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La intuición del cardenal Newman

Metodológicamente, comenzaremos por la conclusión. El punto al cual queremos llegar se adelanta para comprender mejor el entramado de toda la argumentación. La tesis que presentamos es simple: los enfrentamientos entre ciencia, razón y fe son fruto de una carencia metodológica, debido a la cual alguno de estos saberes se excede en su ámbito cognoscitivo, invadiendo el terreno que le compete al otro. Esto lo hacen de modo inconsciente, extralimitando las consecuencias de sus descubrimientos, fuera de su estricto margen de aplicación. Y la causa de esto es la falta de interdisciplinariedad, es decir, de intercambio entre los diferentes saberes, agudizado por la progresiva especialización del lenguaje de cada uno de los conocimientos en juego, hasta el punto de llegar a ser inconmensurables; esto es, como si hablaran idiomas distintos, no se entienden entre ellos. Esta última carencia se debe, fundamentalmente, a una educación universitaria mal planteada.

Para desarrollar la presente afirmación, me serviré de la intuición del cardenal Newman (1801-1890), en el ya lejano siglo xix, rehabilitada en clave crítica por uno de los más importantes filósofos de la actualidad como es Alasdair MacIntyre (1929). La propuesta de Newman tiene tres extremos:

1 La universidad debe buscar ante todo la «unidad de conocimiento» y la «unidad de comprensión». Explica Newman que no son idénticas: es muy diferente saber cosas a comprenderlas, es decir, entender el puesto que ocupan dentro del conjunto ordenado del saber.

2 La Teología va a ser la disciplina clave, la llave que permita esa unidad y universalidad en el saber. El planteamiento newmaniano, sin embargo, entiende la Teología más como Teodicea o Teología natural, una parte de la metafísica que no se fundamenta tanto en el saber revelado como en la razón.

3 La universidad no se justifica ni se valora por su utilidad práctica concreta. No es fundamentalmente (o no debería ser) una fábrica de títulos, ni el lugar a donde las empresas o los gobiernos van a resolver sus problemas, es decir, no debería dejarse seducir por la tentación del utilitarismo académico. Al contrario, la universidad posee valor en sí misma, como generadora de saber universal. Lo que debe ofrecer una universidad, su producto terminado, el resultado de sus esfuerzos, es una mente educada. La noción de educación es más extensa que la simple acumulación de conocimientos, y consiste fundamentalmente en saber cómo los conocimientos concretos que alguien cultiva en particular se engarzan convenientemente dentro del conjunto del saber. Es más amplia porque no se reduce a estudiar una pequeña parcela del conocimiento —como resultado de la excesiva sectorialización del saber—, sino que, además, debe mostrar cómo ese conocimiento particular se integra en el conjunto del saber (Cf. MacIntyre, 2009: 353-362; Newman, 2011: 38-40, 42-47, 53).

Para la mayor parte de los críticos, la idea de Newman es irreal: no es posible una cultura unitaria, es incompatible con la alta especialización del conocimiento. De hecho no hay ninguna universidad actual que siga el esquema propuesto por Newman. Sin embargo, que la universidad ignore su propuesta no significa que haya elegido el camino correcto. Por lo tanto, MacIntyre aun reconociendo que la propuesta de Newman no gozó ni goza de gran aceptación, considera que precisamente allí se evidencia el problema: todos los grandes dictadores, genocidas y causantes de conflictos bélicos del siglo xx, o han estudiado en la universidad, o se han servido de personas convenientemente preparadas de manera técnica por las estructuras universitarias (Cf. MacIntyre, 2009: 361). Todo lo anterior le hace preguntarse, sin necesidad de ser demasiado perspicaz, si no habrá algún error de raíz en la enseñanza universitaria, si no estaremos haciendo algo mal. Es ahí donde parece útil y no anacrónico, presentar de nuevo la propuesta universitaria de Newman.

La verdad científica, calificada como verdad teórica, debe ser contrapesada por ese otro gran ámbito del conocimiento constituido por la denominada «verdad práctica». La sola descripción de este saber y sus leyes muestra cómo es reductivo considerar que el único conocimiento válido y riguroso para el hombre es el científico. Por el contrario, el más necesario para la existencia cotidiana es el práctico. La razón práctica y la correspondiente verdad práctica vienen a ser terrenos donde el conocimiento científico nada tiene que decir y que, sin embargo, suponen una forma de racionalidad válida y extensa.

Lo que muestra dicha verdad práctica, objeto de la razón práctica, que no puede alcanzar el conocimiento científico, y que se muestra esencial tanto para la vida individual de la persona como para la sociedad en su conjunto, es el sentido y la finalidad. La verdad práctica tiene sentido y finalidad; finalidad y sentido necesarios en el conocimiento para que éste no nos destruya. Por ejemplo: crisis económicas, ecología, armas químicas, biológicas, nucleares, entre otras, han surgido de una mentalidad científico-tecnológica, desligada de la dimensión sapiencial del saber, o por lo menos de su aspecto moral.

La verdad teórica necesita ser completada por la práctica para no quedar a la deriva ni generar destrucción. Al fin y al cabo, el hombre es el gestor del conocimiento, y no es la verdad teórica la que me dice cómo gestionarlo: ella me aporta el material. La que me lo dice, ordenando ese material ofrecido, es la razón práctica, y que efectivamente haya alcan- zado su objetivo, supone haber alcanzado la verdad práctica.

Por otro lado, la verdad práctica requiere capacidad de decisión. Esta última supone la capacidad de identificar el orden correcto de los bienes. El bien correcto supone el conocimiento del bien último del hombre, que ordena todo lo demás, y esto no te lo puede decir el saber científico, por eximio que sea.

La parte debe colaborar en la comprensión del todo, ello supone la noción de educación. Estar educado no se identifica con el conocimiento del especialista; es conocer el valor de cada disciplina y su alcance (orden y conjunto, finalidad y sentido). De esa forma, el profundizar en una parte del conocimiento no aísla respecto del resto del saber, por el contrario, integra nuestra aportación en el conjunto del conocimiento humano; la contextualiza mostrándole su auténtica dimensión.

La pregunta de MacIntyre, que a su vez sigue a Newman, no versa en qué es una universidad, sino en qué es una mente educada. La universidad debería producir mentes educadas, y si no lo hace ha fracasado en uno de sus cometidos fundamentales, quizá en el cometido por antonomasia.

Para Aristóteles (384-322 a.C.) cada cosa tiene su perfección propia (Cf. Aristóteles, 1986: 1097b22-1098a20); hay una perfección propia del hombre en general y una perfección del intelecto en particular. Las universidades no están produciendo mentes educadas. Están produciendo técnicos o especialistas: perfeccionan el intelecto, pero solo a una parte de él, no a la persona concreta y completa; no cooperan, o si lo hacen es accidental, fragmentaria o fortuitamente, para alcanzar la perfección de la persona en su integridad, no alcanzando la unidad del conocimiento.

Pero la unidad y el orden de los saberes requieren de la teología; si falta esta, los saberes particulares ocuparán su lugar, produciéndose un desorden y una imprecisión en el conocimiento y en la comprensión. Cabría subrayar que no solamente debe formarse una facultad de Teología en la universidad civil o pública, ni tampoco basta que exista alguna asignatura de Teología en la currícula universitaria, sino que se cultive la Teología racional y se haga partícipe de sus conclusiones y principios a los catedráticos de otras ciencias.

Ciencia y fe: ¿Un equilibrio posible?

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