Читать книгу As de corazones rotos - Martha Wandemberg I. - Страница 10

Оглавление

II. Retando al miedo

Quién pudiera compartir la expresión cálida de mis ojos y advertir que hojeando las páginas secretas de cada vivencia me concentro y entretengo. Embelesa al infinito horizonte su cielo quieto; extiendo las manos queriendo tocarlo, para hacerlo un poco mío, como amante de verano que deambula por la arena sin dejar de voltear su vista hacia arriba para acariciar con su mirada el azul del cielo.

Así de cautelosa estoy, mirando cómo estos recuerdos en letargo se disipan y desperezan cual del invierno la primavera, para nunca más sentir que he perdido, si fui capaz de amar y ser, si conocí la verdad o la mentira, fieles cómplices de aquella piel y de todo lo celestial que heredaron, lo asombroso y bello, profundo, intangible y misterioso, y aquel orgulloso placer de entrega que me diera la suerte y bendición de haber prestado mi entraña amiga para sacar a la luz preciados tesoros. Por ellos, no dejaré que tambalee el despegue limpio de mi nave humana, si ungida de emociones puedo ahora recurrir a esta visión tangible y transparente, fruto de amor que esboza con pincel de fino trazo la pureza en el rostro de los hijos; si en aquel irrepetible ayer compartí sus juegos y a hurtadillas de la absurda madurez que siempre reclama, decidí por fin tomar los puntos equidistantes del ser que me rodeaba, hasta rendirme en el placentero gozo de ser madre y ser mujer, rindiendo tributo a la premura, soltar mi cabello largo y negro, como manto de la noche, inédito, aproximarme en puntillas a la misma ruleta del destino, para sacar el último as bajo la manga y apostarle a la vida una nueva jugada.

Qué poco duró ese milagro, qué ráfaga de luz fue la alegría, qué inmensa ansiedad me sorprendió. Menos fuerte que ayer e indefensa, bosquejé la figura ya perdida, conquisté la idea de salir corriendo, huir de esa loca fantasía, no detener mi paso, aunque cayera, gritar en campo abierto las quimeras, invocar a los sentidos y que estos permitan sentir sobre mi cuerpo poesía y vestirme de tul con agua fresca.

Sin embargo, la idea de Dios me desvelaba. Dónde pernocta Él si yo sufría, imberbe ser humano en desquite ilusorio, saboreando el tormento que emerge del averno; si también lo extrañaba, eterno no a todo lo que oliera a sentimiento, pues la idea del perdón me obsesionaba; si equivocada escogí al hombre de la vida, al compañero, intenté gentil y cauta disculparme con el ayer inoportuno; el presente ahí estaba sin reparos, escondiendo sus secuelas en el delantal de la quimera gris. Quise inocente por ello, con bondad y sin regreso, contarle al mundo que era suficiente que sangrara aquella herida, verter la prisa en el cántaro afanoso de la espera y estar despierta demasiadas horas, hilando fino el porvenir incierto, por lo menos ensayando a la distancia el sonido acariciante de la risa.

La ira trastocó mi rostro de mujer, deteniendo en la sangre el veneno sutil que esconde su mortal ataque. Enajenada y rebelde por primera vez, me atreví a regalar perfume, jurando aprender a engañar si me engañaban, ya sabría besar sin que en los labios se acunara un suspiro azul. Cuánto febril desvarío me regaló la rebeldía, cuánto desvelo y clamor a ese mi Señor, el buen Dios, el Redentor, preguntando en oración que me dijera quién soy, si perdiendo identidad distraje al pesar que lastimaba.

Noche eterna sin dormir. Meditando y redimiendo al dolor hasta extenuarme, deseé como nadie transportarme en el tiempo y consolar a todas esas maravillosas mujeres que a distancia sentían igual que yo, mas su pesar fue paradójicamente distinto. Estaban desveladas no por algún mal amor que se marchara. Reclamaban a gritos sus tesoros, los hijos, sus amados hijos, repetí en silencio, y ahí, ante mis ojos absortos, se pintó la Plaza de Mayo en Argentina, donde los rostros expectantes de esas madres repartían pura adrenalina, subiendo de tono en desafío, marchas y pancartas por doquier, gritos de reclamo hasta tener seca la garganta. «¿Dónde están nuestros hijos? Vamos, asesinos, devuélvannos lo que nos arrebataron sin saber por qué. A ustedes les hablamos, hombres o soldados, si en algo el término marca diferencia, defensores de la ley o verdugos de uniforme. ¿Es que acaso han perdido la memoria? ¿Será que han olvidado el vértice de luz que los conduce a una esencia de mujer? ¿Debemos acaso recordarles que en un pecho mitigaron su primera sed? ¿Que fueron nuestras manos las que afianzaron las suyas para hacerlos aprender a caminar? Nosotras; sí, por Dios, nosotras, estas mismas que ahora deambulamos en el limbo de la pena por la ausencia de los nuestros, estamos llorando sangre y fuego; el hogar está vacío y su cómplice silencio nos derrumba y enloquece. Aquí nos quedaremos para siempre, aun después de habernos muerto, sin cansarnos de gritar las injusticias. Vamos, amnésicos del miedo, demonios clandestinos y cómplices cobardes de mentiras, despierten, como solo los hombres de verdad lo hacen, hablen de una vez y despejen las incógnitas. Den respuesta a nuestro eterno y enclaustrado dolor».

Absorta en pensamientos, visualicé con estupor sangrante, sintiendo que dolían los grilletes intangibles. ¿Quién escuchó a esas madres su verdad? Si en la calle se cruzan los latidos, ¿a quién en verdad le importa quién eres, a dónde vas? Cara a cara hay que enfrentar la realidad; ella en picada blanca nos va tendiendo una trampa, musitando tiernamente las mil frases cariñosas que empezamos a extrañar; nos invita a salir de fiesta con tacón alto de espuma, que desliza su pisada hasta la bruma, intentando dejar huellas que nos permitan volver al sendero confiable recorrido, a ese dulce ayer para quizás, en un segundo, respirar a pulmón abierto la bien amada libertad.

¡Madres de Mayo!, benditas sean sus voces que clamaron por la justicia en ese asqueroso encierro de las culpas solapadas. Tras el poder y el dinero se negocian las conciencias. Benditas sean sus manos, que no solo se juntaron para elevar oraciones, sino que también crearon el gesto de valentía al empuñar estandartes, legando a la humanidad la certeza de lo importante que es desterrar la cobardía para salir a las calles y rescatar el valor.

Madres y mujeres buenas, que detrás del insomnio no abrazaron primaveras; su dolor las ha sumido en eterno crudo invierno; mujeres buenas cansadas de persistentes auroras, donde ninguna voz ya las nombra ni les pide nada, pasaron ya a la posteridad. Y qué importa la lírica prosa de improvisado poeta, quien en rima discordante imprimió ahí en su almohada un amor a renunciar, si ellas con su dolor dibujaron a distancia aquellos senderos fértiles, perdidos en la penumbra, donde el fruto de sus entrañas los volverán a pisar, pues en el lienzo del tiempo quedarán impresos por siempre los nombres de sus hijos bien amados, ya los llevan en el alma hasta la eternidad.

Exhausta ante tantos sentimientos volcados en zozobra con el permiso de Dios, sonámbula de sueños volví a rondar callada por la casa, nuestra casita de paredes francas y de fortuna innata. Ella cobijaba nuestras vidas motivándome a cantar viejos boleros; debía revivir de entre los muertos sin saber si era yo o había cambiado, si quizás redimiendo al desencanto usaría la misma llave con la que podría abrir la puerta del olvido y consentir que la música romántica me envolviera deshojando mil noches, y ellos, siempre ellos, mis musas y motivos, prendían la hoguera de la fe y del cariño, reían inocentes sin rencores, ausentes del miedo y del espanto, sin saberse solos ni abandonados del respaldo de aquel progenitor siempre perdido, en fugaces chispas de lumbre que a lo lejos esbozaba la sombra de cualquier luz en la pared, aquel a quien querían sin engaños ni demandas, cristalinos corazones de agua pura y caudalosa, ojitos leales de ventanal abierto a la esperanza, dibujando nuestro sendero.

Hablando de senderos, casi olvido los míos, cajas de sorpresas que guardaron en su interior aquel paisaje desconocido y bello, que deleitó mis ansias y cabalgó en mis ojos, como centelleante estrella de colorido brillo; si contemplé los lagos de agua clara, incrustados cual gemas en la imponente montaña, vivir así y sentir al silencio más hermoso y ligero, lagos de verdes ojos pintados a pincel en esta mágica geografía de mi tierra bendita, canto rítmico de agua que me quita hasta el aliento, deteniendo en su murmullo mi controvertido tiempo.

Quito, tierra del sol equinoccial y piel de guerreros ancestrales, la que cultiva al poeta y acuna una guitarra; la misma cara de Dios que canta en el amanecer y despierta con la luz ligera y límpida recostada en su fértil montaña; aquella que deleita con ligero tintineo de ríos caudalosos vestidos de agua mansa; la de los volcanes imponentes, delineados con trazos perfectos de belleza inusitada; la del rondador y la humilde choza del indio, que es el amo y señor de los sembríos; la del oro negro y los tesoros asaltados en la conquista impune, calles empinadas adornadas de faroles y plazas señoriales que vigilan de cerca a sus iglesias, empapadas del ayer español y hoy mestizo.

Ciudad mía que dibujas el ocaso mientras ves partir triunfal al sol, deja que este día el camino se torne blanco y los árboles mezan sus encantos cadenciosamente, mientras me llama insistente otro verano con la urgencia de perdonar todo el pasado; si acaso, los recuerdos confunden y se adhieren a la tímida epidermis sin respeto, adentrándose en lo insólito del alma, corazón que late apresurado, empujando mis locas intenciones barranco abajo hacia secretas penas, sin comprender por qué se ensaña engalanado este azul de cielo abierto y este indescriptible olor a tierra, hierba, magia, luz y verso.

El aire puro y frío refresca cauto el palpitante acierto de retomar la vida contemplando el cielo. Parpadeo intangible de sueños concebidos en esta majestuosa naturaleza, tapizada de verdor y acariciantes laderas ocultas de belleza, semejando altivas nuestro cuerpo; beso que se encierra entre los labios, dejando un gesto delineado ahí en la boca, rúbrica indeleble que escribe un te quiero.

As de corazones rotos

Подняться наверх