Читать книгу Un Cuarto De Luna - Massimo Longo - Страница 4
ОглавлениеCapítulo 1
Es tan huidizo cuando intento abrazarlo
—¡Elio, Elio, rápido! ¡Ayúdame con las bolsas de las compras antes de que llegue la tormenta!
Elio estaba inmóvil dentro de sus zapatos nuevos y miraba a su madre, haciendo cosas sin descanso.
—¡Elio! ¿Qué haces allí clavado al suelo? ¡Toma! —Lo sacudió y le cargó los brazos con una enorme bolsa de verduras.
Elio no tenía intención de hacer otra cosa, subió los escalones exteriores del edificio y, girándose de espaldas, empujó el portón. Se detuvo a mirar la maldita luz roja parpadeante del ascensor y, vencido, subió las escaleras hasta su casa. Tras apoyar la bolsa sobre la mesa de la cocina, se fue derecho a su habitación a escuchar música recostado en la cama.
A solo terminar de subir las escaleras, la madre cansada fue en su busca.
Se asomó a la puerta de su habitación gritando.
—¿Qué estás haciendo? Aún no hemos terminado. ¡Ven a ayudarme!
—Sí, sí… ya voy…—respondió Elio sin moverse, solo para librarse de ella.
Giulia se alojó, esperando que esta vez fuese diferente. Estaba desesperada, ya no lograba sacudir a este hijo que se volvía cada vez más apático.
Desde la entrada, se oyeron los veloces pasos de la hermana, que lo llamaba con voz alegre.
—¡Elio! ¡Elio! Mueve el trasero de esa cama y ven tú también a ayudar a mamá, que te está esperando abajo —le gritó sabiendo que era inútil.
Elio no se movió y continuó mirando el techo indiferente, tras haber aumentado el volumen.
Giulia, agotada más por la lucha con el hijo que por el cansancio, terminó de descargar las compras junto a su hija, Gaia. No hacía más que pensar en Elio, mientras subía las escaleras de ese edificio de cinco pisos, blanco y naranja como todos los del vecindario popular de Gialingua, donde vivían, en el cual el ascensor funcionaba un día sí y un día no y, quién sabe por qué, nunca aquellos días en los que tenía que subir con las compras. Vivían veinte familias, en sendos apartamentos que se asomaban a lados opuestos.
—¡Esta es la última vez que haces eso! —le gritó desde la cocina— ¡Cuando llegue tu padre vamos a poner orden!
Elio ni siquiera la oía, inmerso en la música monótona que le entraba por las orejas sin involucrarlo emotivamente. Nada y nadie podría sacarle la sensación de aburrimiento y paranoia que lo invadía. Su mundo privado de intereses que lo cubría como si fuera la mantita de Linus. Él era así y era necesario que el mundo lo aceptase.
Gaia era muy diferente: tenía quince años, cabellos cortos y negros y ojos despiertos y curiosos. Las veinticuatro horas del día no le alcanzaban para atender todos sus intereses.
También Giulia era dinámica. A diferencia de la hija, su cabellera era rubia y rizada y tenía un ligero sobrepeso, pero era ágil y decidida; en resumen, la clásica mamá de cuarenta y dos años llena de compromisos, dividida entre trabajo y familia.
Ya era la hora de cenar, pero desde el cuarto de Elio no llegaban señales de ningún tipo. Silencio absoluto. En verdad, no había cambiado la posición asumida luego de haberse arrojado sobre la cama y haberse puesto los auriculares.
Se oyó el ruido de las llaves en la cerradura de la puerta de entrada; en ese preciso instante, sin dar tiempo a que la puerta se abriera, la voz alterada y quejumbrosa de Giulia, que se descargaba sobre el marido:
—¡No se puede seguir así!
—Dame tiempo de entrar, tesoro…
Giulia besó al marido e inmediatamente retomó las quejas.
—Otra vez Elio, ¿no? —preguntó el hombre con voz resignada.
—¡Sí, él! —respondió Giulia.
Todo esta conversación se desarrollaba mientras Carlo, luego de sacar el recipiente de comida que dejaría en la cocina, se dirigía a guardar en el armario el bolso en el que llevaba al trabajo una camisa de recambio por el calor sofocante que ya se hacía sentir, aunque recién estaban a fines de mayo.
De la misma edad que su esposa, era un hombre apacible. Sus cabellos, ya casi completamente grises, en una época habían sido azabaches como los de la hija. De rostro alargado y mejillas hundidas, sobre la nariz aguileña se apoyaba un par de anteojos redondos de metal.
—¿No me puedes contar después de cenar? —le preguntó con dulzura a la esposa, con la esperanza de calmarla.
—Tienes razón, tesoro —respondió ella, pero, sin darse cuenta, siguió quejándose hasta que empezaron a comer.
Por suerte, estaba Gaia, que no paraba de contar qué había hecho durante el día, transformando en modo irónico y divertido incluso los pequeños fracasos.
Había terminado de poner la mesa, cuando la madre le dijo:
—Ve a llamar a Elio.
—Es inútil —respondió—. Sabes que no se mueve si no va papá…
—Desde que lo traje de la escuela que no sale de su cuarto. Está empeorando —Giulia le dijo al esposo.
—¿No habíamos dicho que tenía que comenzar a volver solo?
—Estaba por esa zona porque hice las compas…
—¡Siempre tienes una excusa para protegerlo y luego te quejas!
Carlo sacudía la cabeza con aire de desaprobación hacia la esposa, se levantó del sofá y fue a llamar al chico. Entró en la habitación sin golpear y encontró a Elio como la madre lo había dejado. Tenía los ojos fijos en el techo, mirando al vacío, aún tenía puesto los auriculares inalámbricos blancos, ni siquiera se había sacado los zapatos…
Carlo no lograba reconocer en ese muchacho al niño al que acompañaba a andar en bicicleta. Ahora tenía trece años y era casi tan alto como él. Impulsado por la pereza, se había rapado los bucles rubios y abundantes que tenía de niño, para no tener que cuidarlos. Sus ojos verdes aún eran muy hermosos, pero estaban apagados. En los últimos años ya no reaccionaban a ningún estímulo. No oía su risa desde hacía tanto tiempo que había olvidado su sonido. Lamentaba no poder pasar con él el mismo tiempo que le dedicaba de pequeño; sin embargo, dudaba de que ahora sus atenciones hubieran sido bien recibidas.
Desafortunadamente, algunos años antes, a causa de la crisis económica, había perdido el trabajo cerca de su casa. En realidad, más que la crisis, lo que impulsó la relocalización de la multinacional en la que trabajaba, había sido el incremento de las ganancias, un comportamiento que comparten muchas de estas corporaciones.
Logró con esfuerzo encontrar un nuevo empleo, pero, desafortunadamente, tenía que recorrer muchos kilómetros por día y combinar varios medios de transporte, lo cual le había quitado tiempo con la familia. Además, volvía tan cansado que le costaba estar presente aun estando allí. Después de cenar, se recostaba en el sofá e, inevitablemente, se quedaba dormido a pesar del esfuerzo que hacía para mantener los ojos abiertos.
Carlo le hizo señas de que se sacara los auriculares, y Elio cumplió la orden para evitar tener que aguantar que un largo sermón le atormentara el cerebro.
—Ven a comer. Es hora de cenar —lo intimó enfadado—. ¡Tu madre dice que estás aquí sin hacer nada desde las cuatro!
Elio se levantó y, con la cabeza gacha, pasó cerca del padre sin esforzarse por hablarle y dirigió a la cocina.
Gaia ya estaba sentada lateralmente a la mesa rectangular, que ya estaba lista, y con el teléfono en la mano intercambiaba mensajes con las amigas para organizar los próximos eventos.
Elio se sentó frente a la hermana y no le dirigió la palabra durante toda la cena.
La cena transcurrió tranquila, todos hablaban de las cuestiones del día, salvo Elio que dio algunos mordiscos a un sándwich y, apenas fue posible, se retiró nuevamente a su habitación, para gran decepción de la madre, que encontró eco en la expresión triste del padre.
Ya solos, Giulia y Carlo, mientras terminaban de limpiar la mesa, retomaron el tema habitual de los últimos años: la preocupación por el comportamiento del hijo.
—¿En qué nos estamos equivocando? ¡No logro entenderlo! —dijo Giulia.
—¡Yo lo descuido demasiado! —se acusó, como siempre, Carlo.
—No eres el único padre que se ve obligado a pasar tantas horas fueras de casa por trabajo y, además, yo estoy aquí todas las tardes —le repitió por enésima vez Giulia, que no quería que Carlo cargase sobre sus hombros también el temor de ser el problema del hijo.
—No es un tema de carácter, Giulia, porque Elio no era así. ¡Lo sabes!
—Yo también querría que fuera así, Carlo, pero al crecer se cambia y, además, como ves, las cosas empeoran cada vez más. También en la escuela es un desastre. Esperemos que no tenga que recuperar ninguna materia, si no, no lo vamos a poder mandar ni siquiera a la colonia como otros años, ¡y el centro de verano de la ciudad sería el golpe de gracia para que se transforme en una ameba!
Giulia, los otros chicos se divierten en el centro de verano. A los hijos de Francesca y Giuseppe les encanta. ¡Sabes que en la colonia tampoco hace nada! Debemos encontrar una alternativa, algo que lo obligue a reaccionar. Ni siquiera parece estar vivo. ¿Recuerdas cómo éramos a su edad?
—¡Claro! A la noche, mi madre me gritaba desde la puerta para avisarme que ya estaba la cena, y la mayoría de las veces yo ni la oía, de lo entretenida que estaba corriendo por el campo y rodando por el pasto. Vivíamos libres y felices. Claro que en la ciudad no podemos ofrecerle eso, pero él no sabe aprovechar ni siquiera la colonia. No tiene un solo amigo, nadie a quien invitar a casa para cortar con esta monótona existencia que se lo está comiendo. No permite que nade se acerque demasiado a su corazón, a veces me pregunto qué siente por nosotros. Es tan huidizo cuando intento abrazarlo…
—Giulia, los chicos de esa edad ya no quieren los mimos de la mamá, pero estoy seguro de que nos ama. Es solo que no encontramos la clave justa para comunicarnos con él. Debemos encontrarla. Debemos encontrar el modo de sacudirlo. He pensado hablar con Ida, que tiene dos varones. Tal vez nos pueda dar algún consejo.
—¿Temes que siga los pasos de Libero? ¿Tienes miedo de que sea un trastorno psicológico hereditario? —preguntó Giulia.
—No, Libero tuvo problemas diferentes, vinculados con la muerte de su padre, pero hay una base común y la experiencia de Ida puede sernos útil. Ha hecho milagros con ese chico luego de que se mudaron al campo. ¡Y sola! Y teniendo que cuidar la granja.
—Sí, háblale. Confío en tu hermana, tiene una forma de ver las cosas que me gusta.
—¿Cuándo llega el boletín de calificaciones? —preguntó Carlo.
—El 19 de junio…
—Demasiado tarde para decidir. Pídele a la profesora de italiano que te reciba. Debemos decidir dónde mandar a los chicos, ni el centro de verano ni la colonia esperan hasta esa fecha —propuso Carlo.
—Sí, tienes razón. Mejor estar seguros de la situación, aunque Elio no va tan mal en la escuela. Solo que, como en todo lo que hace, no pone el alma. ¿Sabes que hoy llegaron los nuevos vecinos del segundo piso? Parecen buena gente. La señora Giovanna me ha dicho que mudaron de Potenza. ¡Bastante lejos! No será fácil para ellos los primeros tiempos. Tienen un hijo de la edad de Elio. Podría invitarlo alguna tarde… —Giulia se dio cuenta de que Carlo, recostado en el sofá, ya dormía—. Dale, vamos a dormir, tesoro —lo despertó susurrándole con dulzura.