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LA DANZA COMO PRÁCTICA VIVA Y POLÍTICA

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Es fundamental estudiar de qué modo las representaciones sociales asignan al cuerpo danzante una posición determinada y cómo se organizan en las corporeidades y sus intercambios los sistemas de signos y códigos cinéticos vistos a la luz de las manifestaciones culturales denominadas baile o danza, que constituyen fenómenos particulares portadores de significados y cargados de sensaciones inherentes a nuestro cuerpo-mente-entorno. El cuerpo ideal como ideal de movimiento, los movimientos deseados, los gestos aceptados y, en suma, las formas corporales que definen una cultura al convertirse en movimiento son, en ocasiones, germen de inspiración y de expresión creativa danzaria que manifiestan sus profundas esencias en los diversos lugares de encuentro expresivo y de los escenarios.

En Colombia, como en la mayoría de las culturas, la danza ha sido parte fundamental de la construcción histórica y del devenir del pueblo. En ella confluyen culturas, saberes y subjetividades, donde la estesis cotidiana se teje generando sentidos y trenzando identidades: danza memoria, prosas del cuerpo, geoestéticas corporales, paisajes vivos constituidos por una práctica corporal colmada de símbolos que transportan los saberes y sentires de los pueblos que van mutando, adaptándose a las condiciones que posibilitan su permanencia. La danza, al igual que las otras artes, ha estado presente en el proyecto educativo del país para configurar una idea de lo que es propiamente colombiano, de lo que es patria, y allí también se han puesto en circulación y se reproducen modos de relación respecto de los roles de lo masculino y lo femenino; lo negro, lo blanco y lo indígena; las clases sociales; el arte y la artesanía.

Por otra parte, y paralelo a este hecho, se han generado otras estructuras complejas que han dado un nuevo lugar de significado y han tejido nuevos sentidos al danzar de nuestro pueblo. Se trata de las industrias culturales y el arte escénico, unidos por los intereses del capital propios de la industria mediática, que definen la circulación de los productos de la danza como epicentro de la labor profesional de los bailarines y del quehacer de los bailadores, cuyas formas, contenidos y lugares de significado se someten a transformaciones con el pretexto de la productividad económica, el reconocimiento o la fama.

En este marco, el problema epistemológico de las posibilidades de conocimiento y comprensión de la danza se agudiza, pues asistimos a una “ampliación y socialización del mercado de bienes ‘cultos’” (Islas 1995, 12) que complejiza el estudio de la danza en sus variados e intrincados ámbitos. En él la reflexión está abocada a develar el lugar de la danza como actividad artística y como práctica viva en un entorno social que valora e impone unas formas particulares a las que deben someterse quienes aspiran a ingresar a los circuitos de competencia y distinción, aun desconociendo su función en el encuentro colectivo.

Por otro lado, y a pesar del “aparente ataque a la desigualdad, que principalmente tiene como centro la distribución de la ‘alta cultura’” (Islas 1995, 12) —donde supuestamente, en países como el nuestro, se abren planteamientos sobre las diversas formas de cultura—, la danza popular se enfrenta en el espacio académico a otras formas dancísticas denominadas por su tradición escénica danza arte, sometiéndose y ajustándose a la dinámica propia de la formación profesional de artistas bailarines en Colombia. Se genera así un lugar de conflicto para la construcción pedagógica y la producción artística como lo es la relación tradición-contemporaneidad, tan en vigor en el ámbito latinoamericano, donde siguen vigentes los debates alrededor de la presencia hegemónica de la modernidad europea y los avatares modernizantes a los que se someten nuestros pueblos en búsqueda de reconocimiento y competitividad dentro de la lógica del capital y del consumo.

El bullerengue colombiano entre el peinao y el despeluque

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