Читать книгу El errar del padre - Marta Cecilia Vélez Saldarriaga - Страница 8

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2. El amanecer

Al amanecer, cuando las luces naranjas del sol incendiaban el firmamento y los rayos llegaban a Tebas, tenues y débiles luego de vencer el humo negro y nauseabundo de las piras sacrificiales de los cuerpos apestados, el palacio, otrora desgarrado por los gritos y por el llanto, yacía sumido en un silencio abismal. Se habían acallado los rezos y las súplicas a los dioses en coro pronunciadas, y los lamentos y clamores, gestos de plañideras de mil dolores portadoras, habían sido vencidos por el mismo dolor y el mismo llanto.

Aunque amanece, Tebas permanece oscurecida, gris y envuelta por la humareda que hace del duelo noche aún sobre la ciudad. Por encima del humo dispersado por el viento leve y por la aurora, las aves carroñeras forman otra oscuridad más compacta, casi táctil, y el graznido, amenaza inútil de sus picos hambrientos, rompe el silencio y sustituye los ayes y los lamentos. Es un amanecer roto ya por el grito irisado de las aves, mas envuelto aún por los ocres nocturnos del humo de los cuerpos quemados, cuerpos incendiados de los muertos. En Tebas, Hades ha hecho su aparición patética y todo gira en torno de la muerte y de los muertos; espectro todo, todos, incluso las imágenes de los sueños, aquellas que se sucedieron cuando los vivos no pudieron más y cayeron vencidos por esa otra muerte que es el sueño. Igual le ocurrió a la niña Antígona, igual a su padre, para quien el sueño se abre al cerrarse otros ojos tras sus párpados vacíos, párpados por él vaciados. Es un funesto amanecer y la ciudad toda una necrópolis. Ciudad de muertos, ciudad tomada y sitiada por una oscuridad que no cede a la aurora.

El sueño se había posado sobre la ciudad y los habitantes habían dejado a las almas de los muertos insepultos, ídolos aún errantes en la tierra, el cuidado de los cuerpos inertes y del sueño de los vivos derrotados por el dolor y la impotencia, derrotados por la presencia ineludible de los dioses en la vida de los humanos. Tras los ensombrecidos ojos de Edipo otros ojos se abren y las imágenes comienzan su danza onírica y enigmática. Allí está él, caminando por senderos solitarios y desconocidos, y en su mente retumban sentencias iracundas y palabras que lo llaman maldito. Va por un camino polvoriento y de sus ojos brotan lágrimas: no sabe a dónde ir, tampoco comprende en qué momento su vida se hizo laberinto, ni cuándo ese camino se convirtió en su único porvenir.

Edipo caminaba y sollozaba en medio de un viento fuerte que levantaba una polvareda y ocultaba lo ya andado. No podía ver hacia atrás, viento y polvo borraban el pasado, viento y polvo se levantaban, igualmente, frente a él; turbulencia gris, tormenta árida y seca. Su movimiento hacia delante, sin meta ni fin, debía vencer esa fuerza que arremetía como si quisiera obligarlo a volver atrás; obligarlo, al menos, a detenerse. Era una tempestad de arena que golpeaba sus ojos y los penetraba, un vendaval de filosos cuchillos en sus pupilas cuando se llevaba las manos sobre ellas para evitar que la arena siguiera golpeándolas, rasgándolas, rayándolas dolorosamente. Y el llanto no ayudaba, hacía arder y doler más sus ojos, casi sangrar.

Inmóvil, envuelto en la arena y enceguecido, escuchó las maldiciones de la sibila: “Vete de aquí asesino de tu padre, amante de tu madre, padre de tus hermanos. Ándate, parricida y no regreses al oráculo de Apolo, usurpador del saber de diosas y madres, defensor de padres y dioses; no retornes, maldito asesino, al delphy robado a las diosas por Apolo. Aquí eres el ser más odioso, el ser más despreciado por el Dios creador de la ley paterna cuando defendió y no permitió condenar al matricida Orestes. Sobre ti pesará por siempre su asedio, su odio y su abandono. Vete, y suplica a los demás dioses se apiaden de ti y te envíen pronto la muerte y el olvido”.

No quería oír aquella voz ronca, voz de vientre contenido, voz de trueno desatado; pero tenía las manos sobre sus ojos acuchillados por la arena y sabía, además, que esa voz venía desde adentro. ¿En qué lugares del alma callar las voces internas, en qué silencios externos ahogar el murmullo interior? Inmovilizado por la tormenta, atormentado, no podía escapar a esas palabras que se repetían, incansablemente, entre sus odres. Y con esa voz a cuestas atrapada en su mente, comenzó, enceguecido y envuelto por la arena, a inclinarse, a caminar, a luchar contra la adversidad de la borrasca, contra la adversidad del desierto, contra la adversidad toda.

Caminaba, no sabía hacia dónde ni por qué debía irse. Huía, trataba de correr pero el viento se lo impedía, intentaba escapar de aquella voz, pero ella habitaba dentro de él. Era una voz que salía hacia él, que salía de él, él que era allí pura exterioridad. Golpeado por el viento, huracán en sus ojos, tortura esas palabras en su corazón, Edipo quiso huir, pero allí detenido, estancado, solo pudo escuchar la maldición y, entre balbuceos, con los labios tapados para que la arena no entrara, gritó su propio nombre: “Soy Edipo, futuro rey de Corinto”.

Y gritaba fuerte, aunque la mano en su boca no permitía que la voz saliera y se escuchara alto: “Soy Edipo, futuro rey de Corinto”, repetía, mas sus palabras mezcladas de arena volvía a introducirlas el viento; palabras pastosas, palabras embarradas, palabras secas retrocediendo por la apertura de sus labios. “Soy Edipo, hijo de Pólibo y Mérope, reyes de Corinto”, seguía diciendo. “¿Quién soy?” eran, sin embargo, las palabras que al final repetía el eco; y el viento seguía fuerte, como la tormenta y el desierto y la arena.

“¿Quién soy?”, gritaba Edipo ya sin las manos en la boca ni sobre los ojos rayados por la arena, y con la tormenta toda en sus palabras y metida entre los labios. “¿Quién soy?”, se quedó pegado de aquel eco de tornado de desierto. ¿Era una pesadilla? Y si no lo era, ¿sabía él quién era? ¿A qué, entonces, había ido a Delfos? ¿Para qué se había internado allí con la posesa de Apolo sentada en el trípode, fundamento triangular de aquel delphy traicionado, vulva terrena, entrada al útero donde las Moiras, hijas de Hécate la triple, tejen de imágenes el porvenir de cada nacido? ¿Para qué había ido a Delfos, sino era para preguntarle a la posesa, a aquella lectora de imágenes ascendentes, a aquella que sabe todo porque habita allí donde todo lo que es ha sido gestado? ¿Para qué, sino para preguntarle por él, para preguntarle quién era?

¿Soñaba en el sueño o esa era en verdad su historia sin pliegues ni dobleces, sin sucesos escondidos o ignorados? Esa arena en los ojos, ese ardor, ¿eran ahora, en realidad, la oscuridad del sueño? ¿Qué había ocurrido para que el sueño fuera ya su historia y la vida se duplicara y repitiera de manera espantosa? ¿En qué momento no moraba más en el misterio y se encontraba atrapado en el eco infinito de los acontecimientos, como en aquel desierto y en aquella tormenta seca agujereándole, a golpes de arena, sus ojos?

Todo era gris y soledad a su alrededor, nadie lo acompañaba, nadie estaba con él y lloraba sin comprender el porqué. La tormenta arreciaba y las olas de arena traían voces, imágenes, preguntas: “Olvida el mañana, Edipo, inaugurarás la historia como eco inútil de la infancia y donarás en heredad a todos los descendientes de los dientes de dragón, a todos los hijos de las letras, el círculo inútil e infernal de la sumisión y la permanencia en la tormenta de la infancia. Volverán allá una y otra vez, pues les regalarás el lenguaje como ahogo, la niñez como círculo y laberinto, y a la madre y a su lengua, gestos despertando la vida, como sus monstruos, innombrable aberración de tu espantosa obediencia. Volverán a la infancia eternamente con la única posibilidad de hacerla ficción, novela del pasado, proyección de su desprecio a la vida. Olvida el mañana Edipo, lo has destruido para toda tu descendencia”.

La voz continuaba gritando entre la tormenta: “No hay futuro para quien desconoce de sí el destino. No hay porvenir para quien ignora que es ineludible robar, pecar y saber. Olvida el mañana, tu futuro está hecho de errancia, inquietud y muerte, y cada acontecimiento de la historia llevará la marca indeleble de una prohibición con la cual has cercado tu libertad y ahogado la creación convirtiéndote en un ser resignado y obediente. Olvida el mañana Edipo, el futuro es maldito para todos los que renuncian con culpa a su deseo”.

La tormenta comenzaba a amainar y no muy lejos una figura se perfilaba frente a él. Edipo tembló al ver aquel monstruo. Era la esfinge; pero, para él, era todos los monstruos femeninos: Equidna, Medusa, Quimera e Hidra. Cubierta de arena, la esfinge era una estatua en medio del desierto. Quieta, como de piedra, yacía frente a él con sus ojos cerrados, y su cuerpo felino, equino y de reptil se extendía, largo, sobre la arena. Parecía más una estatua vigilante de algún portón desconocido, de alguna fortaleza invisible; una presencia advirtiendo algún peligro, señalando una frontera, el ingreso a un espacio misterioso o a otro orden; límite, entonces, parecía ella.

Edipo estaba, igualmente, inmóvil, aunque la tormenta, ya casi desaparecida, seguía golpeando levemente sobre su rostro e hiriendo los pétalos ennegrecidos de sus párpados. Se miraron. Lentamente la esfinge abrió sus ojos gatunos dentro de los ojos heridos de él, ojos de grandes pupilas y pesados párpados. Al abrirlos, su cuerpo todo se estremeció con la entrada de la luz en ellos. Pese a lo amenazante de su porte y figura, Edipo sintió su magnificencia y hermosura; era la hermosura de lo monstruoso, la perfección de lo oculto, la divinidad del misterio, la fascinación ante lo indefinido; sin embargo, era también terror sibilino su presencia; pánico la eternidad asida a su cuerpo, y pavor sagrado su saber reflejado en la distancia e indiferencia de su mirada. Esfinge de guardados enigmas, veladora de mundos insospechados, celadora y guardiana de saberes libertarios, y sobre todo, reunión enigmática de lo humano y animal.

Se miraban, Edipo con temerosa ansiedad y admiración, y ella dejando que el efecto de su mirada le produjera alguna reacción:

—Soy Edipo, hijo de Pólibo y Mérope, futuro rey de Corinto —él dijo, esperando alguna compasión por parte de la esfinge—. Me dirijo a cualquier lugar, lejos de todo y de todos, lejos, sobre todo, de mis padres, pues un infausto arcano así me lo obliga, mas la tempestad de arena me ha detenido—. Calló, y su cuerpo, paralizado por el miedo y el asombro ante aquel sagrado portento, se sintió desfallecer.

—La huida es precipitación de acontecimientos y rápido llega el ineludible futuro. Si no corres, puedes retardar aún lo inevitable y comprender, acaso, las imágenes que desde la profundidad de la tierra emergen y han tejido para ti las Moiras —dijo una voz sentenciosa e implacable; luego, una carcajada honda y profunda se escuchó en aquel desierto. No era la esfinge quien hablaba, pues no mostraba sus fauces de leona ni movía sus humanos labios, sino que hablaba dentro de él. “Los monstruos y las medusas, las esfinges y los portentos saben producir sus voces dentro de nosotros”, pensó Edipo mientras observaba con curiosidad y temor sagrado aquel ser. Y la voz posesa de la esfinge arremetió de nuevo desde su vientre, emergió desde dentro de él con su voz ronca de volcán enfurecido:

—¿Quién es ese ser que tiene una única voz y a veces tiene dos pies, a veces tres, a veces cuatro y es tanto más débil cuanto más numerosos son sus pies?

De nuevo, una y otra vez, eco del silencio, el retorno de una pregunta en mil tonos y matices desdoblada se abría en Edipo silencioso y acosado. Quería huir, pero sus pies, gesto apesadumbrado, inutilidad de pesadilla, parálisis del miedo, no respondían. Un movimiento lento estremeció de nuevo el cuerpo de la esfinge y, aterrorizado, Edipo comenzó a gritar: —El cojo, el que se arrastra mal sobre la tierra, el descendiente de los rengos, los sembradores y cultivadores de la guerra.

—Una y otra vez —continuó la esfinge— has estado ante el misterio; misterio paterno el de tu maldición, misterio en ti tus pies hinchados, marca de tu origen, origen igual de tus ancestros el patizambo y el torcido. Pero ella ha muerto y nada has comprendido de tu defecto, del defecto de los tuyos. Ella comenzó a morir cuando tus pasos se hundieron en la culpa y tus miradas se ahondaron en el remordimiento. El mundo venía cambiando desde el soborno a las Erinias y el desprecio a la madre en nombre de una falsa maternidad del padre; mas ella conservaba la esperanza de una marcha atrás y de un nuevo impulso de la vida que desdibujara la mentira y revelara a la Madre ocultada, la Madre devorada. Sin embargo, al sentir que te ovillabas temeroso en torno de su cuerpo y en las noches respirabas entre ahogos y llanto, descubrió que la culpa y el remordimiento ya anidaban en tu corazón. El mundo estaba cambiando y ella aplazaba su muerte; vio al mundo cambiar en ti, entonces reconoció que sería indigno permanecer. Se fue y ahora yace suspendida, colgada, ahorcada.

Siempre has sido tú el enigma, mas ahora has creído que el misterio es el lugar de un dominio, de un sometimiento. Indomable y libre es aquel y corre y sopla dentro, voz en nuestra voz, hondura de nuestra vida, sima imaginaria de mil sueños en la noche profunda de nuestra búsqueda. Ahora ella yace muerta y tu heredad ha sido arar mal la tierra; a ella la has perdido, a ella la han perdido desde Cadmo, tu antepasado sembrador de la guerra y toda su descendencia, descendiente tú de cojos que, rengos, se arrastran sobre ella sin saberla, sin reconocerla, sin poderla amar. El desierto, Edipo, es ahora tu misterio. Deberás partir, y muerta ella ya no aprenderás a caminar, a arar, ni a fecundar la tierra; tu cojera es debida al odio a la vida, y tu errar, error eterno de una búsqueda de ti mismo que con tu andar, maldición en tus huellas informes, deformes, tornarás imposible.

Deberás partir, irte a la errancia hasta encontrar la muerte, irte siempre, y cuando tus herederos, descendientes de los guerreros sembrados, solo vean sobre la tierra la barca y el barquero y los ríos de los muertos y sus súplicas y su llanto; cuando los señores de la oscuridad posean toda la tierra, la destrucción de la vida sea más veloz que la vida gestada y no haya nadie para hacerlos regresar a sus combatientes arados (ni enterradoras, ni rapsodas de mil cantos conmovedores, ni poetas), tu estirpe, descendientes todos de los dientes del dragón, se mirará en el espejo desastroso del odio, en las imágenes del horror levantado desde sus bocas, lenguaje dentado, dentelladas de fuego, y matará al otro para no ver en su mirada el horror propio, ni la sombra ni el monstruo que habita en su corazón. Errancia en círculo alrededor de la oscuridad serán sus historias, errancia enceguecida, herencia tu maldición aunque no se hayan llevado, como tú, los ojos a la profundidad de la noche. Inicia ya el camino, comienza el errar de tu error. Inicia ya, ¡Oh! padre, ¡Oh! rey, tu exilio, que al final de tu oscuridad reiniciarás con tu odio el círculo de tu ira, y cojos y torcidos, rengos y malandados serán tus descendientes.

Inicia ya la partida, que al final de tu oscuridad le regalarás a tu linaje el fratricidio para que se haga tu voluntad, y la desgracia de tu ira por el amor a ella se ciña como manto de la historia. Tus ojos perforados terminarán hermanándote a los enceguecidos Tiresias, Calcante y Anfiaro, mas no serás su hermano en la hermenéutica de futuros; serás, en reemplazo de los dioses ya idos, el de la imprecación certera, aquel que predijo con maldiciones un futuro perverso para su descendencia. Y los dioses ya no regresarán, y ella aún no romperá el círculo, ahogo entorno del cuello; y yo, y nosotras, ya no regresaremos a no ser bajo la figura del espejo, proyecciones del odio y del horror a la vida y a la tierra de los descendientes del egipcio.

En cada mujer tus descendientes proyectarán y destruirán la vida; ellas, Yocasta todas, se ahorcarán con tus palabras y jamás podrán nombrar la vida que rescataría a los hijos de la guerra, los sacaría del arado del rencor y del exterminio y les enseñaría las imágenes de un almácigo de vida y no de un vientre preñado de espadas y fuego. Y verás en sus cuerpos el péndulo oscilante del tiempo, y en sus úteros fecundos el guerrero germinando que se levantará contra ti una y otra vez, para cumplir tu mandato, para llevar a cabo el cumplimiento exacto de tu maldición.

Y ellas, hermanas de los hombres sembrados, no hijas de la tierra dentada, serán memoria especular de sus horrores, báculos de sus pies deformes, de su andar torcido, de su errancia de odio, terror y espanto. En el filo del exterminio total de la vida volverán de nuevo las sibilas, volverán las aves agoreras, mujeres pájaros, mujeres serpientes, mujeres lobas, mujeres leonas; volverán a cantar un nuevo amanecer. Volverán ellas, en el filo de la noche, en el agudo, agónico y casi total exterminio de la vida, y desatarán los nudos de las gargantas, abrirán el íntimo círculo infernal con el que, no en vano, habrá de morir tu hija. Y, tejedoras de redes, diseñarán la vida en los múltiples puntos de contacto de sus diversidades. Y sus lenguas ahogarán los decretos asesinos de los obedientes tiranos hijos del patizambo; sus lenguas, besos rodando por los cuerpos, nacidas del almácigo de granos, serán las que permitan el resurgimiento múltiple y diverso de la vida.

Edipo se quedó en silencio. Solo él y la esfinge estaban en aquel paraje desértico de tormenta y arena, solo ellos ocupando el inquietante espacio del sueño.

Entretanto, Tebas continuaba oscurecida por el humo de las piras sacrificiales y el palacio real aún no despertaba. Nada se movía allí, la quietud y el silencio eran velos de un dolor vivo. En la cámara nupcial yacían vencidos por el sueño Edipo y la niña Antígona y, vencida por el olvido, pasajera ya en el barco, Yocasta. Ya no pendía, ya no estaba suspendida de la cuerda ni detenida por el lienzo. Tendida en la cama reposaba en medio de Edipo y Antígona, enlazados y sostenidos por el sueño. Todos se habían ido tras los gritos enardecidos del parricida, todos salieron huyendo del llanto desgarrado, llanto primero del ingreso de la niña en el miedo y del nacimiento de la historia. Todos se fueron: el tío y los hermanos, la hermana pequeña y el adivino; todos, el mensajero y el pastor y los ancianos. Todos.

Edipo se movía con sueño inquieto y una y otra vez se llevaba las manos enrojecidas sobre sus ojos ahuecados, en medio de quejas venidas de ese otro lugar de imágenes poblado. Toda su mirada era sangre coagulada, sangre mezclada con la sangre de Yocasta, sangre suya en el cuerpo de la niña Antígona, sangre también en sus manos, tiñendo su rostro recién entrado en el laberinto del horror y de la muerte. Todo allí era sangre, en esa cámara ahora de muerte y sueño: sangre del hijo, yugulada en el cuerpo muerto de la madre; sangre del padre corriendo por el cuerpo de su hija hermana, sangre contaminada del enceguecido en todos los idos, muertos y dormidos de aquel palacio maldito.

Ciego él y destrozada por el dolor Antígona, garra de leona bajando por su corazón, ambos descolgaron el cuerpo rígido de Yocasta ante la pavura de quienes llegaron llamados por el llanto horrorizado de la niña. Edipo, invadido por el dolor, pedía a su niña, preludio de porvenir, que guiara sus manos hasta el cuerpo rígido de Yocasta, y juntos, el padre y la hija hermana, sintieron que su abrazo se hacía inútil en la rigidez de muerte y olvido de Yocasta. Trabajosamente la descolgaron y llenos de dolor la tendieron para que viajara hacia el olvido mientras ellos se tendían cada uno en una orilla, ovillados a su cuerpo. Ahora, todos idos, el sueño continuaba en ambos más allá de la noche; sueño intranquilo, dormir inquieto, desazón y angustia aun en sus movimientos y en los murmullos, quejas o palabras que desde el sueño llegaban rotos a sus labios secos.

Amanece, amaneció hace tiempo, mas no para aquellos manchados por la sangre del parricida, para quienes toda aurora será el cierre de un círculo alrededor del cuello, o la sangre derramada por la sangre hermana. Pronto la ciudad se despertará alarmada por los chillidos cada vez más insistentes y cercanos de las aves carroñeras, y los habitantes, aterrorizados por la posibilidad de la peste eternizada debido a los cadáveres dispersos por toda Tebas, se levantarán a espantarlas y a impedir que se alcen en sus picos los restos de los cuerpos incinerados. Enterados ya del parricidio, saldrán, amanecer de espanto y horror, a las calles encendidas, incendiadas aún, calles oscurecidas por el humo y la muerte; y desde ese amanecer, la historia de Edipo viajará de rapsoda en rapsoda, de muralla en muralla, de reino en reino cosiendo la trama sobre la cual será él el modelo ejemplarizante que nos donará como destino la esclavitud y la sumisión.

Y los rapsodas hablarán también de Yocasta —aunque poco o nada de su historia recordarán— y, péndulo ella, será quien en ese recorrido de su ausencia señale la sucesión y el vértigo repetitivo, el tedio y el aburrimiento en un mundo fundado sobre la ley que la excluye del lenguaje y destruye las imágenes, labios sobre el cuerpo destruyendo la lengua para regalarnos el olvido de sus caricias deslizándose sobre nuestro cuerpo. Y su olvido hilvanará todo olvido: existencia acontecida no sobre su falta sino sobre su ausencia, ausencia ya repetida por el poeta de los infiernos en búsqueda de su amada, amada reencontrada y amada, sin embargo, abandonada en las puertas del averno: ¡amada prohibida!

Allí, en medio de Edipo y la niña Antígona, Yocasta atraviesa el río, cruza el olvido, lo letal; viaja, ídolo, hacia el reino de Perséfone. Y ella es hebra que anuda toda búsqueda, porque tanto su muerte como su olvido poseen los arcanos del destino de la historia como desprecio y guerra a la vida. Ya no es ella columpio entre el Olimpo y la tierra, ya no pende mecida por el viento, ya no es péndulo aunque es tiempo. Ahora yace tendida, viaje irremediable hacia el olvido, pasajera de Caronte, ahondamiento ineludible, ausencia.

Y ellos, custodios de su muerte, vigías de su cuerpo inmóvil, mástil de barco atravesando el río, se profundizaron junto a su muerte en esa otra muerte hija de la noche, ralea habitacional de la oscuridad, sueño. Se hundieron. Edipo y Antígona se abismaron en esa geografía raigal de imágenes emergentes hacia la carne, hacia la historia; se ahondaron, vigilantes oníricos, hacia la sombra, hueco y muerte. Custodios del sueño, también viven ellos el exilio y la partida de aquellos que acompañan a los muertos y padecen la opresión de su ausencia. Desde el sueño se hacen centinelas de una periferia que será errancia perpetua, inquietud, errar, error.

Atalaya del desgarre en su vida y en la historia, Antígona niña ingresa en el sueño que es útero, matriz y espejo de porvenir; se ahonda junto a su madre muerta, junto a Yocasta silenciada, vencida por el olvido mientras ella lo es por las imágenes que le revelan los efectos de ese círculo fatal, ahora marca letal en el cuello de su madre. Allí, en esa caída, en esa precipitación al fundamento, sabrá de la ausencia que oprime como mordaza y de la muerte que agobia la memoria y desgarra las imágenes de los espejos. Ese ahondamiento será su último sueño, luego vendrán la obsesión en torno al centro, la errancia y el éxodo.

Ambos, a cada lado del abismo que es la muerte, en los costados del cuerpo rígido, cuerpo de piedra y mirada abierta al vacío, yacen robados por imágenes inquietantes y decires herméticos en torno a su sentido. Edipo se mueve y de sus labios salen quejas desgarradas de dolor mientras lleva, gesto autómata, las manos a sus ojos agujereados. Antígona, dormida, está ante ese otro abismo que es el espejo. Alguien tras ella, que no alcanza a reconocer, corta lentamente su cabello. Son unas manos diestras y ágiles sobre su cabeza de niña y su larga cabellera. Ella está aterrada y en la imagen del espejo se ve a sí misma desnudarse de su infancia: cambia, se pierde, se torna otra al ser tatuada la muerte de su madre en ese despojamiento del cuerpo, esa ausencia en la ausencia ahora de su cabello. Los mechones caen al suelo, uno será para la tumba de Yocasta, el resto para ser soporte de su ausencia y llevar en su cuerpo la marca del duelo que la convierte, caminante del filo de la muerte, en una intocable y descendiente de quien ha derramado la sangre familiar, en una contaminada, una apestada, una paria que se irá hacia la periferia, hacia los muros severos del exilio.

Los ángulos matizados de su rostro infantil pierden su armonía y se tornan adustos, más angulares y filosos, más cercanos a la muerte que va a habitar allí donde la dulzura cede el lugar a la extrañeza. Antígona se contempla en el espejo y es otro rostro el que la mira desde la superficie del sueño; un rostro de ojos robados por la profundidad y sumidos en el ahondamiento. No se reconoce. Sabe que es ella, pero no comprende qué ha ocurrido. Sufre con ese despojamiento, con esa pérdida en su cuerpo, réplica de esa otra pérdida en el alma que la arranca brutalmente de su niñez. Las tijeras la llevan a la muerte, ve en ellas a las hilanderas temibles de las que su madre le habló tantas veces como si con ello la hubiera anticipado a estas modalidades de la muerte; las hilanderas en torno de la rueca, las del nacimiento, la vida y la muerte; las hilanderas sobre su cabeza.

Hilo fatal, entonces, ahora su cabello, corte brutal que es corte ineludible de su vida. Y las tijeras no paran, agresivas marcan con fuerza e incluso con rabia, el corte; se van cada vez más hacia la base del cabello y la niña, horrorizada, sabe que no se detendrán hasta no dejarla completamente rapada. Verá, entonces, su rostro desnudo, verá, en ese espejo brutal, sus facciones puras y verá en sí una desnudez que tempranamente le arrancará toda vanidad y le enseñará otra manera de morir: esa muerte primordial frente al espejo, ese irse primero que será constante cambio, continua y perpetua errancia al interior de sí misma. Unos ojos severos la miran desde el espejo, es la mirada endurecida por la muerte de su madre Yocasta, es el rostro de ella ahora despojado de su niñez, arrancado de su inocencia, es el rostro de la muerte, que la observa con sus ojos desde el espejo, y es esa dureza la que exigirá de ella la vida, de ella niña aún.

El piso está cubierto con los rizos de su pelo. Su cabeza rala, de una indeterminación espantosa, la hace neutra, asexuada: ni niña ni varón, ni mujer adulta ni joven. Y el espejo, reflejo expropiante de su recuerdo, anuncio de su pérdida, anticipa esas zonas neutras, esos parajes abandonados donde los apestados y contaminados, rechazados y desterrados son conducidos. Su cabeza completamente rapada es ahora la imagen tremenda de su horror, luto y noche, muerte y pérdida, y pronto será, igualmente, señal de la más profunda soledad por fuera de las ciudades de los humanos.

Sufría. Su cuerpo inquieto tendía las manos desde la otra orilla, desde la soledad del sueño, hacia el cuerpo muerto de su madre, cuerpo ido hace tiempo, ahondado ya en el olvido. Se movía inquieta y se lamentaba. Inútiles esas manos tocando aquel cuerpo, inútiles su queja y su llanto, puro dolor irremediable, pura pérdida; marca indeleble su cabeza rapada y marca indeleble su historia apenas comenzada, un destino final de libertad y muerte. Nadie la esperaba en la otra orilla del sueño, nadie en ese amanecer luctuoso. Nadie la esperaría nunca más, nadie, pues todo se había perdido para ella en el instante de su gestación, goce celado y castigado por los dioses; todo perdido en aquel círculo en torno del cuello, todo: la cercanía humana, el erotismo y unas manos recorriendo su cuerpo con ternura como lo hacía su madre. Rescataría, sí, la libertad y la conciencia de la más bella dignidad, la libertad que le regalaría, finalmente, la muerte, pero ante todo, le entregaría el saber de ser y de amar.

Antígona ya no se mira en el espejo, sus ojos auscultan ese otro espejo que es la memoria, estanque de imágenes y recuerdos. Mira más allá de sí misma y de su rostro endurecido bañado por la acritud que le impone la ausencia en la ausencia. Mira al otro lado de la imagen sabedora del peligro que guarda el fondo de los espejos, peligro de despedazamiento y muerte.

¿Quién, de los espejos, rescatará el alma ahondada, atrapada en sus imágenes? ¿Quién va a reparar los bordes de su rostro quebrado, rostro amputado por la muerte, rostro de muerte invadido, rostro despojado de su ternura, tempranamente robado y sumido en un duelo que se cifra desde la infancia y se amaña ya en su cuerpo? ¿Quién reparará los brotes rotos del amor, las esquinas quebradas de los caminos? ¿Dónde encontrar la imagen congelada de un pasado que se lleva, ineluctablemente, la risa y la certeza de la niñez? ¿Es acaso posible esculcar en los espejos o solo son espejos el sueño y la muerte, espejos de porvenir ineludible, espejos de hierro?

En el fondo del espejo la luna rueda precipitándose a tierra, gira en la oscuridad y en su superficie, lago y agua, estanque de círculos concéntricos. La mirada ausente, extraña, mirada extranjera de Antígona, se va tras esa luna y su rodar. Ella ni siquiera está en el sueño. Ida y ausente, su dolor la ensimisma en esa bola roja cayendo, en ese cielo desgarrándose junto a su dolor. Con la atención puesta en esa oscuridad rota por el precipitarse de la luna, ella, indiferente a lo que igualmente acontece en la superficie del espejo, observa cómo es ahorcada por los círculos concéntricos de la caída de sus rizos. La luna cae y ella la mira con sus ojos vacíos. Desde los balcones del palacio la niña ve la luna caer y siente cómo la tierra comienza a temblar y a rugir. Con horror, observa las grietas que se abren en el piso. Todo se ve desértico, árido y solo. Nadie está junto a ella. La luna roja, bola de fuego incendiada, cae sobre el fondo oscuro de la noche ante sus ojos asombrados y aterrorizados.

Temiendo la destrucción del castillo, Antígona quiere correr, salir de allí, mas esa luna llena rodando y dando coletazos de animal herido sobre la tierra, la mantiene hipnotizada. Todo se hunde y va a perecer con el cielo cayendo a sus pies, y la tierra abriéndose para engullirlo todo. Antígona descubre que también es sarcófago la tierra, donde todo se ahonda y se abisma en su regazo, y que la luna es, igualmente, luna sepulturera que crea la destrucción en su caer agónico; entonces, aprende que el suicido de su madre es esa lágrima roja abriendo con gritos el vientre de la tierra.

Y la noche con la luna precipitándose es noche ciega. Y el universo entero derrumbándose ante los ojos abismados de Antígona que dejan entrever el espanto y la pavura de lo portentoso, de ese caer de la luna hacia el vientre agrietado de la tierra, es el comienzo del nuevo universo que allí se inaugura para ella.

El universo entero está rompiendo sus tiempos, todo se reversa y entra en un caos que Antígona no logra comprender. Sabe, sin embargo, que los sueños son los murmullos de los dioses en el alma de los humanos, su madre se lo había enseñado desde muy pequeña, y le había enseñado, también, que cada sueño contiene una indicación, señala una senda y conduce la vida por los caminos que debe recorrer. Mas esta luna cayendo y todo el universo rompiendo su orden, ¿qué murmura?

Y la niña mirando su rostro en el espejo, ahora bola de fuego consumido rodando hacia la tierra agrietada en la espera, piensa en Yocasta, contadora de mitos; en Yocasta, narradora de sentidos sobre los cuales, como ella constantemente decía, se despliega la historia de los humanos y se comprende el sentido de esas fuerzas que nos habitan, dioses, potencias desmesuradas, ímpetus excesivos que nos impulsan más allá. Piensa en su madre, sacerdotisa del Heraión y no del Delfos despojado, conocedora de las imágenes atrapadas en las gargantas cerradas de todas las ahorcadas y petrificadas en sus ojos de terror frente al porvenir. “Un día —le había dicho alguna vez— cuando la luna marque en ti el ciclo de la vida y seas entonces dueña de tu ser, te las contaré; quizá no seré yo quien lo haga sino una de mis hermanas”, había terminado de decir con cierto dolor y con un aire de nostalgia en su mirada lejana y ausente.

¿Acaso ese era el momento? Ese desligarse de la luna y precipitarse sobre la tierra, ¿era el ciclo por su madre señalado? ¿Era esa luna salida de su órbita, ese cambio de ciclos y de tiempo, ese romperse del sentido y agrietarse del vientre de la tierra, ese cataclismo, el inicio de su tiempo, el inicio de su vida?

Y la luna caía precipitadamente sobre la tierra; no era la visión de un pasado, era la visión de una historia, era el anuncio de un inicio. Algo nuevo y pavoroso se cifraba en aquella gota de sangre rodando en medio de la noche estrellada.

Antígona se movía inquieta en la cama y susurraba palabras que por momentos eran quejas hondas y roncas, quejas como venidas de la profundidad de la tierra. Su sueño doloroso casi hacía convulsionar su cuerpo de niña, demasiado niña aún. Edipo, despierto ya y poseído por la angustia de las cuencas vaciadas de sus ojos y de un futuro de maldiciones y exilio, trataba de despertarla pasando sus brazos ciegos por encima del cuerpo rígido de Yocasta; y comenzó a llamarla, decía su nombre teñido de angustia y miedo, quería sacarla de la pesadilla. Y Antígona, sobresaltada, salió de su atormentada visión para entrar en el horror de la historia.

El errar del padre

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