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Don Carlos

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Aunque en vez de revolotear por el patio ya estábamos en fila, como él lo ordenaba a través del micrófono, don Carlos nos llamaba “¡Mequetrefes!”. Mequetrefes, ¡mequetrefes esto y aquello!, ¡mequetrefes eso y lo de más allá! Los grandes nos hacían gestos obscenos y comentaban que estábamos temblando y a punto de mearnos en los pantalones. Era el primer día de escuela.

La palabra “mequetrefes”, gritada por el director en frases amontonadas e inconclusas, me suscitaba temor y vergüenza, y deseos de que eso no fuera sino una pesadilla para despertar al instante en mi cama, en mi habitación, en mi casa. Veía claro que ese no era mi lugar ni esa mi gente, y no entendía que los estudiantes de los grados superiores se pudieran divertir.

En el aula, la señorita Orfilia nos distribuyó por parejas en pupitres grises, y a continuación pasó por cada puesto preguntándole a cada uno quién era y qué quería ser, por qué iba a estudiar. Yo contesté que era uno de los menores en un mundo de hermanos y hermanas, que hacía poco habíamos llegado de una finca, donde nacimos y desde donde nuestro papá nos enviaba semanalmente un bulto de frutas, y que aún no sabía lo que quería ser cuando creciera. Los otros se carcajearon y alborotaron. A la señorita Orfilia le costó restablecer el orden.

La cara se me incendió, el sudor me corría por la espalda, la boca se me llenó de arena y espuma, gagueé y enmudecí. Una sensación de cansancio me agobiaba y no podía sino pensar en lo tonto que fui al contar lo que conté. “¡No lo vuelvo a hacer!, ¡no lo vuelvo a hacer!”, me decía. Las historias personales de los demás me entraban por un oído y me salían por el otro. Solo a fuerza de lidias logré escuchar a la señorita Orfilia cuando nos leyó el cuento La ninfa y el eco y nos pidió dibujar en el cuaderno de rayas, que olía a nuevo, lo que más nos había gustado de su lectura.

Preguntándome qué sería una ninfa decidí ser un inventor de cuentos como ese y, sin pensarlo, delante de todos le revelé mi decisión a la maestra.

Nuevamente las carcajadas desordenaron la clase. Por mi culpa, el universo se tornó un caos.

Al lunes de la semana siguiente, en el patio, volvimos a ser mequetrefes y la ira de don Carlos, sus ojos echando candela y su rostro enrojecido, nos intimidaron casi tanto como el primer día. Pero ya no estábamos solos. Mientras el director nos regañaba e insultaba por el micrófono, la señorita Orfilia patrullaba las filas de estudiantes cuidándonos de los coscorrones y demás ataques de los grandes, haciendo de nuestro grupo el más organizado. De esa manera se iniciaba la rutina del estudio, que es madre de todas las rutinas. El tiempo pasaría y el primer día del año venidero nos burlaríamos del temor de los recién llegados, de los nuevos “mequetrefes”, pues ya habríamos visto a la señora del aseo sacar botellas de aguardiente vacías de la oficina de don Carlos y a él le habríamos sentido un tufo agrio en el aliento, y sabríamos que sus improperios no eran sino su forma de rogar, de pedir una mano que nadie iba a brindarle.

Toda esa gente

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