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La casa

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Aunque escaparates, mesas, sillas y demás maderas crepitaran por el calor, adentro se estaba fresco gracias a las puertas, altas como para que los más espigados y rebosantes de amor pasaran sin quitarse el sombrero, y al tejado igualmente alto, que conservaba el aire como sin estrenar.

Los muros de tapia eran expertos en guardar secretos: lo que se decía o sonaba aquí o allá, aquí o allá se quedaba. Los corredores invitaban a correr.

El patio parecía paleta de pintor y sus colores se intensificaban o apagaban al ritmo de las lluvias: una semana reverdecían los helechos y a la semana siguiente florecían los anturios o los rosales.

El naranjo, el breval y el aguacate del solar, que daban frutos de enero a diciembre, sumados a la era de tomates y cebollas que cultivábamos todos, complementaban lo que semanalmente nos llegaba de la finca.

Al entrar uno de la calle, cualquier sed se extinguía.

En el interior, cuya luz requeríamos para vivir y no hallábamos fuera, se percibía que los obreros constructores habían dejado ahí parte de la vida.

Toda esa gente

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