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Mario Llantén Osorio
Tijeras al viento
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Capítulo I: Su pelo, una parva de trigo a pleno sol No era la primera vez que salíamos muy temprano con la Eli. “Encendiéndose las primeras luces del alba”, como acostumbraba a decir la mamita Gema. Solo que, en esta ocasión, algunas rarezas en el comportamiento de mi madre marcaban la diferencia. Por ejemplo, antes de salir de la casa, justo cuando me peinaba en el baño y podía ver su linda y blanca carita reflejada entre las fisuras del espejo adosado a un botiquín de madera —que tampoco estaba en las mejores condiciones—, supe que algo le pasaba. Sus encantadores ojos celestes, cada vez que parpadeaban, se veían inundados no por esa humedad natural que reflejamos todos los seres vivos, sino que se trataba más bien de esa lenta cristalización que luego se convierte en lágrimas acumuladas al borde de los párpados, como esperando que algún espasmo o imprevista emoción las haga resbalar suavemente por las mejillas.
Capítulo II: Ya todo está decidido Apenas pudo organizar el trayecto del viaje en su mente y reforzarlo en voz alta, la Eli dejó una pequeña cartera sobre la mesa. Se sentó más tranquila y decidida, aparentemente. La mamita Gema, que ya había servido los tres jarros con un exquisito té de hojas y canela, se acomodó también y le dirigió algunas palabras.
Capítulo III: Poder femenino Mientras dábamos los últimos sorbos a ese delicioso té con canela, la Eli me miraba de reojo con su cara algo más descongestionada. Volvía a ver esa luz en su rostro que surgía tan natural y vívida. Me hacía pensar en que cualquier cosa que hiciera esa mañana la haría con convicción y plenamente decidida, pues es una mujer de armas tomar; aprendió a serlo con el paso de los años. Así lo reconocía cada tanto y siempre que se proponía algo nuevo. Maduró encarando los inescrutables embates que la vida le obligó a enfrentar sin opciones.
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