Читать книгу El bullerengue colombiano entre el peinao y el despeluque - Martha Ospina Espitia - Страница 13
LA DANZA COMO PRÁCTICA DE LOS FOLCLORISMOS
ОглавлениеComo resultado de esto encontramos hoy en el ámbito de la danza folclórica en Colombia un universo de acciones, gestos y símbolos —que refunden y contradicen su origen en aras de la creación y la circulación— realizados por un amplísimo gremio que se desgasta en añejos “rescatismos” (García Canclini 1999) o en eternos debates acerca de la supuesta verdad que sustenta el aporte identitario de su danza. Me refiero al accionar del gran grupo de cultores de la danza folclórica o tradicional que hoy constituyen la mayoría del campo de la danza en Colombia (Ospina 2012)1 y que reclaman claridad para su labor en medio de la compleja realidad que habitan en cada región o recóndito lugar donde hacer o enseñar danza es para algunos la única fuente de ingreso, o donde bailar se convierte en el lugar posible del encuentro para exorcizar la cotidianidad.
Asimismo, vemos cómo las prácticas rurales y urbanas de la danza folclórica fomentan destrezas escénicas que estereotipan la gestualidad y homogenizan los cuerpos sometiendo al intérprete a la emulación de otro, igualmente estereotipado. Tanto la creación como la posibilidad expresiva de la propia emotividad, condición sine qua non de la danza, se someten a la imitación mecánica de movimientos y dramaturgias con el argumento de conservar o rescatar lo-que-síes. Formas escindidas de su significado que, a través de aseveraciones a priori, detienen en el tiempo la danza del pueblo bajo el pretexto de “preservar lo que somos” como un ejercicio urgente de reivindicación y salvaguardia de identidad, sin verificar la magnitud de un fenómeno vivo y dinámico que da fe de saberes, representaciones, sentidos, resistencias, usos e invenciones que caracterizan y configuran las subjetividades de pueblos y culturas.
Hasta hace unas décadas, hablar de danza folclórica en Colombia era sinónimo de ruralidad, autenticidad y origen. Pocos dudaban de lo bonito de “rescatar la tradición vernácula de los pueblos, y se veía a los recopiladores como una especie de héroes cuya misión era impedir que las manifestaciones de los abuelos se perdieran en la neblina del pasado o se transformaran en las torpes garras de los escenificadores y comerciantes de la cultura” (García Canclini 1999, 196). Este proceso fue acompañado por la publicación de recopilaciones y clasificaciones de la danza y la música folclórica cartografiadas en el territorio colombiano y descritas a partir de la mirada de investigadores, folcloristas y musicólogos, quienes se encargaron de patentar verdades e institucionalizar variadas dinámicas de preservación de aquello que identificaba a la Nación como unidad y particularizaba las diferencias étnicas, culturales y sociales de los diversos grupos humanos que habitan nuestro territorio.
Con convicción, los puristas criticaban toda manifestación folclórica que no se enmarcara en estos parámetros. La puesta en escena de la mayoría de las danzas llenaba el requisito de la uniformidad, tanto en el vestido como en los movimientos, y sus contenidos se estandarizaban como garantía de legitimidad. Festivales y carnavales2 se debatían —y aún hoy se debaten— entre concursos y reinados, entre virtuosismo artístico y cánones universalistas de belleza. Los recursos estatales iniciaron su intervención definiendo el devenir estético y la vigencia de la danza a partir de becas y estímulos, a las que acceden cultores de todos los talantes que compiten por un apoyo temporal a su labor. Y el pueblo observa y reproduce lo que le es transmitido por los abuelos tanto como por las prácticas festivas y mediáticas, unas veces sin siquiera hacer consciente el sentido de lo que elabora y, otras, agenciando resistencias camufladas en estéticas hegemónicas.