Читать книгу Latinoaméroca en gotas - Mario Diego Peralta - Страница 11

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5 de enero,– DMSM (Distrito Militar San Martín)

Era la primera vez que me iría con mi novia y su familia a Las Toscas, Uruguay. Yo hacía un paralelo entre su Las Toscas y mi San Bernardo. Ese lugar donde ambos pasábamos un mes al año, donde ella tenía primos y yo unas primas postizas. Pasé la noche en su casa en Buenos Aires y de madrugada partió el Ford Falcon celeste rumbo a la playa. Se preveía un viaje largo, por lo cual mi suegra había preparado en una heladerita de camping algunas frutas, sándwiches y agua. En el auto viajábamos con sus padres, sus dos hermanos y la abuela. Esos asientos que tenía el Falcon eran como sofás de 3 cuerpos, era un living en un auto. Lleno de gente y de bolsos, bolsas, bolsitas y la heladera a los pies de la madre. Al pegar la vuelta en la esquina ya hubo pedido de comida. “Ma, ¿me pasás unas uvas?”. Recién salíamos. Era fines de diciembre y pasada la Navidad en Buenos Aires, ellos tenían el propósito de compartir fin de año con la familia que tienen allá. Mi suegra tiene hermana y primos, sobrinos y amigas, muchos afectos que hicieron que volviera a su país como mínimo 45 días al año, si el tipo de cambio lo permitía. En verano con su marido y en invierno, a falta de licencias en el trabajo, podía irse sola con los tres chicos. Ella hizo que sus hijos tengan familia del otro lado del río y al encuentro de ellos me llevaban. Algunos ya me conocían porque habían venido a Buenos Aires. Otros no, esta sería la primera vez. El viaje se hacía largo, el calor agobiante, el aire acondicionado en el auto, ausente. No era común que tuvieran aire y menos los Falcon. Mi viejo había comprado un Falcon rural rojo a mi tío que le había puesto aire acondicionado, todo un lujo ochentoso. Era un aparato enorme, que colgaba por debajo del torpedo, la gloria misma. Pero este no tenía aire. El viaje se hacía largo, la demora para cruzar el puente era siempre incierta pero en esa época del año, entre larga y larguísima, seguro. Cuando la charla se agotaba, alguien tomaba la posta con un monólogo. Bien podría ser mi suegra que tiene, por ser uruguaya, ese gen que la hace hablar con una fluidez extrema. No puedo dar fe, por el paso del tiempo, pero seguramente ella debió contar lo pequeña que era mi novia cuando hacían los primeros viajes solas con su hermanita apenas un año y medio menor, y que hablando la niña se desenvolvía cual adulto enano, llegando a generarse el mito que decía que era Silvia la que completaba el tríptico en la aduana con tan solo 3 o 4 añitos. Un trámite que agregaba muchas horas al viaje. Entrados en tierra charrúa, las cuchillas hacen del camino un cuadro y mi suegro no está acostumbrado a manejar tanto, pero no presta el volante a un chico de 18 que maneja no hace mucho, así que el cansancio irrumpe y se combate como sea, parando a cada rato, tomando de la heladerita ya vacía agua de los deshielos para lavarse la cara, no sin cierta tensión propia de viajar de noche y la ansiedad por llegar. Finalmente, son ellos los que me enseñan que tomar la rambla en Montevideo luego de pasar el puerto es poner fin al viaje y dar inicio a las vacaciones. Desaparece mágicamente todo el agotamiento y el mar aporta tranquilidad y alegría, mientras avanzamos hacia el destino, Las Toscas, la casa donde Silvia jugaba libremente con sus primos y generaba historias propias un poco más ajenas a sus padres que las de Buenos Aires. Habiendo vivido 26 años y vuelto dos veces al año, mi suegra es la que juega de local e indica el camino tomando por avenidas con nombres raros. Que una avenida se llame Propios, es al menos raro. Avenida Italia que se hace la Gianatassio e Interbalnearia al fin. La sensación de cercanía hace latir el corazón con alegría a todos en ese auto. Un cartel indica la rotonda de entrada a Atlántida y encargados de mi inducción en ese, su paraíso vacacional, entran por ese acceso mostrándome desde el auto la calle principal, su iglesia, la rotonda de los fundadores donde hay una fuente y tomando por la rambla, de a poco nos alejábamos como a otro barrio, pegado ahí nomás, luego volveríamos caminando a Atlántida desde Las Toscas. Finalmente el Falcon llegó al frente de una casa que yo conocía por fotos y todos bajaron de un salto, como un desembarco, mientras unos abrían la puerta del frente otros pasaban revista rápido al fondo.

La construcción en todo el balneario es bastante parecida. Casas con techo de paja uruguayo, o chalé a dos aguas, pero con techo de hormigón. Generalmente casas chicas, de uno o dos dormitorios, living, baño y cocina. Un parrillero que da sentido al espíritu vacacional y pasto. Algo de pasto, terrenos amplios, de 15 metros de frente con construcciones chicas, generando una sensación de distanciamiento justo entre vecinos, de paz en ese balneario. Me llamaba la atención que estuviera todo construido, no es que el espacio se diera por falta de ocupación de terrenos, casi no había baldíos. Las Toscas era un balneario con calle principal asfaltada y rambla. La Ferreira, la avenida por la que el colectivo te llevaba a Atlántida o a Parque del Plata, y la Central, que desde la estación de servicio te sacaba a la Interbalnearia. Las asfaltadas eran esas, las demás de arena; lo cual ayudaban a la idea de casa de vacaciones. Al menos para mí, San Bernardo tenía más o menos la misma cantidad de asfalto en ese momento. La casa de ellos tenía una galería y en ella, una hamaca de hierro. Estando sentados ahí, vimos llegar al tíoabuelo, personaje muy querido por todos, era hermano de alguno de los fallecidos abuelos uruguayos y parte de una banda de tíos que conformaban todos los cuentos de Miryam, mi suegra, tanto en Uruguay como en la Argentina, ella los mantenía presentes con sus relatos. Llegaban sus primos y con los más jóvenes nos fuimos a la playa caminando, quedaba cerca, mientras los grandes empezaban a acomodar la casa y a cocinar la comida para festejar el cumpleaños de Silvia ese día y al siguiente el fin de año y después el Año Nuevo. Una seguidilla de comilonas que hacía que la parrilla no se apagara jamás.

La playa en Las Toscas es de arena clara, amplia, con médanos, sin ninguna carpa, balneario o puesto de venta de nada. Con las lonas, a tirarse y mirar el mar. A charlar con los primos, a fumar algún cigarrillo que ellos tenían. A quemarse hasta ponerme camarón, un clásico mío. Eran épocas donde las publicidades no eran de pantallas solares, sino de bronceadores, donde, si volvías de la playa, cuanto más tostado era señal de que mejor lo habías pasado. No era una playa muy poblada, todo se comparaba en mi cabeza con San Bernardo, la playa que yo conocía. Viendo la arena que tenían ahí, entendí el porqué de la cara de Silvia cuando a los 17 fue unos días a visitarme y al llegar a la playa me miró con cara de… ¿es barro? ¿Qué pasó? Ella no entendía cómo había juegos para niños, restaurantes y carpas a montones en las playas argentinas. En Las Toscas éramos unos pocos, la arena clara y finita, y el mar. Río para los más puristas, pero mar a los efectos de las necesidades de esas vacaciones.

Y a la mañana desayuno con quesito Alpa, bizcocho dulce y salado, galleta María, todos alimentos inusuales en mi vida; probaba las galletas con queso y dulce, devoraba los bizcochos, mientras la casa amanecía, dejando colchones y ropa de cama por todos los ambientes que se habían transformado durante la noche en dormitorios. Único baño con espera. Vida familiar de muchos, que ellos podían catalogar de excepcional y por eso me lo explicaban. A mí, que venía de familia numerosa todo el año y que mis vacaciones eran igual de apretadas, no me llamaba la atención, sí lo hacía que me lo quisieran explicar. Recuerdo las instrucciones para la ducha del baño, que te daba corriente, una descarga del termo eléctrico que te estaba esperando en el grifo y te la daba.

Yo estaba ahí de paseo, para ellos por primera vez, entonces se turnaban para proponerme conocer distintos lugares. A la tardecita, todos los primos luego del baño posterior a la playa, fuimos caminando a Atlántida. En el centro había mucho turista, puestos de artesanías, un boliche bailable, cerveza Pilsen, casa de cambio y cigarrillos Nevada. Casa de cambio porque necesitaba mis propios pesos uruguayos, quizás para comprar mis cigarrillos. No tenían por qué mantener esos chicos uruguayos el vicio del porteño. Los adultos me llevaron al zoo de Atlántida, donde unos pocos y pobres animales muertos de calor se hacían cargo de satisfacer las expectativas del público, acompañando al famoso mono de culo azul, la gran y única atracción.

Y charlar y pasar el rato. Conocer la familia e ir entendiendo cómo era mi novia en ese lugar. Todo eso hacía olvidar el motivo por el cual yo me tenía que volver a Buenos Aires.

En la Argentina de aquellos días todavía existía el servicio militar obligatorio. La ley indicaba que todo ciudadano masculino estaba obligado a cumplir con esa carga pública al llegar a los 18 años de edad. Se decidía la suerte de hacer la colimba (Corre/limpia/barre) a través de un sorteo. Ese día, en la escuela secundaria solo los alumnos de quinto año tenían permitido estar escuchando la radio. Era un día de tensión, en unos minutos se jugaba un año en la vida de los varones o tal vez dos si tocaba marina. El procedimiento era sencillo, una voz cantaba los tres últimos dígitos del documento nacional de identidad y otra, le asignaba un número de orden, el mío fue 737. Estaba adentro, zafaba solo con menos de 400. Veníamos de una dictadura y ni siquiera lo sargento que era mi abuelo paterno fallecido antes que naciera alguno de sus nietos, pudo hacer que pasados esos tiempos de gobierno militar, nadie tuviera en mi familia un concepto bueno sobre los milicos. Unos años antes había hecho la conscripción mi hermano Alejandro, recuerdo el olor que traía cuando volvía del cuartel, olor a rancio en el uniforme, mezcla de mugre propia y ajena, rastros de todos los colimbas que la usaron antes, sudor acumulado, falta de jabón y hambre. No era una buena noticia que el sorteo me hubiera asignado a la fuerza aérea y debía presentarme en Ramos Mejía, en el distrito militar San Martín, el 5 de enero.

Atlántida era ya en ese momento una ciudad quedada en el tiempo, con poca construcción moderna. Tenía una primera gran oleada de casas hechas con dinero y buen gusto allá por los años 50, y otra ola más pequeña, que completó los terrenos disponibles con casas de la década de los setenta, no todas de buen gusto. Pero como quedó, quedó. Parece una ciudad dispuesta a conformarse con mantenerse mientras envejece. La rambla arbolada que da sobre la playa mansa tiene mucho estilo, caserones enormes y una bajada por escalera hacia la playa entre árboles en el médano, más parecido a un monte, por tener más tierra que arena. Al terminar de bajar hay unos vendedores de sombra temporal y si lo necesitás, tenés la posibilidad de alguna sillita. Esto era novedoso para mi mirada porteña. Luego entendí que eso no era novedoso, era brasilero. Restaba acomodarse por ahí, hay más gente, es una playa céntrica, pero lejos está de ser la Bristol. El mar es muy calmo, de agua mansa como su nombre lo indica. Y empecé a meterme en el agua de a poco, unos pasos más y mirando hacia atrás se veía la arboleda sobre la arena, altas las raíces de los árboles. El nivel del agua no pasaba de mis tobillos, más velocidad, más pasos, más adentro. Las aguas profundas tardaban en llegar. Esas que imaginé profundas, llenas de noctilucas en las noches de encandilada, esas que contaba mi suegro en sus relatos de pescador no aparecían. Hasta la rodilla, con suerte una olita elevaba el nivel un algo más. ¡Y dale más y más! Hay que caminar mucho en la mansa si uno quiere hacer pis y que el agua tape al menos hasta su cintura. ¡Qué planes infantiles me habían llevado hasta ahí! Finalmente, llegó el lugar donde el agua estaba un poco más profunda, desde donde poder apreciar, con la vejiga relajada, el Águila, una construcción típica que aparece en un médano siguiendo la costa, pasando Villa Argentina. El sol pegaba de frente anticipando que desde ahí sería el lugar indicado para mirar atardeceres increíbles escuchando algún que otro aplauso, otra costumbre importada de Brasil.

Atlántida era la ciudad para la noche. Ir al casino era toda una señal de adultez. Mis 18 años cumplidos unos meses antes me permitían la entrada, pero ir al casino, era salir en banda, perderse del montón para ir a comer unos chivitos y hacerse unos mimos, ir al casino era ser adulto. La ciudad estaba repleta de turistas, en general familias que llenaban los pocos restaurantes y los parques infantiles con esas minivueltitas al mundo con ruidos raros, ruido a falta de mantenimiento, pero se subía igual al Zamba y desaparecía la inseguridad tras sonrisas que ocultaban golpes inesperados. De este tipo de adultez de 18 años estoy hablando.

Para la vuelta caminando a Las Toscas se sumaban palos y piedras en las manos de esos chicos. Por donde fueres, haz lo que vieres, pues ahí todos hacían eso, yo también. Las calles eran de tierra y arena, y se escuchaban ladridos de perros cercanos y lejanos que intimidaban. No eran mucho más que 20 cuadras, se llegaba rápido hasta la calle B, ahí se doblaba, pasando por alguno de los pocos comercios que tenía el centro de Las Toscas, que se iniciaba una cuadra antes y se estiraba durante apenas dos o tres cuadras más. O tenías ahí lo que necesitabas, o no lo necesitabas realmente para ese momento, debías esperar para ir al supermercado. ¿Qué otra cosa se necesita en un balneario uruguayo que pizza con queso (redundancia desde nuestra vista argenta, pero ellos manejaban la pizza por metro con base en pizza sin nada, como la de cancha y sobre esa le agregaban queso como adicional)? Poco inmigrante italiano tuvo Uruguay en proporción a la gran cantidad de españoles. Doblando en la B, dos cuadras y a la derecha. Calle B, ponerle nombre de letras es como con falta de cariño o de próceres, pero superpráctico. Primero pasabas delante de la casa de Zitarrosa, a donde los milicos uruguayos lo habían ido a buscar más de una vez para chuparlo y él se había podido escapar, y en la vereda de enfrente un poco más adelante, saltando el murito, entrabas al chalé. Y ahí estaba la familia, recibiendo los padres a sus amigos médicos colegas o a familiares que venían a pasar las fiestas. Y en el bullicio general yo me escapaba por el fondo con mi novia a la hamaca en la galería de adelante, a charlar, a darnos unos besos, a pasar un rato juntos porque pronto tendría que irme.

Creo importante mencionar que esto ocurría durante la primera presidencia de Alfonsín. Se cayó la dictadura, los militares al mando no pudieron evitar el clamor popular de llamar a elecciones, dictaron una ley de autoamnistía y entregaron el poder a un radical, Raúl Alfonsín. Los militares en el poder habían organizado el terrorismo de Estado, habían hecho desaparecer a más de 30.000 argentinos en una supuesta guerra contra la subversión. Al asumir el presidente democrático desconoció la ley de autoamnistía e instruyó al poder judicial para que luego de una investigación en la que participaron muchos intelectuales, periodistas, abogados, etc., gente respetada en ese momento; se pudiera realizar el Juicio a las Juntas. Toda la información se recopiló en un libro, el Nunca más.

La justicia condenó a muchos militares a cadena perpetua. El juicio se transmitió por televisión en directo. Las exposiciones de las víctimas que sobrevivieron daban escalofríos, eran terribles. Mencionaban violaciones, robos de sus casas, torturas, asesinatos de compañeros, cadáveres tirados al río desde los aviones, tráfico de niños nacidos en cautiverio. El veredicto lo escuchó el país entero, hubo emoción en las calles, felicidad luego de tanta tragedia, fue justicia luego de tanto tiempo sin ella. ¿Por qué cuento esto acá? Porque era a ese mundo a donde mi cabeza de adolescente se dirigía con la colimba. Cuando me tocaba hacerla, todo eso ya se conocía. Se suponía presos a muchos de ellos, pero andaban exigiendo otros por una ley de obediencia debida. Que era algo así como “asesiné, violé, robé, pero porque ‘él’ me lo dijo, cumplía órdenes”. Tenían menos dignidad que un sicario. Los oficiales y suboficiales con los que empezaría a convivir habían impartido y recibido órdenes en la Mansión Seré, un centro clandestino de detención.

Yo, el presidente del centro de estudiantes en mi escuela secundaria, el que peleaba por los derechos estudiantiles en la nueva democracia, tenía que ir a la boca del lobo. Mi novia me acompañó con sus padres a la Plaza Cagancha, en el centro de Montevideo, para que desde ahí me tomara el micro de regreso a Buenos Aires. Con apenas una semana en Uruguay volví con el “bo” y “salado” pegados en el habla, que tardarían unos días en irse, aunque yo no quisiera perderlos, porque se iban mis vacaciones y mi libertad con ellos.

Ella se quedó allá. Hubo mucha tristeza en esa despedida. Yo me traje la mía a Buenos Aires y el 5 de enero me presenté con la carta de citación en la mano en el Distrito Militar San Martín, en Ramos Mejía, en el cercano oeste del Gran Buenos Aires.

Latinoaméroca en gotas

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