Читать книгу Dieciocho historias de golf y misterio - Marino J. Marcos - Страница 9
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Muy entretenido estaba yo mirando las fotos y trofeos que en el salón social del club de E* se custodiaban, como inertes notarios de su rancia tradición en el golf, cuando encontré sobre la chimenea, simplemente colocado a lo largo, un palo de los antiguos, un hierro 5, que no parecía tener mayor mérito que el de aparecer rodeado de otros ilustres recuerdos. Llevaba diez minutos contemplando aquellos objetos, mientras esperaba al doctor Duarte, ocupado en no sé qué papeleo en la secretaría del club, y me llamó la atención que aquél fuera el único de todos los que en esa venerable habitación se exhibían sin una placa explicativa de su origen. Ni siquiera una simple etiqueta que informase de los merecimientos que le habían llevado al indiscutible lugar de honor que ostentaba. No había nadie en el salón a quién preguntar, y tuve que guardar mi curiosidad para satisfacerla en mejor momento, que llegó cuando mi patrón y amigo acabó de resolver sus asuntos y vino en mi busca. Cuando lo hizo, le señalé el palo venerable en el centro de la repisa, y él lo cogió con enorme respeto.
— ¡Ah!... — exclamó —. Sí… No; no es un trofeo. Más bien un testigo… Este es un término que le conviene mucho más que el de “trofeo”. Y un mensaje, además. ¿No le ha dado la vuelta?
— No le he tocado siquiera…
— Pues mire entonces… — el doctor Duarte giró el hierro 5 en sus manos y me enseñó la inscripción en castellano, grabada con un objeto sin afilar: “Voy a buscaros. Pap”.
Lo tomé en mis manos, y efectivamente, pude leer el mensaje, que no me decía nada. Imaginé la típica escena de golf en familia, un domingo por la mañana, que acababa con los niños aburridos, jugando al escondite con su padre en cualquier campo. Y con un palo viejo, desde luego. Porque este lo era, y mucho. Además de tener el mástil gris y agrietado, la cabeza de hierro estaba muy oxidada, casi corroída en su parte inferior. Era, en fin, el típico palo que uno conservaría para enseñar a jugar a sus hijos, y nada más. Y me imaginé que eso de “Pap” era un modo familiar, íntimo, de llamarse entre padres e hijos.
— No parece gran cosa para merecer estar aquí, entre tanta copa de plata — dije —. ¿Es o era de algún miembro famoso de este club?
Ante mi asombro, el doctor Duarte devolvió el palo a su sitio de honor con no poco cuidado, y luego me invitó a sentarme junto al fuego:
— Venga usted; y escuche lo que tengo que decirle. ¡Ah! Perdone… Haga el favor de pedir en el bar dos cafés. El malentendido con mis facturas está resuelto, y hoy no le pondrán pegas de ninguna clase.
Cuando regresé, encontré al doctor Duarte con el palo de golf de nuevo en la mano, sosteniéndole en equilibrio sobre el canto de su derecha, pero enseguida lo volvió a colocar en la repisa de la chimenea antes de sentarse. Me pareció que mi silenciosa entrada — me había quitado los zapatos de golf-, le había sorprendido en algún acto prohibido, como si no hubiera debido hacer eso con el hierro en cuestión, pero no dije nada. Luego, con la taza en la mano, cerró los ojos, y comenzó a contarme un suceso del que yo había oído hablar, naturalmente, pero sin relacionarlo en absoluto con el mundo del golf. Por eso lo cuento ahora. Y, desde luego, es improbable que el posible lector crea lo que yo vi en el campo de prácticas solamente un poco después. Así que lo hago constar aquí bajo una condición: Que piense lo que le parezca oportuno excepto que le estoy engañando, porque otras explicaciones no le podré dar. Y si alguien tuviese una más satisfactoria, o simplemente “científica” para el resultado que tuvo todo esto, le ruego que la publique. No se me ocurrirá desmentirle.
— Es posible — comenzó Duarte —, que usted haya oído hablar del famoso naviero local, don Sinibaldo Urdaneta, el de la estatua de la plaza. Era uno de esos hombres hechos a sí mismos, que dedicó su vida al trabajo desde muy joven. Emigró a Cuba niño aún, como tantos de sus paisanos en esta tierra, pero ya con la decisión de hacerse rico, una feroz capacidad de sacrificio y un sentido común muy poco habitual en chavales de su edad. Poco a poco fue consiguiendo lo que quería, y a los cuarenta años, multimillonario y soltero, decidió hacer un alto en sus negocios, que prácticamente funcionaban solos, levantar la mirada de los libros de cuentas, y contraer matrimonio. Eligió a una chica norteamericana, hija de un competidor, y se casaron en Nueva York, justo con el siglo, en el año mil novecientos. Por la razón que sea, se quedó a vivir en Florida; allí tuvo a sus dos hijos, y aunque iba y venía cada año para atender sus intereses en España, todo el mundo pudo comprobar que el modo de vida norteamericano había impregnado profundamente su personalidad, hasta el punto de parecer mucho más un estadounidense que un habanero o un santanderino. Y entre los signos de esta impregnación se encontraba el de apasionarse por el golf… A ver qué tal sabe este café. Por el color creo que este intratable barman nos ha vuelto a defraudar. En fin, paciencia…
Después de un sorbo, que yo secundé, el doctor continuó su relato. Seguíamos estando solos en el salón, y yo podía notar que él hablaba muy cómodo, sin reserva alguna, porque siendo hombre de enciclopédicos conocimientos sobre las circunstancias menos habituales de la vida, no le gustaba poner de manifiesto en público esta clase de sucesos. Así que me acomodé en la butaca para seguir escuchando, como un espectador privilegiado que era.
— Como es natural — continuó —, cuando venía por este club también lo practicaba. Uno de sus compañeros de juego fue quién me informó de lo que le estoy contando, así que puede usted dar fe de que es verdad. Además me comentó que Urdaneta era muy buen jugador; y que estaba pensando en comprar una gran propiedad para construirse una casa de verano, y junto a ella un campo de golf privado, como lo hiciera en la suya Harold Lloyd, el famoso actor, a quien decía conocer. En definitiva, el golf se había transformado en una verdadera pasión para él, tal y como sucede muchas veces con las que podíamos llamar en nuestro deporte, “vocaciones tardías”. Sólo su mujer y sus hijos parecían importarle más, porque dedicaba mucho tiempo a cuidar de su bienestar y de su educación, que supervisaba en persona. En este aspecto, y contra la costumbre de esta clase de hombres que parecen obsesionados por el trabajo, era un verdadero padre vigilante de su prole, a los que quería entrañablemente. Y quizá por ello mismo, en cuanto fueron un poco mayores, decidió premiarles con un viaje a Europa para conocer la tierra de sus antepasados, y la humilde casa española de donde él había salido para triunfar en el mundo.
Descansó un momento mi viejo amigo para tomar aire y ordenar sus ideas, y yo aproveché para atizar el claudicante fuego de la chimenea, porque iba haciendo frío en la habitación. Pasados un par de minutos, explicó:
— Tenga en cuenta que su capacidad económica se medía por millones de dólares, de manera que hicieron el viaje rodeados de un lujo que, por aquí, nadie había visto nunca. Esta siempre fue tierra de indianos, pero Urdaneta los sobrepasó con creces a todos. Se quedaron seis meses — había traído con sus hijos un experimentado tutor para que no perdiesen el tiempo —, y cuando se desplazaba por España ocupaban varios departamentos de tren: el de la familia, el del servicio de compañía y el de los equipajes, donde no faltaban las bolsas de golf de los cuatro, porque su mujer y sus hijos también jugaban. Nada más llegar, se hicieron socios de este club, y aquí jugó la familia muchos partidos.
Probablemente lo pasaron muy bien, pero llegó el momento de volver a Estados Unidos. Y sucedió que en aquellas fechas tendría lugar el primer viaje del Titanic, el barco más grande jamás construido. Urdaneta, ofreciendo el regalo a su familia, compró pasajes para todos. De manera que salieron de aquí para Southampton con antelación suficiente para hacer una parada en París y llegar con tiempo de embarcarse.
Y, bueno, supongo que ya sabe usted lo que ocurrió en la noche del catorce de abril de mil novecientos doce: No hay por qué recordarlo con todo su horror. El Titanic se fue a pique llevándose mil quinientas almas de todas las categorías sociales. Y aunque se puso especial cuidado en poner a salvo a las mujeres y a los niños, ni la esposa de Urdaneta ni sus hijos aparecieron entre los supervivientes. Y respecto a él… Bueno; unos días más tarde, uno de los barcos que llegaron al rescate de los náufragos, el Francfort, ofreció a su tripulación una de las visiones más espantosas que cabe imaginar: El océano estaba plagado de témpanos de hielo, desgajados de la misma gran banquisa de la que se había separado el iceberg asesino. Sobre los témpanos estaban un montón de cadáveres de hombres y mujeres que habían conseguido alcanzar aquellas heladas e inestables plataformas, donde habían muerto de frío horas después, muchos de ellos vestidos todavía con el traje de fiesta. Entre otras escenas de atroz surrealismo, un hombre mayor estaba completamente congelado, consultando el reloj de bolsillo y sentado en su trozo de hielo, y en un témpano cercano, encontraron horrorizados un smoking abandonado y sobre él, este palo de golf…
— ¡Atiza!...
Creo que miré de reojo al hierro 5 con un escalofrío que me recorrió la espalda. Intenté hacerme una idea de lo que debió de ser la catástrofe del Titanic, pero con toda mi imaginación me resultaba muy difícil imaginarla desde dentro, cómodamente sentado ante el fuego de la chimenea. Y yo que me había quejado de frío hacía unos momentos…
— Sí… — continuó el doctor Duarte —. Parece ser que su propietario de algún modo había decidido ir a buscar a sus hijos. Porque el smoking y el palo eran de Urdaneta, claro. Vaya usted a saber para qué lo había cogido. Quizá para abrirse paso entre la muchedumbre del barco, quién sabe… La documentación — una tarjeta de comedor — que se encontró en un bolsillo le confirmaba como su propietario. Y el mensaje grabado en el palo con las manos medio congeladas, probablemente con una de sus llaves, sólo podía ir dirigido a su mujer y a los dos niños: El padre, ya con la razón extraviada por el terrible drama, había ido a buscarles lanzándose al agua donde quiera que imaginara que estuviesen. Y bien claro estaba que ese lugar sólo podía ser el fondo del mar. Un horror, joven. Un horror…
Nada dije respecto a este comentario, ni sobre los hechos que evidentemente aún afectaban a mi amigo, y guardé silencio. En seguida, el doctor retomó su relato:
— Bueno, en Nueva York les esperaba su agente, quién rápidamente se trasladó a Halifax, en Canadá, donde llevaron a muchos de los supervivientes. Allí se hizo cargo de la situación y de la tragedia de los Urdaneta, aún más clara cuando le entregaron la ropa y el palo de golf de don Sinibaldo, y comprobó una y cien veces que no aparecían los nombres de la mujer ni de sus hijos en las listas de supervivientes. No pudo encontrarles en ninguna. Viajaban con pasaporte americano, lo que quizá hubiera facilitado las cosas, pero no estaban. Dos meses después, cuando ya no había nada más que hacer, ni lista que comprobar, ni testigos que interrogar, envió estos efectos a España, a su domicilio en Santander, y pasó a ocuparse de los asuntos de los negocios, que a nosotros no nos interesan.
No sabiendo qué hacer con el palo de golf, a falta de un sitio mejor los parientes de Santander lo enviaron a este club, y supongo que alguien propuso dejarlo aquí, aunque poco a poco se fue olvidando a su dueño y la razón por la que se hizo, hasta el punto de que ahora sería muy difícil encontrar a un socio, por mayor que sea, que pueda darle una explicación convincente. Pero en el golf, como en pocos sitios — y usted lo sabe bien — las tradiciones se petrifican, y aquí sigue el hierro 5 en el lugar donde lo dejaron. Y creo que no hay motivo ninguno por el que los nietos de usted no lo puedan ver en el mismo sitio, si es que alguna vez los tiene y llegan a venir por aquí.
Un largo silencio pareció poner punto final al relato del doctor Duarte, y yo quedé suspenso, ponderando la verdadera importancia de lo que me había contado. Tener un superviviente del Titanic, aunque fuera de madera y hierro, en el club de golf, me parecía algo definitivamente extraordinario.
— Me parece — comenté, admirado —, que es un objeto precioso. Jamás he visto nada que estuviera en ese barco. Y tengo entendido que se pagan sumas enormes en las subastas de cosas de este tipo.
— Así es — contestó Duarte —, hay casas especializadas en subastar enseres del Titanic. Y no le digo nada si son objetos personales de los viajeros. Entonces alcanzan precios fabulosos. Por este hierro, una de esas casas de subastas ofreció cien mil dólares de salida y…
— ¡Cien mil dólares! — exclamé —. ¡Pero eso es una fortuna! ¿Cómo puede ser que no lo vendieran? ¡La directiva debía estar en las nubes!
— La directiva no estaba en las nubes, créame, porque a mí me llamaron para asesorarles respecto a un punto que… bueno, ahora lo verá usted con sus propios ojos. Yo les aconsejé que rechazaran esa oferta, y así lo hicieron con mucha razón. Sí; no me mire con esa cara… Y sigo creyendo que este palo de tan sobria apariencia estaría vergonzosamente malvendido en esa cantidad.
— Pero… ¿Qué tiene que lo haga tan especial? Son cien mil dólares, doctor. Imagínese lo que es eso al cambio…
— Ya… Pero verá usted, es un palo que tiene una inscripción. Y nada común….
— Una simple prueba de que un día sirvió para un juego familiar. Fíjese en la firma: “Pap”. Qué otra cosa quiere decir, sino “Papá”… Un cariñoso guiño privado entre los niños y su padre. No veo otra cosa.
— La inscripción en sí, toda ella, destila una catastrófica tragedia; es como un testamento de un padre enloquecido de dolor… Y eso que usted dice, créame, no es así: “Pap” no es ningún apócope de “Papá”. Mire… — se levantó y cogió de nuevo el palo para mostrarme la inscripción más despacio —. Mire aquí: las letras son cada vez más pequeñas; las fuerzas con que se grabaron menguan a ojos vistas. La última palabra está apenas arañada, y su trazo cada vez más débil, casi ilegible, pese al esfuerzo agónico que se ha puesto para grabarla. No, amigo mío, no se quiere escribir aquí “Pap”, sino “Papá”, pero una suerte de prisa enloquecida por el frío no le permitió terminar. Sus hijos le esperaban. Le esperaban… y fue a buscarles. Y, además, les dijo dónde estaba, por si volvían a por él antes de que los encontrase.
— ¿Qué les dijo dónde estaba? Pero… ¿dónde aparece semejante anotación?
El doctor Duarte miró de reojo al bar, y comprobó que estaba vacío.
— Venga usted fuera un momento, por favor. No creo que nos pase nada por sacar de aquí este palo y jugar con él unas bolas. No tardaré ni diez minutos en mostrarle a usted por qué es barato en el precio que le dije. Perdone un instante; tengo que ir a buscar algo. Sostenga el palo, por favor.
Así lo hice, no muy tranquilo, la verdad, porque semejante reliquia “quemaba” en mis manos. Solamente el hecho de imaginar de cuánto dolor fue testigo, ese palo de golf me producía vértigo. Cuando volvió, seguí al doctor Duarte hasta el campo de prácticas. Una solitaria jugadora practicaba lejos de nosotros, al final de la cancha, y podíamos hablar sin riesgo de que nos oyese. Mi amigo cogió unas bolas y las puso a mi lado.
— Ensaye usted unos golpes — me dijo —. Verá que es un palo fiable y equilibrado.
Comencé a golpear unas bolas con él muy suavemente, no fuera a romperlo y, efectivamente, no noté nada anormal. Era un poco más pesado que los modernos, pero nada más. Así que no podía comprender su rareza, y así se lo dije a Duarte.
— Ha comprobado que a primera vista es un antiguo palo de golf como cualquier otro, ¿verdad? Pues ahora — señaló —, coja usted una de esas bolas, encájela en el suelo para que no pueda moverse y coloque el palo horizontal sobre ella, procurando que quede en equilibrio. No, no le tomo el pelo. Hágalo usted… Hágalo con tino: debe quedar sobre la bola en equilibrio…
Seguí sus indicaciones al pie de la letra. Me costó un poco de tiempo dar con el punto exacto pero el palo quedó equilibrado sobre la bola. Como la cabeza pesa más que el mango, la bola estaba sensiblemente más cerca de aquélla, pero no había duda de su horizontalidad. Entonces, muy lentamente, sin que nada le tocase, él sólo comenzó a girar en el sentido de las agujas del reloj, oscilando a un lado y a otro de una posición en la que quedó quieto al cabo de medio minuto, más o menos.
Yo estaba verdaderamente asombrado.
— ¡Válgame Dios!... ¡Si es una brújula! El palo está imantado, claro…
El doctor Duarte sacó del bolsillo lo que había ido a buscar, que era, precisamente, una brújula, y la colocó sobre la hierba.
— Antiguamente este campo era famoso por sus nieblas cerradas, que despistaron a muchos jugadores. Incluso en ocasiones llegaron a producir algún accidente. Por eso, la directiva siempre tenía una buena reserva de brújulas a disposición de quienes jugaban en esos días para facilitar su orientación. Si se sabe buscar, todavía quedan algunas. Esta es una de ellas — explicó, con ojillos astutos —. Venga; vuelva usted a colocar el hierro cinco en equilibrio. Tenga otra bola. Para que vea que no hay trampa ninguna.
Volví a repetir el experimento, y el palo volvió a hacer el mismo o parecido movimiento, como si vacilara antes de fijarse en una posición. Yo miré a la brújula, y comprobé atónito que no coincidían las dos líneas de dirección: la aguja de la brújula fijaba el norte algo más al Este que el palo de golf. Repetí la cosa seis o siete veces, desde diferentes lugares del campo de prácticas — la dama que se entrenaba tuvo que pensar que éramos dos niños grandes jugando a cualquier tontería —, y siempre obtuve el mismo resultado. Idéntico. Igual orientación del palo en todos los casos.
— Bueno — acepté —, no cabe duda de que el hierro y la brújula no coinciden. Por muy poco, pero no coinciden. Ahora dígame a dónde va a parar todo esto, y por qué parece estar estropeado…
— No está en absoluto estropeado, amigo mío. Antes bien, funciona perfectamente. Porque no es al Norte magnético donde apunta.
— ¿Ah, no?...
— No, joven: se orienta siempre al mismo sitio, pero no al Norte, sino a un punto situado a cincuenta grados diez minutos longitud oeste y a cuarenta y un grados cincuenta y tres minutos latitud norte. Aún me acuerdo de memoria. Es decir, con muy poco error, el lugar donde se hundió el Titanic.
* * *
Esta particularidad del palo se descubrió años después de que llegara a su sitio en el Salón de Trofeos. Sucedió que unos niños lo cogieron de la repisa para jugar con él tal y como habíamos hecho nosotros y apreciaron su continua fijación. Poco después, una comisión científica de la que mi amigo formó parte en representación del club, eventual propietario del palo, y formada entre otros por dos profesores de Geodesia, confirmó la orientación exacta que tomaba el hierro 5, anotada en los lugares desde donde la Comisión efectuó las mediciones, entre ellos Lisboa y París. A sus miembros se les dijo que era un experimento de magnetismo que tenía protección militar, y no hubo preguntas indiscretas. Conseguir la calificación de secreto oficial en este asunto me confirmó la larga mano que el doctor Duarte tenía en altas instancias para conseguir tal cosa.
Para decirlo todo, debo advertir también que hay un cierto acuerdo respecto a las coordenadas del punto donde se hundió el Titanic: Cuarenta y nueve grados y cincuenta y seis minutos longitud Oeste y cuarenta y un grados y cuarenta y tres minutos latitud Norte. Así que el doctor Duarte llegó a la conclusión de que las coordenadas que señalaba el palo eran las de situación exacta del témpano de hielo donde Sinibaldo Urdaneta grabó la última letra de su mensaje antes de lanzarse al agua. En esa zona del Atlántico, un minuto angular corresponde más o menos a una milla, así que había derivado unas diez o doce al noroeste del punto del naufragio. Todo esto añadía un plus de misterio, pero quedó firmemente establecido que era del todo cierto lo que mi amigo me había dicho: el hierro 5 se orientaba siempre hacia el mismo punto, cualquiera que fuese el lugar desde donde se hiciera la prueba.
Otra cosa, claro, era explicar por qué. Duarte aseguraba no saberlo con certeza, aunque algo me dijo sobre una cierta clase de energía producida por el miedo y por el amor, que podía cargar algunos objetos para siempre, y aunque dijo desconocer cómo se producía, lo relacionó con la existencia de esas manifestaciones que llamamos fantasmas.
Yo volví varias veces más a ese campo, y en todas rendí visita al famoso hierro 5, que seguía tan silencioso como la primera vez, pero no vi nunca la menor presencia espectral que lo hiciera diferente. Ante mi insistencia por conocer respuestas, mi amigo afirmaba que había oído hablar de algún otro caso parecido, pero de ninguno donde estuviese implicado un palo de golf. Y de ahí no le pude sacar, aunque tengo la impresión de que sabía algo más. Lamento terminar así, y los lectores habrán de conformarse con estas razones, escasas y quizá frustrantes, pero al menos permítaseme excusarme asegurando que siempre que este tema surgía en nuestra conversación fui incapaz de que el doctor Duarte me diera otras mejores. Qué le vamos a hacer...