Читать книгу El errar del padre - Marta Cecilia Vélez Saldarriaga - Страница 7

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1. La noche

Como una rúbea rueda,

ombligo, venas, arterias.

Como centro bermejo,

menstruación, útero, placenta.

La vida encarnada gira abriéndose,

círculo rojo,

cordón umbilical, flujos, sangre,

¡roja!

Como un anillo rojo que gira

¡Fuego!

A punto de enlazar

¡Humo!

Una llama que lame

¡Ahogo!

Aro que cerca

¡Asfixia!

Cenizas.

La vida arrojada.

Rojo que obnubila la mirada.

La muerte, ¡flama roja!

¡Llama!, llama.

Ella, en la repetición del círculo, nudo alrededor del cuello, nudo también en la garganta y nudo, así mismo, estrangulando las palabras, se dejó mecer por el viento. Otras ya habían sucumbido al mismo nudo y al mismo silencio. Ella, ahora todas, yace suspendida en el vértigo mortal, lazo trenzado al cuello, en el vértigo mortal del silencio de la historia como nudo, como ahogo.

Él se arrancó los ojos para borrar de su cuerpo las huellas de su pasión. Dejó que sus cuencas vaciadas fueran lagos de sangre coagulada. Y allí, rojas sobre rojo oscurecido, las imágenes: sus miradas, el arco labial de su risa y sus besos rodando por su cuerpo, ¡lengua! Rojas sobre rojo oscurecido, las visiones detenidas de sus cuerpos enlazados, nudo también ellos.

Ellos, cerca del abismo de sus ojos, absortos en las imágenes coaguladas, ídolos también ensombrecidos, cantan el vacío, el vértigo. Sus murmullos hacen eco a los gritos del recién enceguecido, sus plegarias son lamentos y las palmas de sus manos oscurecen el horror en su mirada: auguran su ruina y presienten la partida. Ellos entonan dolidos y aterrados los ayes inútiles frente al maldito. Ya no cantan, callan; ya no plañen, asisten inmóviles al destino, lo ven acercarse en las maldiciones pronunciadas por el asesino.

Ella pende de un lazo, de un lienzo, o quizá solo está en un columpio: va y viene, entre el cielo y la tierra ondea suspendida de una cuerda. No, ella es un péndulo, de un extremo a otro es mecida por el ritmo del viento en el cuerpo. Verticalmente oscila. Entonces, ella es el tiempo.

Sus ojos son de piedra, asombro y miedo congelados, espanto y pánico yugulados por el nudo, detenidos por el ahogo. Terror y pavor sus ojos grandes abiertos al abismo, tragándose el vacío, bebiéndose su soledad de cara al Hades. Ella baja, desciende la recién oscurecida cinco ríos limitan el espacio de su viaje y uno solo, vertiente cruzada por un barquero, la conducirá a la meta.

Él, pavura apoderada de su cuerpo, impreca a los dioses y grita su dolor. Quiere encontrar refugio en ella, pedirle que sea cueva, abrazo materno, vientre protector. Quisiera echar atrás la solución del enigma, deshacer los pasos en el laberinto donde todo ahora es espejo, devolverle la vida a la esfinge, mujer enleonada, mujer leonina, animal mujer. Él maldice a los dioses. Hubiera preferido no haber nacido o, de haberlo hecho, haber durado el corto tiempo de un parpadeo. Hubiera querido haberse quedado en las fauces del dragón.

Ellos quieren acompañarlo, estar junto a él, arrimarse a su dolor, a su oscuridad; limpiar, acaso, el rojo sobre su rostro. Claman a los dioses pues se saben sus instrumentos, y piden clemencia: todo es debido a aquel que antaño inauguró el castigo y echó a rodar la maldición; no este de ojos oscurecidos, de caminar cojo y de movimientos desequilibrados; no este de “pies hinchados”, sino el otro, “el torcido”, el hijo del “patizambo”.

Ellos claman: el horror y el espanto son un dios agitándose en la vida de los humanos. ¡Y han visto cómo se ha agitado este dios! Saben, entonces, que el final de la maldición es siempre una culpa, un destierro y una obediencia; saben que el dios sale de nuestra vida cuando hayamos salido de su territorio; el nuestro es la errancia. Él deberá irse, dejar las siete puertas tras de sí. Otra, en otro tiempo, descubrirá que esas puertas eran en verdad peldaños de descenso hacia la muerte. Él tendrá que salir, náufrago del terror, abandonarlo todo, caminar hacia la oscuridad, sombras sus ojos oscurecidos; caminar con las cuencas vaciadas en una noche eterna que abrirá su aurora con la muerte.

Ella cerró la puerta cuando vio que la verdad había viajado rápido en la memoria del viejo criado. Cerró la puerta, se encerró. Sabía que eso podría ocurrir, pues había ocurrido antes de ellos. Ella y él, de la misma sangre, se amaron. Ella y él permanecieron de espaldas a los dioses, fue una pasión sin el naufragio del odio ni la zozobra de la desconfianza. Se amaron. Habían desobedecido las nuevas leyes que promulga el rayo y no aprendieron la sumisión ni el miedo. El goce crea insumisos. Ahora los dioses de torva mirada iban a regalarles la culpa y la expiación, el repudio y la inquietud, el tedio y el aburrimiento, la costumbre y la ruina en la obediencia.

Ella corrió, se encerró, se cercó. No estaba dispuesta a traicionarse. Sabía que los oráculos mienten, que los dioses celosos de la temporalidad de los humanos no iban a permitirles la intensidad que su eternidad les arrebata. Sabía que los dioses no les permitirían aquel saber, y sabía, además, que él no lucharía contra ellos: traería el odio y el desprecio a su corazón, traería la noche a sus ojos como vergüenza, como castigo, y se sometería desde ahora a todos sus mandatos y prohibiciones. Ya no se amarían, pues él había aceptado su amor como horror y culpa, había aceptado someterse, respetar los celos de los dioses frente a la intensidad humana y se había prometido el asco ante su goce.

Ella corrió, se encerró, se cercó. Y el nudo corredizo en torno del cuello dio el último giro, tensó la última vuelta para comenzar un nuevo movimiento: otro círculo comenzaría a armarse en torno de otro cuello, otro nudo ahogaría la lengua, estrangularía las imágenes hasta detenerlas en el profundo asombro atrapado en unos ojos de piedra. Ella se quedaría insumisa y descendería hacia la mansión de los muertos.

Sabía que su ahogo era el inicio de mil ahogos: otro círculo, otro cerco trancaría las puertas de su ciudad y, de puerta en puerta, siete en total, comenzaría a cerrarse el círculo, a estrecharse, a estrecharlo. El nuevo mundo daría sus pasos firmes sobre los tenebrosos pasos del oscurecido. Morirían los hermanos, moriría la hermana y allí comenzaría la historia como guerra. No, ella se quedaría columpiándose, ingrávida, pavura en la mirada ante un porvenir de fuego y humo.

¡Y ella se quedó, inmóvil, toda de piedra, visionaria de un porvenir de fuego y humo! Otra, su hija, niña aún, debería partir, abandonar el reino, dejar a su madre suspendida, oscilante y rígida e irse conduciendo al enceguecido. Ella, de otra manera, iba a ser también suspendida: sería los ojos agujereados del padre-hermano, el andar de sus movimientos torpes, de los pasos rengos de sus pies hinchados; y, niña robada, dejaría las puertas que lentamente se irían cerrando con su partida.

Los gritos del impuro la habían atemorizado. Sacada de su universo infantil, escuchó las súplicas de los ancianos como letanía lúgubre, como canto sepulcral, sonido de adioses. Se levantó sobresaltada. El siseo se escuchaba cerca y los ayes retumbaban como queriendo trepidar los muros, socavar los cimientos del palacio. Oyó los gritos, las súplicas, y como una voz venida de muy lejos, una voz andante en los tiempos, percibió los ecos roncos de las pitonisas, voces arrancadas del vientre y resonando en el pecho, ecos de estruendo, palabras lentas que retumbaban en su cuerpo. Sintió, llegados acaso desde el origen de los tiempos, conjuros, maldiciones, augurios. Y un presentimiento, sentimiento para ella desconocido, golpeó su pecho. Tuvo miedo. Supo que ese corazón agitado, como cascos de yegua desatada hacia adentro, era desasosiego, vértigo. Supo del grito como súplica, como espanto; del grito como cascada vaciando el cuerpo.

No eran gritos, pensó. Serían los aullidos de alguna víctima sacrificada a los dioses, súplica acaso inútil. Mas su corazón seguía trotando y ella continuaba sintiendo las huracanadas voces de las posesas. No quería oír. Tenía miedo de aquello que le sería revelado, de esos gritos de animal degollado que comenzaban a galopar en su corazón; del círculo del tiempo y de esa cifra irremediable que está siempre en el origen. Le temía a la noche en gritos y misterios desatada, a la peste, a los cadáveres infectados y a las piras que se incendiaban desde que comenzaba la agonía del día e invadían todo de un olor nauseabundo.

Tenía miedo; lo tengo ahora. Esos gritos retumban infinitos en las paredes de mi vientre y se escuchan entre las voces quebradas de las mujeres errantes que, de exilio en exilio, de guerra en guerra, trillan la tierra. Fui esa niña robada. Casi todas lo son, aunque de diferente manera: niñas robadas por la guerra, arrancadas en la noche por unos brazos precipitadamente convertidos en tenazas; por unos brazos que ante la amenaza dejan de ser cuna y se vuelven garras que aprietan con la velocidad de la huida, en la carrera para escapar al fuego de las balas, al fuego candente de su sexo con el que arruinan a las mujeres para vencerlos a ellos. Y en esas garras que aprietan contra el pecho se oye el corazón galopando, galopante, buscando la salida. Entonces, son niñas robadas por la huida y por el miedo, arrancadas para siempre de su infancia.

Fui esa niña robada, hija del pánico a los cuerpos destrozados por la violencia. He sido testigo muda de las largas noches de rezos y oraciones en espera de un pronto amanecer que ahuyente —un momento, al menos— el terror y el espanto. Fui esa niña robada, lo fueron conmigo casi todas mis hermanas quienes, una a una, íbamos perdiendo la risa ante los sobresaltos por un muerto, un desaparecido o un ahogado flotando en el río. Otras niñas hoy, como yo hace tiempo, pierden su infancia: los guerreros del espanto les han ido rompiendo los hilos, cortando los lazos, erosionando el suelo, minando el alma. Otras niñas hoy, ya ancianas, con el mundo destruido entre sus manos y con un futuro de piedra, deambulan entre los escombros de sus guerras.

Casi todas las niñas son robadas, saqueada su infancia por unas manos que les abren su sexo, por un sexo robándoles el sexo. Niñas engañadas, despojadas de su inocencia para ser madres de sus padres, de sus hermanos; para ser sus sirvientas, sus esclavas, sus objetos. Niñas báculos, niñas madres, niñas silenciadas, niñas desgajadas de sí mismas, niñas muñecas abandonadas por la guerra, niñas prostituidas, niñas sin palabra, ¡robadas todas!

Ella escuchaba las voces de posesas arrebatadas y no comprendía cómo aquellas palabras habitaban en su mente, ni qué las había traído. Tampoco sabía por qué los gritos desollados del animal sacrificado se convertían en murmullos que anunciaban la partida. Eran voces aferradas al eco de un adiós que retumbaba en su corazón asustado. Quería correr. He corrido con el terror prendido en el corazón como la niña Antígona, y esas voces me han despertado en la noche y le han arrancado gritos a mi alma. Uno a uno han comenzado a llevárselos a todos, a llevárselos hacia las sombras. Uno a uno, cuerpo a cuerpo, los hermanos se destrozan y se matan mientras ellas, plañideras y parteras, renuevan la vida que otros se empeñan en desaparecer. En Europa, en África, en América, en la Tierra toda, aquí mismo, en este instante, en los campos minados, minas para niños juguetones, la amputación de sus miembros —cuando no de la vida— los arranca de su infancia y, tempranamente, los introduce en la acritud, en la amargura.

Como Antígona niña, oigo las voces de las pitonisas. Son las voces roncas que predicen la guerra, que pregonan la muerte y la destrucción. Los escarabajos negros, insectos de mal agüero, cruzan el cielo esta noche. Sé que mil mujeres, con sus niños como pájaros debajo de sus brazos, corren aterradas entre las sombras. Todo lo han dejado atrás, todo abandonado, incluso el cuerpo muerto de sus hijos y compañeros, ellas que nunca abandonan a sus muertos, ellas que nunca los dejan insepultos.

Las puertas están cerradas. Cuando tienen tiempo antes de la huida, ellas cierran sus casas. Antes de la expulsión, antes del exilio ellas cierran las puertas como aquellas siete se cerraron tras las espaldas del parricida enceguecido, conducido por la niña robada. Cierran las puertas y allí, encerrados, se quedan el olor del amor, el calor de los cuerpos sudorosos abrazados, la urgencia de la pasión, el imán de la ternura, la voz queda de los arrullos adormecedores, ¡lengua! Y allí, como en un baúl, se queda encerrada también la esperanza. Pandora todas, pues son regalos engañosos sus amores, sus sueños, su mundo; regalo engañoso su cultura; guerra y muerte sus regalos. Cuando pueden cierran sus casas, sueñan con retornar y encontrar de nuevo la vida. Mas el retorno nunca será a los olores ni a las pasiones. En la casa mora otro, otro manda en su tierra y otro será quien a su regreso les señale su morada en el mundo de los muertos.

Cuando los guerreros de las sombras llegan con sus rostros cubiertos con máscaras de bacanales, orgías de sangre y gritos de niños aterrados, ellas no pueden cerrar las puertas. Entonces, a los olores y a los colores, al fuego y a las caricias, a los arrullos, a los cantos y a los cuentos se los lleva el viento. Se van todos con el vaho de los muertos, de aquellos que saben que sus nombres, lista en mano de los asesinos, son sentencia implacable de muerte. Y los pueblos se van vaciando, algunos con las puertas cerradas, otros habitados por el viento que surca entre las casas arrasando los recuerdos, llevándoselos lejos. Aquí, en este rincón del planeta, como en tantos otros, ni el hogar puede albergar los recuerdos. En esta esquina, como en casi todas las esquinas de la Tierra, los guerreros de las sombras quieren el olvido, el desarraigo y la muerte.

Y las montañas se llenan de mujeres, de niñas y de niños: pájaros asustados acurrucados en los matorrales a la espera de una aurora que llegará sin promesa alguna. Y las montañas y los caminos se llenan de pájaros aterrados. Se van, huyen, se esconden del fuego encendido, incendiado del odio. Y las montañas se adormecen guardándolos entre sus sombras, arrullándolos con el ladrido insistente y agobiante de los perros, mientras ellas vigilan, trasnochadas, para que no las alcance la venganza. No hay río ni barquero ni cerbero. Todo permanece en la superficie de la Tierra, todo para la mirada aterrada de aquellas que quedan vivas, de aquellas que llevarán para siempre la memoria lacerada de sus muertos, la memoria tatuada de sus huidas.

Cuando los guerreros enceguecidos se ensañan con sus muertos, militares del fuego, y la crueldad les roba tiempo, entonces ellas pueden huir con los niños bajo sus brazos. Sueñan el regreso, lo sueñan para soportar el exilio, para soportar esa guerra interminable que comienza con la huida, con el desplazamiento; esa guerra interminable que se adelanta a sus pasos y, esfinge plantada a la entrada de las ciudades, espera allí, en cada puerta, bajo las formas del desprecio, la persecución y la exclusión. Enigma y destrucción de los hombres es este desprecio.

Antígona oye los gritos y los murmullos como letanías sepulcrales. Súplicas los gritos y oratorios los lamentos. Sabe, entonces, que no son aullidos de bestia sacrificada en el ara de algún dios. Son gritos abiertos, voces como rayos rasgando la noche, gritos que arrastran el dolor del alma, lamentos que saben lo inevitable y escupen toda la impotencia y su irremediable miseria. Ella sale buscando a su madre, quiere protegerse de los gritos, quiere sosegar su corazón galopante y saber que la partida presentida no es irremediable, ni que irremediable será el abandono de las siete puertas, de los muros del palacio, de sus hermanos y de su hermana; quiere que su madre le asegure que la peste no los llevará lejos.

Ella corre. Alguien dentro de ella, ella misma acaso, la empuja, brutalmente la conduce, la induce, no le da tregua. El aire contenido y el resoplar de bestia agotada y agobiada se sienten cerca. Es una bestia ahogada recorriendo tras ella las estancias de la infancia. Ella corre por el laberinto y el resoplar del minotauro envuelve su espalda. Asustada mira el suelo y ve allí esa golosa imaginaria, ese juego cruzado que guardará en su memoria de niña, memoria de un tiempo que pronto creerá fantaseado, inventado, inexistente. En la golosa ve ese otro juego trazado para su familia y jugado con su hermano, marcado de círculos y cruces en la arena. Círculos Antígona, cruces Polinices: círculos ella, ahogo, silencio; cruces su hermano, muerte inevitable. Juego que envía las señas ineludibles de un futuro. Círculos ella, su madre; cruces Polinices, Eteocles, su padre. Ningún ganador, tampoco tablas. Cruces y muerte todos. Círculo cerrado finalmente. ¡Ahogo!

Huele a sangre; la historia entera huele a sangre. Y la historia de este país, desde siempre en guerra como la historia toda, como el empecinamiento por acabar la vida, huele a sangre de esperanza herida, es roja de pasión asesinada, es detención e inmovilidad, pérdida en el laberinto de la destrucción y de un odio que no ha encontrado sosiego, que no ha encontrado la salida, que la ha clausurado en el vientre de la tierra y en la historia como el juego mortal de animal cercado y agónico.

A nuestras espaldas huele a sangre. Es roja coagulada nuestra memoria. Ríos teñidos y rostros desfigurados por el rencor y por el miedo hacen presencia constante en nuestros recuerdos y en las imágenes que nos roban el sueño. Hace tiempo, tiempo de origen, la guerra brotó como robo de la lengua y como violación y destrucción de nuestros sexos. En este país, como en todos los corredores de la historia, huele a sangre. Es un olor que ofusca el corazón, un dolor de desaparecidos, sangre de fosa escondida, de tumba ocultada, de caverna cosida, sangre de cuerpo despedazado y esparcido, guerra silenciada, guardada en fosas comunes, enterrada en cementerios clandestinos. Este país huele a sangre. Una bestia enfurecida cabalga a nuestras espaldas y se nos adelanta como futuro, como porvenir.

Antígona corre sintiendo la bestia a sus espaldas. Yo grito de horror, pero mi grito no logra vaciar el espanto que llevo pegado a mis entrañas, ni la rabia corriendo por mis venas. Los acontecimientos de esta guerra cotidiana vuelven a invadirme cada día y cada noche. Ante el grito que es también oscuridad, ante el silencio cargado de miedo que son las sombras y los murmullos nocturnos, vuelvo a vivir ese desgarre, ese lento y terrorífico vaciarse en los sueños. Tampoco ha podido salvarme el lenguaje. Un día creí, creí con furia y con dolor que sí era posible, creí que hablando... Pero luego, de muerto en muerto, de desaparecido en desaparecido, de cuerpos mutilados y llanto colgando de los labios mudos, he descubierto que el lenguaje no puede salvarnos pues está hecho del mismo material de la guerra, de la exclusión, del mismo material con el que se cortan alas y se entierran en fosas perdidas; fosas escondidas las de la mitad de mi pueblo enterrado, las de la mitad de mi pueblo encerrado. No, el lenguaje tampoco podrá salvarnos, pues está hecho de poder, de sometimiento, de desigualdad.

Y la bestia acecha, respira y sesea a las espaldas de Antígona. Ella corre, sabe que se mueve en el laberinto y que el laberinto es siempre una bestia buscándose a sí misma a través de sus víctimas; espejos sus víctimas, objetos de la bestia. El laberinto es también un eco cuyo monstruo son las palabras. El lenguaje es laberíntico: inevitable perderse en los recodos de un decir con pretensión de dominio, en un lenguaje que se estructura desde la consideración de un sujeto que ignora la cueva y la ciénaga desde la cual se eleva, ciénaga que es perpetua subversión nocturna.

La bestia ha dejado de respirar a su espalda. Ya no la invaden el vaho caliente ni el olor sanguinolento. Pero el monstruo todavía acecha, es un dragón que se arrastra en su alma, no produce ruido, no ronca ni resopla. Antígona se detiene, sabe de su presencia, la carrera por el laberinto se lo ha enseñado: ha aprendido a reconocerlo aunque no ruja ni resople, aunque aceche silencioso y ataque en la noche, aunque se arrastre con las sombras y les suspire palabras de amor a sus víctimas. Ella ha aprendido a reconocer a la bestia. Igual, si hace ruido o si no lo hace, su presencia es siempre una densidad en el ambiente, un movimiento diferente en el corazón, una pesadez en el aire y un presentimiento que tiene el pálpito de la agonía, de la esclavitud y de la muerte.

Antígona se detiene, el terror se confunde con su corazón galopante y ya no escucha las súplicas de los ancianos, ni oye los gritos y los aullidos del animal sacrificial. Está sola y se deja caer sobre el piso. Entonces toda la soledad desconocida se le revela: es una niña, pero siente un vértigo que parece conducirla, irrefrenable, por fuera de lo que hasta entonces había sido su vida, una fuerza que la llama más allá de su infancia, una inquietud, una zozobra, una densidad rara en su alma, un peso diferente en su corazón. Allí, en esa galería tantas veces recorrida, extraña ahora por todo lo que vive, ella se precipita, se hunde, se ahonda y sobre ella cae, profundo, el silencio.

Es el silencio de las sombras, es el frío de la noche y es el piso húmedo del amanecer. Ha corrido toda la noche de los brazos de su madre y llora. No había podido hacerlo desde que los enmascarados llegaron con una lista nombrando a su padre, reclamándolo a gritos y golpeando todo a su paso. No había podido llorar desde que, ante sus ojos, él se desplomó, mientras su pecho sangraba. No reconoció los disparos, creyó que eran truenos. No vio la sangre, fue ocultada por el sonido seco del cuerpo de su padre en el suelo. No vio el rostro de ninguno de los encapuchados, ni siquiera pudo levantar la cabeza del suelo, pues su madre huyó con ella tirándola fuerte del brazo mientras veía a esos hombres incendiar la casa y arrastrar afuera el cadáver de su padre. Ni ella ni su madre habían podido llorar, solo habían corrido en medio del tronar de las balas a sus espaldas.

La noche rueda entre las sombras, rueda el miedo entre las lágrimas. Mas no caen las palabras entre ellas. Se miran, miran un pasado que solo hace unas horas se quedó enterrado entre las balas, atrapado en el cuerpo inmóvil; cuerpo destrozado de él, pero presente, vivo, intenso, vivísimo en sus miradas y en las visiones que aún se abren en sus niñas heridas. Las palabras no han podido salir, subir; solo el espanto como laceración propia, como huella indeleble de la guerra, y el cuerpo muerto e insepulto del padre presa de las bestias y del sol abrasador, y el cadáver tatuado en su memoria, en la de ellas que no dejan a sus muertos sin enterrar, abandonados a la voracidad de las aves carroñeras. Con el asesinato en sus memorias, con uno de los guerreros muertos, acaso las mujeres comenzarán a hablar, a hablarse, a pensar en ellas en medio de la guerra, en medio de la noche, sin nada, sin nadie, solas.

Antígona, caída en ella misma, quieta, ausculta los sonidos, los ruidos. Ella es ahora la bestia que expía sin saber que el monstruo jamás será tomado por sorpresa. Los sonidos rebotan en su memoria trayéndole el recuerdo de su muñeca abandonada con la huida y, tras ella, de la muñeca del dios, del espejo y la pelota. Invadida por la tristeza siente el vacío entre sus brazos, inútiles los abrazos, y sabe, entonces, que la muñeca abandonada es un presagio, preludio de abandonos, apertura de nuevos olvidos, obertura de insospechados vacíos, primicia de nuevas soledades y laberintos.

Supo —pues eso era saber— reconocer las mil imágenes encadenadas que trae cada imagen, encontrar el eslabón que ata los acontecimientos en el señalamiento del camino que ha de seguirse para ser quienes somos y cumplir en nuestra historia la disposición de la vida, su ímpetu, su exigencia. Antígona sabe que le espera un destino de irremediable soledad, abandono y laberintos. ¿Es su destino, acaso, esa bestia a su lado, o quizá es este un lazo tendido desde sus antepasadas Ariadna, Fedra, Sémele? El saber es una red en la que ella será emergencia inédita, naciente articulación de imágenes que, reunidas de otro modo, crearán un tejido diferente en el horizonte de la vida y de la historia. Antígona lo había aprendido de su madre: cada ser es la conjugación diferente de las mismas imágenes, imágenes nuevas, por tanto, conjugación que abre la enorme y rica diversidad de la vida. Las sabias pitonisas ven el conjugarse de esas imágenes en cada consultante y desde allí entonan el canto imaginario de su porvenir.

Tirada en el piso y con la bestia rugiente ante su mirada, ausculta su porvenir. Las imágenes de una historia que la antecede y funda acuden en sucesión vertiginosa desligadas una a una de aquellas que allí, en ese corredor laberíntico, ella reconoce como su devenir. Nada es seguro, el porvenir no tiene certeza ni verdad única. Solo existen los múltiples fuegos centelleantes de los dioses iluminando de sentimientos y emociones el ara de su alma y el altar de su cuerpo. Nada es verdad, pero en su vida, sin saber exactamente cómo, se encadenarán un laberinto, un monstruo y un mundo rodando entre sus manos, una huida ciega, una muñeca olvidada como perdida infancia, dolorosamente olvidada; un espejo negro como estas tinieblas en las que ahora cree ver su porvenir, y unos oráculos. La oscuridad, el misterio y el temor ya son vectores en la profundidad de su futuro.

Ella hubiera querido preguntar, pero un monstruo nunca es un oráculo aunque guardado por este se encuentre, y a este monstruo, de figura torpe y desesperado, una inmensa congoja lo envolvía. Su abatimiento podía percibirse en la manera vacilante, temblorosa e incierta; manera huérfana, abandonada; manera desdichada y solitaria de tender los brazos, moverse, arrastrar sus pies en la oscurecida tarde y en el penumbroso corredor del palacio. Se diría, pensó Antígona, que es el monstruo más solitario y desgraciado de los monstruos. ¿O era ella la más solitaria y desgraciada de las princesas?

¿Qué hacen siempre juntos un monstruo y una doncella? ¿Es acaso el monstruo guardián del secreto, del saber de la doncella, o es que monstruoso es el secreto mismo, el saber duplicado como bestia? Y aquí, nuevamente, está la doncella niña frente a un monstruo. La historia, pensaba Antígona, estaba llena de monstruos, asesinos de monstruos, doncellas raptadas, ahorcadas o asesinadas por aquellos mismos asesinos; la historia estaba sembrada de secretos, enigmas y misterios. Y de ardides y de guerras y de muertes.

En el laberinto que es la noche, espiral de violencia que nunca termina, agazapadas en el umbral de un mañana sin futuro, ellas esperan un amanecer que será estampida, huida y vacío ciego de posibilidades, de metas. Han visto atormentar y torturar la vida, asestarle cada golpe como si en la víctima ella pudiera acabarse, extinguirse toda; como si en ese cuerpo se pudiera destruir aquel ímpetu que, pese a ellos y a su contienda contra la vida, insiste, persiste; obsesión la de la vida. Y en medio de la tenebrosidad y el desamparo ellas padecen, ahora, la vida perseguida, humillada, aniquilada en cada esperanza muerta y en el amor desdibujado.

Allí, en ese rincón de la noche, solo crece el silencio y la tensión de la espera, del ocultamiento. Ellas saben que para los guerreros la derrota final del adversario solo se alcanzará con la violación de las mujeres. La derrota será un hijo de la mujer o de la hija del enemigo. El triunfo de la guerra será que la madre odie a su hijo. El triunfo será el odio. Escondidas en ese rincón oscuro de la noche ellas contienen la respiración casi hasta el ahogo, no querrán parir un hijo que enloquecido por el odio de su engendramiento y por la furia contenida en el vientre en el que creció, un día, en la encrucijada de cualquier camino, arremeta contra un desconocido que es su padre y lo asesine.1

No tienen a dónde ir, sobre todo no quieren regresar nunca donde la bestia aún espía, aún espera. Todo ha quedado abandonado junto al cadáver del guerrero muerto, y en la soledad de la huida, en las tinieblas de la noche, solo les pertenecen las emociones, los sentimientos, las sensaciones, esas manos vacías y ese sentirse siempre forasteras en el mundo, siempre extrañas. Nuestra soledad es esa estancia por fuera del odio y de la destrucción, de la venganza asesina y de la brutalidad con la que empujan y llevan al extremo su voluntad de dominio, voluntad de muerte. En las sombras de la noche, cueva simbólica y escondite, ellas se protegen de la violación, se protegen de la entrada violenta y obligada en la espiral infinita de la guerra y del odio.

Solas, en aquel paraje oscuro, las mujeres aprenden las fronteras de su mundo. En esa noche de espanto y muerte viven el extremo del terror que ha sido fundamento de sus vidas: ese miedo al asalto, ese sentimiento de peligrosidad constante y esa aceptación silenciosa de límites, horas y posturas que supuestamente mantienen en calma a la bestia, apaciguan al violador y en él aplacan el deseo de destruir la vida allí donde ella es su más libre afirmación. En el límite de la fuga y de las sombras ellas asimilan el miedo acostumbrado en el antiguo gesto de bajar los ojos y, tras ello, comprenden todos los velos que cubren nuestros rostros y nuestros cuerpos; comprenden los velos como cárceles y los párpados caídos como hierros.

En aquellas sombras, ellas, silenciosa y dolorosamente, sienten el odio fundacional, y en su cavilar comprenden que deben iniciar la partida, aceptar la huida, cruzar las fronteras de ese mundo. Comprenden, entonces, su desquiciamiento, y reconocen las múltiples formas de su control, los innumerables métodos con los cuales nos han impedido la huida, la salida del mundo y los diversos medios con los que nos han mantenido encerradas en los límites de su odio y de su lógica guerrera, por fuera de la cual solo crece el vértigo, el vacío o la locura.

Aún no amanece. No hablan entre ellas. Acurrucadas espían las sombras y entierran en el silencio los nombres del horror. Las manos son el ombligo por medio del cual se comunican, y la noche es el vientre que las cubre, el útero que las cobija y las esconde. No hay palabras. Sus ojos guardan todo el pavor, y en las imágenes tatuadas en sus pupilas ellas resignifican su historia y la historia de todos los silencios. En esa noche, anudadas por los dedos de sus manos, palabras su presión intensa, emoción el sudor constante, ellas comprenden la hondura de su mundo amordazado e, igualmente, el destino común que ha fijado en ellas el sostenimiento de una esperanza contra la obsesiva compulsión por destruir la vida.

Por primera vez, en ese paraje apartado de todo lo conocido, geografía única donde logran reconocer la vivacidad del miedo y sentir la soledad y la amenaza real que ha estado siempre en sus vidas, ellas comprenden que la violación ha sido el instrumento ancestral para destruir la vida y para inaugurar la historia como odio y como guerra. Allí, entre las sombras de la noche, ellas, con las manos asidas con temor y sentimiento, deciden no permitir que la violación arranque la vida para introducirla en la terrible espiral del odio y de la venganza. En esa noche espantosa y desastrosa ellas asisten a su irremediable pérdida del mundo. Transidas de dolor sabrán que, aun sin guerra, ellas son siempre presas, que aun en tiempos de silencio y sometimiento, en tiempos de bestias dormidas, ellas están en peligro. Ante nuestros ojos se han desgarrado los velos y comprendemos que es imperativo irnos, arrancar, fundar un mundo nuevo.

Allí, en la montaña, en la penumbra y en medio de las balas y la muerte puede nacer de nuevo el mundo. En la opacidad de la noche, pese al aire contenido, aire comprimido que casi mata, aire que falta, aire que falla, podemos, en medio del ahogo, levantar un cosmos en el espacio de nuestros labios, alzarlo desde el silencio, hacerlo crecer entre los párpados donde se encuentran guardadas las imágenes de la vida, acunarlo en los abrazos que no sean los círculos cerrados, asfixia del guerrero. Allí, en esas manos trenzadas, manos salvadas de la barbarie y de la muerte, pueden crecer los gestos y las caricias que coserán sus mundos con el sentido del amor y los reunirán superando el odio inoculado que ha impedido los gestos de una erótica entre mujeres, de una erótica que creará de nuevo el mundo y posibilitará otro a espaldas del odio y de la venganza.

En este amanecer en el desierto que es su huida, estampida de la muerte y de la violencia, su exilio es posibilidad fecunda de espacios marginales, periferias para insospechados encuentros, ámbitos de creación imaginaria, ruptura de órdenes y de la sumisión a la muerte, al exterminio y al sometimiento. En medio de la huida y del espanto podemos levantar un mundo, o acaso solo sea irse, abandonar el centro, partir, abrir nuevos espacios para el advenimiento de todo aquello que, negado, ha sido, sin embargo —o acaso por ello—, el espacio abierto para el accionar de la bestia, para el asedio del monstruo.

En esta aurora primera por fuera de la servidumbre, así sea madrugada en el espanto, amanecer de ellas solas, juntas en el pánico y la huida, podrían abandonar el mundo de la guerra, mundo de la extrañeza, mundo de su exclusión y silencio, y levantar un cosmos dibujado en el rostro por los dedos, cimentado en los labios de sus besos, en las manos recorriendo las niñas de sus ojos, en las caricias como palabras nuevas. Allí, en el frío de la noche y en el dolor del alma plena de terror, ellas deben amarse para inventar un universo nuevo, escapar de la espiral, nombre del infinito y de la violencia, y levantar entre sus brazos la ternura para inventar otro mundo. Ellas deben acercarse, cerrar el espacio entre sus cuerpos de manera que nunca más los guerreros logren su separación y, con ella, la destrucción de la vida.

La historia bien ha podido resumirse en la relación mortal de una princesa y un monstruo que con sus besos se vuelve príncipe y ante otro príncipe se hace guerrero y de nuevo monstruo, asesino, soldado, violador de la princesa. La bestia, que en los labios se hace príncipe, se pone el uniforme, espera la noche y busca a la princesa de otro monstruo para ganarle a él en bestialidad y violarla a ella. Historia de monstruos, bestias, guerreros y princesas violadas, asesinadas o ahorcadas: Helena, Ifigenia, Casandra, la gran sibila, la sibila sagrada princesa de Troya y su hermana Políxena. Cómo le había fascinado esa historia a Antígona y cómo había aprendido de la dignidad en aquella joven troyana, niña aún como ella, quien al saber irremediable su sacrificio, desnudó su pecho frente al ejército y señaló para el verdugo el lugar donde la daga se hace mortal.

Y Deyanira y Ariadna y su hermana Fedra y su madre Pasifae... Todas ellas y sus monstruos, todas ellas y sus muertes, todas ellas y ella... Recordaba a su madre, pensaba en su risa y en sus abrazos para apaciguar el miedo, para sosegar el pálpito brusco de su corazón contra su pecho. Todas las historias de sus hermanas acudían a su mente, y una extraña sensación de familiaridad como destino común la hundió aun más en el pánico. ¿Sería ella como ellas? ¿Habitarían ellas en su alma de la misma manera que en la agonía de una ola nace otra renovando su ímpetu, su fuerza?

Allí estaba junto a una bestia que seseaba intensamente, y tuvo miedo, un pavor sagrado, de misterio, se apoderó de ella: miedo al arcano que siempre trae el monstruo, al enigma que, ineluctable, debe ser penetrado, al develamiento de aquello que, como el oráculo, imanta siempre hacia el desciframiento y obliga a la metamorfosis que es el monstruo finalmente incorporado. El monstruo siempre se ha transformado y la princesa lo ha visto tornarse asesino, mortífero y letal en medio de la oscuridad.

Antígona sintió pavor de su porvenir. Intentó no pensar, pero la presencia, cada vez más cercana de la bestia, la obligaba. Quiso levantarse y comenzar de nuevo la huida en búsqueda de su madre. Junto a ella todo se aclararía, el susurro de su voz en sus oídos volvería a acunarla, a arrullarla; en el calor de sus besos recuperaría la certeza de su pertenencia al mundo que ahora sentía zozobrar en el temblor de su cuerpo, y rescataría la confianza perdida ante la posibilidad de que ese monstruo trajera para ella algún albur, algún misterio. Iría hacia su madre y frente a ella el monstruo vomitaría su enigma y desnudaría la relación de este con su devenir.

De pie miró nuevamente ese portento: su figura quebrada, la torpeza de sus movimientos y esa inseguridad esa indecisión en el espacio, esa lentitud en la quejumbre y el temblor en la cascada de su llanto ronco, llanto triste como canto de pavo real.

Antígona pensó en su ciudad, en el campo de Marte que yacía junto a la fuente de agua pura, lustral, y en el dragón y las veintiocho letras del abecedario, y en los veintiocho dientes y en los veintiocho guerreros nacidos de cada diente plantado, nacidos del dragón derrotado, nacidos de sus fauces desdentadas. Pensó en sí misma, allí, ante esa figura triste y solitaria, ante esa figura derrotada y como suspendida, doblada, buscando acaso la dirección del averno. Pensó, entonces, en su antepasado y fundador de Tebas, Cadmo, en Harmonía, en la serpiente con dos cabezas en la que se habían convertido después del despedazamiento, reunión enigmática, y en el despedazamiento, en este monstruo ensangrentado, en el dios despedazado. El monstruo bien podría ser un guerrero, un espartoi,2 una semilla de diente de dragón, o quizá, el dragón mismo. El campo de Marte estaba cerca y allí, enterrados, estaban sus colmillos, y de cada diente del dragón, un guerrero; y de cada guerrero, una letra del abecedario; y en cada palabra, un ejército; y en el lenguaje todo, una guerra. Incisivo y mortífero el lenguaje así nacido.

Muchas veces, presa del terror por los murmullos y las voces de la noche, por quejas y gritos ahogados por manos invisibles, acaso tumbas, acaso tierra, gritaba aterrorizada, y su madre, tranquilizándola, le hablaba de los dientes del dragón: Cadmo lo había derrotado porque custodiando la fuente de agua lustral no permitía acceder a ella y realizar los sacrificios a toda fundación debidos. La diosa Atenea le había ordenado abandonar la búsqueda de su hermana Europa raptada por un toro (que luego, sabría, había sido Zeus), y fundar una ciudad. Cadmo seguiría a la señera ternera descrita por Atenea hasta el lugar en donde esta se detuviera, y allí habría de fundar a Tebas. Asesinando al dragón para poder obtener el agua para la fundación de la ciudad, escuchó una voz que le ordenaba enterrar los dientes en aquel lugar y, al hacerlo, de cada uno de ellos nacería un guerrero y una letra y un abecedario y una lengua guerrera y un lenguaje bélico.

Podría, pues, ser un espartoi, uno de los guerreros sembrados, nacidos de los dientes del dragón que Cadmo, el fenicio, asustado, había hecho que se destruyeran entre sí, apenas nacidos, cuando se proponía fundar la ciudad de las siete puertas como eco o réplica de su patria; aquella Tebas egipcia, la de las cien puertas, como la llamó Homero. Pero un diente, una letra, un guerrero, ¿cuál guarda el monstruo en su centro?, ¿cuál constituye el enigma por develar?, ¿cuál de las transformaciones será asumida y destruido así el portento? Sí, todo monstruo está hecho del material del dios Proteo, pero todo monstruo trae, también, la última transformación de la princesa que junto a él se encuentre. Sí, todo monstruo es una metamorfosis obligada y una muerte.

¿Era ese corredor un ombligo que debía ser cortado? Corredor, serpiente, lazo, laberinto uterino de insospechado nacimiento. ¿Y esta niña de ahora, laberíntica y aterrada, era acaso la princesa de ese monstruo? ¿Y la muñeca dejada en la habitación de la infancia, era ella ya ida?

Antígona sentía la bestia de rugido ronco seseando a sus espaldas. Ya no se quejaba, no se lamentaba, parecía sosegarse siguiendo sus pasos en los pasos de sus pasos. Parecía tranquilizarse con su presencia, presencia en su presencia desde que la noche comenzó a caer en aquel corredor que la conducía hacia su madre y lejos de su muñeca abandonada. Un raro silencio, raro y profundo, invadía aquel palacio. Sí, era la noche, mas era extraño que habiendo ya caído la oscuridad no se escucharan los cantos y los ruegos a los dioses para que cesaran su ira contra Tebas y destruyeran la peste que de nuevo, como hacía años, se había amañado en su ciudad y amenazaba con destruirlos a todos.

Era extraño que no se vieran las llamas de las piras del fuego crematorio, ni el humo hubiera invadido la ciudad con su olor ocre y plomo, olor pestilente y repugnante desde el inicio de la agonía de la tarde. No se oían los ensalmos, ni las súplicas, ni los ritos de purificación dejaban escapar hasta los muros del castillo sus profundos cantos que erizaban y conmovían hasta a los dioses del Hades. No se oían los lamentos interminables, ni las voces que intentaban alcanzar a las almas hasta honduras infinitas, ni los cantos de amor con los que Orfeo logró conmover a la gran Perséfone y permitir el retorno de Eurídice del Hades.

Extraño era el silencio, extraña la oscuridad del palacio, y ella misma se sentía extraña, invadida de un desconocido sentimiento denso y pesado, como si toda la densidad de las sombras y todo el gris del humo de los muertos cremados se hubiera metido en su alma. Creía que se le había olvidado reír y sentía que se había perdido la levedad con la que tantas veces había recorrido aquellos corredores de piedra. Y el plomo denso como la noche y las sombras se derrumbaban sobre ella.

La noche oscura caída precipitadamente sobre Tebas, como parecía caer el misterio de ese monstruo en la profundidad aún niña de su alma. De nuevo sintió, y esta vez sin temor, que ese era su fantasma; aquel pasadizo, su laberinto; el palacio de corredores de piedra, las sierpes a su alrededor y su muñeca abandonada, la muerte primera. Todo parecía haberse quedado atrás, como si esa muñeca también hubiera sido un misterio que ahora cedía, con el olvido, el lugar a otro misterio, acaso a un despedazamiento o quizá a la posesión iracunda de un dios, manía y venganza, quién sabe.

Encontró, finalmente, las estancias de sus padres y el cuarto tan familiar de su madre. Había luz en su interior. El fuego de las teas encendidas lamía las paredes de piedra y jugaba a espectros con las sombras. Su madre estaría allí, sería su sacerdotisa y señalaría el umbral por el que había ingresado ante el lamento profundo de la bestia y el olvido de su muñeca.

Antígona cruzó el lumbral y una visión aterradora cegó sus ojos, explotó en su piel y convulsionó todo su cuerpo. Un grito venido de la profundidad de la tierra se escuchó en aquel aposento, y después siguió otro, ronco, pesado y oscuro. Era el grito de la bestia. Estupefacta, como de piedra, medusa acaso la visión, se quedó inmóvil. Un torrente de lágrimas obnubiló aquella imagen y de nuevo comenzó a gritar, a llamar a su madre, a pronunciar tres veces su nombre tan querido: nombre el cuerpo, nombre el alma, nombre el espíritu; tres veces ese nombre que era bálsamo, seguridad, ese nombre que era suelo firme, roca, certeza, vida. Y de nuevo arremetieron los ayes de la bestia, y esos gritos al unísono poblaron y llenaron las estancias de aquel dédalo tebano.

Niña, una niña apenas, estupefacta ante aquella imagen, Antígona vio a su madre ahorcada, péndulo eterno, oscilación de desgarro, reloj detenido; vio a su madre desnuda colgando de una viga, y su túnica, como vida desechada, abandonada en el piso. Quería quedarse allí, que la mirada pétrea de su madre la convirtiera en piedra, que la rigidez de su cuerpo la hiciera de hierro. Imposible el movimiento sin sus palabras, imposible su vida sin sus visiones, imposible su risa sin sus historias de antepasados, imposible ya este momento que le arrancaba de un tajo toda pertenencia. Con su madre ahorcada, ahorcadas quedaron las palabras, ahogadas las imágenes, caricias en su cuerpo, y estrangulados en un tiempo abruptamente detenido, los saberes que ella ya no le revelaría.

Una atmósfera sagrada de dolor y espanto penetraba todo el aposento; muerte guiada secretamente por algún dios, trama secreta y misteriosa que revela su ineluctable decisión, destino de una vida que confirmaba aquí la desobediencia y el saber.

Desde muy temprano, como si se tratase de lo esencial para la vida, su madre le había enseñado que la presencia de los olímpicos entre los humanos es siempre el inicio de una tragedia, el primer acto de un prolongado desgarramiento, la primera manifestación de un temblor, de una honda conmoción. Y allí ellos debían haber intervenido. Aquella terrible y casi sagrada visión era un mandato sagrado, ella no sabía si inicio o terminación, o si, como todo nudo, como todo círculo, como todo lazo en torno del cuello, era final o de nuevo comienzo, meta o partida. Todo terminaba para volver a iniciarse y quizá era ella, de nuevo, el comienzo del círculo, el inicio de un trazo que culminaría en ahogo, en silencio, en piedra.

Algo tremendo, sagrado, del orden de lo maldito; algo divino e inmundo debió acontecer, cruzar la vida de Yocasta, signarla y conducirla por fuera de la sumisión a los dioses; algo del orden mismo de lo sacro debía saber ella, o acaso había sido deseada por algún dios, como les había acontecido a otras ahorcadas. Conocedora de la historia de Cadmo, sabía cómo se sembraba la guerra, cómo se heredaba el fratricidio, y sabía, asimismo, de la locura en forma de tábano y de la ternera. Sabía cómo se raptaron las doncellas y sabía de los estupros del dios. Nada de aquel mundo reciente le era extraño y lo sabía erigido desde la negación de las semillas, regalos de Deméter.

Antígona llora. Tras ella, el monstruo ronco, como salido de la profundidad de la tierra y hablando desde sus entrañas, la llama. La nombra, está a sus espaldas y ella siente la respiración de él casi rozándole el cuello. Es su voz el frío de la muerte, y es su respiración la repetición insoportable de lo que su madre debió haber sentido al crear el vacío a sus pies. Ella no lo escucha, ha olvidado su presencia. Fija e inmóvil, no aparta los ojos del cuerpo desnudo de su madre y recuerda cuando se desnudaban en la mar y en los ríos y ella le contaba la historia, siempre fascinante, siempre nueva, de Narciso y Eco, la historia de la palabra nueva, como decía Yocasta, de la palabra recién llegada, eco de un desconocimiento, inauguración de un espejo nuevo, mentira de un decir.

Otra vez las entrañas de la tierra parecen abrirse con su nombre, pero ella, en piedra convertida, no puede moverse, no quiere moverse, quiere agotar y detener toda conmoción. Allí todo se ha perdido, y eso perdido pende inmóvil y rígido en el cuerpo colgado de su madre muerta. En las pupilas de sus ojos, niñas, niña ella, pasan las imágenes de Ariadna, de su hermana Fedra y de su madre Pasifae, y la de su muñeca, acaso colossus ahora de su abandono; y el nudo en el cuello, y el círculo ahogando, cerrando el aire, deteniendo las palabras. ¿Qué no pudo decir Yocasta, qué secreto saber tuvo que ahogar, detener, callar con su vida? ¿Y qué secreto saber todas esas ahorcadas detuvieron en sus cuellos divinos? La imagen de ellas se encuentra ahora atrapada en las pupilas de sus ojos: ¿será ella, acaso, quien reanudará el círculo, desatará los nudos en torno del cuello de sus antepasadas y arrancará las dagas de sus pechos para dejar correr aquello que las ahoga, aquello que las degüella, aquello que las desangra?

Con sus grandes ojos abiertos, la niña Antígona es una estatua que llora. De piedra es su cuerpo y de lágrimas sus ojos abismados por aquella imagen. Inmóvil y bella, quieta y muda, piedra que recibe el primer golpe de una escultura, Antígona siente caer sobre ella el peso de un destino que se abre solitario, tremendamente solitario y desconocido, pues su sibila amada, su sabia, su lectora nigromante, su sacerdotisa querida yace ahogada, ahorcada, inmóvil. El futuro de Antígona es ahora de sombras, un futuro oscurecido, de tanteos, torpe, un futuro sin pitonisa, sin nigromante, sin adivina, sin madre.

Antígona escucha de nuevo su nombre. Es la bestia que la reclama, es el monstruo que la llama y respira en su cuello, como del cuello de Yocasta la seda o el lienzo se llevaron su respiración. La voz ronca, desgarrada, voz de animal degollado, lamento triste como de pavo real que la llama por su nombre, retumba dolorida en aquella mortal estancia. Todo está detenido, quieto, muerto, incluso ella, allí junto a su madre ahorcada, ahogada. Todo es como de piedra inmóvil; excepto la voz que la nombra y respira entrecortada a sus espaldas, cerca de su cuello como si esa respiración pudiera igualmente ahorcarla a ella, o como si le hablara también de su ahogo, de su muerte, del futuro lazo que se cerrará en torno de su infantil garganta.

Es de noche. Son las sombras y el silencio pesados como plomo que cae sobre su corazón, como cae la imagen de su madre ahorcada en sus pupilas arrancadas a la inocencia, desterradas ya de la infancia, exiliadas del saber de la madre, expulsadas del suelo más seguro y del amor más certero. Ahora todo es extraño, todo oscuro: un túnel, una noche y una muñeca perdida en las niñas muertas de su madre.

El grito del monstruo vuelve a retumbar y a invadir de ecos infinitos el castillo tebano, y como una piedra en un estanque rompe la quietud y la inmovilidad que se habían creado en el cuerpo de Antígona, como fundido al cuerpo de Yocasta. Un grito, una piedra en un estanque, un círculo ampliándose, eso oyó y vio ella al salir de su estupor; un círculo que desde el cuello de Yocasta y desde todos los cuellos de las ahorcadas se ampliaba ahora y la incluía a ella y a la bestia que, de esa manera, a gritos, la arrancaba del silencio y de las imágenes de piedra.

Antígona siente que la presencia de ese monstruo está relacionada con el ahorcamiento de su madre, y una furia colosal, furia de vida amenazada, la invade. Nada teme. Lo temido ha acontecido y todo puede terminar. Es una niña, pero siente que su futuro ha sido ahogado. Es una anciana entonces, huérfana. La rigidez del cuerpo desnudo de su madre es un muro, una muralla, un desierto. Niña, demasiado niña aún, Antígona crece en la enorme dimensión de su dolor y quiere, de una vez por todas, enfrentar el monstruo que ha reversado todo desde su aparecimiento. Ya no más ese animal herido seseando a sus espaldas, ya no más esos brazos torpes tanteando las paredes y rascándolas como bestia enfurecida, ya no más sus jadeos asquerosos ni su aliento sanguinolento, aliento de bacante embriagada.

Se dio la vuelta hacia él y oyó, mientras miraba aquel semblante oscurecido, su nombre. Las órbitas de sus ojos estaban vacías, vaciadas, y la sangre rodaba lenta, roja y brillante por su rostro. Su túnica imperial es­taba teñida de sangre y en sus brazos tendidos, inciertos, dudosos, estaba todo el dolor y todo el temor que puede albergar un huma­no. “Antígona, niña”, repetía como una súplica, como una cifra, como un bálsamo para el indecible dolor que lo acongojaba. Y Antígona vio al rey de Tebas en la túnica ensangrentada, vio a su padre en las cuencas vaciadas de sus ojos y en ese rostro de coágulos oscurecido, y sintió todo el dolor del universo en su madre ahorcada y en su padre enceguecido. Su padre vio a Antígona en su grito desamparado ante la visión de su madre estrangulada, y Antígona se vio a sí misma en la más honda orfandad, se vio a sí misma ante el desierto.

Sin futuro, protegidas por las sombras de la noche, ellas esperan el amanecer de la huida; esperan la llegada de la luz con la que podrán, no sin amenaza y peligro, bajar de la montaña y comenzar el descenso y la huida, caminada interminable hacia cualquier territorio. A su lado bajarán muchas mujeres, niñas y niños, y con ellas caminarán hacia ningún lugar, hacia parte alguna. Estarán allí en la montaña, igual que ellas, celadoras aterrorizadas, vigías de guerreros en búsqueda del último botín de su orgía de espanto; estarán allí, agazapadas, quizá muy cerca, pero el terror las ha dejado a cada una sola con su porción de dolor, con su trozo de desgarramiento y silencio, con su pedazo de soledad y de abandono. Al amanecer irán saliendo, emergentes del miedo y de la muerte, como paridas por la montaña. Y ninguna preguntará nada, ya lo saben todo; el silencio será ahora —como lo fue en la noche y entre las sombras— la posibilidad de la vida.

Y al amanecer, el pueblo íngrimo estará, poblado solo por fantasmas, y las puertas de las casas dejarán correr el viento. No habrá pájaros ni ropas inflándose al viento, y los muertos conservarán la rigidez del terror en sus miradas alucinadas. No serán enterrados, no, al menos hasta que los guerreros se alejen seguros de haberlos exterminado a todos, o quizá, venganza eterna, serán amontonados en fosas comunes, desaparecidos. El pueblo se habrá vuelto de hierro, todo ya inevitable, consumado, consumido, y ellas estarán huyendo lejos de sus muertos mientras sus cadáveres son víctimas nuevamente de la muerte que se ensaña y duplica al infinito en cada dentellada de las bestias.

Ellas bajarán de las montañas, abandonarán los cuerpos de sus muertos y, aunque encuentren un lugar, se irán, huirán siempre, pues su corazón no abandonará la estampida. Huirán de ciudad en ciudad, de puerta en puerta. Y sabrán de otra muerte que la muerte, y sabrán de otro exilio que el exilio, y sabrán de otra errancia que la errancia, pues en cada puerta, en cada muro, en cada calleja habitada por la espera, por su espera, vivirán el desprecio que asalta en cada mirada, el rechazo y el señalamiento en cada ciudad y la sospecha que las expulsa a otro viaje, a otro territorio, a otro pueblo. Y para ellas, huyendo del destrozo y la violencia, siempre será así.

Y saldrán. De nuevo tomarán un camino. Cualquier camino les dará igual y se preguntarán por esta muerte lenta que es su exilio, por esta muerte tarda que vuelve a armarse de ciudad en ciudad, de puerta en puerta, de muralla en muralla. Mas la guerra no habrá triunfado aún, ni la muerte ni la desesperanza, pues ellas, plantadas ante el desierto como horizonte, toman a sus niños como pájaros, se los meten debajo de los brazos y vuelven a arrancar para irse de ese mundo, para irse de la guerra, para iniciar la vida en otra parte.

Ellas, ante el umbral de la aurora, ante el final de este Apocalípsis, miran el horizonte. Tras ellas hay muerte, oscuridad y una gran pérdida. De frente no hay nada, solo el errar, solo la errancia, a eso han sido condenadas por los guerreros, seres del odio y de la muerte; guerreros hijos de los dientes del dragón, hijos del lenguaje como trinchera, del lenguaje como guerra.

De pie, ellas esperan un amanecer desértico y un caminar desquiciado, errabundo, un caminar que encuentre una lengua y unos seres nacidos de las semillas y no de las fauces desdentadas del dragón.

1 “Oíamos los disparos de la guerra a lo lejos, al otro lado de las colinas que rodean nuestra ciudad. Nos parecía que venían del fin del mundo, a cientos de leguas de donde nos encontrábamos. En un instante vimos irrumpir en tropel aquellas hordas de perros de presa rabiosos que de humanos solo tenían el nombre. Sucedió tan rápido. Mi compañera fue arrancada de mi brazo por una jauría. La oí gritar hasta partirme el alma. Después supe que la habían despedazado. En cuanto a mí, solo me tomó uno. Su asalto fue monstruoso. Me abandonó en un campo dándome por muerta. […] Karim salió de mi vientre ensangrentado y sosteniendo un cuchillo en la mano. Siendo aún bebé se convirtió, al mismo tiempo, en soldado. Me miraba llorando y furioso a la vez. Yo lo besaba y le decía: ‘Irás a la guerra. Matarás al soldado que te engendró. Me traerás sus ojos de bestia, quiero quemarlos sobre tizones. Me traerás su lengua maldita, quiero arrancarla con mis propias manos. Me traerás su sexo de hierro, quiero empalarlo, encenderlo como una mecha y luego arrojarlo a lo más profundo del abismo. Vénganos, Karim. Devuelve el honor a nuestra casa’. Karim me miró, triste y a la vez enloquecido. Me dijo: ‘No quiero matar mi padre. Quiero matar, pero ¿a quién? Quiero matarme en la guerra...’”. Madeleine Gagnon, Las mujeres dan la vida, los hombres la quitan, Barcelona, Crítica, 2002, p. 20.

2 Hombre sembrado.

El errar del padre

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