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2 Qué tiempos aquellos | Calla o muere

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Soy hijo de un humilde mecánico. De alguien dedicado a la mecánica, vaya. A la mecánica cuántica. A mi padre, Hugh Everett III, autor de la teoría de los universos paralelos, lo conocí siempre como un hombre callado durante los dieciocho años o así que convivimos en la misma casa. Por lo visto, vivía deprimido por una infancia infeliz y por haber sido siempre despreciado como un chalado, y porque solo muy tarde (demasiado tarde) se había reconocido su genio. He aprendido mucho sobre él tras su muerte, a través de libros y revistas, mucho más de lo que podría haber aprendido nunca del centenar de frases que me dirigió durante aquellos dieciocho años.

El padre de mi padre era el coronel Hugh Everett Jr., del ejército estadounidense. Un tipo imponente, alto, calvo como una bola de billar y con una barbita de chivo minuciosamente recortada sobre el mentón. Como abuelo, fue un vejete encantador que me llevaba a ver pasar los trenes por Berryville (Virginia), la ciudad en la que vivía. De vez en cuando nos encerraba a mi hermana y a mí en el centenario armario de los abrigos, apagaba las luces y anunciaba que un fantasma llamado «el gran Gazunk» estaba a punto de aparecérsenos. Habrá quien diga que aquello era un maltrato terrorífico, pero yo lo recuerdo como algo divertido. Pero en los años cuarenta, mi abuelo obligó a mi padre a ir a una academia militar, algo que mi padre aborreció. El coronel se empeñó además en llamar siempre «Pudge»* a mi padre, que tenía propensión a la corpulencia. Tanto de niño como a lo largo de su vida adulta, mi padre fue siempre «Pudge» para su padre. Es algo que presencié muchas veces. Magnífica manera de generar autoestima. Como llamar a una hija coja «muñoncito». Bueno, quizá no tan bestia, pero aun así... bastante bestia.

La madre de mi padre era Katharine Kennedy, poetisa con un historial de problemas mentales. Cuando mi padre tenía solo ocho años el coronel Hugh y Katharine se divorciaron, algo que en los años treinta no era nada común. Mi padre nunca tuvo una buena relación con su madre, y nunca sintió mucha simpatía por ella.

No me extraña que Pudge no hablase mucho. Era hijo único, muchísimo más inteligente que los macacos que tenía alrededor: a sus trece años mantenía correspondencia con Albert Einstein y elaboraba conceptos inauditos sobre el hecho de que todo lo que puede suceder en este mundo está sucediendo en algún lugar. Mientras, su madre loca era alguien ajeno a su vida y su padre militar le llamaba gordo. Creció detestando la autoridad.

Katharine estuvo recluida en un sanatorio durante algún tiempo y murió poco después de nacer yo. En la buhardilla encontré un libro con sus poemas, titulado Música de la mañana. Copio parte de un poema titulado «Ésta fue la visión», publicado en 1937, cuando mi padre tenía siete años:

De pronto hubo música:

escuché; oí

algo borroso bajo la cadencia,

algo desesperado y lejano y fiero y dulce que llamaba...

algo cercano al núcleo de la Vida:

Vi vida en un mosaico, en dibujos como rosas

lanzadas nota a nota hacia una Cara...

bajo los acordes,

tendida hacia mí entre las notas

había algo que latía, relativo a alas y espacios,

algo ligero y generalizador

y de patrón seguro.

El coronel Hugh consideraba que la mejor manera de criar a un muchacho era echarle al agua y dejar que nadase o se ahogase. Literalmente, en el caso de mi padre: lo tiró al lago para obligarle a aprender a nadar. Por los motivos que fueran, mis padres decidieron que la teoría pedagógica de «o nadas o te ahogas» también sería buena para sus hijos. Ni a mi hermana ni a mí nos dictaron reglas. De nosotros se esperaba que aprendiésemos a hacer las cosas por las malas: haciéndolas. Evidentemente, todos sabemos ahora que ésa es una idea de locos, una muy mala idea. Los niños necesitan que les pongan algún límite. Un exceso de reglas no es bueno, pero la ausencia total de reglas también tiene tela. Si a los niños no les dejan ser niños, se convierten en pequeños adultos durante su infancia... y en adultos aniñados de mayores. Ha de ser al revés.

Mi padre conoció en Princeton a mi madre, Nancy Gore, una morena guapa y esbelta de ojos castaños; él estudiaba allí, ella era secretaria. Ella había nacido en Amherst (Massachussetts), y era la más joven de tres hermanos. Su padre, Harold Gore, era entrenador universitario de baloncesto y organizaba un campamento de verano en Vermont llamado Camp Najerog, que era el nombre de mi abuela Jan Gore deletreado al revés, más o menos. Creo que está en el Hall of Fame universitario, o en una lista de esas.

Mi padre y mi madre se casaron y se trasladaron a Alexandria (Virginia). Mi hermana, Liz, nació en 1957. A mi padre lo de los niños no le iba nada, pero que nada, así que todo lo que tuviese que ver con la prole recayó sobre mi madre. Pocos años después intentó tener otro niño pero lo perdió. Así de cerca estuve de tener un hermano gemelo muerto, como Elvis. Aunque yo nunca le puse nombre ni pasé noches en vela hablando con él.

Para cuando aparecí yo, en 1963, mi hermana, que era una rubia monísima a la que se le perdonaba cualquier cosa, tenía ya seis años y muy posiblemente estuviese ya muy tocada de tanto hundirse y nadar, pero sobre todo de tanto hundirse. Todos los líos en los que yo me pude meter más adelante no llamaban demasiado la atención después de todas las barbaridades que ella hizo. De ella lo aprendí todo.

El primer recuerdo que tengo es caerme por las escaleras en nuestra casa de Alexandria y ver que mi padre levantaba la vista del diario. Se parecía a Orson Welles. La misma perilla, la frente despejada, la cabeza y el cuerpo redondeados. Fumaba tres paquetes de Kent al día, siempre con una pequeña boquilla que sostenía entre unos dedos de uñas excepcionalmente largas.

Cuando cumplí dos años nos trasladamos a una urbanización nueva construida en una antigua explotación agrícola de la Guerra Civil en McLean (Virginia), en lo que pronto sería un creciente suburbio a las afueras de Washington DC. Mi padre trabajaba entonces en el Pentágono y era uno de los «geniecillos» (así los llamaban) de Robert McNamara. Después de que su posible genialidad hubiera quedado descartada tras una desastrosa cumbre organizada en Copenhague, necesitaba un trabajo de verdad y la guerra de Vietnam pagaba bien. En el sótano teníamos un teletipo que constantemente imprimía comunicados del Pentágono. El sótano estaba también atestado de cajas de comida liofilizada y de armas. No estoy seguro de qué es lo que esperaba mi padre, pero el saber que tenía contactos muy directos y que había optado por prepararse para el Apocalipsis no me hacía sentir precisamente seguro.

Estábamos a mediados de la década de los sesenta, y la gente empezaba a tener ideas bastante peregrinas. Mi padre desde siempre se había pirrado por las ideas y los aparatos nuevos, y por eso éramos siempre los primeros en tener las últimas novedades, como el microondas o el reproductor de vídeo. Por desgracia, los primeros aparatos eran siempre los peores. Nadie sabía todavía cómo hacerlos bien. Aún sospecho que aquel mamotreto que llamábamos microondas irradiaba mierda cancerígena por toda la casa.

Nuestra casa estaba todavía a medio construir cuando nos mudamos. La urbanización consistía en unas cuantas casas de muestra, y el prototipo de nuestra casa tenía un sótano, una planta baja y un piso superior. En la parte trasera de la planta baja había una sala que los propietarios podían convertir en una pequeña sala de baile|fiestas o en una minúscula piscinita. Era una de esas ideas de bombero de los sesenta, y todos los vecinos con dos dedos de frente optaron por la sala en sus casas, pero mi padre prefirió la piscina, cómo no, que era diminuta y ridícula y que con el tiempo causó muchos problemas. Podríamos haber aprovechado el espacio para algo más práctico, pero la mía no era una familia práctica. Éramos los raros del vecindario, eso seguro. No había padres como el mío. El resto de los padres jugaban a fútbol con sus hijos, dirigían equipos infantiles de béisbol, organizaban barbacoas, etc. El mío vivía sentado.

Vivíamos a escasos kilómetros de la CIA, y nuestros vecinos eran una curiosa mezcla de espías de la CIA, diplomáticos extranjeros y funcionarios del gobierno. Luego estaba la gente de Virginia, los garrulos que habían crecido allí y la comunidad negra que llevaba establecida más de un siglo en la zona. Una de las casas nuevas de nuestro vecindario había sido construida frente al cementerio de su iglesia, que estaba plagada de viejas lápidas con nombres como GEORGE WASHINGTON y ABRAHAM LINCOLN cincelados sobre ellas.

Durante los años que vivimos juntos, mi padre fue siempre una presencia constante en la mesa del comedor: garabateando anotaciones físicas aparentemente desquiciadas sobre cuadernos amarillos, leyendo el periódico, bebiendo gin-tonics y fumando Kent. Luego se trasladaba al salón y veía las noticias y se quedaba amodorrado en el sillón, siempre en la misma postura, boca abajo con una pierna colgando sobre el respaldo del sofá, con lo que los chavales del vecindario que espiaban por la ventana luego podían meterse conmigo porque mi padre «se tiraba» el sofá. Roncaba mucho. Mi madre y Liz se turnaban en darle codazos y en darle la vuelta para que dejase de roncar. Pero no había manera; lo único que podíamos hacer era subir el volumen de la tele hasta que era posible oír a Walter Cronkite a una manzana de distancia.

Mi padre era tan poco comunicativo que yo pensaba en él como parte del mobiliario, algo que estaba ahí, sin más. En las escasas ocasiones en las que se animaba resultaba fascinante para mi hermana y para mí. Era algo muy poco frecuente y totalmente inesperado. Teníamos un viejo gato siamés llamado Tut que estuvo enfermo durante años (por culpa del microondas, seguro) y que se pasaba el día maullando de manera espantosa. Mi padre no parecía darse cuenta de ello, como tampoco era capaz de darse cuenta de nada. Pasaron unos cuantos años, y llegó un día en el que el gato maullaba como de costumbre cuando mi padre levantó la vista del diario y muy sereno dijo: «Cállate».

Liz y yo nos miramos. El gato siguió maullando quejicoso desde la habitación contigua, y mi padre subió un poco el tono de voz.

—Que... te... CALLES.

Estábamos fascinados. ¡Había hablado! ¡Había algo que le afectaba! El gato siguió a lo suyo. De repente, a mi padre se le enrojeció la cara y una mirada demente cruzó por sus ojos. Tiró el periódico sobre la mesa, se levantó de un salto de su silla y con voz estentórea y enajenada dijo:

—¡CALLA... O MUERE!

Aquel exabrupto nos encantó a Liz y a mí, en parte por lo novedoso y en parte por lo exótico y emocionante de ver al viejo expresar emociones. «Calla o muere» se convirtió en una de nuestras expresiones privadas durante mucho tiempo. Lo de las frases privadas era algo muy nuestro. Otra de nuestras favoritas era «¿dónde coño está el Newsweek?», nacida en otro arranque de genio. Liz y yo procurábamos que frases de ese tipo fuesen longevas, y algunas de ellas sobrevivieron durante varios años. Incluso la manera en que tratábamos a nuestros padres acabó siendo cosa de chiste. Empezamos a llamarles «padre» y «madre», así, a lo pijo, solo para echarnos unas risas, y acabamos manteniéndolo durante años. Al final optamos por la versión opuesta, «ma» y «pa», y con esos nombres se quedaron durante el resto de sus vidas.

De pequeñito yo estaba enamorado de mi madre, y vivía obsesionado con sus pechos. Ya está, ya lo he dicho. Años más tarde aprendí durante una terapia que esta confesión en realidad señala una de las cosas más normales de toda mi educación. Mi madre era muy infantil para según qué cosas y parecía vivir su vida para ayudar en lo que pudiera a los demás. Pero su familia era de Nueva Inglaterra, y la habían educado para no mostrar sus emociones; en consecuencia, a veces podía ser involuntariamente cruel y excesivamente crítica. También era proclive a súbitos ataques de llanto que me hacían sentir indefenso. Para mí resultaba muy difícil, porque me hacía falta una madre, y a raíz de aquello me sigue haciendo falta una (no se preocupen, señoras, ya sé que no puede ser, y lo he aceptado). A medida que me hacía mayor, empecé a ver a mi madre cada vez más como una hermana o una hija.

No hay nada comparable a la indefensión y la confusión que sentía en los días de llantinas, como un día que estaba pasando el aspirador por el salón. Creo que yo tenía por entonces tres o cuatro años y estaba por allí cerca sentado en el suelo jugando con unos cochecitos. Que yo recuerde no pasó nada especial, pero de repente apagó el aspirador, tiró la boquilla al suelo y se puso a llorar. Subió por las escaleras aullando palabras ininteligibles entre lágrimas y con un chillido que retumbó en mis oídos se encerró con un portazo en su habitación. Cosas así.

Pero luego, a los pocos días, tropecé con el cable del flamante tren eléctrico que acababa de montar y las vías y vagones salieron volando en todas direcciones. Rompí a llorar y salí corriendo de la habitación. Mi madre llegó a toda prisa desde la cocina y me detuvo. Me tomó de la mano con toda la ternura del mundo y me llevó de nuevo a donde estaba desperdigado el tren. Empezó a recoger las piezas de la vía y me dijo: «No te preocupes. Esto va aquí. Y esto aquí. Verás como lo reconstruimos».

Tenía la mala costumbre de mirarme siempre con aire de desaprobación, y si a alguien le gustaba algo de lo que yo hacía, soltaba cosas como «¿y a ése qué le pasa?», pero me quería. Lo digo en serio, me quería mucho, tanto como sabía. Casi nunca sabía hacer de madre como Dios manda, pero me quería muchísimo a su manera. Me hacía sentir verdaderamente especial, y es muy posible que ése sea uno de mis principales problemas ahora. Una vez te han adiestrado para ser especial no te sientes cómodo no siéndolo. No me dio ese amor demente e incondicional que la madre de Frank Sinatra le daba a Frank (en plan «mi hijo es lo mejor de este mundo», para entendernos); siempre había condicionantes, y yo no siempre era para ella lo mejor de este mundo, pero saltaba a la vista que yo era su hombrecito, ¿sabéis lo que quiero decir?

Entre ella y mi padre, nunca tuve la impresión de que en casa hubiese alguien con autoridad, alguien cuerdo. Sé que me sentía solo y responsable de mi propio destino, por muy poca influencia que tuviese yo en él. Ninguno de nuestros padres hablaba directamente o en privado con nosotros de nada importante. La soledad es algo que nos inculcaron.

Mis padres tenían uno de esos «matrimonios abiertos» de los setenta. Yo no era consciente de ello en aquel entonces. La discreción se les daba bien. Me enteré mucho más adelante, cuando mi madre y yo mantuvimos varias conversaciones a corazón abierto. ¿Quién habría podido imaginar que aquel tipo tan callado de la mesa del salón tenía una vida social, y además de ese tipo? Me imagino qué pasaría después de que yo me hubiese ido a la cama. Supongo también que sería algo ocasional, una aventurilla aquí y allá, tanto por parte de él como de ella. Pero permanecieron juntos hasta que la muerte los separó. No sé si habéis visto La tormenta de hielo. Posiblemente quisiesen ser modernos, adaptarse a los tiempos. Mi madre había pegado en su Vega azul una pegatina en la que se leía NORML (creo que se refería a la legalización de la maría). Mi padre conducía un Cadillac de segunda mano con una radio de radioaficionado bajo el salpicadero. Su alias de radioaficionado era «Científico Loco».

Una de las cosas que debo mencionar es que de niño se me hizo muy cuesta arriba darme cuenta de que los objetos inanimados no tenían sentimientos ni eran capaces de pensar. Era algo a lo que daba vueltas constantemente, pero no era capaz de entender que el armarito del baño, por ejemplo, no tenía sentimientos, y que desde luego no estaba pensando nada en ese momento. Intentaba imaginarlos como simples piezas de madera o metal, pero no acababa de tener sentido. Me acuerdo de estar al borde de las lágrimas, de pie en el baño, mientras mi madre intentaba hacerme comprender que no iba a hacerle daño al armarito del baño si lo cerraba con demasiado ímpetu. Yo consideraba al armarito uno de mis muchos amigos. Quizá lo que me confundía es que identificaba a mi padre con un mueble. Superé esa fase más o menos hacia la época en la que me desperté una noche y vi que mi madre salía de puntillas de mi habitación después de haberme dejado debajo de la almohada los cincuenta centavos del ratoncito Pérez.

Andaba siempre ocupadísimo construyendo y montando cosas. Empecé haciendo ciudades con mis cochecitos y las vías del tren, y luego empecé a inventarme cancioncillas en el piano vertical que mi madre se había llevado consigo desde Massachusets. Iba de puerta en puerta invitando a los vecinos y les cobraba entrada para ver los números de marionetas que organizaba en nuestro salón. Establecí en el sótano mi propia «estación de radio» y tiré un cable hasta el comedor, donde instalé un megáfono cutrísimo: a partir de entonces, mi familia tuvo que sufrir mis largadas y mi música durante las comidas, con una calidad de sonido similar a la de las notificaciones por altavoz de un episodio de M*A*S*H, una serie que recuerdo constante en el televisor del salón.

Cuando tenía seis años vi una batería de juguete en el mercadillo organizado por el vecino de al lado. Volví corriendo a casa y les supliqué a mis padres los quince dólares que costaba. Me los dieron, y para ellos empezó una vida aún más ruidosa. Por lo visto, tenía cierto talento innato para la percusión, y en breve me convertí en un buen batería. Todos parecían muy impresionados. Siempre tocaba en bandas de chavales mayores. Entonces era Marky, el chavalín que andaba por ahí con los mayores. Ahora lo más normal es que yo sea el más viejo en mis bandas, y todavía se me hace raro, después de tantos años siendo el más joven.

En el colegio empecé con mal pie, aunque creo que prefiero decir que el colegio empezó con mal pie conmigo. Vivíamos en la casa más próxima a la escuela primaria local. Poco después de empezar a recorrer cada día el corto camino hacia las clases, me deprimí pensando que tendría que hacer ese mismo camino otros seis años y luego... más colegio. Durante mi primer mes en primero, la maestra (vamos a llamarla «señorita Mala Puta») me acusó de hacer trampas en una prueba de matemáticas y me humilló delante de toda la clase. Una prueba de mates de primero, del estilo de «¿cuántas manzanas hay en el barril: 2 o 3?». Yo estaba distraído, mirando por la ventana para evadirme del tedio absoluto de estar allí encerrado, y de repente la maestra me llamó a su mesa y comunicó a la clase que Mark Everett había hecho trampas y había estado mirando lo que escribía el del pupitre de al lado.

Llegué hasta su mesa con las piernas temblorosas y le dije la verdad: no había copiado, simplemente había estado mirando por la ventana. Vale que no he heredado el talento de mi padre para las matemáticas (de hecho acabé suspendiendo el curso de álgebra más fácil en noveno) pero tenía clarísimo cuántas manzanas había en el puto barril. Me miró por encima de sus gafas puntiagudas, se ajustó el severo moño de maestra y con una mueca aterradora insistió en que reconociese que había copiado. Yo lo negué todo.

—Mark, estabas haciendo trampas. Reconócelo.

—No hacía trampas.

—Venga, Mark. Hacías trampas. Reconócelo.

—Que no.

Por fin, tras cinco o diez rondas de ese toma y daca, y para escapar de una vez a la humillación, me rendí y dije: «¡Vale!, ¡he copiado!».

Rompí a llorar y me mandó a mi pupitre. De vuelta a mi mesa, mientras me hundía en la silla, pude notar cómo mi ánimo se escabullía en mi interior intentando esconderse.

Seguí yendo a pie a la escuela cada día, pero ya no fue lo mismo. Toda la confianza, toda la extroversión que pudiera haber tenido se habían esfumado. Empecé a vivir en mi interior, viviendo de puertas afuera en modo automático. Si el mundo real era así no me interesaba. ¿Qué había aprendido hasta entonces? Que se puede declarar culpable a un inocente. Incluso hoy conservo un complejo: siempre que alguien ha hecho alguna, y no se sabe quién es ese alguien, y aunque nunca soy yo el responsable, me entra el nerviosismo y pienso que mejor será actuar «con naturalidad» para que no sospechen de mí, como si yo fuese de verdad el culpable. Muchas gracias, señorita Mala Puta.

Empecé a ir con la cabeza siempre gacha. Me sentía bien estando solo y tocando la batería.

Al final del curso hubo un festival de talentos de los alumnos de primero, y allí debuté en el mundo del espectáculo. Toqué mi batería de juguete acompañando una grabación de «La bandera cuajada de estrellas». Como canción para soltarse el pelo era una elección bastante rara, y la escena resultó algo ridícula. Monté deprisa y corriendo mi batería frente al público que abarrotaba el comedor de la escuela y le entregué el disco a la señorita Edie, la regordeta profesora de segundo que ejercía de maestra de ceremonias. Sacó el disco de su funda, lo puso en el tocadiscos monofónico de la escuela y posó la aguja sobre los surcos. La versión instrumental de «La bandera cuajada de estrellas» arrancó con el sonido de los trombones. Volví a mi batería y me di cuenta de que necesitaba una silla para sentarme, o no podría tocar. Salí corriendo hacia la señorita Edie, que no entendía lo que le pedía.

—¡UNA SILLA! ¡NECESITO UNA SILLA!

—Ah... quieres una silla. Vale, vale. A ver si te consigo una.

Se acercó a una mesa del comedor y empezó a buscar una silla libre. Al final obligó a un chico a ponerse de pie. Me la trajo hasta donde yo estaba y enseguida me instalé detrás de la batería e intenté retomar el ritmo a media canción. Iba por el pasaje en el que dice «y el rojo resplandor de los cohetes», y yo me arranqué con un espectacular redoble de timbal que empezaba muy suave con el principio de la frase y terminaba a todo volumen con estruendo de platos al acabar. La gente se volvió loca. Cuando acabé, la cafetería explotó en aplausos.

Así comenzó el extraño universo paralelo de mi vida: vivo escondido dentro de mí mismo en la vida real (para evitar el dolor y la humillación), pero en cuanto subo a un escenario trato de montar un número apasionado y sentido. Es la hostia.

En mi clase de primero había un niño negro, y nos hicimos amigos. Vivía en el barrio negro cerca del cual se había construido nuestra urbanización. Yo iba a menudo a su barrio y pasaba tiempo con su familia después de clase. Un día volví a casa y les dije a mis padres que quería ser negro. Si hubiera sido posible me lo habrían consentido.

En segundo conocí a un chaval rechoncho de pelo alborotado llamado Anthony Cain, aunque todo el mundo lo llamaba «Ant». Tenía mi edad y vivía una calle más allá. Recuerdo el momento en que lo conocí. Yo iba empujando mi bici por la calle y él estaba en el centro de la calzada con un grupo de chavales arremolinados a su alrededor. Le estaban viendo representar su propia versión de un concurso televisivo, ¿Hay trato?: se llevaba las manos a las mejillas como las mujeres que resultaban escogidas por el presentador y chillaban «¡MONTY! ¡MONTY! ¡MONTY!». Me gustó lo que hacía. Él era un gordinflas, yo un esmirriado. A él también le confundían a veces con una chica, y también era de los últimos en salir escogido en la selección de equipos, además de que le gustaba subirse a un escenario. El vínculo que establecimos se ha mantenido con vida durante tres décadas. Él fue quien me animó a escribir este libro.

Uno de los comentarios malintencionados sobre mi físico que más me gustan me lo dedicó un chaval a propósito de lo huesudo de mis miembros. Me dijo: «le he visto mejores brazos a un tocadiscos». Los niños pueden ser muy crueles, pero reconoceréis que la frase está muy bien.

En tercero, un par de empleados de la dirección vinieron a mi clase y me sacaron del aula. De camino a la oficina estaba asustadísimo e iba pensando en todo lo que podía haber hecho para meterme en un lío (gracias de nuevo, señorita Mala Puta). Cuando llegamos al despacho me sentaron en una silla y me explicaron que había hecho un test de aptitud tan brillante que no estaban seguros de que tuviese que estar todavía allí. Yo tampoco estaba muy seguro de si debería seguir allí, pero acabé quedándome otros tres años. Más o menos.

El aburrimiento y el desinterés que sentía por la escuela se mantuvieron a lo largo de todo mi periplo educativo. De principio a fin. Aborrecía cada instante y casi siempre sacaba malas notas. Simplemente no estaba por la labor. Me asqueaba tanto ir a clase que empecé a fingirme enfermo para no tener que ir. En quinto me hice el enfermo tantas veces que pasé más días lectivos fuera de clase que dentro.

Una de las alegrías de mi vida era mi hermana Liz. Era la mejor. Estábamos muy unidos, pese a que me llevaba seis años. Me dejaba acompañarla en muchas de sus actividades y andar con ella y sus amigos mayores. Entre las actividades se incluía fumar marihuana, beber cerveza y escuchar música. Era delgadita y rubia y tenía las tetas grandes, y todo el mundo quería tirársela (y posiblemente lo consiguiesen), así que siempre había cerca chavales mayores con los que andar y dejarse corromper. Me encantaba ser parte de un grupo de mayores.

Liz y yo nos lo pasábamos de miedo, incluso cuando yo era muy pequeño. Cuando la niña de la casa de al lado me llamó retrasado, Liz salió enseguida a defenderme: «¡A mi hermano no le llames retrasado!». Conmigo era siempre buena, y eso pese a las putadas que yo le hacía, como comerme la masa de las galletas directamente de la nevera y mentirle luego a mi madre para que se las cargase Liz, mientras yo le hacía muecas y le sacaba la lengua a espaldas de mi madre.

Y eso por no mencionar el incidente de los malabarismos con las bolas de Navidad. Cuando yo era muy pequeño hubo un pariente, no recuerdo quién, que les regaló a mis padres dos bolas navideñas de adorno, una amarilla en la que ponía LIZ y otra roja con mi nombre. A Liz y a mí se nos ocurrió que la primera de las dos que se rompiese señalaría quién de nosotros dos moriría primero. Unas navidades, cuando yo tenía nueve o diez años, andaba yo haciendo mi numerito habitual de malabarismos con las bolas navideñas de LIZ y MARK como hacía cada año para poner a Liz de los nervios. Ella me pedía que parase, como hacía cada año, porque no tenía gracia; y efectivamente, la bola amarilla de LIZ se me escurrió de la mano. Intenté pararla con la palma pero no pude cogerla. Se hizo añicos contra el suelo. La bola de MARK sigue hoy intacta. Ojalá hubiera sido la de MARK la que se me cayera aquel día.

Casi siempre lo pasábamos bien estando juntos, pero también teníamos nuestros más y nuestros menos, como todos los hermanos. Una vez, Liz se enfadó conmigo porque me había puesto a tocar la batería en casa, y en pleno solo se me acercó y me arrancó las baquetas de las manos. Luego me las escondió, y yo le dije que algún día grabaría un disco y lo titularía Pese a Liz.

Mi otra gran alegría era la música. Desde el mismo momento que tuve mi batería de juguete a los seis años anduve siempre metido en la música. Pero nunca en lo que les gustaba a los chicos de mi edad. En el colegio, la gente escuchaba cosas del palo de «You Light Up My Life». Yo escuchaba las cosas que me pasaba Liz, casi todo rock antiquísimo. Hacía años que los Beatles se habían separado, y la música de mediados de los setenta no me interesaba.

John Lennon salía mucho por televisión, presentando su embarazoso numerito de hippie concienciado, el tipo de historias que daba ánimos a familias descoyuntadas en plan La tormenta de hielo como la mía. Pero el disco que sacó con la Plastic Ono Band era algo muy especial. Visto desde ahora se hace raro que un disco así pudiese entusiasmar tanto a un crío de diez años: una de las estrellas de rock más famosas de todo el mundo escarbando en la raíz misma de sus problemas, aullando de dolor ante la pérdida de su madre. Un fracaso de crítica y público en el momento de su publicación, y aun así a mí me decía algo, no sé por qué.

Recuerdo que cantaba una canción de aquel disco, «My Mummy’s Dead», mientras acompañaba a mi madre a hacer recados en coche. «¿No puedes cantar otra cosa?», me pedía ella, algo bastante razonable. Más adelante quise devorar todos los géneros de música, y pasaba por fases muy intensas en las que quería aprender todo lo posible y escuchar cuanto cayese en mis manos de country, soul, clásicos, bluegrass... siempre algo distinto. Un año me dio de mala manera por Marvin Gaye, y al siguiente por Merle Haggard. Cuando Prince apareció fue la primera vez que me interesé por algo en el preciso momento en que sucedía, en lugar de escarbar en el pasado.

Lo que me encanta de John Lennon (y de Elvis Presley, ya que estamos) es que era gente muy insegura, y eso para mí es lo que los hace artistas absolutamente humanos. Por mucho aplomo que le echasen, al final siempre tenías la sensación de haber experimentado algo real, algo humano. Pon cualquier disco de Elvis, incluso uno de los peores (especialmente uno de los peores) y oirás cómo cada inflexión rezuma inseguridad. Eso es algo que los artistas de hoy ya no transmiten. Están ocupadísimos dándoselas de duros.

Debía yo de tener doce años cuando un avión se estrelló en nuestro vecindario. Aquella noche estaba solo en casa, sentado en la alfombra de color vómito del salón viendo What’s Happening en la tele. A través de las cortinas empezó a relumbrar una luz anaranjada. Luego oí una especie de aullido cada vez más cercano y ensordecedor. De repente hubo una enorme explosión de sonido. La casa tembló como si la hubiese sacudido un terremoto (experiencia que he tenido años más tarde). Las ventanas temblaron y Tut chillaba sin parar. Como vivíamos tan cerca de Washington DC, pensé que estábamos siendo bombardeados.

Tut subió corriendo por las escaleras para esconderse y yo fui tras él con el corazón en la boca, sin saber muy bien qué estaba haciendo. Volví a bajar las escaleras y encendí la radio de radioaficionado que mi padre tenía en la repisa de la cocina, pero entonces se me ocurrió que quizá la casa estuviese ardiendo y que mejor sería salir a la calle.

Salí descalzo a la calle intentando entender qué estaba sucediendo, lo mismito que el programa que había estado viendo por la tele. Me acerqué corriendo a la enorme columna de humo recortada por las llamas y las luces de emergencia contra el cielo nocturno, y a mi paso vi asientos y ceniceros y cuerpos desmembrados y desperdigados por todo el vecindario. Una casa había quedado demolida por completo, y cerca de allí había varios cadáveres tendidos en el parque. Cuando mis pies descalzos tocaron el asfalto aceleré y pensé en toda esa gente que hacía un instante estaba viva y ahora estaba muerta, y en lo muy vivo que me sentía en ese momento.

Cosas que los nietos deberían saber

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