Читать книгу En la oscuridad - Mark Billingham - Страница 5
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LA NOCHE ES SECA, PERO LA CARRETERA TODAVÍA ESTÁ grasienta por el chaparrón de hace unas horas, resbaladiza al ser engullida bajo los faros, y no hay demasiado tráfico sobre los socavones de la que probablemente es una de las grandes arterias peor cuidadas de la ciudad.
Es por la mañana, por supuesto, en sentido estricto, primera hora. Pero para las escasas almas que se dirigen a sus hogares, luchan por llegar al trabajo en la oscuridad o se dedican ya a sus asuntos de uno u otro tipo, se parece mucho a la noche, altas horas de la condenada.
Noche cerrada.
Es una noche cálida, bochornosa. La segunda de lo que se presenta como un agosto bastante decente. Pero esa no es la razón por la que el copiloto del Cavalier azul inclina la cabeza hacia la ventanilla abierta y suda como un cerdo.
—Pareces un sobaniños en un castillo hinchable —dice el conductor—, joder, tío, ¿tú te has visto?
—¿Este chisme no tiene aire acondicionado?
—Nadie más está sudando tanto.
Los tres hombres que van en el asiento trasero se ríen, se apretujan unos contra otros y se asoman entre los dos asientos delanteros para ver el tráfico que viene de frente. Encienden unos cigarrillos, y el conductor estira una mano para pedir uno. Lo encienden y se lo pasan.
El conductor da una profunda calada, luego observa el cigarrillo.
—¿Por qué fumas esta mierda, tío?
—Un amigo me dio unos cartones. Me debía un favor.
—¿Por qué no me pasas unos cuantos?
—Lo estaba pensando, tú fumas esa mierda fuerte. Marlboro, o lo que sea.
—Ya... Lo estabas pensando. —Da un volantazo, esquivando rápidamente una bolsa de basura que ha volado hasta el medio de la calzada—. Mira esa mierda ahí tirada, tío. Esta gente vive como cerdos.
Las tiendas y restaurantes cerrados se deslizan junto a la ventanilla del copiloto; establecimientos turcos o griegos, colmados asiáticos, clubs, una oficina de taxis de una sola habitación con una luz amarilla. Todas las persianas y puertas de seguridad están firmadas: letras rojas, blancas y negras que caen por el metal, indescifrables.
Territorios marcados.
—¿No tenemos música? —Uno de los hombres que va atrás empieza a tamborilear un ritmo en la parte de atrás del reposacabezas.
—No vale la pena, tío. —El conductor se inclina, señala despectivamente los mandos de la radio con una mano—. El equipo de este cacharro va como el culo.
—¿Y la radio?
El conductor chasquea la lengua con un ruido como el de algo pequeño al caer aceite caliente.
—A estas horas no hay más que tíos diciendo chorradas —dice—. La mierda esa del chill-out y viejos éxitos. —Estira el brazo y coloca la mano en la nuca del copiloto—. Además, tenemos que dejar que el chaval se concentre, ¿me entiendes?
Desde atrás alguien dice:
—Tiene que concentrarse en no mearse en los pantalones. Yo diría que está nervioso. Nervioso como un flan.
—Cosa fina...
El copiloto no dice nada, simplemente se gira y los mira, haciendo saber a los tres de atrás que ya tendrán tiempo de hablar luego, cuando hayan terminado. Vuelve a darse la vuelta y mira hacia delante, sintiendo el peso sobre el asiento entre las piernas, la sensación pegajosa que le pega la camiseta al final de la espalda.
El conductor acelera hasta pegarse a un bus nocturno, luego gira bruscamente hacia la derecha, canturreando algo para sí mientras se salta el semáforo justo cuando pasa de ámbar a rojo.
Ha tomado la A10 en Stamford Hill, dejando atrás las casas más grandes, los Volvos aparcados en la calle y los pulcros jardincitos, y ha puesto rumbo al sur con su BMW.
Se lo toma con calma por Stoke Newington, sabe que hay cámaras listas para hacer una foto a cualquiera lo bastante tonto como para saltarse un semáforo. Controla la velocidad. No hay mucho tráfico, pero siempre hay algún urbano quemado por el trabajo dispuesto a fastidiarle la noche a algún pobre capullo.
Lo último que ella necesita.
Unos minutos más tarde, se adentra lentamente en Hackney. Puede que el sitio no parezca tan malo por la noche, pero ella no se deja engañar. Aunque, por lo menos, los embaucadores de la inmobiliaria local tienen que currárselo para ganarse sus comisiones.
Oh, sí, es una zona bastante emergente. Es cierto que tiene mala prensa, pero hay que ver más allá de todo eso. Aquí se respira una verdadera sensación de comunidad y, por supuesto, todos esos prejuicios implican que los precios de las viviendas son muy competitivos...
O sea, lo pronuncies como lo pronuncies, De Beauvoir Town suena bien, ¿no? Limítate a hablar de Hackney Downs y Regent’s Canal y no te preocupes por minucias como las puñaladas, la esperanza de vida y cosas así. Hasta hay alguna que otra zona verde, por amor de Dios, y uno o dos adosados Victorianos.
Si plantas unos cuantos... ¿cómo se llaman?... cipreses al fondo del jardín, ni siquiera llegas a ver la urbanización
Los pobres capullos bien pueden tener dianas pintadas en sus puertas principales.
Cruza Ball’s Pond Road sin tener que reducir; a un lado, Kingsland, al otro, Dalston esparciéndose como una mancha hacia el este.
Ya no falta mucho.
Tiene las manos pegajosas, así que saca un brazo por la ventanilla, separa los dedos y deja que el aire nocturno pase entre ellos. Cree poder notar lluvia en el aire, apenas una gota o dos. Deja el brazo donde está.
El BMW suena bien: apenas un zumbido grave y un susurro bajo las ruedas. Siente el cuero del asiento del copiloto suave y limpio bajo la mano al tocarlo. Siempre le ha encantado este coche, se sintió cómoda en él desde el momento en que puso los pies dentro.
A alguna gente le pasa eso con las casas. Diga lo que diga el vendedor, a veces todo se reduce a esa sensación o lo que sea al entrar en ellas. Lo mismo le pasó con el coche, lo sintió suyo.
Ve el Cavalier viniendo hacia ella mientras reduce para detenerse en el semáforo. Va mucho más rápido que ella y frena en seco, rebasando las líneas blancas del cruce.
Va sin luces.
Busca a tientas la palanca de detrás del volante y le da dos veces; da luces al Cavalier con los faros de alta gama del BMW. Mejores que las luces de aterrizaje de un 747, recuerda que le dijo el vendedor. Los vendedores de coches dicen aún más gilipolleces que los de las inmobiliarias.
El conductor del Cavalier no hace gesto alguno, simplemente se limita a mirarla.
Luego enciende las luces.
Ella atraviesa el cruce con el BMW y se aleja. Las primeras gotas de lluvia manchan el parabrisas. Comprueba el retrovisor y ve cómo el Cavalier hace un rápido giro de 180° a unos cien metros por detrás de ella, oye el estruendo de un claxon cuando se mete en el carril opuesto y adelanta a un taxi negro, avanzando rápidamente por el carril bus hacia ella.
Siente que algo le da un salto en el estómago.
—¿Por qué esa? —pregunta el hombre del asiento del copiloto.
El conductor mete quinta y se encoge de hombros.
—¿Por qué no?
Los tres del asiento de atrás se inclinan ahora más hacia delante, excitados por la acción, pero sus voces suenan como si tal cosa:
—La muy imbécil se ha seleccionado a sí misma.
—Si te metes con la gente, te buscas problemas, es lo que hay.
—Sólo intentaba ayudar.
—Así es como lo hacemos —dice el conductor.
Nota el asiento del copiloto caliente bajo él al girarse, como si todo le pareciese bien. Como si respirase con facilidad y no sintiese que la vejiga le va a explotar.
Puta imbécil. ¿Por qué no puede meterse en sus asuntos?
Abandonan el carril bus y rebasan a una moto. El motorista se gira para mirarles al pasar, lleva casco y visor negros. El hombre del asiento del copiloto le mira a su vez, pero no puede mantener la mirada. Vuelve a dirigir los ojos hacia la calzada.
Hacia el coche de delante.
—No la pierdas —dice alguien con urgencia en el asiento de atrás.
Luego su amigo:
—Sí, dale caña a esta mierda, tío.
El conductor dirige los ojos al retrovisor:
—¿Me estáis mangoneando, vosotros dos?
—No.
—¿Me estáis mangoneando o qué cojones?
Levantan las manos.
—Relájate, tío. Sólo te digo...
Los ojos se desvían otra vez, pisa el acelerador y el Cavalier se acerca rápidamente hasta apenas unos metros del BMW plateado. El conductor se gira hacia el hombre del asiento del copiloto y sonríe. Le dice:
—¿Listo?
La lluvia cae con más fuerza ahora.
Su corazón late más rápido que los chirriantes limpiaparabrisas.
—Vamos a hacerlo —dice el conductor.
—Sí...
El Cavalier se echa a la izquierda, a sólo unos centímetros ahora, obligando al BMW a meterse en el carril bus. Los tres del asiento de atrás silban, sueltan tacos y resoplan.
—Vamos a hacerlo en cualquier momento, joder.
El del asiento del copiloto asiente y su mano sudorosa aprieta con fuerza la culata de la pistola contra la rodilla.
—Levántala, tío, levanta ese chisme bien alto. Enséñale lo que tienes.
Contiene el aliento y aprieta los dientes, luchando contra las ganas de mearse allí mismo, en el coche.
—Lo que le vas a dar.
Al girarse ve que la mujer del BMW ya está bastante asustada. A apenas unos metros. Mueve los ojos como loca, la boca se le retuerce en un gesto de pánico.
Levanta la pistola.
—Hazlo.
Esto era lo que quería, ¿no?
Los del asiento de atrás le mandan besitos para azuzarle.
—Hazlo, tío.
Se echa hacia el lado y dispara.
—Otra vez.
El Cavalier se aleja con el segundo disparo y él se esfuerza para mantener el coche plateado en su campo visual, se asoma más, siente la lluvia en el cuello, ignorando los gritos que le rodean y las gordas manos que le dan palmadas en la espalda.
Se queda mirando mientras el BMW da un bandazo hacia la izquierda, choca y se sube a la acera; ve a la gente de la parada de autobús, los cuerpos volando.
Lo que quería...
A más de treinta metros, puede oír el crujido del capó al abollarse. Y algo más: un golpe sordo, pesado y húmedo, y luego el chillido del metal y el bailoteo del cristal, que se desvanece cuando aceleran y se alejan.