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4 Los templarios de la Patagonia
ОглавлениеEsto que les voy a contar es, digámoslo así, medio loco: hay una cofradía que sostiene que el cáliz de la Última Cena, en el que Cristo dio de beber a los apóstoles −también llamado Santo Grial− está escondido en algún lugar cercano a las costas de Río Negro.
Para más datos: el misterio involucra especialmente a la enigmática Orden de los Caballeros del Temple, que habrían sido los custodios de esa reliquia de la cristiandad y que la trasladaron cruzando el Atlántico desde Europa, mucho antes de que Cristóbal Colón llegara a América.
Enterarme de esta historia y partir hacia allá fue un suspiro. Sin embargo, el desafío no era menor: con más de veinticinco mil kilómetros cuadrados, la meseta de Somuncurá, el probable escondite, por ser el lugar más cercano a la costa −a unos cuarenta kilómetros del balneario Las Grutas− es más grande que la provincia de Tucumán.
Entonces, lo primero que hice fue un sobrevuelo, para observar, desde el aire, un punto en el mapa al que llaman Fuerte Argentino, pero que los antiguos cartógrafos denominaron “El antiguo fuerte abandonado” y, en francés, “Ancien Fort Abandonné”.
Pero nada, no es posible encontrar nada.
La cofradía tiene algo de razón en sus elucubraciones sobre el esquivo cáliz de Cristo: en principio, nunca hubo ningún fuerte español, ni edificado por los argentinos, en ese sitio.
O sea que, desde el aire, en ese lugar, solo se ve un sugerente peñón rocoso, que penetra en el mar, con un acantilado de cien metros y que, casi, casi se parece a una isla. Pero es una península y tiene muy plana la superficie, como si alguien la hubiera arrasado a propósito. Se deja ver desde las playas de Las Grutas, cuyas mareas son muy distantes unas de otras, y, de hecho, todos los turistas preguntan de qué se trata ese extraño dibujo costero.
Pero es hora de hablar de estos supuestos visitantes precolombinos.
¿Quiénes fueron los templarios?
La Orden de los Caballeros del Temple fue una de las más famosas órdenes militares cristiana de la Edad Media. Fundada en 1118 por nueve caballeros liderados por el francés Hugo de Payens tras la Primera Cruzada, se mantuvo activa por casi dos siglos.
Tuvieron una gran influencia ante los papas −solo les respondían a ellos− y por distintas bulas se les otorgó la concesión de recaudar dinero: podían construir fortalezas e iglesias propias, formaban a sus propios capellanes y sacerdotes y tenían derechos sobre las conquistas en Tierra Santa. Apenas cincuenta años más tarde de su fundación, se extendían por tierras de toda Europa y eran multimillonarios. Llegaron a gestionar una compleja estructura económica dentro del mundo cristiano. Para algunos, fueron los creadores del banco y de los cheques.
Más que cruzados, en realidad eran monjes guerreros –y de los bravos−, que usaban como distintivo un manto blanco con una cruz roja grabada en pecho y espalda.
Su misión era custodiar a los cristianos en las peregrinaciones santas hacia la explanada de Jerusalén. Y como acampaban al pie del Templo de Salomón, de allí tomaron el nombre de “templarios”.
De estas cosas me fue hablando el “Flecha”, un guía muy simpático e hiperactivo, que conocí en el balneario y que me llevó en su camión guerrero canadiense de la Segunda Guerra Mundial hasta los acantilados del fuerte.
Él también forma parte de la cofradía de seguidores de los templarios y después de andar varias horas a los tumbos, a veces en el mar, a veces en la arena de la playa, o por dunas que subían y bajaban, llegamos al acantilado y trepamos sus 130 metros con bastante esfuerzo.
“Este paisaje es increíble –me dijo, al llegar arriba, mirando el mar−. ¿No creés en nada de esto, no?”.
Le contesté que tenía la mente abierta a todo, pero lo que se contaba de los templarios en la Patagonia era como fantástico. La orden desapareció antes de que Colón llegara a América, o sea que ellos tendrían que haber llegado mucho antes. Y aquí, nada menos.
Sí sabía yo que la orden acumuló tanto poder que los papas recelaban de ellos. Y los reyes también, claro. El Flecha da por seguro que unos y otros taparon la epopeya de los monjes guerreros en la Patagonia.
“Ocurre que, en aquel tiempo, la corona española tenía un gran ascendiente sobre el Vaticano y es lo que pasa siempre: cada vez que aparece un indicador templario en el mundo, viene el Vaticano para ocultarlo, porque tienen temor de encontrar los Evangelios perdidos y todas esas cosas que están relacionadas con Cristo, que no conocemos y que modificaría toda la historia de la religión”.
Para muchos autores y estudiosos, el Grial es parte de la mitología cristiana medieval, por lo que no hay siquiera una mención de él en la Biblia.
Así como para unos se trata del cáliz de la Última Cena, otros identifican el Santo Grial con la piedra filosofal de los alquimistas, o una alusión velada a la supuesta descendencia que dejó Jesús después de casarse con María Magdalena.
De todos modos, la versión del cáliz es la más aceptada.
La relación entre el cáliz y José de Arimatea procede de una obra escrita en el siglo xii. Según el relato, Jesús, ya resucitado, se aparece a José de Arimatea para entregarle el cáliz y ordenarle que lo lleve a la isla de Britania, donde se estableció una dinastía de guardianes para mantenerlo a salvo y escondido, hasta que, debido a las persecuciones que sufrían en Europa los templarios, lo habrían traído hasta la Patagonia.
Ya es alocada la historia del Santo Grial, desde luego. Pero las leyendas sobreviven porque alguien las cree.
¿Tendrá que ver toda esta geografía desnuda con lo que me está contando?
“Claro que sí −me dice el Flecha, muy seguro−. Todo surge a partir de una bitácora de viaje, un libro, un cuaderno, que fue encontrado en lo de un anticuario en Irlanda del Norte. Allí está escrito, por el propio capitán, el responsable del barco, que se trata de la flota de los templarios y que, alertado por los intentos de apresarlo del rey de Francia Felipe IV el Hermoso como fruto de una operación política, logra escapar en 1307 del puerto de La Rochelle. Felipe atravesaba una crisis económica muy importante, le debía muchísima plata a la Orden del Temple y junto con el papa Clemente V arman toda esta gran mentira acusando a los templarios de homosexuales y de blasfemos para quemarlos en la hoguera. Pero, por fortuna, el capitán se entera y escapa. Dice, en sus escritos, que lleva a bordo el Santo Grial, parte de los Evangelios perdidos y parte del tesoro templario”.
La orden llegó a tener unos veinte mil miembros.
Fueron guerreros implacables y dueños de un misterio insondable: ellos serían los custodios del Santo Grial de Jerusalén.
Es la copa donde Jesús tomó el vino de la Última Cena y donde su amigo José de Arimatea recogió la sangre de Cristo una vez que, en la cruz, fue lanceado por el soldado romano. La protección de esa reliquia llevó a los cristianos a trasladarla de un lado a otro: el rastro del cáliz se pierde en el año 400 en Egipto y reaparece en 1120, cuando lo rescatan los templarios.
Algunos investigadores dicen que los caballeros templarios lo sacaron de Tierra Santa cuando los musulmanes reconquistaron la ciudad y, entonces, su rastro se pierde en los puertos de Francia, primero, y en Gran Bretaña, después.
Los del Grupo Delphos, que fogonea esta cofradía de templarios argentinos contemporáneos y hace expediciones a Las Grutas y Somuncurá buscando el Santo Grial, aseguran que la flota templaria salió de La Rochelle –lugar francés de una excelente ubicación geográfica, equidistante de Bretaña y el País Vasco− en 1308. Ese año lo fue a buscar y lo embarcó en Gran Bretaña con los tesoros y lo trajo a nuestras tierras a través del puerto fortificado que hoy se llama Fuerte Argentino, en el golfo San Matías, un lugar, por cierto, muy protegido.
Si Somuncurá es supuestamente el lugar donde los caballeros de la Orden del Temple llegaron con sus navíos mucho antes de que Colón descubriera América, vale hacerse una pregunta… ¿Cómo lo hicieron?
“El capitán del barco de los templarios dice que navegaron 52 días con vientos empopados y alisios, bajo un cielo desconocido. O sea, habían cruzado el hemisferio. Y dice que atraca en una costa desconocida de noche y al otro día el barco estaba varado en seco. Eso quiere decir que hay una amplitud de mareas muy grande, de entre nueve y doce metros: hay un solo lugar en el mundo así, y es este, el golfo San Matías”. Todo esto, según el Flecha, ocurrió antes de que Colón llegara a América.
El almirante se hizo a la mar en aquel viaje histórico, pero recaló en Portugal, donde estuvo en una catedral de los templarios y donde habría obtenido las cartas náuticas y la cartografía para llegar a un territorio… ¡que ya había sido descubierto!
¿Cómo es posible que Colón le haya pintado las cruces templarias a las carabelas?, pregunto y me pregunto. “Ocurre que él salió del puerto de Palos con las velas blancas… y cuando llega a América tiene las velas pintadas con las cruces templarias ¡en honor de los templarios que les habían dado la información y sabiendo, además, que los pueblos originarios de América ya conocían esas cruces desde mucho tiempo antes!”.
Claro que pienso que todo lo que estoy contando es increíble y suena fantástico. Pero es una buena historia. De a ratos se apoya en datos que parecen verosímiles. Y tiene su dosis de aventura. Es como una buena película, ¿por qué no quedarse a ver cómo termina?
Los buscadores del Santo Grial en la Argentina existen. Las investigaciones sobre los templarios en la Patagonia tienen unos veinte años. A este lugar han venido geólogos, arqueólogos y antropólogos españoles, franceses y alemanes que creen en la hipótesis.
Claro que es difícil imaginar en esta soledad a una comunidad de caballeros templarios viviendo hace mil años.
La cofradía asegura haber encontrado una extraña piedra con una cruz templaria en bajorrelieve, bien adentro de la meseta de Somuncurá.
Y eso es todo.
Ese blindaje acrecienta su misterio. Lo que hay también es brumoso, como la existencia misma del cáliz. Nada se sabe –y nadie se anima a aventurar opinión al respecto− sobre qué pasó después de que esa flota llegara a la lejana Patagonia, ni por qué eligieron este lugar tan remoto, ni cuánto tiempo vivieron aquí.
En 1307, debido a la confabulación entre el Papa y el rey Felipe el Hermoso, un gran número de caballeros fueron apresados, inducidos a confesar sus herejías bajo tortura y quemados en la hoguera.
En 1312, la orden fue disuelta.
Jacques de Molay, último gran maestre, y ciento cuarenta templarios fueron encarcelados y torturados. Sin embargo, frente al palco en Notre Dame, donde iba a ser leída su sentencia, recuperó el coraje y proclamó la inocencia de los templarios y la falsedad de sus propias confesiones: admitió haber mentido para salvar la vida.
Por ese arrebato, fue quemado frente a la catedral el 18 de marzo de 1314.
El Santo Grial puede ser un mito. Aun así, es irresistible.
Y ahora, como una extensión del entramado misterioso que lo custodia, tiene también su lugar en la Patagonia.
“Creo que Fuerte Argentino forma parte de pistas falsas e indicadores, señuelos que fueron dejando los templarios para confundir. No creo que sea el lugar indicado para esconder algo tan importante para la cristiandad”. “¿En dónde, si no?”, surge de inmediato la duda. “En la meseta de Somuncurá”, aparece como respuesta.
Tomé un avión en el aeródromo Saint-Exupéry de San Antonio Oeste y fui a echar una mirada a vuelo de pájaro a un lugar que está entre los más misteriosos y desconocidos del país.
La meseta de Somuncurá parecía infinita. Más de veinticinco mil kilómetros cuadrados repartidos entre Chubut y Río Negro, con una densidad de población menor a medio habitante por kilómetro cuadrado.
¿Quién se anima a atravesar esa meseta de basalto, más grande que Tucumán, desprovista de árboles y caminos?
Solo poca gente vive allí, curtida, sola de toda soledad.
Y hay algo para decir de la vegetación: hay especies que solo existen en este lugar del mundo y en ninguno más.
Tan fuerte es Somuncurá y tan frágil a la vez: porque las amenazas se ciernen sobre su flora y su fauna, aunque parezca mentira. Por eso es área protegida natural. Este país del viento y la nada es de gran interés biológico por la existencia de especies endémicas, que habitan en un solo lugar del planeta. O sea, allí. Como la antiquísima mojarra desnuda, un pequeño pez que no tiene escamas, y la ranita de Somuncurá.
¿Qué hay en Somuncurá?
Se ven lagunas, eso sí, permanentes o temporales. Son como ojos de agua o manchas redondas: los abracadabristas quieren creer que sobre Somuncurá se desató alguna vez una lluvia de meteoritos…
Piedra volcánica, silencio, huellas ancestrales… Y arroyos, flanqueados por arboles sedientos.
Y quebradas y cañadones. Excepto la Puna, no encontré otro lugar así de solitario en toda la Argentina.
Pero lo que le falta en habitantes, lo tiene en leyendas. ¿No es acaso el escondite del cáliz que usó Cristo en la Última Cena?
Una de las puertas de entrada a la meseta de Somuncurá es el pueblo Ezequiel Ramos Mejía, que homenajea a un ministro de Obras Públicas de los tiempos de la Argentina próspera. Cuando visito el pueblo, Javier Giménez, su joven intendente, que gobierna sobre mil cien almas, me dice: “Somuncurá es un misterio. Para nosotros, que elegimos vivir aquí, es un paraíso. Aquí nacimos, aquí vivimos, aquí queremos morir. Además, si estás preparado y la recorrés caminando, vas a encontrar cosas únicas. Especies únicas de plantas, con florcitas, que no superan los cinco centímetros y se aguantan el viento huracanado aferradas a la piedra. Una tenacidad que conmueve, ¿no es cierto? Bueno, nosotros somos como esas florcitas de empecinados. Es duro, pero nos aferramos a esto”.
Somun-curá quiere “decir piedra que suena o habla”. El nombre hace referencia a los silbidos de los fuertes vientos de la primavera, cuando se filtra en las fisuras de las rocas basálticas.
“La leña escasea, en el invierno parece Siberia”, cuenta Javier.
Somuncurá es el tema. Y es inevitable entonces hablar de ella y su gravitación, aunque esboce una sonrisa cuando se le plantean cosas de los templarios y el cáliz de Cristo.
Acá hay conchas, erizos, fósiles de animales marinos confundidos entre el pedregal. Resabios, vestigios de sesenta millones de años, cuando el mar todo lo cubría. (Y vuelvo a acordarme de los templarios y sus barcos que podían atracar en la península porque había veinte metros más de agua que hoy).
A veces, parece que las piedras se van a desbaratar sobre uno.
Fuera de eso, lo único que se ve es una vegetación dura y pinchuda, coirón amarillo, piedra y ausencia de caminos.
La historia de vida del Tigre Nirian es apasionante.
Es uno de los mil habitantes de esta tierra lunar. Uno de los que salió y volvió.
Apenas nos vio llegar, después de tres semanas de no ver a un ser humano, carneó un chivito, lo despostó con rapidez y sabiduría, y lo echó sobre una parrilla. Su casita −o su rancho, dirían los gauchos− parece emerger de la tierra misma. Desde lejos sería difícil reconocerlo como algo artificial a la meseta: “Acá lo único que había eran piedras, ni corrales, ni un lugar playo… todo lo que ves, corrales, casa, lo hice con mis manos. A mi casa la hice con barro, y pude hacer una senda entre las piedras, como para entrar por lo menos en camión o camioneta”.
Miguel Nirian se fue un día a la ciudad, a estudiar. O a ser policía. Pero no fue ni lo uno, ni lo otro. Anduvo por Trelew, Puerto Madryn, Las Grutas, San Antonio Oeste, de albañil, como pintor de brocha gorda, como peón…
Se sumergió en la noche de los tragos, acaso como única paga por tocar y cantar con su guitarra en los bares… y anduvo un poco a los tumbos en la vida. Finalmente, volvió al lugar de donde había salido. “Y volví al lugar de donde había salido. La vida tiene esas cosas circulares, no es cierto? Volví acá y acá está la bendición. Estoy dichoso con lo que Dios hace con mi vida. Regresé hace doce años y soy muy feliz en esta soledad”.
Miguel maneja con mano diestra el chivito a la cruz.
En los alrededores, los piedrones lo cubren todo.
El Tigre no solo era un buen anfitrión y cocinero. Pulsó la guitarra porque sabía del arte de la música y la poesía: inspiraban sus canciones un relato arisco como la meseta que habitaba.
Finalmente, una luna tempranera se colgó del cielo y caímos en la cuenta de que ya era hora de volver. De atravesar esa huella imposible que el Tigre hizo con sus propias manos.
Me despedía de Somuncurá, una meseta bravía, a la que pocos le entran, a la que todos respetan hasta el temor, pero que atesoraba un halo mágico de seducción con sus hijos.
No sé si estará el cáliz de Cristo bajo sus piedras, pero le sobra misterio. Tal vez por eso los tehuelches la veneraban como algo sagrado, tal vez por eso el Tigre Nirian había vuelto al lugar al que pertenecía. Tal vez…