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MADRID

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18 de febrero

Llego a Madrid. Buenos Aires parece un sueño lejano que apenas puedo recordar. A diferencia de otras veces, no me preguntan nada en migraciones. Lo tomo como una buena señal. El universo quiere que esté acá. Entre que espero la valija y llego a la estación del Metro, se hacen las seis de la mañana. No entiendo si estoy cansado o no, ni qué hora o día es. Tomo la línea 8, bajo en Nuevos Ministerios y combino con la línea 10 en dirección a Puerta del Sur, me bajo en Plaza de España y combino otra vez con la línea 3 en dirección a Villaverde Alto y bajo, finalmente, en la estación Lavapiés. Es de madrugada, el cielo está oscuro, pero igual se ve distinto. El aire también es distinto. Estoy lejos. Estoy donde quiero estar. Camino y en la madrugada el único sonido que se escucha es el de las ruedas de mi valija girando contra el piso.

A las siete llego a la casa de Marcelo. Me recibe Alejandro, a medio vestir y a punto de irse a trabajar. Me cuenta que él y Marcelo van a casarse. Temen que la extrema derecha gane las próximas elecciones y que deje a la comunidad LGBT sin derechos. Me muestra un poco la casa y me lleva a mi habitación. Apenas se va, caigo rendido en la cama. Tomo media pastilla de Clonazepam y, antes de dormir, dejo el Grindr abierto.

Me despierto al mediodía a la misma hora que Marcelo. Me siento espléndido. Pablo nos espera para almorzar en un pequeño restaurante que está a unos diez minutos a pie. En el camino conversamos sobre el casamiento y su relación con Pablo. Me cuenta que Alejandro y él están pasando por una situación financiera un poco delicada y que, además, él está sufriendo de hipertensión. Nunca vi a Marcelo así, el eterno Aries que se lleva el mundo por delante. Pablo se ve igual que siempre. Se hizo un tatuaje nuevo con unos versos de Alejandra Pizarnik en el pecho “miedo de ser dos / camino del espejo”. Cada tanto se acaricia la barba de chivo. Conversamos como tres argentinos expatriados. Marcelo es el primero que se fue, a fines de los ochenta. Pablo se fue a fines de los noventa. Fantaseo que soy uno de ellos, recién exiliado. La generación perdida. El que acaba de llegar. Hablamos sobre el avance de la extrema derecha en Europa y en el mundo. La Argentina les resulta un país de avanzada en materia de derechos humanos por haber juzgado a sus propias dictaduras, cuando en países como Chile y España se sigue adorando a Pinochet y a Franco. Les advierto que las cosas cambiaron mucho en Argentina, que los derechos humanos pasaron a ser “un curro” y que hay gente que sale a marchar para pedir que vuelvan los militares, niega a los desaparecidos e insulta a las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo.

Después de comer, Pablo me vende un poco de marihuana y se despide. Paso por un kiosco y compro un pikachu de metal de tres pisos con filtro, como siempre quise, y sedas. Marcelo y yo paseamos por el centro y nos perdemos por las calles de Madrid. No me preocupo porque él conoce bien el camino de regreso. Yo ya lo olvidé. Caminamos hasta la Plaza de la Villa y después vamos a ver el Palacio Real desde afuera. Volvemos por la Plaza de Oriente y la Plaza Mayor. En el camino pasamos por un local de gafas vintage que tiene un mostrador original de Paloma Picasso de los ochenta. Los quiero todos. Están hasta los lentes de Javiera Mena de “Otra era”. Seguimos caminando y conversamos sobre la muerte de nuestras madres y cómo experimentamos la orfandad. Coincidimos en que lo peor es haber perdido esa contención incondicional que solo una madre es capaz de brindar. Su sol y mi luna en Aries dialogan. Paramos a tomar un chocolate con churros y volvemos a su casa a cenar con Alejandro.

19 de febrero

A la mañana voy de compras a Gran Vía. A pesar de la devaluación del peso argentino, la ropa sigue resultando barata. No entiendo por qué la ropa es tan cara en Argentina, especialmente la de hombre. Paso por H&M, Zara, Pull & Bear y Primark.

Al mediodía regreso y almuerzo con Marcelo, que se acaba de despertar. Alejandro trabaja.

Por la tarde quedo en encontrarme con un ruso con el que vengo hablando desde que llegué. Tiene mi edad. En las fotos parece lindo, aunque la mayoría son del culo y no se le ve bien la cara. Se distingue que es rubio y grandote. Tomo el metro y llego en unos pocos minutos. Vive en pleno Chueca. En persona no me resulta muy atractivo. Hay algo en la cara que no me gusta, pero ya estoy ahí. Me invita a pasar y nos sentamos en su sillón a charlar mientras escuchamos Fangoria y La Prohibida. En el living no hay la más mínima decoración. Solo una mesa con la computadora. No puedo evitarlo y le pregunto por la situación de la población LGBT en Rusia, teniendo en cuenta que las noticias siempre son terribles. Para mi sorpresa, se molesta conmigo. Ahí me doy cuenta de que lo que no me gusta de su cara es la expresión de disgusto permanente. Dice que ya abandonó Rusia hace mucho tiempo, que es parte de su pasado y afirma que él ya se siente español. Me resulta curioso el tema de las nacionalidades y las pertenencias a un colectivo. Me cuesta sentirme parte de algo porque siempre me sentí rechazado. Para evitar que se siga enojando, le mando mano adentro del pantalón y le empiezo a acariciar el culo. Funciona. Se tranquiliza y le cambia la cara. En silencio, acerca su boca a la mía para besarnos. Me encantan sus besos siberianos. Le bajo el pantalón y descubro que tiene puesto un suspensor azul eléctrico. Alto contraste con su piel de porcelana. Es totalmente lampiño. Me encanta acariciarlo. Despacio se va acomodando sobre el sillón y se pone en cuatro. Un culo así de lindo es una invitación a chuparlo imposible de rechazar. Tras unos lengüetazos, ya tiene el ojete bien húmedo y dilatado. Ayudado por mi propia saliva, le voy metiendo los dedos de a uno hasta comprobar que está listo. Su culo no ofrece ninguna resistencia. Mientras tanto, me voy sacando la ropa y reemplazo la lengua por mi pija. Sin hacer esfuerzo, se desliza directamente hacia dentro. La sensación es hermosa. Gime en voz baja y balbucea unas palabras en ruso para las que no me hace falta traducción. Voy acelerando el movimiento, cada vez más duro, más fuerte y más adentro hasta que acaba. La contracción de su culo en la pija me hace acabar a mí también. Nos limpiamos y antes de irme me explica cómo descargar el mapa de Madrid al Google Maps para poder usarlo en la calle sin conexión. Camino de regreso y paseo por Chueca. Me encantan las calles, los bares, la gente. Me encanta viajar. Me encanta estar en otro lado. Quiero que este momento sea para siempre.

A la noche, después de la cena, me escribe otro chico que anda por el barrio y me invita a dar una vuelta y fumar porro. Cuando lo encuentro me da un beso en la boca de una. Apesta a tabaco. Por el acento descubro enseguida que no es español. Es argentino, de Río Gallegos. Tiene veinte años, es alto y delgado, sin vello facial, y dice que estudió Psicología en Córdoba. No tengo ganas de estar con argentinos. No me gusta la boina que tiene puesta ni tampoco sus pantalones oxford de corderoy. Nos sentamos un rato en la plaza del Museo Reina Sofía y empiezo a pensar en excusas para irme. Es pasada la medianoche y ya no anda mucha gente por la calle. No tengo nada de sueño. Nos paramos y me lleva a un recoveco cerca del ascensor que sube por afuera del museo y me chupa la pija. Lo mejor que puedo hacer para irme es acabar rápido, así que uso mi imaginación para estimularme y le lleno la boca de leche.

20 de febrero

Me levanto temprano y me voy a hacer un tour por la ciudad. Camino con la ayuda del Google Maps hasta el punto de encuentro: la Plaza Mayor. Mientras espero que se haga la hora, fumo un porro que llevé armado. No me gusta estar solo, pero tampoco tengo muchas ganas de interactuar con nadie. Cuando el guía nos pregunta de dónde somos, varios decimos que venimos de Argentina. Una pareja va tomando mate durante el camino. Estoy a punto de pedirles que me conviden en varias oportunidades, pero no me animo. El recorrido dura unas tres horas. Paso la mayor parte del tiempo entumecido. Odio hacer turismo. No me interesa transitar la ciudad de esta manera.

A la tarde, Marcelo y yo vamos a hacer fotos al Parque del Retiro. Necesito dos retratos para los libros que Ezequiel está a punto de publicarme. Los almendros están en flor y el ambiente es más primaveral que invernal. Bajo el sol vespertino descubro la Fuente del Ángel Caído. No la recordaba del viaje anterior. El ángel se ve hermoso con la luz del atardecer. Luego de caminar un rato llegamos al Palacio de Cristal, inundado por los últimos rayos del sol. Es un lugar maravilloso. Quisiera quedarme acá para siempre.

A las 18 Marcelo se va a encontrar con Alejandro para asistir a un concierto de música clásica. Yo me voy al Prado a aprovechar las dos horas de entrada libre para visitar a mis amigos Goya y El Bosco. No tengo mucho tiempo, así que voy directamente a sus respectivas salas. Los cuadros negros de Goya son tan espeluznantes como los recordaba. Allí están las brujas, los aquelarres, el diablo y, mi obra favorita: “Saturno devorando a su hijo”. Aprovecho el rato que me queda y voy rápido a la sala del Bosco. De pronto estoy inmerso en el “Jardín de las delicias”. Es mucho, mucho más grande de lo que me acordaba. Por algún motivo pensaba que era una pintura casi en miniatura en una caja de madera. No sé si es el porro, el síndrome de Stendhal o qué, pero siento que todas esas figuritas adorables y macabras se mueven en el cuadro. Antes de irme, me despido también de la “Extracción de la piedra de la locura”.

A la vuelta, Marcelo y Alejandro todavía están en el concierto. Estoy solo en casa. Me escribe al Grindr un chico que está libre por la zona. Ya hablamos más temprano e intercambiamos fotos. Tiene treinta y ocho años, es bajo y delgado y tiene el pelo ondulado. Me gusta porque me hace acordar a un periodista y dramaturgo de Buenos Aires que me encanta. Tiene lugar, pero está trabajando, así que podemos hacer algo rápido. Llego enseguida y me mete a su habitación. Nos besamos y desvestimos con desesperación. Quiero coger, pero me dice que no está preparado. ¿Saben los europeos de lo que se pierden por no tener bidet? Me chupa la pija y acabamos mientras franeleamos y nos besamos.

Marcelo y Alejandro vuelven unas dos horas más tarde y cenamos casi a las doce. Es mi última noche en Madrid hasta el regreso, así que quiero aprovecharla al máximo. Mientras termino de armar la valija, me invita a su casa otro chico que vive a unos quinientos metros. Tiene treinta años, es un poco menos alto que yo, delgado y morocho. Me recibe en plena oscuridad y cuando lo toco me doy cuenta de que ya está desnudo. Me saco la ropa y nos acariciamos. Ninguno de los dos avanza como para darnos un beso. Mientras me chupa la pija, le acaricio el culo y se lo voy embadurnando de saliva con los dedos. Me lleva de la mano hasta su cama, se acuesta boca arriba, me envuelve el cuello con los pies y se da un buen saque de popper. Me ofrece, pero no quiero. El olor es tan fuerte que es como si hubiera inhalado yo también. La posición le queda perfecta y mi pija le entra enseguida. A medida que aumenta nuestra calentura vamos rotando hasta quedar cogiendo de costado. Con las manos le mantengo el culo abierto y con la pelvis se la voy metiendo y sacando cada vez más rápido y más a fondo hasta que acaba. Dejo la pija afuera y me pajeo mientras le acaricio el culo hasta acabar. Cuando nos volvemos a vestir conversamos un poco. Me cuenta que es italiano, de Roma, y que está en Madrid haciendo un máster en Lingüística. Le cuento que soy egresado de Letras de la UBA y me dice que le gustaría hacer un doctorado en Buenos Aires. Pienso en las dificultades académicas que hay en Argentina y en el estado crítico de las ciencias, pero prefiero no decir nada. Buenos Aires no existe.

Nunca nunca nunca quisiera volver a casa

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