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ОглавлениеCAPÍTULO 2
una inundación y una quimera
No son solo los fragmentos que se conservan en los museos, sino las mismas ciudades, a las que amamos tanto que querríamos conservarlas tal cual, inmutables en la medida de lo posible, haciéndolas incluso —aunque sea absurdo— más parecidas a lo que fueron. David Hockney ha señalado que los objetos sobreviven, en general, por dos motivos: porque están hechos de un material tan duro que resiste el efecto del tiempo o porque alguien los ama. Ese «alguien» es, con frecuencia, una entidad corporativa, como un museo o una asociación; por ejemplo, la Soprintendenza del legado cultural de la Toscana.
Trajimos a colación ese hecho en nuestra visita florentina, mientras recorríamos el museo contiguo a la basílica franciscana, el Museo dell’Opera di Santa Croce, en el antiguo refectorio del convento, que alberga varias obras maestras de la pintura y la escultura. Tanto el edificio como la gran iglesia se encuentran en una de las partes bajas de la ciudad, cerca del Arno. Cuando el río se desbordó, en una catástrofe ocurrida en noviembre de 1966, la Santa Croce y el Museo se inundaron con un magma de agua, barro y grasa. Los daños fueron enormes, y algunas obras quedaron destruidas casi por completo.
PdM Entre las víctimas del desastre de 1966 destaca una, y es el gran Crucifijo de Cimabue.
Esta obra imponente, casi gigantesca, es una reliquia de los albores del Renacimiento, esos días en los que el humanismo y el realismo comenzaron a filtrarse entre las fórmulas que los artistas italianos habían heredado de Bizancio. La crecida violenta arrancó la pintura de casi toda la superficie, y sobre todo del rostro y el cuerpo del Cristo. Vinieron años de restauraciones minuciosas, pero desarrolladas de tal forma que quedasen expuestas con claridad las zonas dañadas. El efecto, y en esto coincidimos Philippe y yo, es tan rompedor visualmente que hace casi imposible contemplar el Crucifijo como una obra de arte.
PdM Aunque los conservadores disponían de muchas opciones, como la de repintar con cuidado para reducir el efecto óptico de los daños, algo que las fotografías anteriores a la riada habría permitido, dejaron el Crucifijo con sus llagas a la vista. Las autoridades decidieron mantenerlas como un testimonio conmovedor y nítido del desastre, parecido a lo que se hizo tras la Segunda Guerra Mundial con la iglesia bombardeada del kaiser Guillermo en Berlín, que se dejó en ruinas.
Hay un esfuerzo continuo, puede que desapercibido para muchos visitantes, por preservar los objetos que contemplamos en los museos o en cualquier otro lugar, y que sería el equivalente, en palabras de Hockney, al amor colectivo que sentimos hacia algunos fragmentos que se conservan de épocas pasadas. El amor, no obstante, puede manifestarse de muchas formas, algunas tiernas y otras toscas. La «conservación» y la «restauración», por tanto, se aplican en diversos grados, desde los más cuidadosos a los más intrusivos, desde la limpieza delicada hasta la restauración más radical e incluso drástica. Aunque muchas de las técnicas que se emplean son científicas, la decisión final acerca del grado de intervención suele ser cuestión de gusto.
En el Museo dell’Opera del Duomo, que visitamos después de comer, Philippe se detuvo frente a la extraordinaria talla a tamaño natural de la Magdalena de Donatello, y esta actuó como la famosa magdalena empapada en té de Marcel Proust. La visión de la escultura abrió las puertas de la memoria y nos arrastró —a él y a mí— cincuenta años atrás.
Donatello, Santa María Magdalena, c. 1457. Madera, a. 188. Museo dell’Opera del Duomo, Florencia.
PdM La primera vez que vi la Santa María Magdalena de Donatello no estaba aquí, sino en el Baptisterio, cubierta de barro. Yo estaba en Florencia con un viaje pagado por el Met, en el otoño de 1966. Llegué a finales de septiembre, y entre otras personalidades que me presentaron, estaba el esteta y experto sir Harold Acton, cuya espléndida villa, La Pietra, es hoy propiedad de la Universidad de Nueva York. Me invitó a comer el día 5 de noviembre.
Sin embargo, mi pequeña historia comienza en las primeras horas del día anterior, el 4, cuando el Arno, tras varios días de lluvia torrencial, comenzó a desbordarse, y amenazaba con anegar sus orillas. Esa mañana estaba atravesando el Ponte Vecchio camino de mi pensión, en Via dei Calzaiuoli, cuando las aguas inundaron la ribera. Así que corrí hacia la pensión, ganándole la carrera por poco al agua; de hecho, creo que acabé con los pies empapados, como si estuviese diluviando. Subimos todos al piso de arriba y, desde mi balcón, miré hacia la Piazza del Duomo, y en concreto a la zona entre el Baptisterio y el Duomo.
Podía ver el agua crecida, que arrastraba coches y muebles por la calle a gran velocidad y, para mi horror, ya batía las puertas del Baptisterio, también llamadas del Paraíso, ese glorioso testamento de la innovación y el genio renacentistas. Todos nos quedamos en el piso superior hasta la mañana siguiente, cuando el agua empezó a retirarse. Lo primero que hice fue precipitarme hacia la piazza, donde el caos era total, y la gente deambulaba estupefacta. Aunque el barro me llegaba hasta las pantorrillas, conseguí abrirme camino hasta el Baptisterio.
Las puertas del este se habían abierto de par en par, los paneles de Ghiberty estaban arrancados en parte, y un par de ellos habían caído al suelo, embarrado. No había ningún funcionario ni policía, solo un puñado de empleados del museo, aturdidos, a los que mostré mi identificación del Met. Lo primero que vi al entrar fue a la Magdalena de Donatello. Creo que se encontraba a la izquierda, nada más acceder al Baptisterio. Estaba ennegrecida por el barro, que le había llegado hasta las manos. A dos esculturas más les había ocurrido lo mismo. La retiraron muy deprisa, me parece que un par de días después ya no estaba. Supongo que la pondrían en los primeros puestos de la lista de obras que debían rescatarse. Así que, ya ves, no es la primera vez que me encuentro con ella.
Ese día tenía que comer con sir Harold, y no hacía más que pensar en qué iba a hacer. Por supuesto, los teléfonos no funcionaban, ni los vehículos, ni ningún otro medio de transporte, ni tenía forma de comunicarme con él para cancelarlo. Así que decidí recorrer a pie los cuatro kilómetros hasta La Pietra.
Llamé al timbre, dando por hecho que llegaba con retraso, y admiré las vistas mientras el portero me abría. «Soy Philippe de Montebello», le dije. Mirándome con incredulidad, me preguntó: «¿No vendrá a comer con sir Harold?». «Sí». «¿Con ese aspecto?», me interrogó. Estaba claro que no sabía nada de lo ocurrido. Le dije que el Arno se había desbordado y que Florencia era un desastre. «¡Oh! ¡Oh!», exclamó, y avisó a sir Harold, que se presentó diciendo: «Joven, iba a decirle que, para venir a verme, hay que vestirse de forma apropiada». Le resumí lo que había sucedido con la riada, y le conté que los Ghiberti estaban tirados en el lodo.
Naturalmente, no comimos. Llamó a su chófer y nos precipitamos hacia el coche, con el que nos acercamos todo lo que pudimos al centro de la ciudad. Sir Harold se puso las botas de caza y caminamos hasta la piazza del Duomo para entrar al Baptisterio. Cuando sir Harold vio la Magdalena, el Donatello, se detuvo y lloró.
Dediqué los siguientes días a ayudar a los conservadores a trasladar las piezas, pero llegó un momento en el que había tanta gente colaborando que nos chocábamos, y cuando se terminó mi beca de viaje me marché. Al final pudieron salvar la mayoría de los frescos que habían sido afectados por la riada, retirándolos cuidadosamente de las paredes con la técnica del strappo da muro, repintándolos con la del trattegio, sombreando en busca de la armonía tonal, más que la precisión en los detalles, que habría sido más precisa, pero también inexacta. La tragedia trajo un beneficio: bajo los frescos encontraron numerosos bocetos, llamados sinopie por el pigmento rojizo que utilizan (sinopia).
Tras dejar atrás el Museo Dell’Opera del Duomo paseamos hacia el norte, por calles cada vez más despejadas, hasta uno de los lugares menos frecuentados de Florencia, el Museo Arqueológico. Por cada centenar de visitantes que se agolpan en los Uffizi debe de haber uno, como mucho, que viene al Museo. Este orden de prioridades habría desconcertado a Lorenzo el Magnífico, pues aquí puede verse una de sus posesiones más preciadas, una antigua cabeza de caballo de bronce. Para Lorenzo, sería algo más precioso e infrecuente que los esfuerzos que realizaban los artistas contemporáneos por seguir sus instrucciones, como en el caso de Botticelli, cuyos cuadros son los mejores de la Galería.
Phillippe, por descontado, coincidía con el punto de vista de Il Magnifico, ya que no había dejado de insistir, desde la hora del desayuno, en que teníamos que ir al Museo Arqueológico. Cuando llegamos, nos dimos cuenta de que estábamos virtualmente solos. Aunque nos rodeaban numerosos objetos fascinantes y hermosos, nos descubrimos parados, una y otra vez, frente a uno de ellos: la escultura en bronce de una bestia mitológica —en parte león, en parte cabra, en parte serpiente—, conocida como la Quimera.
PdM ¿Cuántas veces hemos vuelto a esta galería? ¿Cuántas veces nos hemos visto irremediablemente atraídos hasta aquí? Una característica de las obras maestras del arte es que no dejan de llamar nuestra atención, convocándonos. Son como esa música que queremos escuchar siempre, o ese libro que nos encanta releer porque nunca nos cansamos de lo que nos ofrecen, sea un detalle o sea el conjunto. Por ejemplo, ya hemos vuelto tres veces a verla, y no he dejado de explayarme alabando su melena, proyectada como en lenguas erguidas y agitadas por el viento; y esa postura defensivo-agresiva, esa extraordinaria unión de vida y artificio.
Sin embargo, solo ahora me he percatado de las venas de su vientre, otro de los detalles que se han citado y observado muchas veces y, aún así, ninguno de estos aspectos explica por qué seguimos volviendo a esta sala. Es por la ferocidad de esta bestia, por su espíritu, todo el fruto de la imaginación creativa del artista. No fue esculpida por un simple artesano; aquí nos encontramos con la obra de un verdadero artista, que ha sentido y pensado hondamente. Sabía exactamente lo que quería suscitar, y lo logró con creces. Lo mismo puede decirse de todas las obras maestras, y su contrario también es cierto. Si entre la intención (o lo que se percibe como tal) y la realización hay una brecha, entonces la obra no ha alcanzado su fin.
De la autoría de la obra nada se sabe, ni tampoco de la persona que la encargó, o del por qué. El único dato firme es que la hizo, o la pidió, un etrusco, y también que está dedicada al dios Tinia, cuyo nombre aparece en la pata delantera derecha. Hay quien sugiere que la escultura pudo formar parte de un conjunto con el héroe griego, así mismo mitológico, Belerofonte, que acabó con la monstruosa Quimera, una especie de precursor de la historia de san Jorge. (La Quimera, que exhalaba fuego, parece un dragón).
De ser así, hace mucho que desapareció la estatua de Belerofonte. Unos obreros encontraron por casualidad la Quimera en Arezzo, en noviembre de 1553, con otros bronces etruscos. El botín no tardó en caer en manos de Cosimo I de Médici, gran duque de Toscana, quien la añadió a su colección del Palazzo Vecchio de Florencia. Benvenuto Cellini cuenta en su autobiografía cómo él y el duque dedicaron varias tardes a limpiar las esculturas más pequeñas, Cellini blandiendo un martillo en miniatura y Cosimo con un diminuto escoplo de joyero para retirar la tierra que tenían adherida. Antes del hallazgo, la Quimera ya había perdido su cola con cabeza de serpiente, que no fue sustituida hasta el siglo XVIII. Y eso es, en resumen, todo lo que sabemos, además de que se trata de una obra maestra única.
PdM Aunque existía toda una tradición iconográfica para las quimeras en esa época, me aventuro a decir que la mayoría parecerían pedestres en comparación con esta.
Esta pieza está fechada hacia el 400 a. C., más o menos en torno al que se considera tradicionalmente el año de la fundación de Roma. Y, sin embargo, parece reciente, tanto como las esculturas de Donatello del Bargello, que son 2000 años más nuevas. Esta es una de las cualidades de este material renombrado por su resistencia, el bronce, que niega los efectos habituales del tiempo, de tal forma que obras creadas hace siglos, e incluso milenios, tienen un aspecto contemporáneo. El bronce, a no ser que a alguien le dé por fundirlo, sobrevive admirablemente. Según la expresión de Hockney, es una sustancia tan resistente que puede perdurar, aunque no la amen. Así se entiende el alarde del poeta romano Horacio, cuando decía que sus versos eran un monumento más duradero que el bronce.
Quimera de Arezzo, 400-350 a. C. Bronce, 78,5 x 129. Museo Archeologico Nazionale, Florencia. Fotografía DeAgostini/SuperStock.
También fue el punto de partida de una muestra notable que Philippe y yo recorrimos ese mismo año en la Royal Academy of Arts de Londres, en la que se exhibían objetos de épocas y lugares muy diversos, con el único denominador común de su material, el bronce. Resultaba desconcertante el modo en el que ciertas obras, como la Quimera o un retrato de Herculano, que había estado enterrado durante milenios, tenían un aspecto casi reciente.
No obstante, este no es el único motivo por el que la Quimera parece tan poderosa. Posee una cualidad que desafía al tiempo, pero que también se comunica a través de él, incluso con personas que no saben casi nada, porque no pueden, sobre las creencias de los que la crearon o sobre el mensaje que podría contener. De algún modo inexplicable, una obra maestra del arte trasciende su propia época.