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1 Marco biográfico Preámbulo
ОглавлениеLa biografía de Pilar Bellosillo hay que situarla en una determinada época española, dentro una generación profundamente marcada por la guerra civil de 1936 a 1939, y por el ambiente religioso que se desarrolló a partir del final de la contienda. La mentalidad del bando que resultó vencedor encontró en la Iglesia y la religión sus principales apoyos ideológicos de legitimación, de manera que toda la realidad social, en mayor o menor medida, se impregnó de una óptica en la que lo religioso era elemento principal. Estamos hablando de lo que se ha denominado y aceptado por los historiadores y sociólogos como el fenómeno del «nacionalcatolicismo»1.
La doctrina nacionalcatólica pretendía ocupar todos los ámbitos de la vida, no solamente el religioso, con un esquema totalitario que basaba en la Iglesia su verdad fundamental. En nombre de una interpretación de la doctrina eclesiástica tan conservadora como limitada, se realizaba una aplicación de sus presupuestos a la totalidad de la realidad, manteniéndose siempre en unos márgenes de estrechez, mojigatería e ignorancia. La identificación patria-religión, el rechazo a la modernidad y la vertebración de la sociedad política conforme a las doctrinas eclesiásticas, tres de los principales ingredientes teóricos del nacionalcatolicismo, posibilitaron, sin embargo, que se creara en la España de Franco un cierto marco de libertad para las asociaciones católicas. Esto funcionaba dentro del espíritu de confianza en y con la Iglesia, mientras se suprimía toda posibilidad no ya de crítica, sino de mínimo debate, para cualquier otra posición ideológica. El artículo 34 del Concordato de 1953 describió bien la situación: «Las asociaciones de la Acción Católica Española podrán desenvolver libremente su apostolado, bajo la inmediata dependencia de la Jerarquía eclesiástica, manteniéndose, por lo que se refiere a las actividades de otro género, en el ámbito de la legislación general del Estado». Únicamente quedaron fuera de esta permisividad las antiguamente llamadas «obras económicas y sociales», cuya actividad dentro de la Acción Católica siempre había resultado polémica2.
Esta mentalidad, impuesta por la fuerza de las armas y configurada como voluntad política por los vencedores con la ayuda de las altas jerarquías de la Iglesia oficial, fue utilizada como instrumento de dominación cultural. Lo que ocurrió fue que esa libertad mínima otorgada a los grupos religiosos permitió desarrollar poco a poco una manera de pensar coherente con una básica adhesión a la doctrina de la Iglesia, pero diferente de la interpretación que hacían los ideólogos oficiales franquistas.
A partir del final de la II Guerra Mundial, quedó abandonada totalmente en España la inclinación por el pensamiento fascista, y se trató de buscar otros apoyos, particularmente en la Iglesia. Comienza el período del «colaboracionismo católico», con el nombramiento de Alberto Martín Artajo, presidente de la Acción Católica Nacional, como ministro de Asuntos Exteriores. Esta nueva relación del régimen franquista con la Iglesia católica produjo una serie de consecuencias muy diferentes. Fue un proceso lento y se realizó con un gran esfuerzo personal, que motivó en algunos casos angustias y tragedias de los cristianos que no lograban compaginar las propias creencias religiosas con la versión que la Iglesia daba como la correcta, en consonancia con el pensamiento político del régimen. En otros casos, ese choque de conciencia provocó una profunda crisis de fe que desembocó en el total alejamiento de la Iglesia, además de un violento anticlericalismo. Y en otros más, como es el caso de Pilar Bellosillo, fue desarrollando paulatinamente una convicción personal que no solo no se alejaba de la fe cristiana, sino que por el contrario, se afianzaba en ella, consiguiendo una capacidad de discernimiento y de madurez que la hacían más viva y responsable.
Pero esta buena relación entre el gobierno y la institución eclesiástica provocó que, en esta temprana etapa del franquismo, los únicos grupos con libertad para reflexionar y discutir fueran los que se reunían en nombre de la religión. En cualquier caso, la confrontación con las propias limitaciones y contradicciones fue provocando en estos grupos la necesidad de ampliar un horizonte que se mostraba muy restringido. De ahí que una de las maneras, si no la principal, de abrir puertas hacia otros ámbitos intelectuales fue, como han confesado muchos de los protagonistas de esta época, la salida a los organismos internacionales y el consiguiente encuentro con las muy variadas interpretaciones del mundo y las realidades sociales, no solo seculares, sino también aquellas de índole estrictamente religiosa y cristiana, que tenían opiniones bien diferentes de las posturas oficiales de la religiosidad propuestas por las autoridades españolas.
Entre los grupos más intelectuales, los primeros contactos internacionales comenzaron en las Conversaciones de San Sebastián que convocaba Carlos Santamaría, adonde acudían teólogos franceses como el dominico Padre Dubarle. Unos años más tarde, las Conversaciones de Gredos, dirigidas por Alfonso Querejazu, fueron también lugar de encuentro y de debate de personalidades como Aranguren y Laín, aunque no tenían presencia cristianos del exterior. Hay que anotar que en ninguno de los dos grupos fue nunca convocada ninguna mujer, si bien habían aparecido ya destacadas figuras femeninas intelectuales como: Lilí Álvarez y María Campo Alange.
Entre las asociaciones de cristianos auspiciadas por las jerarquías eclesiásticas encontramos desde muy pronto los grupos restaurados de la Acción Católica, y un poco más tarde, las congregaciones marianas en el círculo de influencia de los jesuitas. Se trataba en ellas de continuar una educación y una vivencia religiosas más allá de los recintos escolares. Divididos en agrupaciones por Ramas: Mujeres, Hombres y Jóvenes, esta diferenciada en masculina y femenina, tenían una fuerte subordinación a la jerarquía episcopal. Según la caracterización de Miguel Benzo en una primera etapa, la anterior a la guerra, la Acción Católica tenía una actitud agresiva frente a la sociedad civil, a la defensiva de los derechos de la Iglesia. En esta segunda etapa, la que se denomina como nacionalcatolicismo, esa actitud se convirtió en una pastoral triunfalista, que deseaba poner de manifiesto la situación de cristiandad. En la tercera, a partir de 1950, la Acción Católica comenzó una «pastoral de testimonio», tratando de cristianizar a las personas y a las estructuras3.
Poco a poco, en un proceso que fue lento, se fueron potenciando unas actividades y unos debates inmersos en la corriente de ideas que fue desembocando en la preparación y posterior celebración del concilio Vaticano II. En toda Europa corrieron esos aires de aspiración a la libertad, pero durante los años 1945 a 1966 probablemente fue en España, por las circunstancias políticas antes descritas, donde tuvieron un eco más sonoro y repercutieron con impacto más fuerte en toda la sociedad.
Observándolo desde hoy, vemos que la base teórica se fue desarrollando sobre unas ideas-fuerza, apoyadas en las doctrinas de aquellos teólogos que fueron quienes prepararon los nuevos aires del Concilio. En primer lugar, hay que nombrar la teología del laicado, trabajada por el teólogo dominico francés Yves Congar4, que destacaba la responsabilidad de todos los miembros, laicos y clérigos en el gobierno y la marcha de la Iglesia. Suponía una llamada a la autonomía de la conciencia del laico, considerado hasta entonces como un menor de edad. Ello conllevaba, sin duda ninguna, una puesta en cuestión del argumento de autoridad que utilizaba la jerarquía eclesiástica.
En segundo lugar, esto ponía sobre el tapete una nueva concepción más igualitaria de la Iglesia como pueblo de Dios. El desarrollo de esa tesis había sido expuesto por Henri de Lubac, en Meditación sobre la Iglesia5. No faltaron teólogos españoles que recogieran esos nuevos aires y publicaran las nuevas ideas: entre ellos, Miguel Benzo, consiliario de la Junta General de Acción Católica, que publicó unos años más tarde Teología para universitarios6, uno de los libros más leídos y discutidos por todos los militantes cristianos de esa generación.
En tercer lugar, la idea de la libertad religiosa, que se abría paso en el debate de las sociedades europeas secularizadas, era una necesidad sentida en la España nacionalcatólica de Franco. La situación de las otras confesiones religiosas, totalmente marginadas, era una grave afrenta a la conciencia de los católicos. El libro del jesuita alemán, Karl Rahner, Sobre el apostolado seglar. Escritos de teología7, defendía directamente el respeto a todos los hombres, en la intimidad de sus creencias.
Posteriormente potenciado por el Concilio, la necesidad de diálogo entre católicos y cristianos de otras confesiones primero, y luego con no creyentes y también con los marxistas, se abría paso en una España en la que el adjetivo «marxista» era sinónimo de persecución y prisión, pero cuyo compromiso obrero y social causaba respeto y admiración a los cristianos más concienciados.
Además de estas tres ideas, que iban creando un ambiente de cada vez mayor contestación a la España oficial, surgió, paralelo a ellos, el tema de la mujer. En el ambiente reaccionario y tradicional de la España de Franco, la Sección Femenina de Falange, dirigida por Pilar Primo de Rivera, marcaba las pautas de conducta de las mujeres españolas, especialmente en los ambientes rurales. La conservación de las tradiciones, la sujeción de la mujer al varón, fuera padre, hermano o marido, y la educación exclusivamente de cara a las tareas familiares eran las directrices fundamentales.
La figura de Lilí Álvarez destacó muy pronto cuando apareció su libro En tierra extraña8, que en dos años alcanzó cuatro ediciones. En él defendía el papel de los seglares dentro de la Iglesia, incluidas las mujeres en pie de igualdad y no de minoría de edad. También el libro de Mary Salas, Nosotras las solteras9, planteaba la teología del trabajo como realización personal y no como castigo bíblico, reclamando para las mujeres un papel social profesional. Se respiraba en ellos una religiosidad y teología vividas antes que estudiadas y aprendidas.
La Rama de Mujeres de Acción Católica había tenido una inflexión más piadosa, continuando con su trayectoria anterior a la guerra, pero evolucionó, en general, con arreglo a esas mismas pautas que hemos descrito. En ese contexto, el gran mérito de Pilar Bellosillo, junto con la mayoría de las dirigentes que la acompañaron, fue el de variar el punto de mira desde una religiosidad centrada en lo litúrgico y las obras de caridad, de la mano de esa espiritualidad seglar y la autonomía de la conciencia, hacia una «promoción de la mujer», que fue abriendo progresivamente nuevas ideas hacia la igualdad con los varones, tanto en los derechos como en las responsabilidades.
Podemos decir que el tema de la mujer fue un tema estrella que fue abriéndose paso cada vez con más fuerza a lo largo de esos años. Al principio, necesitaba buscar y encontrar apoyos en los textos de los papas, sobre todo en Pío XII y Juan XXIII. Cuando este último, en la encíclica Pacem in terris lo proclamó como uno de los «signos de los tiempos» que caracterizan la sociedad actual, la centralidad e importancia del tema logró su punto álgido. Pero la igualdad de la mujer, proclamada por el concilio Vaticano II y defendida por Pablo VI en diferentes ocasiones, encontró en el posconcilio fuertes resistencias para su cumplimiento, al igual que todos los temas que habían aflorado en aquel ambiente de libertad: la importancia del laico en la Iglesia, la voluntad del ecumenismo y el diálogo con los no creyentes. Sin embargo, se hacía ya muy difícil una vuelta atrás, regresar a la situación anterior de sometimiento ciego a los dictámenes de la jerarquía.
Conviene señalar que ese período, que podemos enmarcar entre los años cincuenta hasta los setenta, fue de una riqueza y una profundización religiosa extraordinarias. Los textos de los teólogos, tanto los arriba citados como muchos otros que fueron surgiendo, eran leídos con mucha atención y cuidadosamente comentados y discutidos en los grupos cristianos. Y si bien es cierto que los aires renovadores del concilio Vaticano II fueron frenados desde muchos ángulos por la propia Iglesia católica, tampoco podemos negar que la crisis de autoridad, la honestidad en la autocrítica y la libertad de conciencia que inauguraron y, en definitiva, la nueva concepción de la Iglesia como pueblo de Dios, no perdieron ya fuerza dentro de la comunidad cristiana. Las jerarquías eclesiásticas más conservadoras que pretendieron parar ese proceso, desautorizaron a dirigentes laicos y a consiliarios en un proceso que provocó una tremenda crisis durante los años 1966 y 1968, que desembocó en la práctica desaparición de aquellos movimientos seglares, en particular, de la Acción Católica. Consiliarios de tanto prestigio intelectual y moral como Miguel Benzo, Felipe Fernández Alía y Juan Gaztañaga fueron cesados y sustituidos por otros de menor compromiso y conflictividad.
Pilar Bellosillo, la dirigente española de mayor rango internacional actuó en ese momento como portavoz de la Acción Católica con el papa Pablo VI, tratando de que por lo menos no ignorase la gravedad de la situación. Su postura fue la de buscar una mediación a un conflicto que desgarró profundamente la conciencia eclesial de los cristianos del momento. Y si bien no consiguió resultados espectaculares, fue a raíz de su intervención cuando el Papa comenzó a nombrar obispos auxiliares en las diócesis españolas, que fueran relevando a la vieja generación vinculada todavía fuertemente al franquismo. Aquella crisis de la Acción Católica constituyó una más de las rupturas de la Iglesia oficial con la sociedad civil que se vienen produciendo en España en los últimos siglos, solo que esta vez, con los grupos cristianos propiamente dichos. Suceso que, sin duda, hay que poner en el origen de la difícil relación que se establece actualmente entre Iglesia y sociedad. Claramente, la profunda revisión de la Iglesia que significó el Concilio desde una renovada perspectiva religiosa y su voluntad de respeto a lo secular no tuvieron igual eco en la jerarquía y en los cristianos de base.
Esta etapa de crisis fue vivida plenamente por Pilar. Y su evolución y su comprensión del sentido de la vida y de las cosas vistas desde hoy se enmarcan a la perfección en las preocupaciones de la crónica de esa época. Tuvo el mérito y la suerte de vivir esos cambios desde una posición privilegiada de dirigente de movimientos católicos internacionales. Pero en un proceso que evolucionó muy rápidamente y que para muchas personas fue excesivo y desbordó su capacidad de asimilación, Pilar supo mantener una postura digna y coherente, sin poner en cuestión su fe ni su amor a la Iglesia, recogiendo, asumiendo y edificando las nuevas situaciones y valores que se presentaban, con una gran serenidad y capacidad de encaje.