Читать книгу En la oscuridad - Mark Billingham - Страница 10
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JENNY VIVÍA AL NORTE DEL RÍO, EN MAIDA VALE, Y HELEN cruzó la ciudad para reunirse con ella en un café que había frente a la estación. No era un viaje barato, con el peaje urbano y el codicioso parquímetro, además de los tés a casi dos libras la taza, pero Helen no podía digerir el metro desde su segundo mes de embarazo.
Se sentaron en una mesa junto a la ventana, viendo pasar a la gente como cucarachas bajo sus paraguas. Jenny saludó a un par de mujeres al entrar, charlaron brevemente sobre las vacaciones que se avecinaban. Tenía dos hijos estudiando en un colegio cercano y solía reunirse en aquel sitio con otras madres cuando iban a llevarlos o recogerlos.
Sólo habían pasado un par de horas desde el desayuno, pero Helen engulló gran parte de los dos cruasanes de almendra antes de terminarse la primera taza de té. Jenny señaló la barriga de su hermana:
—¿Estás segura de que sólo hay uno ahí dentro?
—Creo que había dos, pero este se ha comido al otro.
Helen siempre hablaba en masculino, aunque no sabía el sexo de su hijo. Les habían preguntado si querían que se lo dijesen en la ecografía de la duodécima semana, pero Helen había dicho que quería llevarse la sorpresa. Se había dado cuenta inmediatamente de que era una tontería; se había girado para mirar a Paul, que miraba con gesto imperturbable el monitor, y había estrechado su mano.
Él sólo quería saber una cosa, y ninguna ecografía se la iba a decir.
—Te sienta bien —dijo Jenny—. Antes te veía un poco delgada, la verdad.
—Ya.
Jenny siempre tenía algo positivo que decir, pero últimamente no hacía que Helen se sintiese mucho mejor. La línea que separaba el mirar el lado bueno de las cosas y desbarrar era muy fina. Jenny le había dicho que los cambios de humor hormonales te hacían más interesante y mantenían a los hombres a raya. Le había dicho lo infrecuente que era vomitar durante todo el embarazo, como si hubiese de sentirse especial por ello.
Últimamente, sin embargo, no había sido tan positiva cuando se trataba de Paul.
—¿Cómo va? —El gesto serio, como el que los doctores, y los presentadores de telediario, ponían a veces.
Helen tomó un trago de té.
—Le está costando.
—Pobre niño.
—Jen...
—Es patético.
—¿Cómo lo llevaría Tim?
El marido de Jenny. Un contratista inmobiliario apasionado por la pesca y el mantenimiento de su coche. Bastante agradable, si te iban ese tipo de cosas.
—¿Qué tiene eso que ver con nada?
—Sólo era un comentario. —Helen se sintió ligeramente avergonzada por su forma de pensar. Tim era agradable, y aunque a ella no le gustaban ese tipo de cosas a Jenny sí, y eso debería bastar—. No creo que puedas entender cómo se siente Paul —dijo—. Eso es todo. Yo desde luego no, así que...
Jenny arqueó las cejas. Pidió otra ronda a la camarera, luego se giró hacia Helen con una sonrisa que decía: bueno, como quieras, pero tú y yo sabemos...
Helen pensó: eres más joven que yo. Por favor, deja de intentar ser Mamá.
Cambiaron brevemente de tema: los hijos de Jenny, unas obras que le estaban haciendo en casa, pero parecía imposible hablar con cualquiera poco más de unos minutos sin volver al tema de los bebés. Almohadillas para pechos y suelos pélvicos. Era como ser una barriga con patas.
—Quería decirte que... he hablado con una amiga que dice que conoce varios grupos para madres y bebés en tu zona.
—Vale, gracias.
—Es bueno salir y conocer a otras madres.
—Madres más jóvenes.
—No seas boba.
Helen había pensado mucho en ello, y la hacía sentirse incómoda. Todas las embarazadas que había conocido en las clases pre-parto y las revisiones parecían mucho más jóvenes.
—Hay mujeres de mi edad que ya son abuelas, por el amor de Dios.
Jenny resopló.
—Mujeres sin vida propia, querrás decir. Dos generaciones de madres solteras completamente taradas.
—Tengo treinta y cinco años —dijo Helen, consciente de lo ridicula que parecía al decirlo como si se tratase de una enfermedad terminal.
—¿Y? A mí me hubiera gustado tener a los míos un poco más tarde. Mucho más tarde.
—Eso no es cierto.
Jenny sonrió de oreja a oreja. Aunque no tenía carrera profesional que dejar atrás, la hermana de Helen había abrazado la maternidad con una facilidad espantosa. Los embarazos súper llevaderos, la figura que había recuperado sin intentarlo siquiera, las tensiones que no eran más que problemas por resolver... Un modelo de comportamiento fantástico, aunque deprimente.
—Os irá estupendamente —dijo Jenny.
—Ya.
Si sois dos. La idea no expresada que llenó la pausa les llevó de nuevo a Paul...
—Sabes que puedes quedarte un tiempo con nosotros después, ¿verdad?
... de su ausencia.
—Ya lo sé, gracias.
—Sería maravilloso tener un bebé en casa. —Jenny sonrió y se inclinó sobre la mesa—. Aunque no sé qué dirá Tim cuando empiece a ponerme en plan gallina clueca. Bueno, te digo eso, pero tendrías que haberle visto a él el año pasado con el niño de su hermano. Estaba con él en brazos todo el rato.
Helen no dijo nada. Había llamado a Paul de camino allí. Le había saltado el contestador en la oficina y el buzón de voz en el móvil.
—No quiero ponerme pesada, pero ¿has pensado en quién te acompañará en el parto?
—No mucho.
—A mí me encantaría, ya lo sabes.
—Jen, ya está todo organizado.
—Tampoco tiene nada de malo tener un plan alternativo, ¿no?
Helen agradeció que una amiga de Jenny se acercase de repente a su mesa, se distrajo mientras las dos mujeres más jóvenes hablaban sobre una campaña para prohibir que circulasen todoterrenos por las calles cercanas al colegio. Se frotó el pecho al sentir el ardor de estómago que empezaba a quemarla. Era otra de las cosas a las que se había acostumbrado durante los últimos ocho meses. Pensó en cómo iba a rellenar el resto del día. Podía matar el tiempo en Sainsbury’s, intentar dormir un par de horas al llegar a casa. Tal como estaban las cosas, se hubiera conformado con quedarse donde estaba hasta que empezase a anochecer.
Cuando cayó en la cuenta de que la mujer le hablaba a ella, Helen sonrió e intentó aparentar que había estado escuchando todo el tiempo.
— . . .apuesto a que te estás muriendo de ganas por echarlo, ¿no? —dijo señalando con la cabeza la barriga de Helen—. Por lo menos, el verano no está siendo demasiado caluroso, ¿verdad? Es una auténtica pesadilla cuando estás de tantos meses.
—Creo que puede haber una ola de calor en las próximas semanas —dijo Jenny.
—La Ley de Murphy —dijo Helen.
Sí, por supuesto, estaba desesperada por dar a luz, estaba más que harta de andar por ahí con una pelota hinchable, harta de todo el interés y los consejos. Por no hablar del peso de la expectación...
Quería un hijo que marcase un antes y un después. Deseaba la novedad.
Pero en aquel momento, más que ninguna otra cosa, deseaba su compañía.
Paul dejó el coche en un aparcamiento público del Soho, luego esperó cinco o diez minutos bajo la lluvia hasta que llegó el taxi. La luz del coche negro estaba apagada cuando dobló la esquina y paró a recogerle. Dentro ya había otro pasajero.
El ocupante del taxi tenía el gesto serio mientras mantenía la puerta abierta para que Paul entrase, pero resultaba evidente que, por el momento, el tiempo era lo único que estaba cabreando a Kevin Shepherd.
—Es la puta hostia, ¿no?
Paul se dejó caer en uno de los asientos abatibles. Se pasó la mano por su pelo corto, sacudiéndose el agua.
—Creía que el calentamiento global iba a acabar con esta mierda —dijo Shepherd.
Paul sonrió y rebotó hacia delante cuando el taxi arrancó dando bandazos y giró a la izquierda para meterse por Wardour Street.
—Tengo una casita en Francia —dijo Shepherd—. En el Languedoc. ¿Has estado?
—No últimamente —dijo Paul.
—En días como este, me acuerdo de por qué la compré.
—Una buena inversión, diría yo.
—Aparte de eso. —Shepherd miró por la ventana y meneó la cabeza con gesto triste—. Si te digo la verdad, la única razón por la que no voy más a menudo es la comida. La mayoría es terrible. Y no lo digo sólo porque no me gusten los franceses. Es decir, claro que no me gustan —rio—, pero te juro que está sobreestimada. Los italianos, los españoles, hasta los alemanes, por el amor de Dios, hoy en día todos se mean en los franceses en lo que a comida se refiere.
Su acento era prácticamente neutro, pero seguía teniendo cierto deje de chico de barrio que no había pulido del todo.
—Hay un restaurante francés al lado de mi casa —dijo Paul—. Le echan salsa a todo.
Shepherd le señaló con el dedo, encantado.
—Eso es. Y patatas blancas. Blancas del todo, ¿sabes? Tiradas ahí en el plato como los huevos de un bulldog, cocidas hasta que no saben a nada.
Shepherd tenía el pelo rubio, por los hombros; se parecía un poco a aquel actor de la película de Starsky y Hutch, pensó Paul. Aunque su sonrisa no tenía tanto encanto. Llevaba una camisa de color rosa pálido con uno de esos cuellos enormes que estaban tan de moda y una corbata malva. El traje debía de tener un precio de cuatro cifras y los zapatos costaban más que todo lo que Paul llevaba encima.
El taxi se dirigió al oeste por Oxford Street. Shepherd no había dicho nada, pero el conductor parecía saber adonde iba. Era un taxi de los nuevos, con un lujoso sistema de altavoces en la parte de atrás y una pantalla que exhibía trailers de próximos estrenos, anuncios de perfume y teléfonos móviles.
—¿Puedo ver tu placa? —preguntó Shepherd. Le observó mientras Paul rebuscaba en el bolsillo—. Quiero estar completamente seguro de quién se está dando una vuelta gratis. —Se acercó, cogió la pequeña billetera de cuero donde Paul también guardaba su abono y sus cupones de transporte y examinó su identificación—. Por teléfono me dijiste que eras de Inteligencia —Paul asintió—. Supongo que ya habrás oído todos los chistes.
—Todos.
El taxista tocó el claxon y maldijo a un conductor de autobús que se había incorporado cuando estaba rebasándolo.
—Y bien, cuéntame lo inteligente que eres —dijo Shepherd.
Paul se recostó en el asiento y se tomó unos segundos.
—Sé que a mediados de febrero de este año tuviste contacto con un hombre de negocios rumano llamado Radu Eliade. —Observó que Shepherd parpadeaba, se ajustaba la corbata—. Acudió a ti con trescientas mil libras que había obtenido mediante una serie de estafas con tarjetas de crédito y débito; necesitaba que se las «limpiases». Que se «las colocases», se las «distribuyeses» y se las «integrases» en el sistema. Creo que esos son los términos técnicos. —Shepherd sonrió. Desde luego, su sonrisa no tenía el encanto de la de su doble del cine—. Sé que tú y varios socios alquilasteis un terreno y un almacén en el norte de Gales y os pasasteis las semanas siguientes de subasta en subasta, comprando equipamiento industrial en efectivo para venderlo una o dos semanas después. Sé que el señor Eliade recuperó su dinero, en perfecto estado y limpio como una patena, y que tú ni siquiera tuviste que cobrarle comisión porque sacaste buenos beneficios vendiendo tus excavadoras y demás maquinaria a pequeñas empresas de Nigeria y Chad —hizo otra pausa—. ¿Qué tal voy?
Paul había visto cómo cambiaba la expresión de Shepherd mientras hablaba. Se había endurecido de inmediato, mientras el hombre se quedaba allí sentado, intentando decidir si habían pillado a Eliade y este le había echado la mierda encima o si había sido uno de los socios que Paul había mencionado el que le había vendido. Luego cambió: la dulce oleada de curiosidad mientras Shepherd se preguntaba por qué, si de verdad uno de los subinspectores de inteligencia de la policía metropolitana sabía todo aquello, seguía libre.
Por qué todavía no había dado con su trajeado culo en la cárcel.
Siguieron en silencio durante un rato, mientras el taxi rugía en dirección norte por Edgware Road hacia Kilburn. Los escaparates de las tiendas se iban volviendo un poco más destartalados, el velocímetro del Mercedes iba disminuyendo.
—Parece que se está despejando —dijo Shepherd.
—Eso es bueno.
—Ya, ¿pero qué me dices de las previsiones a largo plazo? —Shepherd intentó mirar a Paul a los ojos para asegurarse de que había captado su insinuación—. Tal vez debería pensar en pasar un poco más de tiempo en el Languedoc. ¿Tú qué opinas, Paul? Tú eres el que sabe.
—Depende —dijo Paul.
El taxi se arrimó a un lado, de repente, y se detuvo junto a unas galerías comerciales de Willesden Lane para recoger a dos hombres.
—Este es Nigel —dijo Shepherd indicando con la cabeza al hombre que ocupó el asiento abatible al lado de Paul. Era un tipo grande, de unos cincuenta, con el pelo cano engominado hacia atrás, y una expresión que parecía haber sido esculpida a patadas. Paul gruñó un saludo. Nigel, que prácticamente desbordaba el asiento, no dijo nada. Shepherd dio unas palmaditas sobre el asiento que había a su lado—. Y este —llamó por señas al segundo hombre, un individuo bastante menos seguro de sí mismo, con una gabardina color mierda— es el señor Anderson. Es un poco más amigable que Nigel.
Anderson miró a Paul con los ojos entornados tras sus gruesas gafas.
—¿Quién es este? —tenía un ligero acento irlandés. No era mucho más amigable.
Shepherd se echó hacia delante y le gritó al conductor:
—Vamos, Ray.
La charla comenzó al arrancar el taxi. Shepherd y Anderson hablaron de una fiesta de gala a la que ambos habían asistido unas noches antes, un triste cómico que solía salir por la tele, pero ya no estaba en su mejor momento.
—Una porquería, ¿sabes? —dijo Shepherd con una mueca. Sin duda los chistes verdes estaban a la altura de la comida francesa—. Lo peor de lo peor.
Le preguntó a Paul si tenía familia. Paul dijo que no era asunto suyo y Shepherd le respondió que muy bien.
—De todas formas, no dan más que problemas —dijo Anderson.
El taxi se movía con destreza entre el abundante tráfico mientras Kilburn daba paso a las calles más concurridas de Brondesbury. Luego, un poco más lejos, las casas empezaron a encoger y a juntarse al entrar en Cricklewood.
—¿De qué os conocéis? —preguntó Anderson.
Antes de que Paul pudiese responder, el taxi abandonó bruscamente la calle principal y, tras unos minutos zigzagueando por calles secundarias, se metió traqueteando por un camino lleno de baches y aminoró. Paul estiró el cuello y vio que se acercaban a un enorme complejo de edificios antiguos, oscuro contra un cielo que apenas empezaba a mostrar los primeros vestigios desvaídos de azul. Podía ver los grafitis y el entramado de grietas y agujeros de todas las ventanas.
Las depuradoras abandonadas de Dollis Hill.
El taxi se acercó a las cancelas sujetas por una pesada cadena y un candado. Ray apagó el motor y cogió un periódico del asiento del copiloto. Nigel se movió con la misma despreocupación, y Paul vio caer la cabeza de Anderson al ver aparecer el cúter en la cabeza del tipo.
El irlandés sonó más cansado que otra cosa. Dijo:
—Por Dios, Kevin. ¿Tenemos que hacerlo?
Nigel ya se estaba agachando para sacar una pequeña tabla de madera, de unos 30 centímetros cuadrados, de debajo del asiento de Shepherd. Shepherd se hizo a un lado para hacer sitio mientras Nigel agarraba a Anderson y le arrastraba al suelo del taxi, tirándole del brazo y cargando todo su peso sobre el dorso de la mano del irlandés para mantener sus dedos separados sobre la tabla.
—Me cago en la puta, Kevin, alguien te ha comido la cabeza —dijo Anderson.
Nigel presionó la cara de Anderson con más fuerza y levantó la vista, preparado.
—Con un par de centímetros debería bastar —dijo Shepherd.
No hubo demasiada sangre, y el ruido quedó muy amortiguado por la alfombrilla. Después, Shepherd se echó hacia atrás y le pasó un pañuelo a Anderson, que lo presionó sobre su mano y, lentamente, se llevó las rodillas al pecho.
—Ahí va un dedo que no volverás a meter en la caja por un tiempo —dijo Shepherd. Retiró los pies para evitar tener contacto alguno con el hombre que estaba tirado en el suelo y miró a Paul—. Como si no le fuese lo bastante bien. Se ha comprado tres coches nuevos en los últimos dieciocho meses. Puto imbécil.
—La mayoría de la gente quiere un poco más —dijo Paul—. Es natural.
Shepherd pensó en ello unos segundos, luego miró su reloj.
—No te importa buscarte la vida para volver desde aquí, ¿verdad? Tenemos que seguir. No quiero que este le llene la tapicería de sangre a Ray.
Paul supuso que podía llegar andando hasta Willesden Junction en unos veinte minutos. Al menos si no llovía. Esperó.
—Mira, te voy a ser sincero, Hopwood —dijo Shepherd—. Todavía hay muchas que no acabo de ver. Sobre ti. Pero hay una o dos cosas que tengo un poco más claras. Lo que sabes, o lo que crees que sabes, por ejemplo.
—Es comprensible.
—Pero esta es la cuestión. Conozco bastante bien a unos cuantos polis y observarte mientras Nigel hacía su trabajo ha sido bastante interesante. Verás, algunos polis, hagan lo que hagan, o lo que se suponga que hagan, no habrían sido capaces de quedarse cruzados de brazos y dejar que sucediera. Se habrían puesto a dar brincos, a gritar como locos, a arrestarnos y todo eso. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—¿Y si lo hubiese hecho?
Shepherd se encogió de hombros.
—Sería una jodienda, pero no un problema. No creo que el señor Anderson fuese a presentar cargos. Nigel es un tipo reservado y a Ray se la sopla todo. —Se echó hacia delante—. ¿Verdad, Ray?
Ray dijo que se la soplaba todo.
—Un par de horas perdidas en alguna comisaría y un par de días de papeleo para algún imbécil que podía dedicarse a pillar a terroristas suicidas. Poco más.
Paul no podía discutírselo.
—Luego está el poli que tiene que aparentar que pasa de todo porque va de listo, trata de quedar bien o lo que sea. En cualquier caso, algo así provoca una reacción, ¿no? Uno no se queda ahí sentado como si estuviese viendo a Jamie Oliver cortando chirivías. —Dos veces pareció que Shepherd estaba a punto de sonreír, y dos veces la sonrisa se extinguió en las comisuras de sus labios. Como si intentase encontrarle la gracia pero no acabase de lograrlo.
A un gesto de Shepherd, Nigel se incorporó, salió con dificultad del taxi y sujetó la puerta para que Paul se bajase.
—Deberíamos volver a hablar —dijo Shepherd.
—Si quieres...
—Por supuesto, porque no acabo de pillarlo. Lo haré, pero todavía no. —Se colocó el nudo de la corbata, se sacó algo de la solapa—. Eres un tipo completamente distinto, Paul. Te quedaste ahí sentado viendo... eso, y ni te inmutaste.