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CAPÍTULO 1

una tarde en florencia

En junio de 2012 nos encontramos en una ciudad tan abarrotada de arte que su mismo nombre es sinónimo de cuadros y esculturas. Visitar Florencia sin entrar en sus iglesias y museos sería malvado. También es el lugar en el que se experimenta cómo las primeras se convierten en los segundos, los centros de adoración en templos donde se disfruta del arte. Nuestra primera escala no fue un fragmento, sino un todo: un ciclo de murales enormes, que permanecen en las mismas paredes en las que fueron pintados hace más de cinco siglos.

Philippe iba a quedarse unos días en Florencia para intervenir en un congreso, y yo volé a su encuentro. Mi hotel estaba en Oltrarno, el barrio de la orilla sur del Arno. Tan pronto como llegué nos reunimos, comimos y fuimos atravesando las calles ardientes y casi desiertas, directamente hasta la capilla Brancacci de la iglesia de Santa Maria del Carmine. Compramos las entradas y descubrimos, asombrados, que teníamos la capilla solo para nosotros.

PdM Esto es, como muchas cosas que vemos, un palimpsesto visual, una serie de imágenes colocadas unas junto a otras, o superpuestas, a lo largo del tiempo.


Masaccio y Filippino Lippi, detalle de la Resurrección del hijo de Teófilo y san Pedro en la cátedra (lateral derecho), 1425-27 y c. 1481-85. Fresco. Capilla Brancacci, Santa Maria del Carmine, Florencia.

Pietro Brancacci construyó esta capilla hacia el 1386, y unos cuarenta años más tarde es probable que su sobrino le encargase los frescos a Masolino, asociado con el joven Masaccio. La obra quedó inconclusa hasta el final del siglo XVI, cuando se completó el ciclo, y un tercer pintor de renombre, Filippino Lippi, lo cerró. Ha sido un santuario del arte desde el momento, al menos, en que se convirtió también en un lugar de oración. El joven Miguel Ángel vino aquí para aprender a dibujar, a base de copiar los frescos de Masaccio.

En adelante, la iglesia sufrió tanto desastres como transformaciones, incluidos un incendio y una remodelación arquitectónica a finales del siglo XVIII. En las últimas décadas del XX se limpiaron y restauraron los frescos pero, al adentrarnos en esta capilla, seguimos sintiendo que entramos en una cápsula del tiempo: una estancia con cuadros del siglo XV.

PdM La clave está en que nos adentramos en esta época. Aquí te das cuenta de que hay algo que los museos, simplemente, no pueden hacer, y es colocarte en el marco, casi dentro del mundo y el siglo del artista. Desde luego, nunca se puede volver al pasado, ese momento ha desaparecido. Pero jamás estaremos tan cerca como aquí. En esta capilla todo te lleva ahí y, por encima de lo demás, la realidad corporal de las figuras de Masaccio. La sensación de peso y la presencia debieron causar asombro en su época, y siguen mostrando algunos elementos clave del Renacimiento, como la solemnidad, la seriedad y la autoridad moral. Muestran una rotundidad y una severidad tranquila que reflejan la creciente confianza de la ciudad en sí misma.

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A partir de la capilla Brancacci retrocedemos desde el Arno hacia el barrio oriental de la ciudad, hasta la basílica de la Santa Croce. Es una iglesia enorme, cuya construcción iniciaron los franciscanos justo al final del siglo XIII, y que no se culminó hasta mediados del XV, con algunas modificaciones a finales del XVI por parte de Giorgio Vasari, el pintor y arquitecto que se convirtió, gracias a sus Vidas de los grandes artistas, en el padre de la historia del arte moderna. La fachada es un añadido del siglo XIX.

La Santa Croce sigue siendo una iglesia, pero pronto comenzó a ser algo distinto: un panteón, lugar de enterramiento de los florentinos más famosos, que para el siglo XIX ya era el Valhala de los italianos célebres. Aquí se encuentra la tumba de Miguel Ángel, y también las de Galileo, Maquiavelo y Rossini. La decoración de la basílica por parte de varios artistas también provocó que adquiriese otro carácter.

El edificio acabó convertido en un agregado de grandes obras de arte o, en otras palabras, en un espacio sagrado que los amantes del arte transformaron en un museo. Parece bastante apropiado, por tanto, que guardemos un poco de cola frente a la taquilla antes de entrar, como si estuviésemos en el Louvre o en el Met. Ya en la década de 1490, el joven Miguel Ángel vino aquí a estudiar y a copiar los frescos de Giotto de las capillas Peruzzi y Bardi. Las pinturas y esculturas, y la propia arquitectura de la basílica, pueden considerarse, en conjunto, como una especie de canon temprano del arte florentino: son de Giotto, Brunelleschi, Donatello y de muchos otros. Pero hay una diferencia entre la Santa Croce y cualquier museo de verdad: todas estas obras fueron creadas para encontrarse aquí.

PdM Estamos frente a la tumba, de Desiderio da Settignano, de Carlo Marsuppini, canciller de Florencia y humanista temprano. Su sepulcro, maravillosamente iluminado, tiene hojas de acanto como decoración, y casi parece que va a elevarse sobre esa viera alada, que se ha interpretado como un símbolo del viaje de la vida a la muerte y, finalmente, al mundo espiritual. A ambos lados aparecen dos angelotes deliciosos y algo traviesos, con escudos y montando guardia.

El mismo sepulcro es una escultura magnífica. ¿Cuántas veces se puede, en esta época de museos, enfrentarse a la «arquitectura» de un conjunto escultural de esta forma, con su narrativa como un todo impoluto y con cada una de sus partes grabada y pintada?

Esto nos recuerda, de nuevo, que en los museos admiramos con frecuencia lo que no son más que fragmentos de conjuntos mayores. Si uno de estos ángeles se encontrase sobre un pedestal, en el Met o en el Louvre, lo seguiríamos admirando, y únicamente la leyenda nos advertiría acerca de su función originaria, como un componente menor de un conjunto mucho más grande. Pero solo puede entenderse la relación entre las partes viendo el todo: cómo la posición de cada ángel remite al otro, la mirada tutelar sobre el gisant, la efigie de Marsuppini. En el lugar que les es propio, todo es más rico y, en el fondo, auténtico.


Sepulcro de Carlo Marsuppini (1399-1453), canciller de la República Florentina, de Desiderio da Settignano. Mármol, c. 1453. Basílica de la Santa Croce, Florencia. Universal Images Group/SuperStock.

MG Eso es. Porque la tumba fue diseñada para añadirse a la arquitectura de la iglesia, de la que pasaría a convertirse en una parte integral. El espacio, la escala, la acústica incluso y, por supuesto, la luz, son elementos vitales, que se pierden si se traslada el conjunto a otro lugar. Esa es la maravilla de estar aquí, en sentido estricto. Lo digo porque esta iglesia ahora ya es un museo, o funciona como tal, pero un museo cuyas obras fueron pensadas y creadas, desde el inicio, para estar aquí.

Aunque no sigan un único programa decorativo, el interior de la Santa Croce está lleno de adiciones de otros periodos y estilos, capas de historia a plena luz. En ocasiones no aparecen hasta una restauración, como ocurrió con los frescos de Giotto, que habían sido encalados.

Hay dos capillas con frescos de Giotto, fechados en torno a 1320-1325, en un estado muy desigual. Ambas fueron descubiertas bajo la cal en el siglo XIX, pero el paso del tiempo las había afectado de forma distinta.

Los de la capilla Bardi fueron pintados con buon fresco, que se adhiere químicamente al enlucido y, si las condiciones son las adecuadas, perdura bien. Los de Giotto, en concreto, lo han hecho de una forma magnífica, excepto en aquellas zonas en las que se instalaron sepulcros y monumentos en las paredes. Lo que puede verse ahora son áreas pintadas con maestría por Giotto, intercaladas e interrumpidas por los huecos que han dejado los arcos barrocos y las estructuras funerarias, ya retiradas.

La capilla Peruzzi adyacente corrió una suerte distinta, a causa de la técnica empleada por el pintor, que para esta serie no utilizó buon fresco, sino que lo hizo a secco, pintando sobre el yeso seco, de tal forma que la pintura no se impregnó, y se ha craquelado y emborronado con el tiempo. Los análisis más recientes sugieren que el efecto original se parecía al de la pintura sobre lienzo.

PdM Aquí somos muy conscientes de lo que falta. Al principio, los colores serían más nítidos, y su narrativa sería más clara y potente. Ahora el efecto se asemeja al de contemplar un tapiz desvaído. Si miras el envés, la diferencia con la vivacidad del color de la parte delantera, expuesta a la luz, y la trasera, es impresionante. Hay una cantidad devastadora de tapices que han perdido cualquier rastro de color, y por lo tanto están destruidos. Si pudieras, los colgarías de cara a la pared. Al comparar los murales de la capilla Peruzzi con los de la Bardi puede verse cómo, al atenuarlos, el tiempo ha rebajado el impacto de sus frescos.

Seguimos hasta la capilla Baroncelli, en la entrada meridional del transepto, en la que hay una colección de frescos, completa y bastante bien conservada, de la Vida de la Virgen de Taddeo Gaddi, discípulo de Giotto, fechados hacia 1328—38. Gaddi también diseñó las vidrieras.

PdM Además del uso innovador del espacio, la luz y la narración, lo más deslumbrante de estos frescos es el conjunto colorido y decorativo, la percepción de que se trata de una Biblia entera ilustrada sobre las paredes. Esto nos da una idea de lo que pudo ser la capilla Peruzzi de Giotto, con los trampantojos, las columnas y los nichos aún más impactantes gracias a la disposición intencional de los colores, que unificarían armónicamente el conjunto.

Esta capilla, erigida a comienzos del siglo xiv, ha sobrevivido sorprendentemente intacta, con la excepción, claro está, del marco del retablo. Sus distintos paneles muestran la Coronación de la Virgen y la Gloria de ángeles y santos. El conjunto lleva la firma de Giotto, «Opus Magistri Jocti» (Obra del maestro Giotto), pero son muchos los investigadores que han detectado la mano de otros artistas, Taddeo Gaddi entre ellos.


Giotto di Bondone, Entierro de san Francisco, década de 1320. Fresco, capilla Bardi, Santa Croce, Florencia.

Giotto di Bondone, Ascensión de san Juan Evangelista, década de 1320. Fresco. Capilla Peruzzi, Santa Croce, Florencia.


Tadeo Gaddi, lateral este de la capilla Baroncelli, con la Vida de la Virgen, c. 1328-38. Fresco. Santa Croce, Florencia.


Giotto, retablo, políptico Baroncelli, c. 1334. Temple sobre madera, 185 x 323. Santa Croce, Florencia. Foto Scala, Florence/Fondo Edifici di Culto – Min. dell’Interno.

PdM Este políptico de Giotto y su taller, tan bien conservado, es fascinante. En esencia aquí puede considerarse a Giotto como a un artista gótico, a pesar de su ubicación al comienzo de la gran tradición humanística del arte. Y entonces se descubre que el retablo se ha transformado en un cuadro del Quattrocento; a finales del siglo XV Ghirlandaio lo enmarcó de nuevo all’antica, pero mira además lo que hicieron.

El Cristo y los cuatro paneles de los santos de la predela inferior no están alineados con el centro de los paneles superiores. Cuando se retiró el marco gótico se cortaron los arcos para que los paneles encajasen en el nuevo marco rectangular.

MG Estos marcos tan complejos son casi obras arquitectónicas. Un marco así es una pequeña estructura en la que reposan las obras, como los frescos en las paredes y el techo de una capilla. Hasta el siglo XVI no se empezó a pensar que el estilo de una imagen y su entorno debían coincidir.

PdM Parece que en el Quattrocento no les importaban demasiado los anacronismos. Si se quería modernizar un políptico antiguo, se desembarazaban del vértice de los arcos, de los pináculos y de las pilastras pequeñas, y daba igual que los paneles de la predela no estuviesen centrados.

Hoy en día no cabe plantearse cambiar el retablo de la Santa Croce para que vuelva a ser gótico. No solo porque no tengamos las partes que faltan, sino porque el enmarcado de Ghirlandaio representa un momento legítimo en la época y las prácticas del Renacimiento, y ha formado parte de esta iglesia durante siglos.

Lo que me apena de esta capilla, tal y como está, es que Giotto y sus colaboradores pintaron el políptico especialmente para que ocupase ese lugar en el altar, rodeado por un enorme ventanal gótico. Así pues, si no hubiesen cambiado el marco, ahora estaríamos entrando en una capilla florentina de comienzos del Trecento perfectamente conservada. Este deje de nostalgia de anticuario, por supuesto, no casa con las ideas o las costumbres del Renacimiento.

Lo que añoran hoy en día los amantes del arte es un lugar que, de alguna forma, desafíe la destrucción del tiempo, algo que, sin duda, es una ilusión. Como decía Philippe en la capilla Brancacci, «nunca se puede volver al pasado, ese momento ha desaparecido».

PdM Esa parece una respuesta humana universal ante las obras de una época grandiosa, que superan los materiales con los que se elaboraron y alcanzan su valor inmaterial. Las obras de las épocas mayores nos fascinan, nos acercan a civilizaciones ya desaparecidas y son vestigios tangibles de la historia. El grado de interés que ha conferido el tiempo a esas obras fue analizado con brillantez por Aloïs Riegl, cabecilla de la escuela de Viena de historiadores del arte formalistas en torno al 1900, que estudió el culto moderno a los monumentos, y trazó la distinción entre el «valor histórico» y el «valor de lo antiguo» (Denkmalswert y Alterswert). En el segundo caso, afirmaba que damos valor a un objeto antiguo solo por su edad, por las alteraciones que el tiempo y la naturaleza le han inflingido, sin importar la humildad de su procedencia, a causa de la profunda conciencia de la distancia que nos separa de ese objeto, en el espacio y en el tiempo, y también por la cercanía que sentimos, incluso empática, con las personas que lo crearon, hace tanto.

MG Y también existe otro placer, que surge precisamente de los cambios que conlleva el paso de los años. Hay un disfrute romántico en las ruinas, en el cambio y en lo que el pintor inglés John Piper denominó «la decadencia agradable» que provocan tanto el hombre como la naturaleza. La decadencia, sin embargo, es también un proceso de destrucción.

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