Читать книгу Tijeras al viento - Mario Llantén Osorio - Страница 8
Capítulo III: Poder femenino Mientras dábamos los últimos sorbos a ese delicioso té con canela, la Eli me miraba de reojo con su cara algo más descongestionada. Volvía a ver esa luz en su rostro que surgía tan natural y vívida. Me hacía pensar en que cualquier cosa que hiciera esa mañana la haría con convicción y plenamente decidida, pues es una mujer de armas tomar; aprendió a serlo con el paso de los años. Así lo reconocía cada tanto y siempre que se proponía algo nuevo. Maduró encarando los inescrutables embates que la vida le obligó a enfrentar sin opciones.
ОглавлениеCreo con certeza que, por muchas razones, las mujeres —en su mayoría— están mucho más dotadas en relación con los hombres. Tienen el poder de hacer y reconstruir sus vidas a simple voluntad; esta poderosa virtud es parte de ellas, está en la esencia de su ser.
La Eli ya no era una jovencita, pero tampoco se veía tan mayor como las otras señoras, que ciertamente eran menos viejas que mi abuela. Eran mujeres de mediana edad, como casi todas las vecinas y amigas que frecuentaban la casa para pelar, o sea, hablar mal de las otras señoras que habían venido el día anterior o quizás viniesen a la mañana siguiente. Era entretenido para mí escuchar el comidillo que traían y llevaban, cumpliendo cada una con turnos perfectamente sincronizados, de manera que ni una ni otra se viese enfrentada a desdecirse por malentendidos. La Eli no participaba de esos pelambreos, porque decía: “Así como suelen hablar mal de las otras, hablan o hablarán mal de mí también”.
Una vez me contó que antes, cuando era una lola —como se les decía a las jovencitas en esos años—, se agarraba tupido y parejo con las vecinas por cuestión de celos y por lo lachos que eran sus maridos. Nunca le interesaron los viejos, mucho menos si tenían a sus señoras. Prefería tener a sus amistades por otros lados, de esa forma nadie sabía qué hacía o con quién se juntaba. Aun así, no faltaba la vieja que le inventaba un romance o cahuín mal intencionado. Tampoco aguantaba que su nombre anduviera de boca en boca. No era que le importase tanto lo que dijeran o pensaran, pero todo tiene su límite y no faltó el buen o mal día donde le sacaron los choros del canasto.
Cuando eso pasó, me contó que se fue derechito a encarar a la vieja. Llegó hasta la mismísima puerta de su rancha, pues andaba hablando de que la Eli trabajaba de puta en una quinta de recreo. La señora no quiso salir a la calle, pero desde afuera, muy furiosa, le había gritado: “¡Vieja cahuinera desgraciá, el culo es mío y yo sé lo que hago con él!, ¡no te metai conmigo ni con nadie de mi familia, porque si me siguís hueviando, te voy a chancar el hocico a patás!”. De ahí en adelante nunca más la volvieron a meter en enredos.
Por el énfasis puesto en la narración de esos hechos, me di cuenta de que tenía carácter y sabía defenderse bastante bien; me quedó clarito como el agua. Capté la escena como si hubiera estado ahí. Pude sentir la rabia e impotencia del momento vivido, hasta la felicité por la forma en que se hizo respetar y puso las cosas en su lugar, porque allí donde vivíamos no se podía ser de otra manera. Había que estar alerta y defenderse como sea de quien fuera, eso era lo primero que se aprendía en la marginalidad, una cuestión de sobrevivencia.