dibujo de sus apretados setos, según nos desveló, en diseños precolombinos, y allí nos sentamos en dos sillas que si no habían pertenecido al ajuar de la corte de Felipe II poco les debía faltar.
— Bueno, pues como te digo, me gustaría saber tu opinión sobre este sello — dijo, sacando una carpeta de cartón azul que buscó en uno de sus cajones —. Yo no sé mucho de sigilografía, o sea, de sellos antiguos, y comprendo que ustedes dos tampoco, pero… Me gustaría que lo vieras, tío Eamon, y me digas qué te parece.
— A ver, a ver…
Ana Migalvín extrajo un amarillento pergamino de la carpeta, doblado en cuatro. Lo desplegó y vimos que estaba escrito con la caligrafía legal de la época, legible solamente para especialistas.
— Este es — nos dijo la hermosa —, un contrato de matrimonio por poderes, que por alguna razón necesitó la confirmación del obispo. Los nombres de los contrayentes han sido raspados hace siglos sin que podamos saber por qué ni quiénes eran, pero el resto del documento está en muy buen estado. Mira…
Así parecía, efectivamente. Sujeto al pergamino con un estrecho enlace de seda, estaba un sello de cera roja, poco mayor que una tarjeta de visita, alargado y terminado en punta en uno de sus extremos, y roto en el otro. Tenía forma biojival, y en él se apreciaban unas figuras en relieve bastante deterioradas, pero todavía reconocibles.
— Este es un tipo de impronta — explicó la archivera, señalándole con un lápiz —, que denominamos devocional. Es del siglo quince, y pertenece, como el pergamino, a un prelado irlandés, el obispo Westmoreland. Está aquí porque el documento, en latín medieval, trata de la autorización canónica de un matrimonio por poderes en el condado de Wexford, Irlanda, en mil cuatrocientos noventa y cuatro. Pero eso ahora es lo de menos. Lo realmente interesante es el sello en sí. Como en todos los de este tipo — continuó —, el campo, es decir, la escena que se representa en el sello, está dividido en dos partes o pisos: el superior y más amplio, está siempre ocupado por un retablo gótico con imágenes de santos, que eran casi sin excepción los titulares de la iglesia catedral, en este caso San Jorge, como puede apreciarse claramente. Este sello está roto en una quinta parte de su longitud, más o menos. Ha perdido la parte de arriba, pero se aprecia bien lo que digo. El piso inferior, más pequeño, lo ocupa siempre una imagen del obispo titular del sello, de frente y de pie, o bien de rodillas, siempre báculo en mano, en posición orante. Por eso se les llama también a los sellos devocionales sellos de orante. Sin embargo, la anomalía que sucede en este caso… Bueno, es mejor que la vean ustedes mismos — Ana giró el documento hacia el doctor Duarte para que lo pudiese ver con comodidad —. Aquí está la lupa. Mira, tío Eamon…
Hasta ese momento yo no me había fijado en otra cosa que en las facciones de valquiria de la archivera, y presté muy poca atención a los tecnicismos del sello, que más tarde hubo de repetirme mi amigo. Pero Duarte lanzó una exclamación que me sacó muy pronto de mis imaginaciones:
— ¡Cómo! Pero si es… Si parece… ¡Oh, cielos! ¿Cómo puede ser esto? Tenga, joven. Mire usted — dijo, tan excitado que por poco se le cae al suelo la lupa —. Y dígame si no es… ¡Increíble!
Hice lo que me pedía, y dirigí mi atención a la superficie estampada del sello. Lo primero que advertí fue el relieve de un dragón bajo las patas del caballo montado por el santo, ambos muy bien definidos, según la imagen que todos conocemos como típica de San Jorge, y pensé que la matriz, el molde del sello tenía que haber sido una verdadera obra de arte. El dragón era particularmente impresionante, con dos cabezas y una larga cola enredada en una de las patas traseras del caballo, que tenía la boca abierta, en un bien conseguido relincho. Sobre ellos se veían unos doseletes góticos, acabados con bastante detalle, a pesar de que por la rotura del sello solo se conservaba una parte, y entre ambos aparecían dos nichos con otras imágenes más pequeñas y ya irreconocibles, que debíamos suponer de sendos personajes de la hagiografía católica.
El piso inferior contenía una imagen central entre dos escudetes que parecían tener en su campo lo que parecían seis estrellas, seguramente el símbolo heráldico del obispo Westmoreland. Pero lo chocante estaba en la figura central: era una figura humana de no más de dos centímetros, bastante desgastada también, que era sin duda… ¡la de un jugador de golf preparándose para golpear!
Quedé atónito, y volví a mirar con mayor atención. El palo — o el báculo, si lo fuera —, estaba sostenido por ambas manos del, digamos, jugador, y una pequeñísima mota de cera estaba exactamente donde debía estar una pelota de golf. La figura del hombre tenía en la cabeza un tocado que no se apreciaba bien, y podía ser igual una mitra episcopal que un sombrero o, incluso, una gorra de visera. Estaba tan estilizado que parecía de una delgadez extrema. Un raro pliegue en el borde inferior de la ropa le daba toda la apariencia de usar unos pantalones bombachos, como muchos jugadores británicos de nuestros días que yo había visto. Incluso parecía estar perfectamente equilibrado para dar el golpe de salida, con las piernas un poco flexionadas, como cualquiera con experiencia en esas lides.
Flanqueándole a derecha e izquierda, se podían advertir en minúsculo relieve dos torres a lo lejos, terminadas en punta, sobre unas colinas apenas esbozadas pero indudables. En cada torre se advertía una solitaria ventana redonda, pequeña como un poro. Las tres partes del piso inferior estaban enmarcadas en otros tantos arcos de medio punto, a la manera de un paisaje visto desde un claustro.
Alrededor del sello había una orla con una leyenda en letras góticas mayúsculas, sumamente deterioradas, casi ilegibles en su totalidad. Según la guapísima archivera, lo que podía leerse era únicamente D. GRATIA EPISCOPI que muy poco aclaraba su misterio.
— Parece un jugador de golf…. — comenté, realmente extrañado. Yo no sabía nada de sellos antiguos, pero algo tenía claro: en el siglo quince no se jugaba al golf.
— Es mucho más que eso, joven — replicó el doctor Duarte, volviendo a mirar el sello —. Es un jugador de golf. No veo yo a un obispo con el báculo invertido en aquellos tiempos. Bueno, ni en estos tampoco…
— No — terció la archivera —. En absoluto. Ese es el asunto, señores. Que por más vueltas que le doy, no veo cómo puede ser esto posible. Es para estar asombrada, de verdad.
— ¿Estás segura de que es auténtico? — preguntó mi amigo — No será un bromazo de algún gracioso de la oficina… Los eruditos suelen tener un humor a menudo perverso.
— Estoy segura. Fue lo primero que pensé, y lo he descartado del todo. Por eso quería que lo vieras. A ver si a ti se te ocurre algo. Porque en aquella época, al golf no se jugaría, ¿verdad?
— Desde luego que no; al menos no como aparece aquí. La figura es completamente moderna en su actitud, en su pose… Fíjate: incluso tiene las rodillas ligeramente dobladas. Y una mano sobre la otra, sujetando el palo. Hasta juraría que lleva un solo guante en la izquierda…. Lo cual es mucho decir, pero… es tan moderno que lo juraría, sí…
Volvimos a mirar Ana y yo, y ella — ¡oh, dioses! —, acercó su cabeza a la mía para mejor mirar el sello bajo la misma lupa. Mucho tenía que llamarme la atención aquella rareza para que pudiera dejar de pensar en la chica, que realmente me había impresionado como pocas lo han hecho en mi maltrecha vida.
— Sería posible, quién lo duda… Si no fuera por lo erosionada que está, parecería una obra de ayer mismo, ¿verdad? Y, sin embargo, es perfectamente auténtica.
“Verdad, verdad, verdad… Lo que tú digas…”
— Bueno — dijo el doctor Duarte, rompiendo el hechizo —. Hay que ponerse a trabajar porque, evidentemente, no podemos dejar las cosas así. Lo primero que hay que hacer es saber quién era este obispo… ¿de Wexford, dices? Bien… Luego, es preciso saber si podemos identificar el campo donde parece jugar este curioso tipo. Tiene dos torres muy particulares; desde luego parecen las típicas torres redondas irlandesas, pero ya veremos. Wexford está en Irlanda, desde luego… Y después, si conseguimos saberlo, habrá que visitar el lugar, me temo, y saber qué pasó allí para que todo un personaje de la época se hiciera retratar en su sello jugando al golf. ¡En pleno siglo quince!... Parece de locos, pero es así. En fin, Ana, se hace tarde y tenemos que volver a Madrid. El tren está a punto de salir. Tenemos el tiempo justo para llegar a la estación. No; no nos acompañes, hija. Llegaremos solos.
Por una vez, casi odié al doctor Duarte.
Las noticias del obispo Westmoreland llegaron enseguida. A los dos días, teníamos encima de la mesa del doctor un largo telegrama con los datos más importantes de su biografía. No es cosa de repetirlos aquí, porque no había absolutamente ninguno que fuese de utilidad para aclarar algo de nuestro enigma. Estuvimos de acuerdo — también Ana Migalvín, a quién yo me preocupé de mantener informada —, en que era bastante vulgar, la de cualquier prelado de su siglo, sin altos ni bajos en el gobierno de su iglesia. Supimos también que la advocación de su catedral era la de san Jorge, cosa muy común entre los obispos británicos e irlandeses antes de la reforma de Enrique VIII y también después. Y poca cosa más. No había un solo dato aprovechable que pudiera contribuir a ponernos sobre alguna pista útil. Y volvimos a esperar a que vinieran otras informaciones.
Yo utilicé estos pequeños impasses dibujando una ampliación del sello a la acuarela en un buen papel de tamaño folio. Esta era mi especialidad, quedó francamente bien y se lo regalé a la archivera. Solo por ver aquella sonrisa mereció la pena todo lo demás, y creo que constituyó el mejor momento de la aventura. Ana lo clavó en una corchera de la pared de su gabinete con cuatro chinchetas, y firmé con mi nombre bien legible. Era como si yo estuviese allí, con ella, todo el rato. En fin…
Ni que decir tiene que tanta espera en conseguir los datos que necesitábamos frustró al doctor Duarte y a la chica, pero no a mí, puesto que prolongaba nuestra investigación y con ella nuestro contacto, que se hizo regular: Una vez a la semana, nos veíamos en el Club de Golf, porque Ana, como su padre, también jugaba; y allí poníamos en común lo poco, poquísimo que adelantábamos en nuestras pesquisas. Ella había decidido escribir un artículo “y quién sabe si una tesis”, a propósito del asunto, y era la más entusiasta a la hora de proponer caminos de estudio que, desgraciadamente, se torcían al poco tiempo de empezar a seguirlos. El doctor Duarte estaba de verdad perplejo con todo esto, y creo que aquélla fue una de las pocas veces en que le he visto sin saber por dónde atacar un problema.
Entre tanto, había enviado la fotografía del jugador de golf (como le habíamos llamado), a varios de sus corresponsales en la verde Erin. Por supuesto, solamente de esa parte del sello, porque Ana, que estaba realmente apasionada con la investigación, no quería “levantar la liebre” a otros estudiosos que pudieran pisarle su primicia, y lo hacía con la esperanza de que alguno identificase las dos torres sobre las colinas, y con ellas el lugar donde se había hecho retratar la misteriosa imagen del sello irlandés. Así que no quedó otra alternativa que esperar, mientras yo iba avanzando en asegurar mi amistad con la archivera; avances que, debo decirlo, no me llevaban demasiado lejos en mis propósitos. Hasta que al fin, un día, llegó de aquel país la respuesta que llevábamos deseando semanas enteras, y que nos dio la primera clave de verdadera utilidad para la solución del asunto.
Un viejo compañero del doctor, residente en Cork, al sur de Irlanda, le contestó con una larga carta, encantado de volver a tener noticias suyas. Y le decía, entre otras cosas, que en el campo de golf de Ainthorpe, un pueblo no lejano de su ciudad de apenas quinientos habitantes, era posible ver, o mejor aún, se habían podido ver hasta el siglo pasado, dos torres similares a las del relieve cuya fotografía le enviaba. Una de ellas se derrumbó durante una tormenta en el año mil novecientos y nunca se reconstruyó. De ésta quedaba en pie un cilindro de unos tres metros de altura en medio de un montón de piedras, aunque la otra, situada a unos doscientos metros en un collado cercano, estaba en buen estado y “era visitable”. Respecto del campo, informaba que era casi rústico y de nueve hoyos; que se mantenía en buen estado de juego y que era utilizado normalmente por la gente del lugar. Con ambas cosas, decía, “el campo se mantiene segado y verde, para dar la talla y pasar buenos ratos”. Carecía de edificios; su oficina, por llamarla de alguna manera, estaba instalada en una furgoneta rescatada de un desguace, en la entrada, y era escasamente visitado por forasteros. Su presidente era el agrónomo local y se llamaba Patrick O´Leary. Él le conocía un poco, se ofrecía para presentarnos y nos enviaba las señas, y estaba seguro de que este señor se alegraría de jugar una vuelta de golf con nosotros y de informarnos sobre la historia del lugar, porque era también el delegado de un organismo que podría traducirse como la Autoridad de Antigüedades de Irlanda en la localidad.
Constituía, como se puede apreciar, una información preciosa, y sirvió de base para nuestro próximo paso. Que no fue otro sino preparar un viaje a Wexford, vía Dublín, donde iríamos los tres, Ana Migalvín, el doctor Duarte y yo, en calidad de asistente, puesto que la familia de mi amigo ya no le permitía viajar solo y tuvieron la deferencia de pagar mis gastos. Tardamos bastante tiempo en salir, porque Ana hubo de pasar por los trámites administrativos de solicitud de permiso que a todo funcionario español le serán conocidos, si bien por influencia de su padre, que tenía mucha en el Patrimonio, se lo solucionaron sin las habituales y humillantes justificaciones que suelen dar lugar a su concesión.
Así que provistos de un pequeño equipaje, porque nuestra ausencia duraría solamente unos días (en el que no faltaban los guantes ni los zapatos de golf), despegamos desde Barajas a Dublín una mañana muy temprano, y después de un vuelo bastante tranquilo, llegamos felizmente a la capital de Irlanda. Allí, un amable taxista que, por cierto, hablaba español perfectamente, nos dejó en la estación del ferrocarril, y media hora después salimos hacia Wexford, donde habíamos reservado tres habitaciones en un hotel.
Después de comer, esa misma tarde, el señor O´Leary llamó por teléfono al doctor Duarte. Había venido desde Ainthorpe con su mujer, una simpática dama pelirroja, para darnos la bienvenida y excusarse, sintiéndolo en el alma, porque precisamente ese fin de semana se iba a Dublín a la boda de un sobrino y no podía acompañarnos. Pero el corresponsal del doctor le había informado de lo que buscábamos, y tuvo la gentileza de traer consigo un plano trazado de su puño y letra para que llegáramos sin problemas, tanto al campo de golf como a las dos torres. Luego se ofrecieron como guías y nos llevaron de paseo turístico por la pintoresca ciudad.
Mis dos compañeros de viaje hablaban correctamente inglés, pero yo no, y no me enteré de casi nada, naturalmente, de lo que O´Leary nos explicó, excepto de aquello que los otros dos querían traducirme. De todos modos, sostengo que todo eso de lo que se entera uno en las visitas guiadas, sean donde sean, es perfectamente prescindible para la vida posterior y, según mi costumbre, lo hubiera olvidado inmediatamente; de modo que poco se perdió. Acto seguido todos cenamos un excelente pescado en un restaurante del puerto, quizá demasiado pronto para nuestro gusto, y el simpático matrimonio se despidió de nosotros en la puerta del hotel, excusándose otra vez y deseando que volviéramos en otra ocasión. El señor O´Leary nos dio una tarjeta para el encargado del campo de golf, invitándonos a jugar gratis, y repitió cuánto sentía la coincidencia que le impedía acompañarnos. La verdad es que su sentimiento debía de ser sincero, porque con nosotros se portó en todo como un anfitrión ejemplar.
A la mañana siguiente, después de desayunar copiosamente, alquilamos unos palos de golf en un establecimiento cercano al hotel, que también nos habían recomendado los O´Leary. Luego, en un Morris, así mismo de alquiler, pusimos rumbo a Ainthorpe. Habíamos decidido ir a jugar los nueve hoyos, aprovechando que de vez en cuando el sol aparecía entre las nubes, y dejar para después de comer nuestras pesquisas sigilográficas. Y veinte kilómetros más adelante llegamos sin novedad a la entrada del campo de golf.
Desde bastante antes de llegar a la destartalada furgoneta que hacía las veces de oficina, pudimos divisar a lo lejos y del lado del mar la torre más alta, que constituía la estrella polar de nuestro viaje. Para ver la otra había que fijarse algo más, pero una vez localizada, no tenía pérdida: Comprobamos casi eufóricos que allí estaban, tal y como esperábamos, aunque en otra posición relativa. Ambas parecían más juntas desde donde las veíamos, más alineadas; y para verlas tal y como se habían representado en el sello episcopal seguramente había que internarse en las calles del campo situadas más hacia el norte.
El soñoliento encargado del club recogió la tarjeta que nos garantizaba golf gratis durante el tiempo que estuviéramos allí, y nos olvidó después. De manera que los tres salimos al campo en completa soledad, porque éramos los únicos que estábamos jugando a pesar de ser sábado por la mañana. El tiempo se mostraba algo inestable, con un fuerte viento del mar que dificultaba el golf, pero como el campo se encontraba en una elevación, sobre el largo “lomo de perro” de un promontorio, y tenía unas vistas magníficas del mar y de todos los alrededores, lo íbamos pasando bastante bien. Si la archivera me hubiera prestado algo más de atención, hubiera sido para mí un paseo en verdad delicioso, pero no hubo nada que hacer por ese lado. Así que en el hoyo cinco me dediqué a buscar la perspectiva correcta para enfocar las dos torres tal y como aparecían en el sello, cosa que los otros dos, por las trazas, también estaban haciendo.
— No veo yo claro que sea desde este campo… — comentó el doctor Duarte —. Me temo que la vista de las dos torres no puede ser la misma desde aquí. En el sello aparecían más separadas. A ver si nos hemos equivocado…
— Mire, ahí están los últimos hoyos. Puede que en el ocho o en el nueve cambie la perspectiva, ya que también cambia la orientación — dije —. Habrá que esperar…
Llegamos al tee del seis, y salí yo primero. El golpe no fue ni bueno ni malo, pero por lo menos conseguí dejar mi bola en la calle. El doctor Duarte le pegó fuerte con un medio golpe muy medido, de verdadero maestro, y también la dejó en buena posición, haciéndola volar bajo para compensar las rachas de viento, que ya arreciaban. Luego acompañamos a Ana a su puesto de salida, y conectó un golpe muy desviado hacia la derecha, lo que los malos golfistas llamamos un slice, y que sumado al efecto de la fuerte brisa aún curvó más su trayectoria, yendo a parar a un punto muy por debajo, entre unos matorrales que poblaban la base del promontorio. De allí iba a ser muy difícil que pudiera salir decorosamente librada, en el dudoso caso de que pudiese encontrar la pelota. Como es natural, yo me ofrecí inmediatamente para ayudarle a buscarla, pero rechazó mi auxilio, y se fue resueltamente a por ella.
Las reglas del golf dicen que cinco minutos es el máximo que un jugador debe abusar del tiempo ajeno para encontrar su bola, y el doctor Duarte y yo encendimos nuestras pipas mientras esperábamos. Lo que no podíamos saber en ese momento es que sería una larga, larga, larga espera.
Para nuestra sorpresa, abajo, entre los setos que ahora debían de esconder la bola de Ana Migalvín, apareció otro jugador que parecía estar pendiente de su llegada. A la distancia en que nos encontrábamos no se apreciaba bien, pero tenía que ser alguien a quien no habíamos visto antes delante de nosotros, y que se encontrase abajo por el mismo motivo: buscar su bola entre los zarzales. Parecía un hombre joven — lo que me disgustó sobremanera, porque lo único que me faltaba era eso —, que estaba removiendo los setos con un palo de golf a un lado y a otro. Cuando Ana llegó a su altura, aparentemente ambos comenzaron a conversar y, de pronto, ella nos empezó a hacer señas, señalando enloquecidamente a lo lejos y a sus pies, mientras gritaba unas palabras que no pudimos escuchar correctamente por la distancia y el ventarrón contrario del mar, pero cuyo sentido creímos haber interpretado claramente: aquel lugar donde ella estaba ahora era el sitio en el que se veían las dos torres tal como se representaban en el sello. Sin duda la perspectiva que había elegido el obispo Westmoreland, o quien fuera, estaba cien metros más abajo de donde esperábamos fumando el doctor y yo.
— ¡Vaya! — exclamó Duarte —. Parece que ha encontrado el foco del asunto. Sí… Es muy posible. Vamos a verlo, joven. Por ahí parece más fácil la bajada, me parece…
No estaba yo para muchos descensos por los terraplenes de Irlanda, pero no tuve más remedio que seguirle por la áspera senda por donde había bajado nuestra compañera, que momentáneamente se había perdido de vista. Cuando llegamos abajo, comprobamos que, efectivamente, aquel era el horizonte del sello. Pero la alegría que sentimos pronto se vio eclipsada porque Anita Migalvín no estaba por ninguna parte. La llamamos a voces, recorrimos el matorral y sus alrededores, miramos por todos los lados, hacia arriba y hacia abajo, sin encontrarla. No había rastro ni de ella ni de su acompañante. Y el doctor Duarte, por motivos muy alejados de los que me oprimían a mí, empezó a preocuparse seriamente.
— Haga usted el favor, joven — me dijo —, de subir de nuevo, a ver si ella lo ha hecho por otro sendero. Y si no está, recoja las bolsas de palos, y traiga el coche hasta ese camino — señaló a uno cercano —. Yo no puedo subir, evidentemente, por donde hemos bajado.
Así lo hice, sin ver a la chica en ningún momento, a pesar de que escudriñé el horizonte como nunca en mi vida lo había hecho. Volvimos a subir al campo, donde encontramos a una familia que se disponía a iniciar su partido. El doctor les preguntó si habían visto a nuestra compañera, pero no era así. Y después de otra hora de búsqueda infructuosa, Duarte decidió que nos acercásemos a Ainthorpe para llamar por teléfono al hotel, por si hubiera regresado por sus propios medios. Encontramos una cabina nada más entrar, junto a las primeras casas, y de ella salió Duarte con otra cara.
— Pues sí que ha estado en el hotel — me explicó, mucho más relajado —. Me dicen que hace unos minutos ha pagado nuestras habitaciones y se ha llevado su equipaje. También pidió una conferencia con Madrid. Y, lamento decírselo, amigo mío, llegó y se fue con un chico flaco y joven, “vestido como para jugar al golf”, según me dijo la dueña. Según parece, nos ha dejado una carpeta y una nota…
— Todo un detalle — acerté a balbucear —. ¿Dónde habrá ido, y por qué?
— No sabría contestar a la primera pregunta. Pero respecto a la segunda, quizá no sea necesario decir que algo muy fuerte le ha debido de suceder en compañía de su nuevo amigo. Algo que ha trastornado por completo su vida, porque estas salidas repentinas no son corrientes en su familia. Espero, desde luego, que haya hablado con su padre. Eso nos facilitará mucho las cosas a la vuelta. Y, por supuesto — dijo, dándome una palmada en el hombro —, lo siento por usted. Parecía realmente interesado en la chica…
Así que lo sabía, pero ni hablar pude ante lo inevitable. Allí mismo buscamos un lugar donde comer, y después, más tranquilos, nos dedicamos, o se dedicó Duarte, a intentar encontrar alguna explicación al golfista que aparecía en el sello del obispo Westmoreland que era, realmente, lo que habíamos ido a hacer. Ni en la biblioteca local, ni en la vicaría, encontramos nada, como nada sabía de algo parecido el señor O´Leary, según nos confesó cuando estuvimos la víspera cenando con él y con su mujer.
Estuvimos de acuerdo en que seguir en el pueblo era perder el tiempo, y como aún quedaban un par de horas de luz, nos acercamos a ver una de las torres redondas, la mejor conservada, que tenía además un acceso fácil. Tampoco allí encontramos solución al enigma, a la sombra de aquella construcción insólita, de las que en Irlanda había una cincuentena larga, según supimos, y como ninguna otra cosa nos quedaba por hacer en aquel lugar, nos volvimos a Wexford, donde entramos ya con los faros del coche encendidos.
En el hotel nos repitieron lo mismo que le habían dicho antes al doctor Duarte por teléfono. Nos hicimos cargo de la carpeta, que contenía toda la documentación sobre el maldito sello y también una nota de la chica, que ya no dejaba lugar a dudas sobre lo que había pasado. Como mi amigo se había dejado en el coche las gafas de cerca, tuve que leerla yo en voz alta, para mayor penitencia de mi desairado pecho. Escrita en una cuartilla con membrete del hotel, era muy corta y decía lo siguiente:
Al doctor Eamon Duarte. — Wexford
Querido tío Eamon: Solo cuatro letras para informarte de que he encontrado mi destino. Ha sido, como te figurarás, un flechazo a primera vista, maravillosamente imprevisto e irresistible. Me quedo aquí. Por favor, despídeme de mi padre (ya le he llamado por teléfono). Sé que es una locura, pero no me perdonaría si dejara escapar al amor de mi vida. Un abrazo.
Ana.
Eso era todo. Ni una palabra para el sello, para su investigación, para su artículo… ni para mí. Al día siguiente cambiamos los billetes y regresamos a Madrid. Aprendí ese día a decir ¡maldición! en gaélico, pero ya he olvidado cómo se escribe.
A los dos meses de esto, don Asdrúbal Migalvín empezó a tomarse en serio el capricho y la desaparición de su hija. Desde su llamada telefónica no había vuelto a recibir noticias, y puso en alerta a la Policía irlandesa. También el doctor Duarte tensó los largos hilos de sus redes de contactos, que nadie sabía dónde acababan, sin resultados positivos. Sé que hubo conversaciones con la Interpol, y se dieron todos los pasos habituales para solucionar este tipo de sucesos, sin conseguirlo. Pasó de este modo un angustioso año de sobresaltos y esperas que condujo al fallecimiento de don Asdrúbal, incapaz de resistir tal tensión, y de sumir a Duarte en una larga temporada de decaimiento de la sólo logró salir parcialmente. El sello episcopal nos había llevado mucho más lejos en el drama de lo que nunca supusimos, para dejarnos varados en una situación en verdad inquietante: Ana Migalvín y su misterioso acompañante habían desaparecido para siempre, y no se les volvió a ver jamás.
* * *
Así seguirían las cosas hoy, cuando han pasado demasiados años de todo aquello y han desaparecido tantos amigos irreemplazables, el doctor Duarte entre ellos, en el definitivo búnker de tierra del que nadie puede escapar. Y probablemente yo mismo habría olvidado la aventura irlandesa, perdida en alguna neblina de la memoria, que es donde se esconden esta clase de recuerdos, si no hubiera ido a jugar al golf el pasado jueves al Real Club de La Herrería, en El Escorial. Unos amigos insistentes me llevaron en coche — yo ya no conduzco —, para jugar unos hoyos en sus hermosas calles, pero apenas llegamos nos encontramos en el aparcamiento tres autobuses de turistas que se disponían a saturar el campo, y sin bajar del coche nos dimos inmediatamente la vuelta.
Desde la carretera se contempla muy bien una de las torres del Monasterio, justo esa donde estaba el despacho de Anita Migalvín sobre el jardín de exótica topiaria, y me pareció que visitar de nuevo el Real Sitio sería una buena manera de pasar la mañana, ya que aquel era un día perdido para el golf. Lo propuse, y mis colegas aceptaron. Pronto estuvimos comprando las entradas y participando en una de las visitas guiadas por el laberíntico interior del gigantesco edificio, acompañados de un ruidoso grupo de bachilleres. Una vez dentro la curiosidad hizo el resto, y por alguna razón de esas a las que se refería Pascal, la aventura de mi juventud reverdeció. Y lo hizo de tal modo que me pareció casi obligatorio acercarme a las dependencias del Archivo, a ver si seguía mi acuarela clavada en la pared, tal como la dejamos antes de la infausta excursión a Wexford.
Cuando llegué, el Archivo continuaba allí pero las dependencias que ocupaba habían sido modernizadas y estaban cambiadas por completo. El despachito de la archivera ya no existía. Habían tirado un tabique y habilitado una habitación para investigadores, francamente cómoda, con pupitres individuales y buena luz natural que penetraba por tres ventanas. Pregunté a un amable funcionario por mi pintura, pero no sabía nada; no la había visto nunca. Llevaba allí cuatro años, y aun así era el más antiguo de todos los que trabajaban en ese departamento. ¿El sello del obispo Westmoreland? Sí; eso sí le sonaba. En ese punto, sí podía ayudarme. Precisamente hacía pocos meses que habían participado en un convenio de intercambio con los Archivos con Irlanda, y les habían enviado para su restauración y exposición, bajo condición de vuelta, varias decenas de antiguos documentos, de igual modo que los irlandeses les habían facilitado otros tantos correspondientes a la Armada Invencible. ¡Cómo!... ¿Qué no me había enterado? ¡Pero hombre! ¡Si fue francamente interesante!… En fin, iba a ver si el que yo pedía ya estaba aquí o seguía en curso de restauración en Dublín. Que por favor esperase un momento, y preguntaría a una compañera suya, que era quién llevaba ese tipo de cosas.
Por supuesto lo hice, y a los cinco minutos una chica muy joven me trajo una carpeta y unos guantes desechables de papel. Con el ruego de que me los pusiera para manejar el documento, se llevó mi carnet de identidad y luego me dejó sentado y solo en uno de los pupitres, con la carpeta delante. No había nadie más que yo utilizando el aula, y con un punto más de suspense del que me hubiera gustado confesar, abrí las solapas de cartón y extraje el pergamino y el sello.
¡Qué de recuerdos me trajeron, de golpe y sin aviso! Por un instante, me anegó la emoción, acordándome del día en que el doctor Duarte, ella y yo vimos por primera vez el documento en la misma estancia, ahora casi transfigurada, en una suerte de redención del tiempo y del espacio, de la que yo era, a la vez, espectador y parte. Cuando volví a ver con alguna claridad, me fijé en el sello de cera. Había sido, efectivamente restaurado, añadiendo la punta que antes estaba rota en la parte superior, para darle la forma biojival completa. Pero el relieve desaparecido de los doseletes no se había esculpido de nuevo, de manera que, con absoluta honradez histórica, se había dejado lisa la parte perdida. Sin embargo, lo que me hizo estremecer y quedarme sin aliento fue lo que vi, con el corazón latiendo desbocado, en el famoso piso inferior del sello: el lugar donde debía estar el jugador de golf y las dos torres lo ocupaba ahora la imagen orante de un obispo arrodillado, con las manos juntas y el báculo entre ellas, sobre un fondo completamente plano, cuyo estado de conservación era exactamente el mismo que padecían las otras figuras. Pedí una lupa casi a gritos, con la voz quebrada, y en seguida me la trajo la funcionaria con cara de preocupación, creyendo tener que vérselas con un orate. Realmente confundido, comprobé que el resto del sello y de lo que en él aparecía era exactamente como lo recordaba, dragón y san Jorge incluidos y, aunque yo aún tenía los ojos húmedos y podía engañarme, en él no había ni rastro de la figura que nos hizo viajar a Irlanda.
Cuando me repuse de la impresión, volví a guardar en la carpeta el sello y el pergamino, verdaderamente estupefacto, lo devolví y no sé cómo ni por dónde, regresé con mis amigos, que ya me esperaban impacientes. Entonces eché verdaderamente de menos al doctor Duarte, que me habría recordado los ladinos señuelos del Destino con el fin de conseguir sus objetivos para que un matrimonio por poderes pudiera consumarse cinco siglos después. Encelados con el sello, nunca dimos, erróneamente, ninguna importancia al contenido del documento, que era, por lo visto, la clave de todo. Y no podré saber — ni yo ni nadie — quiénes eran los contrayentes que en él se citan porque sus nombres aparecen raspados, pero tampoco hace ninguna falta. Comoquiera que se llamase en el siglo quince, yo sé perfectamente quién era la novia. Y atónito como estaba, no se me ocurrió nada que lograra explicarme tal cosa.
Miento; algo sí se me ocurrió: Pensé en lo imposible que habría sido para mí — como lo fue, al cabo —, haber vencido en el tramposo juego del amor cuando uno nace quinientos años tarde, el lance tiene lugar en Irlanda (donde los espectros gozan de tanto prestigio), y tiene por rival a uno de ellos.
Aunque fuese un fantasma tan flacucho.