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PREFACIO
ОглавлениеNuestras vidas rara vez son tan perfectas como la juventud tan alegremente nos prometió. Las imperfecciones, los bordes deshilachados, abundan hasta en las vidas mejor vividas, y todos tenemos capítulos en nuestras vidas que es mejor dejar inéditos. Los brazos del pasado llegan hasta el presente. En palabras del novelista norteamericano William Faulkner, «el pasado nunca muere. Ni siquiera es pasado» 1. Aunque quizá no queramos revisar esos bordes deshilachados, esos capítulos inéditos sirven para un propósito: dejan entrar luz y amor. Son la señal de que hemos sido hechos realidad por el amor. Pero ¿no aprendimos ya todo esto leyendo los libros que nos formaron cuando éramos niños?
Muchos adultos se dan cuenta de que los temas de los libros infantiles realmente buenos están dirigidos a los adultos que leen esos libros a sus propios hijos. Si Margaret Williams hubiera escrito un solo libro, El conejo de terciopelo, se habría asegurado un lugar entre los mejores escritores de obras para niños. Como algunos de nosotros recordaremos, cuando el Niño empieza a amar a sus animales de peluche, estos empiezan a convertirse en reales. Como el Niño quiere mucho al Conejo, el Conejo, como es de esperar, comienza el proceso de hacerse real. Este desarrollo hace que el Conejo se sienta desorientado y extraño. El Conejo se dirige al animal más sabio del cuarto de los niños, el Caballo de cuero. «¿Qué es ser real? [...] ¿Significa que tienes dentro algo que suena y que por fuera tienes un mango?». El Caballo de cuero le dice que no se trata de nada parecido a eso. «Ser real no tiene que ver con la manera como uno está hecho. Es algo que te sucede. Cuando un niño te quiere durante mucho, mucho tiempo, y te quiere de verdad, no solo para jugar, entonces te convierte en real». El Conejo se preguntó si aquello dolía. El Caballo de cuero le contestó con franqueza: «A veces». Pero, «cuando eres real, no te importa que te hagan daño». El Caballo de cuero le dijo al Conejo que el proceso de convertirse en real llevaba tiempo: «No sucede de repente. Te vas convirtiendo lentamente. Por eso no les suele pasar a los que se rompen con facilidad, a quienes tienen el borde muy afilado o a aquellos a los que hay que tratar con mucho cuidado. Generalmente, cuando te has convertido en real, ya casi no te queda pelo, se te han caído los ojos, tienes las articulaciones flojas y estás muy raído». El Conejo le hizo una última pregunta al Caballo de cuero: «Supongo que tú eres real, ¿verdad?». Aunque el Conejo pensó que aquella pregunta podría molestarle, al Caballo de cuero no le molestó, y contestó sin dudar: «El tío del Niño me hizo real. Eso fue hace muchos años». Por último, el Caballo de cuero compartió una valiosa información con el Conejo: «Una vez que te has convertido en real ya no puedes volver a ser no real. Es algo que dura para siempre» 2.
Cada uno de nosotros descubrió un significado diferente en El conejo de terciopelo, porque cada uno de nosotros está hecho de un cuero distinto. Para nuestros objetivos, las siguientes observaciones tienen una importancia especial. El amor nos hace reales. El amor nos crea y nos sostiene en el proceso de darnos cuenta de quiénes somos ya. El amor nos insufla aliento de vida (Gn 2,7). Dios es el aliento divino que respira. La humanidad es el aliento divino respirado. ¿Cómo separamos aliento divino que respira de aliento divino respirado? No son lo mismo, pero tampoco son completamente diferentes.
Hacerse real es un proceso. Que requiere paciencia y perseverancia. Las dificultades y los problemas están integrados en el proceso de convertirnos en quienes hemos sido siempre, de darnos cuenta de quiénes hemos sido siempre: seres vivos, seres amados cuyas vidas están escondidas con Cristo en Dios (Col 3,3). Cuando el Caballo de cuero le dice al Conejo que hacerse real lleva tiempo, el Conejo ya se está haciendo real, porque ya está preguntando y deseando hacerse real.
El conejo de terciopelo nos hace reflexionar sobre nuestro dolor y sobre cómo nos relacionamos con él. De ahí viene la invitación a darnos cuenta del sufrimiento de los demás. Deberíamos procurar con todo nuestro esfuerzo tratar a los demás con el mayor respeto simplemente porque cada uno de nosotros es un rayo de la luz de Dios; a veces es difícil ver que el dolor es también un rayo de la propia luz de Dios, al igual que las demás experiencias de la vida, ya sean placenteras o dolorosas. Tratamos a los demás con un respeto reverencial porque no sabemos a qué sufrimientos se estarán enfrentando. Quizá sean sorprendentemente parecidos a los nuestros.
Bordes deshilachados. Seguramente, el Caballo de cuero los tuviera, y de ahí su sabiduría. Y el Conejo acabaría teniéndolos. Los bordes deshilachados son una señal de que somos reales por el amor. Y de ahí la importancia de volver a revisar los capítulos inéditos de nuestra vida. Los bordes deshilachados que tememos y que nos resistimos a mirar, Dios los ha cosido en su propia vida. El Caballo de cuero y el Conejo estaban cosidos para ser ellos mismos. Nosotros estamos cosidos a la vida de Dios, «escondidos con Cristo en Dios» (Col 3,3). Y la medida de las mejores vidas vividas es, sencillamente, el Amor, el Amor que aletea sobre el abismo (Gn 1,2).
La Sra. Ramsay también aletea. Entre los personajes más buenos y sinceros de la literatura del siglo XX está la Sra. Ramsay, de Al faro, de Virginia Woolf. «Justo ahora había recobrado la calma; planeaba como un halcón en el aire; ondeaba como una bandera en el aire de la alegría que inundaba todos los nervios de su cuerpo plena y dulcemente, sin ruido, con solemnidad; porque nacía esta alegría, pensó... de su marido, de sus hijos, de sus amigos; todo ello brotaba en esta profunda quietud... No hacía falta decir nada, no podía decirse nada. Había algo que los incluía a todos. Participaba... de la eternidad» 3. La quietud interior que la Sra. Ramsay percibe es un encuentro con la eternidad. Esto ocurre durante una comida que ha preparado cuidadosamente para las personas a las que quiere de una manera u otra. El Dios eterno está íntimamente presente, pero no anclado. Dios está en todas partes de tal manera que está al mismo tiempo íntimamente presente. El conejo de terciopelo y la Sra. Ramsay en Al faro atestiguan, cada uno a su modo, el poder del amor, el amor que nos hace ser «reales».
Hay cosas que solo el amor puede hacer. El amor sondea profundidades que nuestra mente racional es incapaz de sondear, y por tanto debe tomar la palabra del amor. La distinción no implica una separación entre mente amante y mente racional. Tan solo designa áreas de conocimiento. Están, en definitiva, hechas de una sola pieza: el amor sabe qué ama la mente racional. La contemplación es la consumación de lo que significa para nosotros ser convertidos en «reales» por amor. Esta consumación incluye todas nuestras imperfecciones: todo lo que nos concierne, publicado o inédito, que lamentamos pero que Dios busca como su propia morada dentro de nosotros y entre nosotros. Esto une el amor y las heridas: el amor nos hace reales, y también nos hacen reales nuestras heridas, habitadas por el Amor.
El autor del siglo XIV de La nube del no saber percibe la diferencia –no la separación– entre lo que nuestro amor puede hacer y nuestra mente no. El autor lo compara con tener dos facultades, una facultad –o capacidad– de la mente racional y calculadora, y una facultad para amar. Dios ha creado ambas. Sin embargo, «Dios está siempre fuera del alcance de la primera de ellas, la capacidad intelectual; pero, por mediación de la segunda, la capacidad de amar, [Dios] puede ser alcanzado por cada ser individual» 4. El autor claramente valora la mente racional. Es necesaria para entender –captar con la mente– a los seres creados y para «pensar en ellos con claridad» 5. La mente racional funciona por medio de conceptos, imágenes, palabras, etc., pero Dios está más allá de la comprensión de conceptos; ninguna palabra es capaz de reflejar a Dios, ninguna palabra puede tener la última palabra sobre la Palabra hecha carne, que sigue habitando entre nosotros (Jn 1,14). «Dios puede ser amado -dice el autor-, pero no puede ser pensado. Por amor puede ser comprendido y captado, pero, por el pensamiento, ni comprendido ni captado» 6. Dios es eterno, la mente humana es finita. Si Dios pudiera ser comprendido, cercado en un concepto, esto nos haría superiores a Dios. Nos inventamos la ilusión de que Dios es algo de lo que carecemos y que, por tanto, debemos buscar, encontrar y –tratar de– controlar.
Durante la práctica de la contemplación no nos aferramos a pensamientos –aunque algunos pueden aferrarse a nosotros– que cambian como el tiempo atmosférico; y tampoco nos aferramos al sentido ilusorio de uno mismo que deriva del constante movimiento y caos mental. La práctica de la contemplación cultiva la quietud en nuestra mente racional, de manera que no domina el tiempo dedicado a la oración, arrojándonos todo tipo de conceptos y parloteo interior.
Cuanto más dediquemos nuestra vida a la práctica de la contemplación, cuanto más entretejida esté nuestra mente por el silencio, con mayor facilidad nuestra mente racional permanecerá serena y centrada en aquello que se le da bien, como pensar, inventar, escribir, crear nuevos caminos para mantenernos en pie y reponernos.
Puede parecer que el autor de La nube del no saber se esté volviendo un poco técnico. En realidad, está tan solo desenredando algunos de los matices de lo que Jesús nos dice que es el primer y más importante mandamiento: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente» (Mc 12,37).
Dios está más allá de toda narración, y aun así toda lengua habla de Dios. El amor de Dios no está contenido en ningún pensamiento, y aun así todo pensamiento es una gota de rocío de Presencia. Dios está arraigado en el corazón humano. El amor es nuestro instinto de retorno a casa, a la búsqueda de Dios, que es la base de nuestra súplica y de nuestra búsqueda. Adam Zagajewski lo expresa de forma muy hermosa en su poema «Transformación»:
He dado largos paseos
añorando tan solo una cosa:
iluminación,
transformación,
tú 7.
San Agustín, el gran maestro del amor que sabe y el conocimiento que ama, reflexiona sobre su propia experiencia de búsqueda de Dios como un objeto externo, como algo -algo enorme- que puede localizarse y establecerse en el espacio y el tiempo. En sus Confesiones cuenta cómo todo aquello cambió cuando por fin se olvidó de sí mismo:
Pero luego que alumbraste mi ignorante cabeza y cerraste mis ojos para que no vieran la vanidad (Sal 118,37), me alejé un poco de mí mismo y se aplacó mi locura. Me desperté en tus brazos y comprendí que eres infinito, pero de muy otra manera, con visión que ciertamente no procedía de mi carne 8.
Durante décadas, Agustín buscó a Dios donde Dios no podía encontrarse: fuera de sí mismo, en la conquista, la carrera, la ambición. Solo cuando Dios le hace caer en un letargo (Gn 2,21), algo inmensamente creativo ocurre. Agustín se despierta en Dios y contempla lo que solo el ojo interior puede contemplar: las huellas de Dios como una luminosa inmensidad. Que mientras caminamos hacia Dios, que hace que salgamos a buscarlo, descubramos nuestro propio silencio arraigado y despertemos en Dios, que nos ha encontrado desde la eternidad.