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Capítulo 2

Lo obsesionaba con un susurro gélido

Elio estaba quieto en la ancha vereda delante de la escuela. Todos se apresuraban y se lanzaban a los autos de los padres o se iban en grupos hacia su casa. Él, con la esperanza de que su madre no se hubiera ido después de la entrevista con la profesora de italiano, miraba aturdido de un lado al otro, como buscando la salvación en forma del auto materno.

La explanada de la escuela se vació en poco tiempo, y Elio debió resignarse a irse caminando. Odiaba moverse y, aún más, regresar por ese maldito bulevar de los tilos, que separa la escuela de su casa.

Espero todavía unos minutos, luego se puso en marcha lentamente. Le ordenó al pie que se alzara, algo que puede parecer simple para cualquiera, pero a Elio, que desde hacía años se comunicaba muy poco con sus miembros, le parecía una enormidad.

Comenzó el recorrido girando a la izquierda en la avenida y, apenas dobló la esquina, se encontró en el tramo más odioso. La avenida estaba flanqueada por a lo que cualquier persona le habrían parecido maravillosos tilos en flor que, gracias al viento, perfumaban todo el vecindario. Paso tras paso, con esfuerzo, se encaminó hacia la larga fila de árboles. Tenía la desagradable sensación de que lo seguían.

Se volteó de golpe y le pareció ver que una bestia, completamente negra, se ocultaba detrás de un árbol.

«No puede ser», se repetía. «¡Me pareció que ese extraño perro tenía anteojos!».

Retomó la marcha asustado, le parecía ver pequeñas sombras negras detrás de los árboles. Como si eso fuera poco, el viento que soplaba entre las ramas lo obsesionaba con un susurro gélido que le llegaba a las orejas y que, más precisamente, se le clavaba en el cerebro.

No lograba entender qué significaban esos sonidos. Presa de esa sensación desagradable, le ordenó a su cuerpo que intentara correr. Estaba sudando; más corría y más los sonidos parecían perseguirlo y las sombras acercarse.

Aceleró lo más posible, oyó una voz feroz que lo intimaba a detenerse. Se giró de golpe, y otra vez le pareció ver algo negro que se escondía detrás de un árbol cercano.

Ya había casi llegado a la esquina que lo sacaría de esa pesadilla.

Sintió que un aliento le rozaba la nuca, se volteó sin dejar de correr, y algo lo golpeó como una furia y lo arrojó al suelo.

Elio, trastornado, se cerró como un erizo y se cubrió la cabeza con las manos.

En ese preciso instante, oyó que una voz querida lo llamaba.

—¡Elio! ¡Elio! ¿Qué demonios estás haciendo? —Era la hermana que le gritaba enfadada porque la había atropellado. Gaia se dio cuenta de que Elio estaba en una condición penosa. Y su tono se volvió más calmo—: ¿Cómo estás?

Al sentir su voz, Elio abrió los brazos y levantó la cabeza.

Gaia notó su rostro desencajado, más blanco incluso que de costumbre y sudado. Reflexionó un instante sobre el hecho de que estuviera corriendo, algo insólito en él. Le pareció que estaba escapando de algo o alguien y lo ayudó a ponerse de pie.

—¿Por qué corrías de ese modo? —le preguntó—. ¿Qué te asustó?

Gaia no recordaba haberlo visto correr en los últimos años. Elio no respondió, solo quería alejarse lo más rápido posible de esa calle. Sin decir nada, dobló en la esquina.

Gaia lo siguió preocupada.

—¡Elio! —lo llamó de nuevo.

—¡No es nada! —respondió Elio de mal modo—. ¡No es nada!

La preocupación de Gaia se transformó en rabia por su comportamiento.

—¿Nada dices? ¡Me atropellaste y no dices nada!

Elio, para evitar más choques que pusieran a prueba su físico ya extenuado, se disculpó.

—Perdóname —dijo.

Estas disculpas tan superficiales irritaron aún más a Gaia; no obstante, no se alejó del hermano, que la seguía preocupando.

El domingo por la mañana Carlo y Giulia habían finalmente tomado una decisión y, mientras preparaban el desayuno, conversaban al respecto a la espera de comunicársela a los chicos, que aún dormían.

—Fue verdaderamente amable al hacernos esa propuesta, esperemos que los chicos no den problemas —dijo Giulia sonriendo.

Hacer esa elección había sido difícil, pero ella y Carlo sentían una extraña euforia ahora que ya estaba decidido.

—Gaia estará feliz —dijo Carlo—. Y Elio, vas a ver que será impasible, como siempre.

—No sé, Gaia tiene muchos amigos en la colonia. No le gustará no ir; Elio, en cambio, la detesta —comentó Giulia.

—Ya no aguanto: voy a despertarlos —propuso Carlo resuelto y fue hacia los dormitorios llamando a los hijos.

Ni siquiera les dio tiempo de lavarse la cara.

—Mamá y yo hemos decidido lo que van a hacer este verano. La escuela termina el viernes, ¡y el sábado por la mañana estarán en la estación con una valija en la mano!

—¡Pero la colonia empieza dentro de quince días! —hizo notar Gaia preocupada mirando a la madre que, desde la puerta de la cocina, seguía la escena que transcurría en el pasillo.

—Es que este año no van a ir a la colonia —explicó Giulia, y confirmó los temores de la hija— Hemos pensado regalarles un verano como los que nosotros teníamos cuando teníamos su edad.

—¿Que es qué? —preguntó Gaia mientras Elio permanecía en silencio con un aire cada vez más sombrío.

—Aire libre, correr hasta perder el aliento, nadar en el lago y noches de pueblo —respondió Carlo a la hija.

Gaia veía que sus padres reían y se miraban con complicidad, y pensó que era una broma.

—Dejen de tomarnos el pelo. ¿Qué les pasa esta mañana?

—Nadie les está tomando el pelo. La tía Ida se ofreció a hospedarlos —reveló finalmente Carlo mientras sus hijos lo miraban incrédulos.

—¡Es una pesadilla, vuelvo a la cama! —dijo Gaia enfadada.

—Creí que ibas a estar feliz —le dijo el padre.

—¿Feliz? Yo ya estoy en contacto con mis amigos. ¡Esperé todo el invierno para ir a la colonia!

—Gaia, también en el campo, de la tía, harás amigos —trató de animarla Giulia.

—¿Pero por qué? Yo ahí estoy bien. Ya tengo aire libre y zambullidas en el lago, no me hace falta nada más.

—A ti no, pero Elio necesita cambiar de aire —agregó Carlo.

—¡Sabía —explotó Gaia— que era por Elio! Entonces, mándenlo solo a él al campo con la tía.

—No queremos que vaya solo —insistió Giulia.

—¡No soy su niñera!

—Pero eres la hermana mayor. ¿Tú no dices nada, Elio? —preguntó Carlo.

Elio no pronunció palabra. Se limitó a encogerse de hombros.

Eso hizo enfurecer a Gaia.

—¿No dices nada? Total, para ti da todo igual. Diles a mamá y papá: en el campo tampoco vas a hacer nada.

Elio hizo seño de sí con la cabeza para darle la razón.

—¡Basta, Gaia, no seas así! La decisión ya está tomada. Los vendrá a buscar su primo Libero —Carlo cerró la conversación.

Desilusionada y enojada, Gaia se fue corriendo.

—Se le va a pasar —dijo Giulia, que conocía la actitud positiva de la hija ante los reveses de la vida.

Elio, en silencio, se retiró a su cuarto.

Carlo se quedó duro; sin embargo, estaba convencido de que esa era la mejor decisión que habían tomado en los últimos años.

Llegó el viernes siguiente, y Carlo fue a buscar al sobrino a la estación. Fue una gran alegría volver a abrazarlo.

Libero era un muchachote alegre, de modos simples y ciertamente poco convencionales. Alto y delgado, pero no frágil, tenía grandes manos habituadas al trabajo de campo y el rostro oscurecido por el sol. Los ojos verdes resaltaban en su cara, el cabello era castaño, corto y peinada con raya al costado, como se usaba durante la posguerra. Abrazó con fuerza al tío y no paró de hablar hasta llegar a la casa.

Carlo lo miraba maravillado. Recordaba el período en el que había estado mal y era apático y fácilmente irritable. Era verdad que Libero no era un genio, pero la vida simple que llevaba lo hacía feliz. Carlo quería ver a Elio así de sereno. Mientras, Libero estaba con la nariz contra la ventanilla del auto del tío y hacía preguntas sobre todo lo que veía.

En casa todos esperaban su llegada.

Giulia estaba nerviosa mientras terminaba de preparar las valijas. Había llegado el momento y ahora se preguntaba cómo saldría todo; su instinto de madraza tomaba la delantera.

Gaia, en cambio, ya había asimilado el golpe y le iba detrás haciéndole miles de preguntas sobre lo que iba a poder ver y hacer en los alrededores de la granja.

La última vez que fueron eran muy chicos y todavía estaban los abuelos; casi ni se acordaban del lugar, tenían solo vagos recuerdos del campo o del olor de los árboles entre los cuales jugaban a las escondidas.

Después de la muerte de su marido, a la tía le había costado reorganizarse y había decido mudarse con los hijos a la vieja granja de los padres, ahora abandonada.

Gaia oyó el ruido de la llave en la cerradura y corrió a recibir al primo, que la alzo como había hecho con su pasare y la hizo girar como en un carrusel. Gaia sonrió. No se esperaba esa demostración de afecto.

—Hola, Libero. ¿Cómo estás? —le preguntó de corazón al primo que no veía desde hacía tanto.

—Bien, pequeña —respondió Libero.

Entre tanto, llegó Giulia, y fue la única con la que Libero se comportó como un caballero, besándole las mejillas apresuradamente.

—¿Cómo estuvo el viaje? —le preguntó Giulia premurosa.

—Bien, la vaca de acero es muy cómoda y veloz para viajar y la ciudad está llena de cosas curiosas. ¡Estoy contento de estar aquí!

—Siéntate, debes estar cansado. ¿Puedo ofrecerte un helado? —ofreció Giulia.

—Sí, gracias, tía, me encanta el helado —aceptó Libero de buen grado—, pero ¿y Elio dónde está?

—Elio está en su habitación, ahora viene —dijo Carlo enfadado con el hijo, que no se dignaba a venir a saludar al primo que había hecho ese viaje solo para venir a buscarlo, y fue a su cuarto.

—No, no, tío. —Libero lo detuvo—. Voy yo, quiero darle una sorpresa. Dime cuál es su habitación.

Apenas Carlo se la indicó, Libero se lanzó hacia la habitación, desde donde se sintieron sus gritos de felicidad mientras lo saludaba. Ni siquiera Elio, no obstante su frialdad, logró escapar al abrazo envolvente.

Gaia miró a la madre con sorpresa y le susurró:

—¡No lo recordaba tan tonto!

—No digas eso —le recriminó Giulia—. Es un buen muchacho, y muy correcto.

—Sí, pero… ¿están seguros de que podrá llevarnos a destino? —preguntó Gaia perpleja.

—¡Claro que sí! —la tranquilizó Carlo—. No lo subestimes. Lleva adelante la granja junto a la madre. Es fuerte y competente.

Llegó la hora de la cena, que, con todos los colores que Libero había traído del campo, fue muy alegre, naturalmente para todos salvo para Elio.

—No veo la hora de mostrarles todo —concluyó Libero dirigiéndose a los primos al final de la descripción de la granja.

—¿Estás seguro de que no quieres quedarte un par de días antes de viajar? —preguntó Giulia.

—No puedo dejar a mamá sola en este época, hay mucho trabajo.

—Tienes razón, Libero. Eres un muy buen muchacho —lo elogió Carlo palmeándole con afecto el hombro.

—¿Sabes, tío? En el auto me preguntaba una cosa. Antes de venir a la ciudad pensaba que la bocina servía solo en caso de peligro.

—Claro —respondió Carlo—. ¿Por qué?

—Porque parece que aquí la usan para festejar. ¡No dejan de tocarla!

Todos, menos Elio, rompieron a reír preguntándose en silencio si Libero estaba bromeando o si hablaba en serio…

Un Cuarto De Luna

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